SOLO ALGUNAS BUENAS INTENCIONES Hay en Dolittle un par de intenciones nobles: básicamente apelar a la materialidad clásica de la saga literaria original (el personaje de John Dolittle fue creado por Hugh Lofting en 1920) e intentar desde ahí construir una aventura infantil totalmente alejada de lo que fueron las reversiones protagonizadas por Eddie Murphy. Sin embargo, esas metas se quedan a mitad de camino porque nunca llega a tener claro cómo cumplir con sus objetivos. Quizás eso se deba en buena medida porque el realizador a cargo, Stephen Gaghan, no termina de entender apropiadamente cómo presionar las teclas adecuadas o mover las piezas de la historia apropiadamente. No se trata tanto de una cuestión de tono, sino de timing –lo cual a su vez termina afectando el tono-, ya que no llega a hallar la dinámica pertinente y las velocidades que maneja no se corresponden con las secuencias que se van sucediendo: para decirlo de manera más simple, cuando tiene que ir rápido, va lento, y viceversa. De hecho, su estructura narrativa de viaje, crecimiento y redención que utiliza nunca llega a consolidarse de forma atractiva. Es entonces que vemos a Dolittle, el doctor capaz de hablar con animales, teniendo que emprender la búsqueda de un remedio mágico para la Reina de Inglaterra (quien se encuentra al borde de la muerte), para así poder salvar sus tierras e instalaciones, en un viaje que también será la oportunidad para cerrar las heridas por la pérdida de su esposa y, de paso, incorporar a su grupo a un joven que desea ser su aprendiz. Pero todo lo que vemos nunca sale de lo realmente rutinario y jamás sorprende, como si no supiera encontrar giros originales o composiciones en las acciones –que implican tonos, velocidades, climas y/o estéticas- que se aparten de lo esperado. Si su arranque (con una bella secuencia animada) presenta una combinación prometedora de un clasicismo infantil con una mirada ligeramente contemporánea, ese posicionamiento pronto se va desinflando. De ahí que Dolittle termine confiando en lo más obvio: el carisma innato de Robert Downey Jr. –que trata de darle una vuelta de tuerca a su personaje habitual pero lo logra a medias-; los aportes por el lado de la comedia de las voces de figuras como Emma Thompson, Rami Malek, Kumail Nanjiani, John Cena, y particularmente Craig Robinson y Jason Mantzoukas; alguna escena ligeramente lograda en su sentido aventurero y no mucho más. En el medio, hay muchos chistes fallidos y Michael Sheen y Jim Broadbent son bastante desperdiciados, para luego terminar arribando a un final definitivamente abrupto, que apresura en exceso la resolución de los conflictos. Dolittle es una paradoja: una película que habla sobre la búsqueda y/o recuperación de la identidad, pero que no llega a encontrar una propia, un film repleto de indecisiones que no tiene en claro qué contar y cómo contarlo.
UN GIRO DE 360° No se puede negar la vocación de Jumanji: el siguiente nivel por diferenciarse de su predecesora, En la selva. La película busca constantemente mostrarse renovadora, distinta, intentando nuevos caminos. Pero sucede algo llamativo o cuando menos paradójico: la pulsión por diferenciarse la termina llevando al mismo lugar que la anterior entrega. Es una especie de repetición involuntaria, por así decirlo. La apuesta de Jumanji: el siguiente nivel está focalizada principalmente en Edward (Danny DeVito), el abuelo de Spencer (Alex Wolff), y Milo (Danny Glover), que en algún momento fue su amigo, aunque el vínculo entre ambos está roto. Cuando Spencer vuelve a quedar metido en el amigo, sus amigos van a rescatarlo pero Edward y Milo son también arrastrados a ese videojuego en la vida real donde cada uno de los protagonistas tiene un rol que no necesariamente quiere. En la misma premisa, ya hay un componente de abordaje del quiebre generacional, de cruce –o más bien choque- entre miradas de distinta edad, retroalimentado por la problemática previa de asumir cuerpos (y habilidades y/o debilidades) que no son propios. Desde ahí, el film de Jake Kasdan vuelve a explotar lo máximo posible las habilidades cómicas y físicas de Dwayne Johnson, Karen Gillan, Kevin Hart y Jack Black. Ahora bien, dejando de lado la arbitrariedad con que la película pretende retornar al mundo de Jumanji –la justificación que se da es cuando menos floja-, la incorporación de los nuevos personajes (y por lo tanto, renovados conflictos) no llega a sumar realmente. Sonará un tanto prejuicioso y hasta malvado en la conclusión, pero la idea de incorporar a la trama a personajes de la tercera edad hace que todo sea más lento y cansino. Las reglas se vuelven a explicar, una y otra vez, hasta agotar el chiste, y buena parte de las acciones se lentifican, hasta quitarle dinamismo a un film que solo en algunos pasajes encuentra el ritmo pertinente y al que también le juega en contra no tener un antagonista potente. Y eso pone en evidencia el automatismo que ya estaba presente en la primera parte, que era compensado no solo por un enorme vigor narrativo, sino también por el sentido de aprendizaje grupal que impulsaba el relato. En cambio, en Jumanji: el siguiente nivel lo que prevalece es una atmósfera de transición, por más que haya cariño por los personajes -especialmente Edward y Milo, que deben cerrar heridas mutuas del pasado para poder seguir adelante- y algunas secuencias donde la fisicidad trae consigo suspenso y un sentido de peligro imprescindible para la aventura. Los cambios y adiciones no aportan renovaciones consistentes y eso queda aún más patente a partir de una secuencia donde los roles se acomodan nuevamente para que todo quede más ordenado de acuerdo a lo que requiere cada personaje. Es como si el film se hiciera cargo de que las convenciones establecidas por la película anterior no pueden alterarse, que el orden previo no puede ser revertido y que con una reversión ya alcanzaba. Por eso esta nueva incursión en el juego no tiene el mismo sentido lúdico ni representa un cambio más profundo para los protagonistas, que en muchos sentidos emprenden un gran recorrido para acabar en el mismo lugar que antes. De ahí que la secuencia de títulos, que abre las puertas a otra continuación, sea un indicador de su sentido de existencia: servir de transición hacia otro giro, que esperemos sea verdaderamente productivo. Mientras tanto, Jumanji: el siguiente nivel está lejos de ser revulsiva y no representa un salto cualitativo en la saga.
ÉTICAS DEL DEBER De vez en cuando, la maquinaria invencible que es Hollywood procura inventar estrellas a las que les da un respaldo un tanto desmedido: ahí tenemos por ejemplo a Jai Courtney, actor que ha tenido protagónicos inmerecidos (Terminator Génesis, Duro de matar: un buen día para morir) y que a lo sumo es efectivo en roles de reparto (Jack Reacher: bajo la mira). Algo parecido se puede decir de Chadwick Boseman, que ha tenido bastante suerte a partir del protagónico de ese inmenso éxito que fue Pantera Negra –y que es también una de las películas más sobrevaloradas de la última década-, pero que es un intérprete con recursos limitados, como ya quedó claro en 42 – la historia de una leyenda o Dioses de Egipto. Pero en Nueva York sin salida Boseman encuentra un vehículo que quizás esté a la altura de lo que su presencia puede aportar: un policial limitado, sin muchas ambiciones, pero ciertamente efectivo. La película de Brian Kirk -un realizador proveniente de la televisión, que trabajó en series tan disímiles como Los Tudor, Luther, Boardwalk Empire, Game of thrones, Luck y Penny Dreadful- es una de premisa sostenida con alambres: dos criminales (Stephan James y Taylor Kitsch) asaltan un negocio y roban un cargamento de cocaína, matando a varios policías en el proceso; y el detective encargado de atraparlos (Boseman) decide cerrar todas las vías de entrada y salida (incluyendo puentes, trenes y subtes), en una cacería que no solo es contra el tiempo sino también contra diversas que buscan tapar un entramado de corrupción. Si el arranque del film parece presagiar lo peor, con una discursividad moralista excesiva en pos de justificar el rígido profesionalismo del protagonista, en cuanto queda planteado el conflicto, el relato rápidamente encuentra las tonalidades adecuadas. Durante poco más de una hora, Nueva York sin salida funciona casi como un relojito, imponiéndose a los cabos sueltos de la historia con una fisicidad que ya queda clara en el guión de Adam Mervis y Matthew Michael Carnahan, pero que Kirk traslada a una puesta en escena que aprovecha muy bien el ecléctico paisaje urbano de la isla de Manhattan. Los dilemas sobre los negocios sucios que se ocultan tras ese robo inicial conviven con las persecuciones, los tiroteos y las peleas, reflejando el profesionalismo desde la pura acción, como si el realizador hubiera aprendido un par de buenas lecciones de cineastas como Michael Mann, Paul Greengrass o Peter Berg. Ahí es donde también se nota el rol que cumplen como productores Joe y Anthony Russo, que vienen de dirigir las últimas entregas de Avengers y Capitán América, que están entre lo más físico que dio el Universo Cinemático de Marvel. Y si con eso no basta, también hacen su aporte Sienna Miller, Keith David y especialmente J.K. Simmons para darle un aura de sequedad y equilibrio a todo lo que se ve. Claro que en los últimos minutos, cuando Nueva York sin salida tiene que reunir toda la información –que en buena medida se va intuyendo previamente- y resolver las pugnas entre los personajes, vuelve a caer en unos cuantos diálogos demasiado explícitos sobre los distintos niveles éticos del deber policial. Toda esa maraña discursiva ya se intuía en buena medida desde el dinamismo previo, lo cual resta sorpresa e impacto, además de insertar un tono excesivamente sentencioso. Película despareja, pero aun así interesante, Nueva York sin salida se expresa mucho mejor desde los cuerpos, las piñas y las balas antes que desde los simbolismos y las palabras.
LOS CIERRES Y SUS PROBLEMAS Ya pasaron unos cuantos días desde que la vi y todavía me dura la ambivalencia respecto a Star Wars: el ascenso de Skywalker. Quizás se deba a las múltiples tensiones que atraviesan a una película que se obliga a sí misma a cerrar la historia no de una sino de tres trilogías; y a la vez corregir ciertas decisiones que se habían tomado en la anterior entrega de la saga, Star Wars: los últimos Jedi. Todo esto mientras procura sostener un valor propio y distintivo, con un plan narrativo que en algunos aspectos luce un tanto improvisado. Otra razón posible para el cúmulo de sensaciones encontradas sea que J.J. Abrams sea un realizador capaz de crear películas o series que funcionan muy bien como Frankensteins conceptuales pero que también suele encontrarse con dificultades para cerrar sus propuestas. Si Star Wars: el despertar de la Fuerza, Star Trek, Super 8 o Lost son notables mecanismos de reciclaje y reversión, En la oscuridad: Star Trek, Misión: Imposible III o la misma Lost no consiguen redondear sus conflictos de las formas más satisfactorias, aun cuando tengan potencia e interés. Y algo parecido sucede en Star Wars: el ascenso de Skywalker, que posiblemente sea el film menos atractivo y estimulante de Abrams, aun cuando tenga unos cuantos momentos realmente muy buenos. Lo que vemos en El ascenso de Skywalker es una película que es muchas películas, aunque narrativamente está claramente partida en dos. La primera mitad procura en buena medida revertir los acontecimientos de Los últimos Jedi, volviéndole a dar relevancia al enigma de los orígenes de Rey, mientras construye otro gran antagonista que en realidad es notoriamente una reconstrucción: ahí lo tenemos a Palpatine reapareciendo en escena, amenazando tanto la supervivencia de la Resistencia como el liderazgo de Kylo Ren. Esa primera parte del film es de misterio y aventura frenética, de viajes de un lado a otro, que mira de reojo El regreso del Jedi pero también esa obra maestra que es Indiana Jones y la última cruzada. Pero tantas idas y vueltas, tanto vértigo acumulado, no terminan de darle entidad a los protagonistas, que hasta en un punto deambulan buscando un sentido para sus recorridos más allá de los enigmas que plantea la trama. Es a partir de un giro argumental que El ascenso de Skywalker empieza a tener un rumbo más claro para sus personajes, aunque el mayor protagonismo se lo lleva Rey con sus dilemas identitarios, su ambiguo vínculo con Kylo Ren y su lucha interior entre el Bien y el Mal. En cambio, los recorridos de Finn y Poe Dameron –que intenta tomar la posta del componente aventurero de Han Solo, pero solo lo logra a medias- se quedan un poco a mitad de camino, casi dando a entender que el objetivo de largo plazo es que tengan relatos propios. En la película hay muchas líneas de conflicto que se abren y no todas se terminan de cerrar con solidez, incluso cayendo en algunas resoluciones apresuradas. Lo cierto es que el final al cual arriba El ascenso de Skywalker tiene su fuerte dosis de lógica, por más que no llegue a ser totalmente satisfactorio o que no llegue a explotar todo su potencial. De hecho, a pesar de su extensión, no aburre en ningún momento, presenta algunos personajes atractivos –principalmente el interpretado por Keri Russell, que encaja perfecto en la trama- y entrega algunas secuencias visualmente notables. Pero también es verdad que no llega a ser un film con una personalidad propia y solo la sostiene su naturaleza de acontecimiento para los fanáticos. De ahí que esta nueva trilogía pergeñada por Disney, aunque correcta en su balance general, no llega a darle a Star Wars el salto de calidad que insinuó inicialmente.
CINE DE EXPLOTACIÓN DE LA CORRECCIÓN POLÍTICA El auge de cierto discurso políticamente correcto –no solo superficial y esquemático, sino incluso negador de las capas de conflicto- empieza a tener una derivación sumamente negativa, a la que podríamos denominar “cine de explotación de la corrección política”. Es decir, películas que agrupan temas y lugares comunes de esa vertiente, agrupados sin mucho criterio para quedar bien y adecuarse a los tiempos que corren. La semana pasada ya habíamos tenido El secreto de Julia y ahora toca La sabiduría, otro film que, de manera bastante torpe, quiere quedar bien con los sectores indicados. La película de Eduardo Pinto presenta a tres mujeres que deciden pasar un fin de semana en una estancia en medio del campo pero que, luego de participar en un ritual nocturno con los indios y peones del lugar, entran en una dinámica pesadillesca de persecuciones, abusos y sometimiento. El gran problema inicial de La sabiduría es que para presentar esta premisa se toma una enorme cantidad de tiempo, que lejos está de servirle para darles una entidad apropiada a los personajes, a la manera de buena parte del cine de terror estadounidense que utiliza el molde de las road movie para configurar conflictos sostenibles. No, acá hay un regodeo constante en un paisajismo banal –con bellos pero inútiles planos aéreos incluidos-; escenas de contemplación pretendidamente inquietantes pero que abusan de la cámara lenta y los primeros planos; y diálogos entre las protagonistas que quieren cimentar algunos dilemas existenciales aunque nunca pasan de lo obvio. El resultado es previsible: unos primeros 45 minutos aburridísimos, donde el relato nunca encuentra un rumbo claro. Lo que viene después, a partir del giro introducido por ese ritual cuando menos confuso (y que en verdad solo implica el tomar una bebida alucinógena) es una trama donde se mezclan referencias a las luchas históricas en la llanura pampeana, las matanzas de los pueblos originarios y la opresión a la mujer. Ese reposicionamiento al estilo Dimensión desconocida –salvando (y mucho) las distancias-, con toda su ensalada estética y temática, podía haber derivado en un delirio divertido o cuando menos estimulante desde el absurdo, pero la película se toma demasiado en serio a sí misma, cayendo en un tono solemne y sentencioso. De ahí que la segunda mitad de La sabiduría logre una particular hazaña: superar en aburrimiento a la primera parte. Hay algo paradojal en La sabiduría: se pretende importante y relevante desde los tópicos que aborda, pero su tratamiento es tan superficial y facilista que, cuanto más enfática se pone, menos seria parece. En un punto, hasta recuerda a la corriente del cine político argentino de los ochenta y noventa más urgente y a la vez arbitrario, que no se preocupaba por el rigor sino por los temas de moda. Es una película que se quiere vender como actual, pero que atrasa varias décadas.
UN JUEGO DEMASIADO SERIO Lo de El buen mentiroso es un caso particular: el film del irregular Bill Condon (realizador de películas tan disímiles como La bella y la bestia, Mr. Holmes y las dos últimas partes de La Saga Crepúsculo) es uno de estafas y engaños que se quiere engañar a sí mismo pretendiendo ser algo más para lo que no tiene capacidad y estructura de largo alcance. Basado en una novela de Nicholas Searle, apela a una narración plagada de giros, de marchas y contramarchas, de revelaciones sucesivas, que funciona mientras privilegia el lado lúdico del asunto, pero que se cae a pedazos cuando se pone serio y sentencioso. En la primera mitad, se percibe que Condon confía en el carisma de los actores principales para contar este juego de gato y ratón donde no termina de quedar claro quién es quién. Y hace bien, porque a Ian McKellen le sale de taquito la interpretación del estafador Roy, que va pasando de un pequeño golpe a otro, manejándose con habilidad en el submundo londinense; y lo mismo se puede decir de Helen Mirren respecto a Betty, una reciente viuda que se convierte en el blanco más anhelado por Roy y que parece esconder algo más que una fortuna a la cual no termina de disfrutar en plenitud. De ahí que la primera parte de El buen mentiroso sea un entretenimiento simple y liviano, pero también efectivo, que se permite ser bastante oscuro en algunos pasajes –particularmente una secuencia en una carnicería- sin dejar de lado el típico humor negro británico. Pero ya entrando en la segunda mitad, cuando se empieza a entrar en los tramos donde las máscaras deben empezar a caerse y al mismo tiempo los protagonistas mostrar mayores tonalidades, El buen mentiroso pretende hacerlo realizando un doble movimiento: por un lado, retornando hacia el pasado sombrío y arrasado de la Alemania de posguerra; y por otro, construyendo una alegoría entre feminista y anti-machista. Lo cierto es que esa apuesta se revela como totalmente fallida, porque no solo es tremendamente superficial desde lo discursivo, sino también torpe en su ejecución e incluso irrespetuosa de su propio posicionamiento ideológico. Pero lo peor es cómo en el camino se pierde todo rasgo de jugueteo, diversión y retorcimiento de las reglas: la última media hora se vuelve así afectada, innecesariamente seria e incluso previsible –las vueltas de tuerca se ven venir a la distancia-, lo que conduce al aburrimiento. Teniendo a dos estrellas como McKellen y Mirren, que saben aplicar su carisma y talento para los relatos clásicos, El buen mentiroso quiere dárselas de adulta y actual, y trastabilla en ambos aspectos. No se trata de que tuviera que apostar a la diversión aun teniendo elementos escabrosos a disposición, sino de que supiera torcer sus propias reglas narrativas pero sin romperlas, encontrando el equilibrio necesario que requería su premisa. Pero Condon no es Brian De Palma: no tiene su astucia, lucidez o atrevimiento para hacer creíble lo increíble, y por eso El buen mentiroso arruina sus méritos iniciales con un final torpe y estirado. A veces, la seriedad mata a la inteligencia.
CUANDO PREVALECE EL SENSACIONALISMO El tema del abuso infantil e intrafamiliar es cuando menos delicado, con múltiples aristas desafiantes y que requiere de un abordaje donde deben prevalecer lo respetuoso, la sutileza y la delicadeza. De ahí que El secreto de Julia termine decepcionando, porque si bien había elementos que permitían que los requisitos se cumplieran, lo que se impone en su estructura es el descuido y la remarcación en pos de la bajada de línea. La película de Ernesto Aguilar se centra en Julia (Natalia D’Alena), una joven que retorna a la casa de su infancia, ubicada en las afueras de un pueblo del Interior. Esa vuelta es cuando menos problemática para ella, ya que allí sufrió de niña el abuso sexual de parte de su padre, que acaba de fallecer. Como su intención es venderla, se instala provisoriamente allí junto a su novia Ana (Daryna Butryk), pero esa estadía se va complicando cada vez más, y no solo por los recuerdos que la aquejan. La irrupción de José (Santiago Schefer), un vecino ex policía que parece inicialmente tener una relación idílica con su hija adolescente (Luciana Grasso), a tal punto que la usa como modelo para pintar unos cuadros cuando menos inquietantes, terminan de desestabilizar a Julia, que va viendo cómo ese pasado que había dejado atrás se hace de vuelta presente. Si los primeros minutos insinúan cierto potencial para el thriller, a partir de cómo Aguilar trabaja con indicios puntuales desde la puesta en escena y la gestualidad contenida en las actuaciones, a medida que avanza la trama y se van sucediendo señales más claras, el film va perdiendo capacidad para mantener la inquietud desde la creación de atmósferas. Ya entrada la película en su segunda mitad, todo se va haciendo explícito en las imágenes y explicado desde las palabras, anulando no solo toda chance de suspenso, sino también –un tanto paradójicamente- de empatía por lo que sucede: cuanto más hablan los protagonistas (especialmente Julia y el antagonista que es José) y declaran lo que quieren o les pasa, menos creíbles son. Los últimos minutos de El secreto de Julia implican directamente una zambullida en el sensacionalismo, con los giros de la narración puestos en función de una discursividad que nunca sale de los lugares comunes de la indignación o el señalamiento facilista. Lo peor es que los cuerpos son arrastrados por esta voluntad de decir cosas en voz alta para quedar bien pero sin respetar las implicancias de lo que se está contando. La escena final es una demostración plena de eso: lo que importa para el film es decir determinadas cosas políticamente correctas, no la historia o sus personajes.
OTRA RENOVACIÓN, NUEVOS ATRASOS Cada vez que se anuncia un reboot, reversión o remake, surgen las preguntas usuales: ¿para qué? ¿Cuál puede ser el potencial aporte? Dudas parecidas debían tener en Sony, porque si las dos adaptaciones cinematográficas de Los ángeles de Charlie estrenadas en el 2000 y 2003 habían tenido presupuestos de 93 y 120 millones de dólares, respectivamente, la nueva versión solo contó con 48 millones. O sea, mucho más discurso feminista, pero menos plata para respaldarlo. Ese recorte de dinero se nota, y mucho, en Ángeles de Charlie, que nunca consigue elevarse por encima de la categoría de sub-producto de acción. La voluntad de refrescar a la franquicia no va más allá de poner nuevas actrices y darle un toque más global a las aventuras, planteando un escenario donde la agencia de Charles Townsend se ha expandido a todo el mundo, con muchas agentes –y sus respectivos Bosleys- desempeñándose en una multiplicidad de territorios. La apuesta es muy parecida a la de Hombres de Negro: Internacional: la premisa vuelve a combinar a expertas y novatas, una intriga donde la traición viene desde adentro de la organización, recorridos por distintos países, líneas humorísticas desperdigadas cada una determinada cantidad de minutos (principalmente por parte de la agente encarnada por Kristen Stewart) y discurso pretendidamente feminista, como para quedar a la par de los tiempos actuales de supuesta inclusión. Los resultados son también, lamentablemente, similares al de Hombres de Negro: Internacional (no casualmente también producida por Sony): lugares comunes y estereotipos argumentales por todos lados; una sucesión de chistes entre fallidos y obvios; enunciación oral para explicar todo lo que pasa; giros de la trama que se ven venir a una distancia sideral; secuencias de acción carentes de vértigo e inventiva; y una discursividad que se pretende potente pero que jamás pasa de lo obvio. No hay nada distintivo en Ángeles de Charlie, nada que la aparte de la rutina y se nota demasiado que Elizabeth Banks –una artista con una carrera más que interesante-, a pesar de estar a cargo de la dirección, el guión, la producción y hasta un personaje relevante, nunca le encuentra la vuelta a la franquicia para aportar un diferencial, como sí lo hacían McG y Drew Barrymore en las entregas previas. Esas dos películas exhibían unos cuantos desniveles y hasta eran caóticas por momentos, pero tenían un estilo propio y hasta arriesgado. Donde también Ángeles de Charlie se parece (para mal) a Hombres de Negro: Internacional es en su incapacidad el legado de sus antecesoras. Ambas pretenden introducir elementos supuestamente nuevos pero que en verdad ya estaban presentes en las películas anteriores, particularmente en lo referido a lo genérico: si la primera parte de Hombres de Negro ya mostraba que las mujeres podían estar a la misma altura de sus contrapartes masculinas con apenas un plano en la última secuencia; Los ángeles de Charlie ya presentaba personajes capaces de ser patear traseros, superar vínculos tóxicos y entablar una solidaridad grupal. Y encima lo hacían con mucha más personalidad y complejidad, aún con sus respectivas fallas. Ángeles de Charlie establece una continuidad sumamente negativa con Hombres de Negro: Internacional: ambas son películas que buscan renovar y actualizar, pero solo atrasan y hasta terminan sepultando franquicias.
PEQUEÑAS LUCHAS El título original de ¿Dónde está ella? es Nos batailles, cuya simple traducción es “Nuestras batallas”. El primero suena un poco a thriller medio pelo de los noventa, remitiendo a la premisa más simple con la cual explicar el argumento de la película: un trabajador de una fábrica, Olivier (Romain Duris), al que un día súbitamente le desaparece la esposa, con lo que tiene que hacerse cargo solo de la crianza de sus hijos, mientras procura continuar con su habitual existencia como puede. En cambio, el segundo insinúa algo mucho más profundo y complejo, casi incluso épico, que define no solo a un personaje sino a un conjunto de personas. Lo cierto es que la película de Guillaume Senez se propone como un retrato particular pero que pretende evocar resonancias a dilemas sociales e incluso políticos. El drama de Olivier no es solo familiar y/o de pareja, sino también laboral, porque mientras está tratando de entender las razones del abandono de su mujer, en la fábrica donde trabaja y es representante gremial comienzan a haber despidos difíciles de justificar. Todo esto confluye y a su vez actúa como un efecto dominó en su vida: ha sido abandonado por su esposa y no sabe por qué; apenas si puede con las tareas del hogar y la crianza; un compañero de trabajo se suicida; y hasta comienza un frágil vínculo romántico con una compañera gremial. En verdad, su conflicto de fondo es ético y moral: hay apariencias que ya no puede sostener, roles que debe asumir cuando tenía casi naturalizado que los desempeñaba otra persona, y deberes que cumplir frente a sus pares, incluso cuando no se siente totalmente a la altura para hacerlo. El mérito de Senez está en poder combinar todo este remolino de obstáculos que enfrenta Olivier sin recurrir a subrayados explícitos o golpes bajos. Hay una búsqueda de empatía constante con el protagonista, siguiéndolo muy de cerca con la cámara en mano, casi siempre desde el movimiento o contemplando cómo está luchando para no explotar y desbordarse, pero eso no lleva a un regodeo en las desgracias que lo atraviesan. En ¿Dónde está ella? ronda cierto espíritu de los cines de los Hermanos Dardenne o Laurent Cantet, con sus respectivos seguimientos de las clases trabajadoras obreras despojados de paternalismo, y eso se agradece bastante, porque es lo que salva a la película de caer en miserabilismos. Pero si Senez tiene bien aprendida la lección de no juzgar a los distintos personajes –lo cual le permite conseguir, además, muy buenas actuaciones, particularmente de Duris-, eso no le alcanza para imprimirle al relato la suficiente energía para conmover o construir una lectura político-social más sólida. Hay un conflicto particular, un recorrido de aprendizaje por parte del protagonista, heridas que se cierran y otras que no, un abordaje del ámbito fabril, pero ¿Dónde está ella? no logra en muchos pasajes salir del lugar del drama correcto y prolijo. Las ambiciones de hacer interactuar lo íntimo con lo sociológico están a la vista, pero a Senez, recién con dos largometrajes a sus espaldas –aún con su evidente habilidad para la puesta en escena-, todavía le falta desarrollar una mayor sensibilidad para conmover con sutileza e inteligencia al espectador.
OBSERVACIÓN NO ES IGUAL A EXPERIENCIA Ya desde su mismo póster y su sinopsis, Apurimac – El dios que habla se quiere presentar como una “experiencia sensorial visual y sonora”, y hay que reconocer que le pone empeño para cumplir su promesa. El film de Miguel Mato busca salir de los parámetros habituales del documental, indagando en el rito de renovación del puente Q`eswachaca, en el que participan cuatro comunidades con varios siglos de historia sobre sus espaldas, en el medio de la cordillera peruana. Y en buena medida lo logra, aunque eso no termine de traducirse en resultados completamente óptimos. La apuesta de Mato es clara a lo largo de todo el metraje: una ausencia casi absoluta de diálogos o incluso voces, una concentración constante en la composición de las imágenes y la búsqueda permanente de darle entidad al paisaje, al cual convierte quizás en el verdadero protagonista. A la par, la utilización de una banda sonora donde prevalece la creación de atmósferas casi experimentales y un peso casi tangible del sonido, como sustentos para la observación de los espacios cordilleranos y las rutinas, tradiciones y rituales de las comunidades. Sin embargo, esa experiencia que se pretende hilvanar queda a mitad de camino, básicamente porque la articulación de elementos rara vez salen de lo remarcado y hasta la pose. Es que toda experiencia requiere, aunque sea de manera indirecta o sutil, un hilo narrativo mínimamente consistente. Eso rara vez termina de aparecer en la película, a pesar del seguimiento de un evento particular y decisivo para la constitución identitaria de las comunidades. De ahí que se imponga una mirada distanciada, que solo en algunos pasajes se enlaza con las herramientas audiovisuales que despliega la puesta en escena. La labor de inmersión no consigue completarse –quizás por buscarse tanto, lo cual es toda una paradoja- y estamos ante un film que, a pesar de no buscarlo, es primariamente un documental de observación, que alterna entre lo didáctico y lo antropológico. La cámara de Apurimac – El dios que habla está ciertamente fascinada pero eso no le alcanza para fascinar al espectador. Eso no le quita necesariamente interés, pero la aleja de su objetivo de convertirse en una experiencia distintiva.