Es curioso que en casi todas las películas de Sebastián Caulier, animales dicen presente. O tal vez no sea tan curioso, porque él, como gran conocedor de la naturaleza, encuentra en ellos el recurso para vincular hombres y flora y fauna, deseos y animalidad, pasiones y dolores. En esta oportunidad, y con un marco natural claustrofóbico, propone un viaje sensorial hacia un grupo de seres anestesiados por la vida que deben resolver una situación específica en la que no encuentran muchas explicaciones. Nicolás (Juan Barberini) llega al pueblo en donde vivía y en el que su padre (Gustavo Garzón) está intentando hacer su vida sin explicar mucho de ella a sus conocidos. El primer encuentro entre ambos marca el devenir del relato. El hombre ingresa a la casa y el padre lo apunta con una escopeta, no lo reconoce y siente que hay algo en la actitud invasora que debe resolver. Aclarada la confusión El monte propone un viaje iniciático entre el que vuelve y el que se quedó, y en donde, a través de un hábil guion, se desnudan las estructuras y miserias de la vida en provincia, en donde la deconstrucción no ha llegado, y las viejas creencias sirven como mitos fundantes para los lugareños. Juegos de seducción, mujeres deslumbradas por cuerpos que tal vez no llaman al pecado, pero que gracias a la inmensidad y magnetismo del monte, ese espacio enigmático y sombrío, se potencia un relato hipnótico, tan magníficamente deslumbrante como aquello que tiene a Rafael (Garzón) tan compenetrado en sus pensamientos. Historia de encuentros, de desencuentros, de amor y desamor, de conocer y desconocer, de atmósferas, con una actuación, además, precisa, desmesurada, enorme, de Garzón, en tal vez, uno de los mejores roles de su carrera.
Con humor, inteligencia y lucidez, Federico Sosa sigue de cerca a este particular protagonista y una de sus obsesiones, la colombofilia. Sencilla y efectiva.
Con buenas intenciones, pero con una errática construcción narrativa y de personajes, esta propuesta, sobre un hombre que no puede superar una pérdida y se sumerge en su propio infierno, no termina nunca de consolidar sus ideas.
Entre efectivos gags, personajes secundarios encantadores y la potencia de una interpretación femenina central única, Adrián Suar, delante y detrás de las cámaras, demuestra, una vez más, su poder de seducción para las grandes audiencias. Hay que dejar de lado los prejuicios. Cada vez que se estrena una nueva película de Adrián Suar algo de “otra de Suar”, o, “Suar hace siempre de él mismo”, comienza a reverberarse por todos lados. Pero hete aquí que en esta oportunidad, aquel murmullo recurrente, rápidamente se disuelve para construir un relato en donde la detallada construcción de los personajes principales, y la verdad que circula en muchos de los diálogos, hacen que, esta vez, la propuesta gane por sobre los preconceptos. En esta oportunidad, el rol que le toca al actor/director va por otro lado. No hay bigamias, ganas de perder a la pareja, enamorarse de quien lo detesta, o hacer artimañas para ver su partido favorito. Acá habrá un personaje , un tanto egocéntrico, sí, pero que deberá asumir responsabilidades para poder transitar su vida. Turbo (Suar), trabaja en una financiera un tanto turbia, en un momento en donde las cuevas y corralitos digitan la vida, paralela, del dólar, si quisiéramos ponerle Turbio, en vez de Turbo, pues bien le caería el mote a este personaje que con el correr de los minutos entenderá que su vida controlada cambiará de un momento a otro. Loba (Pilar Gamboa), su ex, con quien tiene una hija, necesitará, una vez más, de él, ya que al iniciar un proceso de externación de la institución psiquiátrica en la que se encontraba, deberá recurrir a su hospitalidad, aún, negándose a recibirla. Así comienza 30 noches con mi ex, una nueva apuesta cinematográfica de Suar, en la que el amor será el tema central de un relato, sí, pero que, aprovechando su disfraz de comedia, se detendrá en una reflexión acerca del lugar de personas con cuestiones psiquiátricas en la sociedad, con una narración, correcta, precisa, que se ve potenciada gracias a las logradas actuaciones del elenco protagónico, destacándose Gamboa, con una verdad que le ofrece a Loba, distintiva, en un rol que en manos de otra intérprete podría haber quedado en el trazo grueso. Pichu Straneo, Rocío Hernández, Elisa Carricajo, Jorge Suárez, Elvira Onetto, bailan alrededor de Turbo y Loba, en una coreografía aceitada gracias a diálogos naturales que fluyen en la boca de los actores. El guion marcará dos momentos bien diferenciados entre sí, uno de desborde, en donde Loba avanzará sobre Turbo, para luego retraerse y comenzar a construir un sendero con emotivos discursos que revelarán un costado mucho más dramático de la propuesta. Hay situaciones que despiertan muchas risas, sí, porque cada vez que Loba asume el discurso, y empieza a decir sus verdades a los cuatro vientos, incluyendo la necesidad de escuchar “guarangadas” para dormir, 30 noches con mi ex le cede el protagonismo absoluto del relato. Ahí, en donde la risa explora la empatía, comienza a urdirse un complejo entramado para recibir el trayecto final del relato, en donde se sugeriría un final feliz, pero, por suerte, el giro de timón permite descubrir otro matiz mucho más efectivo, con una protagonista que se permitirá soñar, mirar hacia el cielo y sonreír, al compás de la poesía de Andrés Calamaro y el amor de los suyos.
Disparatada aventura animada en la que los personajes se despegan de lo común y obvio gracias a las logradas interpretaciones vocales de un elenco de excepción que incluye a Mel Brooks, Michael Cera, Ricky Gervais y Samuel L. Jackson. Disparatada aventura animada en la que los personajes se despegan de lo común y obvio gracias a las logradas interpretaciones vocales de un elenco de excepción que incluye a Mel Brooks, Michael Cera, Ricky Gervais y Samuel L. Jackson. En una tierra ancestral de gatos, la única posibilidad de salvación de los habitantes de Kakamucho será un perro samurái, el único capaz de detener al enemigo a pesar de la prohibición que existe para la convivencia entre estas dos especies de animales, y de su completo desconocimiento del arte milenario. Inspirada en Locuras en el oeste, si bien el escenario es oriente, el oeste está presente en cada una de las locaciones escogidas para la acción en esta historia con el camino del héroe y su transformación en todo momento. Villanos villanísimos, un grupo de buenazos, contraste ideal para que el inteligente guion y la hábil dirección de Rob Minkoff (El rey León) junto a Mark Koetsier se valgan, además, gags, referencias a la cultura popular y personajes entrañables que se valen de la historia del cine para generar un proyecto ideal para toda la familia, pero, claro está, más disfrutable por los adultos.
Fallida producción en la que, principalmente, la incoherencia del guion no logra resolver las historias estancas que se quieren contar a partir de seres vulnerables que ponen sus vínculos a prueba en un mundo anestesiado y sin empatía para los demás. Un elenco deslucido en una forzada propuesta.
Una verdadera fiesta. Brad Pitt se sube a este vehículo a toda velocidad luciéndose como el guía de una adrenalínica propuesta en la que se revisitan clásicos del género influenciados por la cultura de lo efímero. Con escenas de alto impacto visual, música y muchos, muchos, fuegos artificiales, Pitt vuelve a demostrar su capacidad y carisma para llevar a buen puerto esta divertida propuesta.
Con una impronta teatral, en donde una habitación de hotel se convierte en el escenario para que dos desconocidos comiencen un vínculo diferente, Emma Thompson brilla en la agridulce propuesta. Nancy (Thompson) tiene el impulso de, tras la muerte de su marido, recuperar su sexualidad encontrándose con Leo (Daryl McCormack), un taxi boy que además de satisfacerla en ese plano, le abrirá los ojos acerca de su realidad y verdaderos sentimientos. Buena suerte, Leo Grande, de Sophie Hyde, propone el viaje hacia la intimidad de dos personajes “rotos”, que, en la creencia de su integridad, en cada uno de los encuentros, amparados por el disfraz del anonimato, intentarán continuar adelante con sus vidas. Pero claro, encuentro tras encuentro, y dada la curiosidad del uno por el otro, se terminará por quebrar ese pacto implícito de un contrato por sexo, y, con esa ruptura, se delineará el punto central de esta propuesta, contar la transformación de los personajes y ponerlos frente al espejo, para, de esa manera, convertirse en quienes realmente desean ser. Nancy nunca tuvo un orgasmo, y en el contacto con la piel joven de Leo, comienza a sentir que otra vida es posible más allá de lo que la sociedad le impuso. Mandatos, deberes, y la creencia que el hombre es quien debe digitar la vida sexual de una pareja. Buena suerte, Leo Grande, se desmarca del lugar común al profundizar en sus protagonistas, sus miedos y verdaderos deseos, los que, más allá del intercambio sexual, empiezan a ser más grandes que aquello que la pantalla muestra. Thompson brilla, y encuentro tras encuentro evoluciona a su Nancy, con nuevos aspectos para su rol, una mujer lúcida pero con miedo a decir lo que quiere. McCormack cumple con su trabajo, pero claro, al deslumbrar como lo hace la protagonista femenina, él sólo acompaña, sin una oportunidad para siquiera acercarse a la verdad con la que Thompson dice cada una de las palabras de los diálogos. La escena final es de antología, para, una vez más, posicionar a Emma Thompson en lo más alto de la actuación.
Olvídense de los superhéroes. Si Superman es Superman es porque tiene detrás a Krypto su fiel can mejor amigo. Pero cuando el hombre de acero quiere dar un paso más en su relación con Lois Lane, y un grupo de amigos ocasionales del perro le indican que pronto pasará a mejor vida, la aventura se dispara para que finalmente sean las Supermascotas quienes salven al mundo de múltiples amenazas. Humor, gags y referencias a la cultura pop hacen de esta propuesta una de las más divertidas de su clase.
Trillado film de género, en donde lugares comunes revisitan la idea de un placard en la habitación de una niña que contiene una extraña maldición, se apropia de la pequeña, poniendo a prueba la capacidad de un padre para recuperarla.