En el abismo Hay que reconocer que cada tanto la revisión del film noir posibilita el lucimiento de actores y realizadores como en el caso de Sin dejar huellas (Fleuve Noir, 2018), con un descomunal trabajo de Vincent Cassel en el rol de un investigador que se ve envuelto en un misterioso caso con el que no sólo se obsesiona sino que, además, expone sus miserias y oscuros secretos en una trama tensa y opresiva que potencia sus premisas. Érick Zonca (La vida soñada de los ángeles, El pequeño ladrón) es un hábil constructor de climas y personajes que luego la historia desmenuzará en beneficio de la trama que cuenta. Cassel interpreta a un investigador llamado Visconti, que resume lo peor de todos los oficiales de la ley que han atravesado la historia del cine y, en particular, el cine negro. Así, está claro que al aspecto desaliñado, bordeando la falta de higiene, las botellas de licor y whisky barato escondidas por todas partes, y un carácter violento, le pueden jugar en contra a la hora de desarrollar normalmente sus tareas cotidianas. La pesquisa que iniciará Visconti, plagada de suposiciones y especulaciones, lo llevará a sumergirse en sus propias miserias, buscando placer pago, descargándose con su hijo, increpando a los inmigrantes que venden drogas, en un panfleto que en el fondo esconde lo peor del francés reaccionario, que brega por la libertad pero celebra cada decisión que el presidente y la derecha toman en conjunto. Sin dejar huellas toma de escenario a la Francia multicultural, un espacio plagado de minorías en el que nada ni nadie realmente es quien dice ser. La doble moral del profesor esconde la verdad de esa miserable sociedad, que prefiere seguir sin salir del closet para señalar con el dedo a aquellos que se comportan por fuera de lo esperado. Visconti es uno de ellos, porque si bien posee la ley de su lado, todos los movimientos que realiza son marginales, y aunque intente mantener cierto decoro y formalidad con sus compañeros de comisaria, cuando sus pulsiones se desatan no saben de límites. El film adapta el best seller de Jean-Luc Pierre Menard y lo apropia, lo reduce a sus mínimas expresiones para reversionar su propio universo con leyes y cosmogenias. En ese reinventar aparece un enorme Vincent Cassel como ese investigador que sabe que en el laberinto de las mentiras que envuelven la desaparición del joven (en las palabras que la madre balbucea, en lo que el padre y el profesor vociferan a sus espaldas), hay una verdad que pide ser escuchada. Un cine que merece ser narrado y una resolución que afirma en la sorpresa su enunciado.
¿Cómo poder recuperar la memoria en imágenes? ¿Cuál es el mecanismo mental a través del cual los recuerdos transforman vívidas sensaciones en conceptos más abstractos? ¿Cómo reinterpretar la historia a partir de objetos ajenos al momento que se quiere narrar? ¿Cómo entender un drama que marcó a fuego a una generación completa a partir de la coacción y la sangre? Algunas respuestas se pueden encontrar en “La imagen perdida”, intenso documental de 2013 del realizador Rithy Panh, y que tras un largo periplo festivalero y de premiación finalmente llega al país comercialmente. En la historia de “La imagen perdida” (Francia/Camboya, 2013) hay simpleza, lo que no quita que el dolor que se quiere transmitir también lo sea, porque el director desea poder plasmar con registros reales el genocidio que se vivió en Camboya entre 1975 y 1979 de la mano de los jemeres rojos. En ese período alrededor de dos millones de personas perdieron la vida y otras tantas fueron obligadas a trabajar en el campo, despojadas de sus viviendas y posesiones, por un régimen autoritario que impedía cualquier atisbo de humanidad en las acciones. Panh buceó durante años en archivos, porque para él, más allá de lo que podría recrear o contar, la imagen capturada de los ejércitos accionando en los cuerpos sería el propulsor de la narración y de la historia. Pero en esa búsqueda el director realiza otro recorrido, para poder no sólo encontrar imágenes de la época, sino, principalmente, que esa misma búsqueda le pueda devolver algo de su identidad y la de su pueblo, que, diezmada, sigue hundida en la oscuridad tras haber sido apropiada de la peor manera, la más descarnada y dolorosa. Pero al no encontrar nada documental, y frente a su necesidad imperiosa de poder de alguna manera legar para las nuevas generaciones un registro de los acontecimientos, es que decidió, a través del relato en primera persona y la utilización de unas pequeñas esculturas de arcillas, recrear el período, inspirándose en hechos y acontecimientos que marcaron su vida personal. A simple vista los muñequitos miran a cámara, ocupan el lugar en el que alguna vez un ser humano estuvo parado frente a cuerpos que les exigían un doloroso retiro de plusvalía, sangriento, irracional, en el que nada valían como personas ante las innecesarias decisiones tomadas. El alma, el ser humano, la ontología de la racionalidad ante el hambre, el cuerpo que duele y pesa, el beber barro como un animal ante la eterna sed y falta de alimentación, transformando a todos en cuerpos ajenos, no propios, deshumanizándolos hasta el hartazgo. Porque en la tierra que huele a muerte, en el agua que emana hacia la misma superficie y que comienza a contener los cuerpos de los millones de asesinados por uno de los regímenes más sangrientos que alguna vez supo existir. “La imagen perdida” se erige como un contundente relato sobre algo que en un momento marcó a fuego a una generación y que, básicamente, es necesario reparar para nunca más volver a vivirlo en carne propia y ajena.
Sergio Wolf se pone una vez más tras las cámaras para construir una apasionante pesquisa sobre los protagonistas de los sucesos acontecidos en la trágica Semana Santa de 1987 en “Esto no es un golpe”, película presentada durante el 20 BAFICI y que finalmente llega a las salas. Wolf es un hábil narrador, lo ha demostrado con solvencia en sus escritos críticos, en sus intervenciones en el Festival anteriormente mencionado, y en su hábil manejo de la dirección cinematográfica para construir documentales que reposan su fortaleza en la búsqueda de imposibles. Aquí a la pregunta que muchos nos hemos hecho sobre qué pasó en esa Pascuas en la que un grupo de militares decidieron que había que tomar el poder como sea, aún a expensas de cercenar nuevamente libertades y derechos, Wolf responde con algunas certezas e imágenes las relaciones íntimas entre los protagonistas de los hechos. En su rol de investigador, ávido y para nada obsecuente, refuerza sus interrogantes con más preguntas sobre el presidente Raúl Alfonsín, sus pensamientos en el momento y su mirada directa y clara sobre qué había que hacer para evitar el golpe. El título, que alude a aquello que los militares entrevistados intentan afirmar, que nada de eso era un golpe, termina por reforzar ideas sobre la libertad y la democracia a partir de dichos de los propios participantes, y en particular desde la tensión que se genera sobre el archivo con los testimonios. Uno de los mayores logros de Wolf es construir un thriller documental, algo que ya se vislumbraba en “Yo no sé que me han hecho tus ojos” y luego en “Viviré en tu recuerdo”, erigiendo una figura simil profesional que encara sucesos con responsabilidad y sin interpretaciones. El momento más logrado de la propuesta es la entrevista con Aldo Rico, ser despreciable por donde se lo mire, a quien Wolf enfrenta, al igual que al resto de los militares, pero logrando un diferencial al ponerlo en evidencia en sus propias palabras. Otro momento es el que la gente que trabajaba en la quinta con Alfonsín, revelando el miedo para ir a comentarle aquello que estaba sucediendo, tan solo dos instancias de un documental revelador y necesario. La película se complementa con un libro, editado en simultáneo al estreno, en el cual Wolf cuenta el detrás de escena del mismo, las idas y venidas, y los obstáculos que tuvo que sortear y que a pesar de todo logró culminar en esta producción, un apasionante repaso sobre un suceso del que muchos creen saber todo y que en la exposición de la película se revela que no.
Publicado en EL PORTAL DE CATALINA Son pocos los cineastas que pueden dialogar con el presente a partir de la reflexión, y desde la ficción, de aquello que está emergiendo o se ha enquistado en la sociedad. Spike Lee es uno de ellos y en “El infiltrado del KKKLan”, a partir de la simple premisa de un “novato” de la policía que aspira a ser más, pero su color se lo impide, cuenta cómo el racismo extremo ha impedido que las igualdades surjan. Al ímpetu y pasión del personaje principal, se le adiciona un sólido guión (basado en la novela del propio Ron Stallworth), que sólo por la habilidad de Lee para contar desde el humor, cinismo y dolor, nos permite saber más de ese odio desde el centro de la creencia de superioridad pisotea derechos y vulnera aún al más fuerte. El final tras la ficción, con la angustiante actualidad de imágenes reales de un movimiento que se creía descartado, da un cachetazo fuerte al espectador, que saldrá de la sala con la inevitable sensación de saber que en la historia todo se repite.
La vengadora fallida Mala hora para ser heroína del cine de acción, aún en tiempos de poder femenino e igualdad de derechos, porque a la falta de novedad en la historia de Matar o morir (Peppermint, 2018), una puesta al día de las sagas Sin control (John Wick, 2014) o Búsqueda implacable (Taken, 2008) en versión girl power, se le suma el poco carisma y el escaso nivel interpretativo de su protagonista. En cada bala que dispara se disipa un proyecto que no termina de cuajar por ningún lado y que tampoco está a la altura de las expectativas generadas. La historia de Matar o morir es simple: una mujer (Jennifer Garner) trabajadora, luchadora, ve como su vida cambia de un instante para otro al presenciar el asesinato a sangre fría de su hija y marido. El hecho sucede comiendo helado en un parque de diversiones, más cliché no se le puede pedir. Al tiempo de volver en sí, la huérfana protagonista, será testigo de algo aún peor que la muerte de sus seres queridos: la justicia le dará vuelta la cara a la hora de dictaminar el castigo a los asesinos que ella identificó. Así, Matar o morir, para justificar su sinsentido, intenta emular todas las fórmulas de vengadores que en la búsqueda de la restauración del estado inicial del relato no hacen otra cosa que bucear en películas de Charles Bronson, Clint Eastwood y otros, para narrar la desesperada necesidad de justicia por mano propia. A diferencia de aquellas películas protagonizadas por hombres, aquí se quiere imponer a una heroína de acción, como ya anteriormente se hizo con Geena Davis, Kim Basinger, y otras figuras que alimenten un relato acorde a los tiempos que corren, pero que en su afán de presentarse como distintas (Jennifer Garner elevada a la categoría de “santa” asesina que lucha por su reivindicación), termina por eludir cuestiones básicas asociadas a una progresión narrativa que se prolonga en el tiempo sin ninguna sorpresa para el espectador. A la falta de resolución y dinamismo, se le suman cuestiones básicas de representación y estereotipos del guion pasados de moda, como esos malos ricos que polarizan todo, los pobres honestos, aquellos latinos asesinos, carteles de narcotráfico, gente que se expone a la mala vida por necesidad, que además abusan de exceso de didactismo hacia el espectador conocedor del género. A los pocos minutos de iniciado el relato ya sabemos todo lo que acontecerá, y si esto sucede es porque no hay interés por buscar alternativas para este tipo de films que si bien exigen determinadas cuestiones para su puesta al día, sólo en el número de presas que la protagonista debe liquidar residen sus premisas narrativas. Matar o morir peca de soberbia cuando busca sorprender con escenas de acción coreografiadas, pero no logra mantener, ni siquiera con alguna dosis de humor, construir su proyecto. Además, confrontándolo con el escaso carisma de Jennifer Garner, quien ni aún en aquellas escenas que causan más risa que otra cosa se logra imponer como esa vengadora que tiene que ser.
De magia somos Nada más acertado para los tiempos que corren que una buena dosis de magia y fantasía para refugiarse en una sala de cine. Ya no importa que aquellos pequeños niños que imaginó J.K. Rowling hayan crecido y mucho menos que el spin off de esa épica se vuelva más maduro como el caso de Animales Fantásticos: Los Crímenes de Grindelwald (Fantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald. 2018) que regresa con todo volando con luz propia. Si en la entrega precedente la captura del villano Grindelwald (Johnny Depp) suponía una continuidad en la historia -y también la seguridad de saber que la saga permanecería viva- el trepidante comienzo con la huida de éste, y la búsqueda de secuaces que lo puedan ayudar a establecer un nuevo orden maléfico, potencia cualquier preconcepto sobre el devenir de los personajes en el film. Nuevamente nos inmiscuiremos en el mágico universo creado por J.K. Rowling, una vez más de la mano de David Yates (Animales Fantásticos y Dónde Encontrarlos), un artesano tras las cámaras para crear, gracias a un cuidado desarrollo de CGI, el contexto necesario para dar verosimilitud a la fantasía de la pluma de la escritora. Nunca descreeremos de aquello que se nos presenta, al contrario, todo tiene más verdad que el artificio con el que se lo ha construido. Y como tradicional cuentista, J.K. Rowling no sólo estructura esta secuela con los clásicos tres actos presentándolos como motores narrativos, sino que además, se suma la polarización de las fuerzas, necesarias para mantener en vilo a los espectadores con esos malos muy malos y buenos muy buenos. Así, entre las dos fuerzas antagónicas, más magos, no magos (muggles), asesinos, animales fantásticos y el entrañable Newt Scamander (Eddie Redmayne) y sus extrañas e hipnóticas criaturas guardadas en su valija, el relato transita lugares ya conocidos para reforzar el sentido de género dentro de la saga de Harry Potter, que con esta suma ya 10 historias hasta la fecha. De la magia se podrá inferir que perpetúan elementos de las Harry Potter, pero constituyendo un nuevo universo completamente independiente de ellas. A lo largo de Animales Fantásticos: Los Crímenes de Grindelwald se irán sumando secundarios saliendo de esquemas asociados al cine infantil y buscando posicionarse como entretenimiento para adultos “jóvenes”, tal vez el rango etario que más consume cine y sus derivados convirtiéndose en fans de la saga. Las criaturas fantásticas son presentadas de forma natural, al quedar alejadas del conflicto central y no ser el eje del relato -ya no es necesario explicar la continuidad de la magia en esos seres como en la entrega previa-, dando una continuidad lógica que, curiosamente al tratarse de un producto de Hollywood, escapa a los cánones impuestos. Visualmente brillante, con decisiones acertadas sobre cómo seguir atrapando a los espectadores, el relato sorprende con varios giros y cambios de perspectiva que intentan darle cierta frescura a la puesta.
Nazismo para millenials Bienvenidos a la época en la que Hollywood decide utilizar toda su maquinaria para mixar de la peor manera géneros, estilos, temas y motivos para construir un relato que si bien por momentos atrapa, nada aporta desde su mirada snob sobre la revisión de una de las tragedias más sangrientas de la historia del hombre, con el fin de apuntar a un público joven, conquistar la taquilla y generar una nueva franquicia. Operación Overlord (Overlord, 2019), de Julius Avery, producida por J.J. Abrams, propone un dispar viaje hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, más precisamente al Día D, y los sucesos que imprevistamente tomaron a un batallón aliado con un claro objetivo: destruir una torre de comunicación alemana. Con decisiones narrativas que la acercan al videogame y no a un discurso cinematográfico, la propuesta es el resumen de la invasión en la industria de híbridos que no cierran por ningún lado. En esa línea, el guion atraviesa una primera etapa en la que el desembarco en Francia permite la construcción de cada uno de los protagonistas, dotándolos de características bien definidas que funcionan como impulsores narrativos por contraste u oposición con el resto de los compañeros de escuadra. Tras la constitución del grupo que finalmente lleva a cabo la misión (y que culmina siendo el eje del relato), se suma un personaje local (Mathilde Ollivier), una joven que vive junto a su hermano y tía en una pequeña población que se encuentra sometida por el régimen nazi, quien cansada de la opresión se relaciona con los militares para vivir en paz. Al avanzar ya con la etapa de desafío y concreción del objetivo inicial, Operación Overlord comienza a mezclar géneros, olvidándose de transitar ese camino con verosimilitud, quebrando la solidez de su trepidante escena inicial -con un realismo sorprendente- y prefiriendo constituir una amalgama de géneros que van desde el cine bélico al horror, para sumar drama pasional y la incorporación de zombies, experimentos genéticos, acción y hasta comedia (el comic relief y el bufón presentes), como forma de posicionarse desde otro lugar, desdibujando límites y evitando una lógica narrativa. Así, si pasamos de la tensa situación en la que el grupo de soldados debe comprender que su misión no será nada fácil, se continúa con una escena digna del mejor cine de la Hammer, el primer George A. Romero, para luego volver sin siquiera recordar lo anterior, a la dura, cruel y sangrienta guerra. Por estas incongruencias y su necesidad de estimular al espectador como si éste estuviera dentro de un videojuego de guerra, en donde nada tiene sentido y mucho menos una lógica histórica real, Operación Overlord derriba cualquier posibilidad de retomar su fuerza inicial, disuelve premisas con su explicación para millenials -del nazismo, de los juegos con la genética- y simplifica la victoria aliada (con la voladura de una torre), sin hacer otra cosa que subestimar al público al cual se dirige.
A pesar de ser reiterativa y de tener el antecedente hace unos meses de “Los Buscadores”, esta propuesta funciona por su capacidad didáctica para adentrarnos en el universo de la arquitectura e influencias alemanas en Argentina. Si bien resulta más un ejercicio que una puesta cinematográfica formal, aún en sus falencias radica su originalidad.
Dicen que “volver” no es fácil, y menos luego de 50 años, como lo hace Cristian Pauls, director e “investigador” de este honesto y simple film que bucea en la cotidianeidad para construir desde allí un marco y contexto para el presente.
Potente thriller que bucea en la vida de una mujer (Juana Viale) y los sucesos que se desencadenan al regresar a su pueblo de origen en donde su hermano debe saldar una deuda de la manera que sea. Su pasado, presente y futuro penderá de un hilo en una historia que dividirá a crítica y espectadores pero que posee en su elenco a grandes actores como Geraldine Chaplin y Arturo Puig y a Juana Viale en un rol distinto, con la cámara enamorada de ella.