Cuando la razón duerme Un tema que ha obsesionado desde siempre a Woody Allen es la búsqueda de un móvil para superar una existencia dominada por el pesimismo. En su última película, el protagonista, Abe Lucas, interpretado magníficamente por Joaquin Phoenix, no puede ser más adecuado para llevar adelante esas premisas. Es un profesor de filosofía polémico y transgresor, limítrofe entre el heroísmo y la locura peligrosa. Acosado por sus propios demonios, desenfadadamente borracho y con fama de mujeriego, este personaje es una máquina de afirmaciones nihilistas y pesimistas. Sumergido en una profunda crisis personal, ha dejado de escribir ensayos para retirarse a dar clases en una pequeña universidad de la conservadora Nueva Inglaterra, donde ha llegado la fama de su pasado como brillante intelectual y también su donjuanismo indiscriminado, por lo que una de las profesoras afirma que su llegada va a ser “como inyectar viagra” a los vetustos claustros académicos. En efecto, desde su arribo al tranquilo campus universitario, empieza a demoler certezas, ironizando incluso sobre sí mismo y su trayectoria intelectual, que según él no le ha servido mínimamente para cambiar ninguno de los males que aquejan al mundo. Descreído de los discursos racionales destila desde su nueva cátedra un escepticismo radical ante un público mayoritariamente femenino, que lo escucha con asombrada admiración. Con su actitud de choque, en ese ambiente donde todo se muestra amable y simple, el profesor se relaciona con dos mujeres: una veterana profesora (Parker Posey), que lo acosa sexualmente y Jill, una de sus alumnas más brillantes (Emma Stone). El azar como protagonista El film da una inesperada vuelta de tuerca cuando de pura casualidad, mientras pasea amigablemente con su alumna, ambos escuchan la conversación de unos desconocidos: a una mujer la han privado de ver a sus propios hijos por causa de un juez corrupto. Esta circunstancia acerca al personaje al universo de Dostoievski, uno de sus autores de cabecera. Convencido de que el mundo podría ser mejor si una persona mala deja de existir, el protagonista empieza a pergeñar una especie de acto redentor. Se propone eliminarlo amparado en la impunidad de que al tratarse de un extraño, no hay motivo ni causalidad que lo vincule con el delito. A partir de entonces, la personalidad del protagonista y el tono de la película dan un giro que la convierten en algo mucho más denso y perturbador. “Hombre irracional” está plagada de referencias intelectuales (Kant, Heidegger, Hannah Arendt, Dostoievski, Kierkegaard, Freud, Sartre y Simone de Beauvoir), un repertorio de pensadores muy populares entre los jóvenes universitarios de la década del sesenta, a la que también pertenece la versión instrumental de Ramsey Lewis Trio, el leit-motiv de la película que acompaña los momentos lúdicos del film. Cuando el tono se oscurece, el sonido ambiental es lo único que permanece y resalta como el silencioso inicio y el contundente final. Perversamente ética Phoenix y Stone están impecables en sus papeles, ya que aportan matices diversos y por momentos complementarios: la juventud y la madurez, la experiencia desengañada frente al asombro entusiasta. La temática de esta fábula contada con originalidad y audacia la empareja a “Match Point” y “Crímenes y pecados” girando sobre el azar, los dilemas éticos y el crimen perfecto, tópicos favoritos del director. La película ofrece detalles mínimos y realistas, junto a planos escuetos y simbólicos, como la escena donde Abe y Jill se reflejan en un espejo circense que les devuelve una imagen distorsionada de ellos mismos, donde solamente la belleza de ella resiste. De modo rigurosamente intelectual, el profesor va moldeando una ética tan perversa como convincente, pero en el fondo tan deforme como el reflejo del espejo citado, abriendo una puerta que lleva a otras, sin retorno. Todo en una mezcla de géneros en los que Allen pasa de la comedia al drama, incluso el thriller donde la historia fluye entretenida y fresca, nunca superficial ni menos inocente.
Rosas rojas para el cine iraní El parabrisas y las ventanillas de un taxi urbano se convierten en el marco de un cambiante escenario: la vibrante capital de Irán, Teherán, donde se ven las montañas al fondo de algunas calles que bajan y suben, atestadas de tránsito. Si no fuera por las inscripciones de los carteles, la vestimenta de algunas mujeres de riguroso negro, cabeza cubierta y paso presuroso, casi no advertimos donde estamos, porque el ajetreo diurno se parece a cualquier megalópolis del mundo. Entre la realidad y la ficción, entramos de esta forma al falso documental de uno de los cineastas más conocidos dentro y fuera de las fronteras de su país. Pasajeros muy diversos acceden a ese taxi y la charla circunstancial que caracteriza estos breves viajes ciudadanos va reflejando distintas opiniones y testeando el pulso de una cultura con el peso milenario de su historia y tradiciones. El conductor —que a veces escucha atentamente y a veces participa en mayor o menor medida- no es otro que el director del film, Jafar Panahi, referente ineludible del cine iraní en permanente lucha con la censura de su país, la que aplica parámetros muy rígidos y limitantes a los artistas, entre los que se encuentra el cineasta, actualmente bajo “arresto domiciliario”, una figura legal que hasta el momento no le impide filmar, aunque sea sin apoyo oficial y con subterfugios para eludir las trabas propias de un régimen sin libertad. Mosaico cultural Los diferentes pasajeros del taxi (en Irán se comparten) son los protagonistas del film. Sus conversaciones circunstanciales siempre muestran un emergente de la temperatura social. Desfilan sucesivamente: un ladrón selectivo y una profesora, quienes sostienen un debate imperdible sobre la pena de muerte; luego un vendedor de películas prohibidas (emergente de la censura cultural que hace posible el conocimiento de obras como la de Woody Allen a los condicionados estudiantes de cine locales). En su momento, también ingresará un accidentado y su mujer analfabeta. Panahi los conduce a un hospital mientras el hombre testará a favor de su esposa apelando a la filmación del cineasta. Después subirán unas mujeres vestidas a la usanza tradicional que llevan unos peces en un frasco para arrojar en un río lejano. Éste es uno de los episodios más simbólicos y risueños, donde reaparece el tema del encierro y la asfixia que —a pesar de todo- se supera. De pronto, el director-taxista debe desocupar su vehículo para retirar del colegio a su pequeña sobrina, momento lleno de frescura, donde también se habla de cine y de las restricciones para hacerlo. Todo lo que sucede en el auto o alrededor de él tiene por lo general un carácter liviano, casi cómico, aún dentro de la gravedad de algunas situaciones que se dan entre distintas generaciones y clases sociales. Los recursos de la supervivencia Taxi-Teherán dibuja una panorámica del presente iraní y una fauna picaresca que se las arregla para sobrevivir a las rígidas reglas de un Estado autoritario. Lo increíble es que a pesar de la presión y prohibiciones, Panahi no ha perdido el humor, lo que le da un toque especial a su relato. Hay también una fuerte crítica política pero siempre de manera indirecta y original, como con los peces, encerrados entre cristales como el taxista. El contrapunto entre la niña sobrina estudiante y un pequeño analfabeto mendigo, que recoge desperdicios, también es revelador: insensible ante las recriminaciones que le hace la sobrina desde el taxi de su tío, cuando ésta ve cómo el niño cartonero se queda con el dinero de unos novios que salen de una costosa boda, y sólo consigue que éste reincida en su picardía, muestra una distancia radical de la versión idílica sobre la infancia difundida por el admirable cineasta iraní Majid Majidi en su deliciosa película “Niños del Cielo”. Como ocurre siempre en épocas de rígida censura, los artistas apelan a metáforas y símbolos sencillos para expresar su mensaje. Así irrumpe la muchacha de las rosas rojas, denunciando la condición de la mujer iraní. Ella quiere llevarle flores a una activista encarcelada y al llegar a su destino, deja una flor para la niña (el futuro) y otra para los cineastas que siguen haciendo su oficio en Irán. El contraste entre esa flor y la negrura final explota cuando la lectura política se hace más explícita, directa y peligrosa. Pero sobre el plano en negro todavía perdura la memoria de la rosa, apoyada entre las cámaras y el parabrisa, retomando la continuidad de la afirmación de las mil y una formas de expresión y por lo tanto, de esperanza.
La vida sin uno mismo “Truman” es la crónica de cuatro días especiales, donde -como puede- el protagonista tiene que organizar su vida y la de su mascota antes de partir. Es una comedia dramática que utiliza frecuentes momentos de humor para descontracturar un tema tan real como difícil: ¿cómo son los días de una persona aún joven para morirse, cuando sabe que su cuerpo ha entrado en cuenta regresiva hacia el adiós definitivo?, ¿cómo organiza su vida y cómo se relaciona con los demás? A esas preguntas responde la nueva película protagonizada por Darín, en uno de los picos de su carrera. En la historia se llama Julián y es un actor argentino que vive en Madrid, donde es bastante reconocido. Tiene barba, muchas canas y un aspecto juvenil; está separado y tiene un hijo estudiando en Amsterdam, al que hace bastante no ve. La película se inicia con el diagnóstico de su enfermedad terminal y la decisión de abandonar los tratamientos convencionales propuestos para prolongar lo que se sabe irreversible. El protagonista está decidido a partir de la forma más digna posible, más entera, escapando de todo encarnizamiento terapéutico. Su preocupación central es conseguirle un nuevo dueño a su viejo perro Truman, su compañero inseparable y preferido, al que quiere como a un hijo. Luego de años sin verse, Tomás (Javier Cámara), radicado en Canadá, viaja a España para acompañarlo y convencerlo de que retome el tratamiento a pedido de la prima de Julián, Paula (Dolores Fonzi). La película empieza y termina con este amigo yendo de Canadá a Madrid y viceversa. Abarca solamente cuatro días, que es el tiempo que durará esa visita al amigo. Ese breve plazo temporal colma de intensidad la breve anécdota y sostiene una película íntima y confesional, concentrada en dos personajes y el perro del título. Cine desnudo Cine minimalista, que explota al máximo tiempos, miradas y pausas. Es confortante que la película no predica ni baja línea. Construye su relato alrededor de la enfermedad sin descargar golpes bajos, siempre ligado a la despedida como eje narrativo. Las distintas escenas y personajes le sirven al realizador para ejemplificar los puntos de vista y las situaciones vivenciales que ocurren con el entorno, cuando alguien cercano va a morir. No hacen falta grandes discursos, reiteradas palabras, sino unos grandes actores que traspasan la cámara, y un director que sabe qué contar y deja que las emociones fluyan en la escena. La fotografía y la música van de la mano con la humanidad del guión que, incluso con su elevada cuota de misoginia y misantropía, no deja de ser una tragicomedia con humor liberador para describir la despedida de un amigo, aprovechando a exponer que, en nuestra sociedad, ni la muerte escapa de las leyes de mercado y se puede elegir el ataúd o la urna, el modelo y la parcela, recibiendo los distintos presupuestos por e-mail. Porque el director jamás renuncia a provocarnos una sonrisa y las acciones fluyen y emocionan de una manera tan natural que olvidamos la representación. Tal vez porque ante todo “Truman” es una película sobre los afectos y la comprensión. Y también sobre la aceptación del otro tal cual es y de las jugarretas inevitables del destino, al que se puede ladrar o cascotear con sonriente estoicismo.
Poderoso caballero es Don Dinero Los paisajes y personajes de “Beyond the reach” tienen muchas similitudes con “No es país para los débiles” de los hermanos Coen: una atmósfera crepuscularmente decadente, poblados al borde de la extinción en medio del desierto, sheriff envejecidos, impotentes y desencantados. También la situación de los jóvenes que emigran para estudiar y buscar otros horizontes o los que eligen quedarse a sobrevivir con el oficio de baqueano y cazador, en permanente duelo con la hostilidad del terreno. El joven Ben (Jeremy Irvine) es de estos últimos y precisamente el film se inicia cuando despierta de una pesadilla en la que corre, escapando de algo. Lo primero que percibimos es ese jadeo traspasado de cansancio y adrenalina; luego suena el teléfono con el pedido de su jefe, porque se ha presentado un nuevo trabajo que promete ser bien pago: guiar en el desierto a un cazador adinerado que busca distraerse de sus negocios internacionales persiguiendo ganado silvestre. —¿Osos o venados? -pregunta Ben rutinariamente, al iniciar la entrevista con su flamante cliente y el otro contesta: —Cimarrón... (justo la especie más escasa y protegida, la más autóctona). Entonces, el joven le pide las autorizaciones pertinentes, pero un cruce de miradas con su jefe le basta para inducir que previamente ya han acordado allanar todo tipo de dificultades legales. No del todo convencido y bastante contrariado, el joven Ben sube a la poderosa camioneta de seis ruedas equipada como un hotel cinco estrellas y cargada de municiones para el poderoso rifle de Madec, el personaje encarnado por Michael Douglas. A poco de andar, un suceso inesperado, aunque provocado por la incontinencia del precipitado cazador, imprime un giro de sucesos que tuercen lo que había comenzado como una costosa y caprichosa distracción para convertirlo en un despiadado y desigual enfrentamiento de gato y ratón. El juego está servido Esta es una película donde el espectacular paisaje del desierto tiene un enorme protagonismo, con valiosos antecedentes en la historia del cine, que ha sabido registrar tanto su inhospitalidad como sus posibilidades infinitas. En este punto, difícilmente uno puede dejar de pensar en los westerns de John Ford, con su homenaje al desierto americano, la quintaesencia del Lejano Oeste. Léonetti es consciente de esa marca registrada en los orígenes y aunque por momentos no muestra gran experiencia respecto de dónde colocar la cámara (la escena donde el joven se esconde tras la camioneta, no tiene mucha coherencia espacial); en general, cada plano rinde un homenaje a ese legendario paisaje tan propicio para la aventura. Michael Douglas, el veterano actor y productor, hace una caricatura esperpéntica de uno de sus personajes más famosos, el Gordon Gekko de Wall Street, agregando sadismo y crueldad al perfil de millonario obsesionado con su poder de dominación. El cazador inescrupuloso que en plena cacería se hace un tiempo para seguir con su teléfono satelital complicadas negociaciones internacionales. Su cínica frialdad y permanente malhumor lo definen como un villano plano despojado de toda ética rechazada por su culto al capitalismo salvaje de sus negocios. Madec es capaz de alternar un acuerdo pendiente con los chinos, mientras persigue a su presa humana como si fuera un animal. Su accionar es reiterativo: cuando no puede sobornar, busca destruir con todo su arsenal a mano en un círculo que estira la anécdota minimalista de una persecución implacable, donde el parco actor Jeremy Irvine se limita a esquivar como puede los embates. Construidos a pura contraposición, Ben y Madec se internan en las profundidades del desierto reviviendo la lucha de David y Goliat, en un enfrentamiento que resulta entretenido, con pequeños y breves destellos en que suceden cosas interesantes. El gran defecto del film es su remate con doble final que lo hibrida con el género de horror, cuando sobraba con la metáfora social del primer desenlace.
Un Papa para todos los públicos El film del cineasta español Beda Docampo Feijóo arranca con una breve intervención de Leticia Brédice quien guía un “tour papal”, con un traje de azafata, similar a su personaje de Nueve Reinas, donde sin duda cumplió un rol mucho más relevante, porque aquí, salvo el protagónico de Grandinetti, el resto son buenos actores en papeles esporádicos. Desde el mismo comienzo, queda claro que la película apunta a un público tan universal como los mensajes del sumo pontífice y se inicia con panorámicas de la ciudad porteña y música de Piazzolla, imágenes y sonidos que sin duda bien podrían formar parte de alguna refinada promoción turística del país que quiera trascender fronteras. Y ése es el objetivo de “Francisco, el padre Jorge”, coproducción argentino-española que perfila una biografía rápida, simpática y sin demasiado riesgo. Exponente cinematográfico de la “papamanía” desatada desde el mismo momento que se supo de un Papa argentino, cuando florecieron estampitas, estatuitas y libros que se vendieron como pan caliente, porque el mundo demandaba saber más acerca del hasta entonces obispo Bergoglio, inesperadamente elegido luego de la impensada renuncia de su antecesor Benedicto XVI. Retazos elegidos “El Padre Jorge...” es una recopilación de retazos de la vida de Jorge Bergoglio, basada en el libro “Francisco. Vida y Revolución”, de la periodista Elisabetta Piqué. El film toma el punto de vista de una joven corresponsal (Silvia Abascal), alter ego de Piqué, quien conoció y entabló amistad con Bergoglio cuando la editorial para la cual trabajaba la mandó cubrir el cónclave de 2005, donde J.B. fue el obispo más votado luego de Ratzinger. La película salta del presente al pasado y de ahí nuevamente a la actualidad para mostrar distintos momentos trascendentales de la vida del ex obispo, siempre con la amistad entre periodista y religioso como eje. El relato va y viene entre la actualidad y los años cincuenta, los violentos setenta y de 2005 en adelante, con el fin de mostrar momentos como el descubrimiento de la vocación de un Bergoglio adolescente que dudaba entre seguir medicina y ponerse de novio o tomar los hábitos. No se preocupa tanto por la comprensión de las aristas de su personaje pero le alcanza para reflejar un posicionamiento ideológico ante cada uno de los conflictos sociales, políticos y eclesiásticos. Destaca su humildad coherente, la preocupación estoica por los pobres, la violencia, la corrupción o el flagelo de las drogas. Por la pantalla, pasarán la elección de su vocación, aspectos de su tarea social y lo más osado, una serie de referencias durante la dictadura: sus acciones en defensa de unos curas jesuitas desaparecidos y un testimonio (recogido por la periodista) que relata la entrevista a la familiar de un perseguido político que describe cómo el sacerdote ayudó a su padre a salir del país. Amable y ejemplar Narrada, filmada y actuada en forma clásica con una estética ochentista, la película actúa como espejo de lo que en su mayoría ya se ha dicho y revelado. Le faltan matices pero mantiene el atractivo del hombre que retrata, con un peso político específico y manifestaciones poco frecuentes para su investidura. Con un buen trabajo de Grandinetti, que encarna los simpáticos “bergoglismos”, sus recomendaciones de no balconear la vida, sus chistes y observaciones desde las grandes ideas que no descartan centrarse en lo pequeño. Lo más entretenido es ese perfil simpático de Papa callejero como se autodefine y que reflejan los primeros planos de sus zapatos viejos contrastando con la magnificencia de la investidura. Si comparamos con las fuertes imágenes de “Elefante blanco” de Trapero, el contraste entre aquel realismo aggiornado y los anodinos jóvenes de pelo corto y camisa formal de este biopic parecen casi ejemplares de museo que distan años luz de los marginales de la villa recorrida por Darín en la película de Trapero. Es que Docampo Feijóo (“Los amores de Kafka”, guionista de “Camila” con María Luisa Bemberg) construye un retrato que persigue una biografía no profunda aunque tampoco superficial, pero sin nada irritante o polémico; es decir, para todo público, local e internacional.
Confesiones de una sola noche El opus 8 de Carnevale es una curiosa película coral compuesta de cuatro pequeños relatos, que sólo tienen en común el espacio convocante: un restaurante de acceso restringidísimo por donde van pasando clientes adinerados pero infelices. Atendido por dos misteriosos hermanos, interpretados por Graciela Borges y Pepe Cibrián, que observan los sentimientos y reacciones de los comensales, como los dioses homéricos o como un Gran Hermano contemporáneo. El espacio (simbólico o no, según la lectura posible) queda en un barrio antiguo de Buenos Aires, disimulado detrás de una fachada anodina, emplazado sobre las ruinas de una antigua catedral con vitrales que replican la pintura de “La última cena”. Un lugar a cielo abierto pero con un pequeño escenario y músicos que amenizan frente a los exclusivos comensales que ocupan todas las noches una única y lujosa mesa, por donde desfila una fauna de delincuentes de guante blanco, ex enamorados desencontrados y otros seres furiosa o mansamente desesperados. La espectacularidad del lugar y el nutrido elenco, que alcanzaría para mucho más de una película, reclaman un guión que paradójicamente pocas veces está a la altura en su evidente pretenciosidad. En la mayor parte de los relatos, no funciona el tempo ni el lenguaje cinematográficos. Salvo en las dos historias finales (la de las tres amigas y la de los hermanos, que envuelven a los otros episodios con un desenlace sorprendente), nada evita que los personajes caigan en estereotipos y en diálogos reiterativos, que van opacando el contenido, sin aprovechar los megarrecursos de que se dispone. Barrocamente superficial Carnevale, en sus intenciones de elaborar una película con reconocible mensaje positivo a pesar de las adversidades (como ocurre en “Anita” o “Corazón de León”), se desdobla entre lo que intenta ser y lo que es, porque el perfil estético y lo dramático no van para el mismo lado. Disponiendo de un material rico y actores muy buenos, termina siendo tradicional y reiterativo de viejos modelos. La película no deja de ser atractiva en un comienzo, donde el lugar y la música crean una atmósfera limítrofe entre el sueño y la vigilia. La primera historia empieza con mucha fuerza y un tono realista que conecta con reconocibles casos de recorte policial pero poco a poco se va desinflando, con diálogos que derivan en discusiones violentas o reiterativas, sin mayor trascendencia. Los espejos alarman porque hacen que el hombre sienta que es reflejo y vanidad, nos dice Jorge Luis Borges en uno de sus poemas más conocidos, donde parece haberse inspirado el título de la película y algo parecido dice la idea del guión que intenta replicar en una puesta acorde al gran teatro de la vida -un tópico a esta altura fosilizado- que resulta en una estética más teatral que cinematográfica. En una entrevista, el director dijo que ésta era “una historia que habla de la humanidad, de la soledad, de la vida, de la muerte; es bastante filosófica pero también muy al estilo de los temas que nos tocan a todos”. Y seguramente eso intenta, entre lo patético y lo grotesco, logrando un filme desparejo que suma canciones ya escuchadas que se pierden en su propia artificialidad pretenciosa y barroca.
Los vecinos siniestros La esperada nueva película de Pablo Trapero bucea en uno de los casos policiales más resonantes de la década del ochenta: una familia (los Puccio) de la residencial zona de San Isidro, que se dedicaba al secuestro extorsivo de personas cercanas a su propio entorno. Todo film de Trapero transita por momentos de fuerte realismo e impronta documental, entonces, por su propia naturaleza, la trama se presenta inmejorable para el director de “Mundo grúa”, “El bonaerense”, “Leonera”, “Carancho” y “Elefante Blanco”, quien ratifica su solidez narrativa con esta reconstrucción de la sórdida historia de los respetables vecinos de un barrio tradicional que llevaban una doble vida, impensada para sus allegados. Precisamente, la confianza que despertaba esta familia fue lo que le permitió marcar a muchos conocidos adinerados, entre el final de la dictadura militar y los primeros años de la democracia. El film expone el momento histórico para ubicar temporalmente, y coloca la lupa sobre la doble condición de este grupo que en microescala demostró funcionar como la dictadura, con un permanente mecanismo de negación acerca de los males propios y una externa demostración de virtudes y religiosidades. La doble faz entre la afectividad familiar y la oscuridad criminal es lo más perturbador a la hora de mostrar cómo funcionaba la familia dentro de las paredes de su residencia, mientras en el sótano o en el baño tenían a las víctimas secuestradas. La película muestra hasta qué punto era coherente la conducta esquizofrénica de todos. Por acción u omisión. La vida cotidiana coexistía con el horror de los secuestros pero sin conectarse, como el que pone alta la radio para no escuchar o mira hacia otro lado para no ver, porque ésa era la consigna que bajaba desde la autoridad del padre-patrón interpretado magníficamente por Francella, que compone a un psicópata de dos caras, esgrimiendo una autoridad incuestionable. El frío manipulador coexiste con el pater familias que colabora en las tareas domésticas y escolares y después redacta notas extorsivas en la soledad de su escritorio, donde luce su diploma universitario y un retrato sonriente de Perón. Momento bisagra Si bien Trapero realiza un recorte de la actividad delictiva de los Puccio (se concentra en los casos comprobados y judicializados), expone una compleja estructura que va y viene en el tiempo, entre fines de la dictadura militar y la primavera alfonsinista, apoyándose en algunas imágenes de archivo. Fragmentos de discursos de Galtieri y de Alfonsín alternan con la mención a Malvinas y un panorama sobre las bandas paramilitares que operaban con la cobertura de las propias fuerzas de seguridad. La línea del romance entre el hijo estrella de rugby y su novia sueca junto a la banda sonora aportan un vitalismo que contrasta con la deshumanización (la escena de los jóvenes haciendo el amor en el auto va en montaje paralelo con un secuestro). La música cumple un rol importante dentro del film. Al contrario de lo habitual, la banda sonora no intensifica sino que suaviza la tensión. Canciones ochentistas de Virus, Seru Girán o David Lee Roth, a la vez que estilizan el relato, lo vuelven menos denso y claustrofóbico. Al respecto, la escena en que el personaje del joven Lanzani (revelación actoral) echa mano a un respirador de buzo, sintetiza la textual falta de aire ante la permanente presión paterna, porque la película descarga en Arquímedes toda la fuerza del mal y muestra a su entorno más bien victimizado. Profundidad y entretenimiento La película tiene un innegable profesionalismo en todos los rubros, aunque recién cerca del final alcanza su mejor ritmo. Nos comparte la perturbación ante esa extraña mezcla de familia falsamente ejemplar y su siniestra mezcla de fama, respetabilidad, dinero, deshumanización y delincuencia. Múltiples capas del relato que no siempre funcionan con la misma fluidez pero que igualmente con una dimensión que va más allá del simple policial y trasciende la mera animación de un recorte periodístico de aquellos años de transición. Trapero vincula, expone, saca a la luz datos desconocidos para las nuevas generaciones y para ser rememorados por quienes atravesaron tiempos más oscuros. Filmada con un pulso clásico y sobrio, “El clan” es un film comercial y al mismo tiempo profundo. Con una gran producción en todos los niveles, además de excelentes actuaciones que devuelven al cine argentino la posibilidad de acercarse a hechos verídicos y trágicos, de una manera inteligente, sin excluir la fascinación del espectáculo.
Huellas, caminos puentes y marcas “Yarará” es el título de la película dirigida por Sebastián Sarquís que el pasado viernes 17 se estrenó en el cine América y es también el registro del proceso acerca de la nueva película que el cineasta ha venido a realizar en la centenaria localidad de San José del Rincón, sobre otro cuento del escritor Juan José Saer, “El camino de la costa”. La obra se inicia con la llegada del director a Santa Fe, acompañado de algunos de sus colaboradores; mientras toman la ruta hacia Rincón, la voz en off de Sebastián va contando que se dedica al cine, determinado por el oficio de su padre, el pionero Nicolás Sarquís, quien junto a un grupo de intelectuales vinculados al Instituto de Cine de la Universidad Nacional del Litoral realizaron entre diciembre de 1966 y marzo de 1967, la película “Palo y Hueso”, piedra fundacional de un cine que desde el formato documental busca reflejar problemáticas latinoamericanas y fundamentalmente, locales. Ya en San José del Rincón, aparecen referentes del pasado: los actores y lugares que se reencuentran casi medio siglo después. Héctor Da Rosa -que interpretó a Domingo en aquel film- y Juanita Martínez -que encarnó a Rosita- se revinculan tras una proyección de “Palo y Hueso” en el lugar. En un destacado montaje, se contraponen fotogramas de la película y los actores en la actualidad. La nueva película Entre la crónica y el relato evocativo, la propuesta nueva se hace ficción. Los escenarios de aquel clásico de los sesenta “Palo y Hueso” irán atravesando también los momentos que se plantean en el nuevo rodaje. Las reconocibles locaciones se replican de otra forma, se funden en la mirada de un personaje recién salido de la cárcel, rol que interpreta Juan Palomino, como Montenegro, quien vuelve al pueblo en busca de venganza. La inconsistencia de lo real y la fluctuación de una mirada que percibe desde la incertidumbre, ejes de la poética narrativa en “Palo y Hueso”, son perceptibles también en las transposiciones fílmicas aludidas, donde emergen el espacio mítico del Litoral y sus personajes emblemáticos. En sus mejores secuencias, “Yarará” explota el potencial metafórico del silencio y la presencia del río. Lejos de un planteo costumbrista, el film de Sebastián Sarquís transforma el ámbito natural en un territorio por momentos abstracto y realiza su aporte personal en la transposicion del cuento, desde el título y los móviles que explicita a partir de una carta del personaje de la madre al del hijo, que se devela en dos partes. Además cuando se expone el contenido de la maleta y aparece una fotografía, ambas ficciones quedan entrelazadas. Intenciones y articulaciones “Yarará” es un film híbrido y ensayístico, que se mixtura tanto con la ficción del padre como con la nueva y propia del hijo. La sola intención de poner en juego dos películas separadas en el tiempo y sin embargo tan cercanas en sus vínculos, el juego de cajas chinas entre cine, documental y ficción plantea un desafío enorme que también aspira al homenaje. Hay momentos muy logrados junto a otros que no reciben el mismo cuidado. La película se ve casi siempre demasiado artificial en su aspecto “documental” y poco inspirada en sus espacios ficcionales, como la secuencia de huellas sobre el barro de la costa que no superan la literalidad más obvia. Existen algunas bellas imágenes del paisaje costero que trascienden la postal convencional, pero las ideas originales que estimularon el proyecto parecen bastante más interesantes que el resultado final. La presencia, ya sobre los títulos finales, de una reflexión sobre el oficio del cine, aportada por el ya desaparecido padre, más los créditos que explícitamente dedican la realización a la memoria de Nicolás Sarquís y Saer, confirman que “Yarará” es también un puente generacional de conocimiento e interés que acerca a los realizadores y espectadores que vinieron después.
La verdad en tiempos coléricos La flamante remake del clásico de Daniel Tinayre, justifica la actualización de su propuesta, que incorpora la actualidad de su propio tiempo y a su vez interpela hasta qué punto nos hemos desacostumbrado a los dilemas éticos y su consecuente dialéctica para defender ideas y consecuencias. La película arranca con un largo plano secuencia que registra una descarnada discusión entre puntos de vista de los principales protagonistas. El relato abre con un áspero diálogo entre la joven Paulina (Fonzi), recién recibida de abogada, y su padre, un juez de notoria trayectoria (Oscar Martínez) que espera de ella la continuación de una carrera en el ámbito del derecho, donde se le abren todas las puertas. Sin embargo, la joven ya tiene una decisión tomada al respecto: abandonar su especialización y regresar a Misiones, su tierra natal, para integrarse en un proyecto docente con jóvenes estudiantes de zonas marginales. Su padre se opone a esta decisión, pero Paulina decide seguir adelante. Ya en zona semirrural, con los aserraderos que permanentemente reciben árboles extraídos de una selva cada vez menos verde, Paulina y sus ideales chocan con la realidad: la diferencia de idioma y de clase social son apenas el inicio de una tarea ardua que se complicará cuando un grupo de jóvenes jornaleros la confunden con una prostituta y es víctima de una emboscada y agresión sexual. Contra la corriente La película de Mitre toca puntos sensibles por el trasfondo del tema abarcado que no ocupa el primer plano pero cuenta y mucho. Santiago Mitre realiza un juego de temporalidades que también estaban en la película original: interrumpir y volver sobre el tiempo narrado, con el fin de retomar el hecho conflictivo desde diferentes ángulos. Este recurso refleja la complejidad del caso y permite diferenciar móviles y motivaciones. La nueva versión se hace eco de los debates políticos contemporáneos y las distintas reacciones ante un hecho de violencia de género, con su posterior reclamo de justicia, generando posiciones encontradas. Al respecto, el film opera contra la idea de venganza que tan opuestamente canaliza otro film argentino reciente como Relatos Salvajes. Es que “La patota” no sólo es una película política sino también una propuesta desconcertante, que puede dejar perplejo al espectador a la luz del irritado sentimiento social del ojo por ojo y diente por diente. Expectativas El planteo central es ante todo un conflicto ético, distante por igual del puro misticismo y del melodrama. La película se torna cada vez más inquietante y desafiante de la mano de su protagonista. Plantea las ansias de cambio social, poniendo el cuerpo y la voluntad transformadora. Del otro lado, se acentúan las normas que conservan y legitiman. En la diferencia de posturas ideológicas se centra el relato. Cuando la heroína se convierte en víctima, como lo remarca su padre juez, todos esperan una justicia equiparada al castigo. Sabemos que Paulina no cree en la justicia institucionalizada, que desconfía de su capacidad, porque “no busca la verdad sino culpables” -afirma- y en la expectativa acerca de si su convicción permanecerá irreductible, se sostiene el suspenso. Con un tema sólido, buenas actuaciones y una estética que llena los ojos de buen cine, “La patota” se mira sin respiro hasta desembocar en un largo plano final memorable y sin palabras, que refuerza ese punto de vista que avanza de frente y nos enfrenta, con la fuerza de las convicciones.
El traficante de ilusiones La película de Agresti, tanto por su contenido como por los avatares que precedieron a su postergado estreno, cabe perfectamente en el siempre cuestionable grupo etiquetado como obra maestra. También le cabe lo de película de culto y cine maldito, denominaciones que generalmente van de la mano con el desentendimiento del público que suele dar la espalda a las historias no convencionales. “El acto en cuestión”, que se estrena 22 años después de haber sido filmada, con actores argentinos pero con sello holandés, suma a sus contrariedades legales y de todo tipo, el hecho de que su protagonista principal, el actor Carlos Roffé, falleció hace ya una década. Exhibida en ocasiones especiales en su país y en los prestigiosos festivales de Sitges y Cannes, finalmente después de tantos años acaba de llegar a nuestra ciudad, creando desconcierto, rechazo o admiración por partes iguales. Rodado en blanco y negro, el opus 7 del director es un cóctel que en primer lugar homenajea a la historia del cine y a su personaje, al que trata con cariño y nostalgia, aunque no se lo merezca. Combina la magia del circo con la literatura y la inconfudible picardía criolla. Es para tomarla con admiración y un humor pesimista, como espejo del que también destila el film, a medida que despliega un truco tras otro. De la omnipotencia a la falibilidad El acto en cuestión es la biografia imaginaria de un lumpen porteño que, como el protagonista de la novela de Arlt, “El juguete rabioso”, roba libros y los disfruta, a medio camino entre la delincuencia y la megalomanía. Así conocemos a Miguel Quiroga, desocupado ingenioso que vive, mantenido por su mujer, en una pensión laberíntica. Su afición es hurtar un libro por día, en librerías de viejo y leerlos en una sola noche. Hasta que cae entre sus manos un manual de magia donde encuentra un truco para hacer desaparecer y aparecer. Ese es el pasaporte a la fama. El flamante mago autodidacta busca la ayuda del dueño de un circo que, en rol de interesado manager le propondrá atravesar el océano para difundir la maravillosa experiencia, que llegará a despertar el interés del mismísimo Hitler. Pero la magia no siempre funciona: hay un niño búlgaro al que le lleva dos años su reaparición y algo similar pasa con la torre emblemática de París, que todos sienten desaparecer, menos la francesita, una mujer de la que el mago se enamora y a la cual, en consecuencia, encadena en un amor asfixiante y posesivo. La película no deja de aludir a otras formas de desaparición, pero esa lectura política no es el centro de la fábula narrada sino que lo es la interpelación del mito tan argentino del don nadie que apelando a algunas mentirillas llega a tener fama pero vendiendo en el camino su alma al diablo. La parábola que describe “El acto en cuestión” se parece a tantas letras del tango malevo que narran el devenir de ida y vuelta del chanta argentino: el vende-humo. Aunque también, y a la par, funciona la irónica identificación entre la figura del mago y el rol de cineasta. Ilusiones, reflexiones y paradojas Durante buena parte del metraje, el film describe un recorrido ascendente del protagonista, hasta que -luego de la mitad- el periplo se torna cada vez más oscuro. Se profundiza la ambición de que nada se le resista, a pesar de que él mismo proviene de un truco robado. La película da varios giros -incluso del punto de vista-. Uno es pasar del libro ensalzado (la teoría) , al libro superado por la praxis. El manipulador de ilusiones comprende hasta qué punto estamos confundidos con la realidad, cuando regresa con más locura que gloria a su lugar de origen y busca el reencuentro de su amigo (Lorenzo Quinteros, que tiene una clínica de muñecas, oficio desaparecido pero que en la época reconstruida era habitual). Allí, entre maquetas, juguetes y marionetas se permite desplegar la parte más irónica y filosófica de la película, donde resuenan las reflexiones sobre creadores y creaturas. Se evidencia libertad genuina en esta obra sincrética de lo universal y lo local que duda hasta de sí misma. Literalmente, muchas escenas se filman entre humo, con esa atmósfera nubosa que le da la irrealidad de un sueño, que aparece y desaparece imprevistamente, incluso como la magia del cine (la gran protagonista) que concluye cuando se desvanece la oscuridad de la sala.