En busca del tiempo perdido Carlos Sorín vuelve al desolado paisaje patagónico pero esta vez no se queda en la meseta sino que llega hasta el mar, de la mano del protagonista principal Marco (Alejandro Awada), un hombre de poco más de cincuenta y al borde de la jubilación, que ha decido pasar sus vacaciones con dos objetivos: pescar tiburones (algo que nunca hizo) y reconectarse con su hija de la que ha estado distanciado en los últimos años. Los datos sobre el personaje van apareciendo a medida que se encuentra con seres fortuitos, el primero un ex boxeador y su pupila, a los que conoce en la estación de servicio donde queda varado por falta de combustible. Allí devela el móvil de su viaje y cuando es invitado a tomar alcohol aclara que acaba de salir de un tratamiento de recuperación. Precisamente, lo veremos insistir en una actitud superadora de esa adicción, cuidándose en la comida, haciendo footing por la playa, informándose sobre cómo son los equipos y los secretos para pescar una presa difícil y hasta peligrosa. Sin embargo, las cosas no van a suceder como él las ha planificado y el reencuentro con su hija tendrá idas y vueltas, sacando a la luz un pasado que no sirve para reconstruir la relación interrumpida durante demasiado tiempo. Alejandro Awada y la debutante Victoria Almeyda son los intérpretes intensos y expresivos para darle carnadura a ese vínculo que tiene su momento descollante en una cena que transcurre en tiempo real, donde más que el diálogo, se imponen las miradas y los gestos que crean un clima emocional capturado magistralmente por la fotografìa en planos largos y tiempos muertos resignificados. Es memorable el momento en que la hija le pide al padre que entone una canción que recuerda de cuando era niña “Bella figlia del amore” y “Che gelida manina”, donde el tiempo se patentiza como un soplo que salta desde un recuerdo entrañable de la infancia seguido de una ausencia que cuesta restaurar desde el presente. Ligero de equipaje El film es tan austero que solamente la música resulta algo grandilocuente como marco del relato. Existen muchas similitudes entre la literatura minimalista de Raymond Carver y las historias de Sorín, confeso admirador de los cuentos del narrador americano que ha encarado las relaciones familiares desde una perspectiva donde el drama no excluye una candorosa ironía plasmada en un relato conciso, breve y profundo. Más que disfrutable resultan también los entrañables personajes secundarios que ya son marca autoral en Sorín: el entrenador de boxeo y su pupila que van a Puerto Deseado a ganarse la vida con una pelea que no será tan fácil como piensan; unos jóvenes turistas colombianos que abruman al protagonista con su experiencia del mundo; el veterano instructor que lo llena de explicaciones para que aprenda a pescar a lo grande, o la enfermera que le trae una información fundamental. Todos tienen el mérito de ser no-actores que hacen de sí mismos incorporándose con naturalidad frente a la cámara. Ellos siempre aportan momentos divertidos, una cuota de solidaridad o alguna enseñanza que el personaje asimila en su conmovedora obstinación por superar el pasado y ganar el afecto de los pocos lazos que aún le quedan. Como en “Historias mínimas” (2002) o “El perro” (2004), “Días de pesca” es un film de viajes literales e interiores que reconfortan el alma, a la par que se disfrutan por la excelencia de su realización.
Una fábula entre villancicos y raps Manolo y Antonio se conocen de casualidad en un hospital, cuando ambos deben hacerse una tomografía. Manolo (Peretti) va por un golpe en la cabeza que él relaciona con inexplicables visiones de una desconocida mujer gorda. Antonio, un adolescente quinceañero, está allí por el control de rutina para su enfermedad incurable, pero rebosa vitalidad y sentido del humor. Esta sincronicidad (no casual ni azarosa según el titulo original de la película, “Maktub”) da pie a una relación de amistosa complicidad que se volverá esencial para ambos, donde la paradójica vitalidad del joven influirá sobre el cuarentón indiferente que, hasta el momento de conocerlo, se movía automáticamente entre su profesión y su distante vida familiar. La relación entre Manolo y Antonio se irá profundizando hasta desembocar en una inolvidable cena de Nochebuena donde confluyen los enredos de todas las generaciones presentes. Jóvenes, adultos y personas mayores podrán identificarse, preocuparse, reírse y fundamentalmente entretenerse con las subtramas que convergen en torno de una desbordante mesa navideña y sus consecuencias. El film está basado en la historia real de Antonio, un joven que Paco Arango, el director del film, conoció a través de la fundación donde trabaja ayudando a niños con cáncer en etapa terminal. Cargada de emotividad, con situaciones fuertes, la película mantiene todo el tiempo el equilibrio entre la tensión dramática y los pasajes de humor que descomprimen y apartan la historia de la previsible tragedia. Un cóctel eficaz Al estilo de esas comedias de antaño “Cambio de planes” reconecta con una comicidad clásica, se mimetiza con las películas americanas de los cincuenta, particularmente con las de Frank Capra que contaban historias emotivas y familiares en las que triunfa la solidaridad y el humor a pesar de la negrura. Todo en la película busca una integración de opuestos generacionales, estéticos y genéricos en una suerte de ensalada que milagrosamente resulta eficaz: mezcla música de los años cincuenta con modernos raps, así como la ropa y los peinados que tienen los hijos de Manolo parecen de otra época frente al look callejero y actual de Andoni y su joven madre. Paco Arango se permite mezclar géneros que van desde la comedia al melodrama con cierto matiz fantástico, como los ángeles o espíritus que bajo inesperadas formas aparecen para reorientar al protagonista, aunque él no lo sepa: la misteriosa enfermera y la ridícula gorda que provoca la caída inicial de Manolo funcionan en ese sentido. El argumento es sumamente pueril pero entretenido y con ritmo, funciona más allá de alguna desprolijidad como el narrador inicial que luego no reaparecerá o que promocione un best seller de autoayuda con nombre y apellido. Afortunadamente, la película sale airosa de sus muchos riesgos apoyándose sobre todo en un equipo de actores de gran calidad interpretativa, aun los secundarios en pequeños roles. Todos colaboran a condimentar un cóctel navideño gratificante como un tónico en medio de la desesperanza, aunque sólo logra su efecto con la condición de entregarse incondicionalmente al almibarado corazón de una historia optimista y naif.
Un retrato incondicional En clave autocelebratoria y realización limitada, la película construye el retrato de Néstor Kirchner a partir de sus discursos más conocidos y los ensambla con filmaciones caseras, testimonios familiares y voces militantes o de puro agradecimiento. Empieza con las afirmaciones de “Vengo a construir un sueño”, pronunciado en la asunción del 2003. Esas palabras de esperanza contrastan con el caos que precedió al inicio de su gestión presidencial: la represión de diciembre de 2001, el vacío de poder, la asunción de cuatro presidentes en tiempo récord y los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Aquí el montaje pasa por los hechos sin referenciarlos, se compactan en un bloque confuso para el espectador no avisado. De Luque trabaja con material de archivo público y privado, que va intercalando a medida que avanza el relato. Su trabajo pierde rigor periodístico al no identificar las testimonios ni las voces que se escuchan en off, así como también la ausencia de fechas y lugares para ubicarse en el tiempo. Más confuso cuanto más lejos cultural y geográficamente esté el espectador. La voz en off no tiene aquí una presencia tradicional, solamente se identifica la de los discursos de NK, luego no sabemos quién habla. Se crea la sensación de una voz colectiva que cambia muchas veces, es necesario esperar los créditos finales para enterarse -por ejemplo- que hay un poema de Gelman y otro más, recitado por el actor Federico Luppi, o descubrir que el músico de rock que escuchamos sin ver, tal vez, sea León Gieco. El desarrollo pretendidamente biográfico deja capítulos vacíos en voluntarias y expresas omisiones, particularmente el tiempo transcurrido en el Sur desde 1976 hasta el regreso de la democracia. Tampoco parecen existir los años 90, que se sintetizan en un fugaz y poco favorecido pasaje de Menem. Después se abunda en glorificadas gestas políticas de los últimos años. Los momentos más disfrutables son los que muestran su entorno íntimo, allí De Luque abre una puerta hacia un registro espontáneo y creíble, donde sobresalen las entrevistas a la madre de Néstor y de Cristina. ¿Dónde está el piloto? La película tiene referentes conocidos en la música (Santaolalla) o en la fotografia (Marcelo Iaccarino) pero se nota la ausencia de un director de fuste. En realidad De Luque no era conocida hasta que Caetano (el director propuesto inicialmente) renunció por diferencias artísticas. Así, en nombre de una causa que excede lo cinematográfico la dirección es tan maleable y desdibujada como la voz en off. Sin embargo hay documentales políticos que pasaron a la historia por sus valores artísticos pero no es el caso de Paula de Luque que no consigue tampoco un efectivo film de propaganda. Es cierto que busca la emoción, pero carece de objetividad y registro poético. La cámara no tiene oportunidades de lucirse más allá de los muy bien iluminados paisajes patagónicos o las entrevistas registradas en planos limpios y certeros. También hay formalmente decisiones no justificadas estéticamente como filmar inclinado o acelerar la velocidad para indicar el paso del tiempo. También es necesario decir que a pesar de que se insiste con que es un documental hecho desde el amor, los enemigos ocupan un lugar bien destacado en la manipulación del montaje. Demasiado emparentada con la coyuntura actual, le falta tiempo y distancia a esta película hecha en un contexto k y por asesores culturales de 6-7-8. Dejo estas líneas consciente de que abundan comentarios a favor y en contra sobre lo narrado y no sobre cómo se narró y que fundamentalmente es un relato que entusiasmará sólo a los simpatizantes incondicionales del kirchnerismo que ya tuvo su premiére en el Luna Park con entrada gratuita el pasado 17 de octubre, ahora llamado Día de la Militancia. Tal vez queda la pregunta de por qué un estreno comercial en tantas salas (más de un centenar) para un filme con destino de unidad básica. Todo queda en familia. “Néstor Kirchner, la película” (Argentina/2012). Dirección: Paula de Luque. Guión: Paula de Luque, con la colaboración de Carlos Polimeni. Fotografía: Marcelo Iaccarino. Música: Gustavo Santaolalla e Iván Wiszogrod. Edición: César Custodio. Duración: 100 minutos. Calificación: apta para todo público. Más cerca de una mirada militante que artística, “Néstor Kirchner, la película” es un abordaje desde la admiración a una de las figuras políticas más importantes en la última etapa de la historia nacional. No es un documental clásico pero sus innovaciones son confusas. Foto: Archivo El Litoral.
Naufragio de ideas y actores a la deriva “Amor a Mares” se inicia con una prometedora secuencia de dibujos animados que parece un homenaje a las comedias de Blake Edwards que mezclaban exitosamente trama de suspenso y humor. Una aspiración a la cual infructuosamente aspira la resolución de esta película publicitada como comedia romántica. La trama gira precisamente sobre el problema del film: la falta de inspiración. Un escritor de best-sellers ha caído en una depresión creativa, por lo que su representante literario lo embarcará en un lujoso crucero de puertos turísticos para que encuentre allí las aventuras que despierten a las musas para salvarse de apremios económicos. Pero, a pesar de que los ingredientes están, la trama no funciona como divertimento ni como historia de amor. Las complicaciones indispensables para que una comedia de enredos sea mínimamente entretenida son presentadas de manera confusa, lo mismo que el estilo de narración indefinido y los roles esquemáticos de secundarios y protagónicos. Apenas Goity o Miguel Angel Rodríguez salen del paso a fuerza de oficio propio, más que por mérito de una dirección de actores ausente. Pudo haber sido una comedia de enredos leve pero entretenida y sin embargo a los pocos minutos “Amor a mares” emprende un viaje sin retorno. Todo por la borda Sin pretender disimularlo, estamos ante un producto donde lo único que se luce es el barco, con sus comodidades y servicios muy bien promocionados. La factura técnica es correcta y prolija pero convencional, plano tras plano no sale de los parámetros de una estética publicitaria. En realidad, todo apunta a un lucimiento del crucero y los puertos pero los conflictos, los diálogos y las actuaciones caen en un subsuelo artístico que parecía superado en el cine argentino. Todo es esquemático, previsible y anticuado, sin lugar para la sorpresa, plagado de frases hechas como las muletillas que repite el escritor, donde abusa de adjetivos fosilizados y frases al estilo de: “Esto estaba matemática y cósmicamente premeditado”, por no hablar de los chistes homofóbicos, decadentes y anticuados. Si el director quiso aportar al cine nacional una comedia de intención popular, lo hace por el peor de los caminos, el de una mirada cinematográfica perimida que utiliza una banda sonora que no deja un solo segundo sin musicalizar, con melodías que sobrecargan el sentido de las escenas y llega a ser tan molesta como una música funcional. Igualmente, los gags reiterativos y estereotipados, chistes que no causan gracia y situaciones que se estiran más de lo debido. Ni siquiera funciona el costado romántico, porque pocas veces se encuentra tan poca química como en la pareja de Castro y Morales. Si el objetivo era mostrar las bondades y servicios del barco el objetivo está cumplido, pero la película hace agua por los cuatro costados, engrosando la penosa lista que caracterizó otras épocas del cine argentino carentes de exigencia y talento.
Échale la culpa al dinero... El joven encargado de una hostería en la selva misionera (Martín Piroyansky) prepara despreocupadamente un guiso de iguanas mientras espera una pareja de acaudalados brasileños que han anunciado su estadía... pero se les anticipará un imprevisto dúo compuesto por Valeria Bertuccelli y Juan Minujin, quienes han chocado su auto en las cercanías y vienen con un muerto para ocultar y cien mil dólares. Así, la tranquilidad se transforma rápidamente en una serie de confusiones, traiciones, cadáveres y otras cartas inesperadas. “Ni un hombre más” no deja de sumar sorpresas y acumulación de personajes que coinciden en el mismo lugar pero en el momento menos indicado. El realizador Martín Salinas (guionista de “Gaby, a true Story”, nominada al Oscar y “El mar de Lucas”) cuenta -encadenando contundentes gags- una historia de ambiciones en la que todos quieren sacar tajada del botín, sin ningún reparo ético ni mucho menos sentimental. Ambientada en la zona selvática de la Triple Frontera, esta comedia negra está plagada de enredos y situaciones imprevistas, muchas movidas por el contraste de que los involucrados en temas propios de una historia policial (secuestro, muertos, botín) no provienen de un submundo criminal y sus torpezas tienen una impronta de ingenuidad que sin embargo no evita el descarrilamiento hasta la sordidez y el esperpento en clave de un humor crepuscular. Humor negro que vuela lejos del naturalismo criollo pero con marco paisajístico litoraleño de caminos rojos y frondosos. La película tiene momentos de acompañamiento musical muy divertidos que conviven junto a otros baches sonoros y pequeñas desprolijidades del montaje y su timing. En realidad, el guión de “Ni un hombre más” está mejor construido que la película en sí, en tanto la cadena de eventos acumulados no alcanza a traducirse en una realización cinematográficamente sólida pero tiene a su favor que la conexión con el público y el entretenimiento se mantienen siempre altos. olla a presión Como en la letra de “Échame a mí la culpa” las relaciones entre los personajes se debaten entre el cielo y el infierno: las monjas de un convento, la historia de un huérfano, el comportamiento de supervivencia de las iguanas, los marginados en busca de superación material son algunos de los condimentos de una olla a presión que levanta temperatura y desborda imparable como una bola de nieve. hombres e iguanas Tanto el leit-motiv musical, la romántica canción de Montaner ya mencionada, como el título que refiere a una frase menor dentro de la trama son apenas cortinas de humo sobre el centro de una historia que se ríe amargamente de la condición humana y sus ambiciones desmesuradas, donde lo económico es el factor dominante y el resto -es decir, el amor, la piedad y otros sentimientos- pasan a segundo plano. Venga de donde venga (policías, lugareños, monjas...) el dinero siempre encuentra complicidad, abre todas las puertas y supera ampliamente la naturaleza salvaje de las inofensivas iguanas sumando un feroz (y humano) raciocinio especulador. Los estudiosos de la risa califican al humorista como escepticista, cuanto más si el humor es más negro. Y en este caso podría resumirse con una adaptación del clásico proverbio “más conozco a los hombres, más amo a... las iguanas”.
A la sombra de la historia La película rinde un claro homenaje a los protagonistas que vivieron los ideales de la Revolución de Mayo con mayor coherencia y pasión: Castelli, Moreno, Belgrano, Monteagudo... Ilumina el perfil de esos hombres que ocuparon un lugar decisivo en la historia argentina y sin embargo terminaron en soledad, empobrecidos y olvidados. El punto de vista recae en una figura nublada en el recuerdo oficial: Juan José Castelli (Lito Cruz), llamado “el Orador de Mayo” y despliega su mirada nada complaciente sobre los resultados de esa revolución. Se alinea en una lucha de intereses comunes junto a Moreno, Belgrano y otros patriotas que no vieron recompensados sus ideales y sacrificios sino con sinsabores. El guión arranca en 1812, año en que Castelli ya está prácticamente mudo por un cáncer de lengua y es juzgado por un tribunal que cuestiona su proceder en la historia reciente. El héroe ha caído en desgracia y está afectado físicamente en la parte de su cuerpo que fue más brillante. La narración se organiza desde este personaje cuya fortaleza parece desmoronarse frente a intrigas de enemigos internos. La película está vertebrada a partir del juicio de un tribunal con jueces de pelucas tan ridículas como impecables, que vierten acusaciones injustas de las que lo defiende su joven compañero de lucha, Bernardo de Monteagudo. La historia va y viene entre 1806 y 1812, con recuerdos de las invasiones inglesas, la contrarrevolución de Liniers, el cabildo abierto del 22 de mayo, el primer aniversario de la Revolución. De la novela al cine La progresión de la novela no es lineal, en la película tampoco, ya que se inicia con Castelli viejo, enfermo y cuestionado, pero intenta un seguimiento más ordenado que el caótico fluir literario. El largo monólogo se transforma en diálogos con otros interlocutores y en el desarrollo de situaciones que en la novela apenas están insinuadas pero que permiten crear momentos de mayor epicidad, indispensables para la trama cinematográfica que por momentos acusa el peso de una retórica que luce acartonada. Las idas y vueltas en el tiempo se aclaran con una cronología fuertemente subrayada por subtítulos, con fechas precisas, según aclara el director “aun a riesgo de ser demasiado didácticos, para que la gente joven que vea la película pueda tener también una referencia histórica”. Una decisión de “contar a la antigua”, es decir con hiperrealismo y sin alegorías, ahonda el esfuerzo que de por sí demanda el cine histórico en cuanto a puesta en escena, aunque buena parte de las escenas épicas, como los fusilamientos, sortean la dificultad de los escenarios al instalarlas en un ámbito fantasmal, atemporal. Optimismo de la voluntad La película no queda en lo exterior sino que pone especial cuidado en la reconstrucción, aun con ajustado presupuesto, y se esfuerza siempre en transmitir el hálito poético que tiene la novela original. Los parlamentos principales corresponden a Lito Cruz como Castelli, pero también son notables las intervenciones de Machín -interpreando a un Belgrano tan lúcido como desesperado- y las consideraciones vertidas por un joven Bernardo de Monteagudo, personificado por Juan Palomino. Solamente Adrián Navarro -como Mariano Moreno- no se destaca a la altura de su personaje. También cobran voz y rostro los contrincantes Beresford, Liniers, Cisneros e incluso un traficante de armas, todos en diálogos reveladores donde se exponen las luces pero también las bajezas de los protagonistas de aquel entonces. La lucha de estos hombres tiene muchos puntos en común con los revolucionarios de todas las épocas. La película los trae al presente, convertidos en hombres de carne y hueso que se indignan y se conmueven hasta el llanto, no tienen los uniformes impecables, insultan y maldicen a la par que pelean. En el perfil de estos revolucionarios cabales que marchan al silencio o al exilio, está muy remarcada una ética heroica y trágica en el sentido que Gramsci llamaba “pesimismo de la razón pero optimismo de la voluntad”. Así, estos héroes asumen un destino de perdedores en ese sueño incesante de ideales, sin jamás resignarlos, aunque -como señala Castelli un par de veces- la revolución no tenga el encanto de un ramo de flores.
Los unos, los otros y los niños Esta película viene acompañada de muchas expectativas por haber sido designada (no sin polémica) para representarnos por el Oscar a mejor película extranjera; por contar con el respaldo del productor Luis Puenzo (“La historia oficial”) y por la proyección autobiográfica del joven director Benjamín Ávila, quien pasó por situaciones parecidas a las que se relatan. “Infancia clandestina” reconstruye la vida de un niño cuyos padres son militantes montoneros que regresan del exilio para una contraofensiva en la Argentina militarizada de 1979. El niño debe adoptar otra identidad sin dejar de hacer amigos, estudiar y hasta enamorarse, algo peligroso desde la perspectiva de los padres pero avalado por su adorado y entrañable tío Beto (Alterio hijo) quien (como en la conocida parábola de Bertoldt Brecht) no ve la revolución como una lista interminable de obediencias y obligaciones sino como una actitud que deja espacio al placer y el disfrute de la vida. La película es muy realista, pero para narrar las escenas más violentas apela a la utilización de secuencias de dibujos, las excelentes caricaturas de Andi Rivas, con voces y sonidos en off. En lo concreto este recurso atempera el dramatismo, desplazando parte de su peso sobre la historia afectiva del protagonista: el cruce de la infancia a la adolescencia, el primer amor, el primer beso y el primer quiebre de la obediencia a sus padres. Desde lo narrativo, las escenas se ven siempre desde la mirada del protagonista (como en “La prima Angélica” de Saura que narra la infancia bajo la sombra del franquismo): no hay ninguna secuencia que el niño no pudiera presenciar de algún modo. El film puede observarse desde afuera como el recuerdo traumático de un error histórico. Puede comprenderse desde adentro, como el recuerdo melancólico de un tiempo de ideales que justificaban el sacrificio y el combate. Y puede sentirse como la mirada de un niño más cerca del amor que del odio y la violencia. El director pone en pantalla las contradicciones y la sensibilidad de una generación que estaba autoconvencida de cambiar el mundo y reproduce un retrato de época para entender en su reconstrucción de momentos íntimos personales el contexto de un país con un proyecto que no pudo ser. Discépolo vs. Divididos Hay algo de “La vida es bella” en el enmascaramiento del horror, incorporándolo a la anécdota como un juego de bandos contrarios, aunque el niño sepa que las cajitas de maní con chocolate no contienen golosinas sino balas y que hay dinero oculto para solventar esa actividad no del todo comprendida en su mirada inocente. Más allá de las lecturas ideológicas que pueden generar debates interminables, la ternura y el drama conviven con una emoción que atraviesa toda la película y sobresale particularmente en dos escenas memorables: la discusión visceral de la madre militante, interpretada por Natalia Oreiro y la abuela (estupenda Cristina Banegas). Ambas confrontan allí sus posturas diferentes sobre la exposición de los niños en la lucha armada. El otro momento es cuando la joven madre entona “Sueño de juventud”, el vals de Discépolo que evoca un mundo lejano y perdido, pero que promete seguir iluminando cuando se lo evoque desde el presente. No siempre el nivel del guión es parejo, hay también algunas metáforas demasiado obvias o edulcoradas y diálogos que hubiesen dado para más. En los créditos finales, el tema “Living de trincheras” (Divididos) irrumpe con potencia y suma actualidad. Las dos estéticas y ritmos diferentes más destacados de la banda sonora sintetizan sentimientos y sensaciones complementarias que devienen de la película: nostalgia y rebeldía, pasado y presente, suavidad y estrépito, conviviendo para revivir el trago amargo de esas heridas de la historia cercana aún sin cerrar.
La casa cristalizada Martina, Sofía y Violeta son tres hermanas adolescentes que han vivido junto a su abuela hasta la reciente muerte de aquélla en una amplia y añosa casona. Y esa casa, llena de recuerdos, por un lado las contiene y por el otro, les impide crecer. El tiempo ha quedado congelado en objetos que ya no se usan y otros que no se renuevan, como el televisor de modelo perimido o la máquina de escribir que remite a los años setenta. La película registra el deambular de las jóvenes por esa casa cargada de recuerdos; observa ese tiempo entre paréntesis en que cada una busca su lugar pero vive de distinto modo el duelo de la ausencia, la incertidumbre del futuro y los descubrimientos del mundo adulto, sobre todo el estallido de la sexualidad. La casa se mimetiza del ánimo de sus habitantes: melancolía, abulia, desconfianza, se replican en cuartos con llaves y escondites. La película rebosa sensibilidad, gusto por los detalles y buenas actuaciones, pero también es lenta, reiterativa y recargada de elipsis. Es un cine perturbador y melancólico, al límite de la incomodidad, con algunas similitudes narrativas que lo aproximan a la estética de Lucrecia Martel y también a Bergman en la exploración del mundo femenino que se potencia en ambientes cerrados. Sin embargo, en las escenas al aire libre (el bello jardín de la casona así lo permite), la atmósfera se acerca a la poética más descomprimida de Eric Rohmer, particularmente, en la escena de la escalera, cuando se insinúa la historia de amor entre Martina (la hermana mayor) y el joven vecino que acapara la atención de todas. Densidad emocional Aunque el elenco está muy bien aprovechado y con variados e interesantes matices, por momentos el personaje principal es la casa que guarda todos los secretos. En su interior, las hermanas se pelean, se reconcilian y arman estrategias. No hay ninguna escena afuera de la casa pero sí se juega con el fuera de campo, para que el espectador infiera lo que sucede en el afuera. Una vez que la cámara entra ya no vuelve a salir más allá de la reja que limita al jardín con la calle pero accede a lo que se oculta y no todos quieren ver. La médula de la película pasa por el tratamiento dramático del espacio y los objetos que transmiten un tiempo cristalizado en rincones, placares y estantes llenos de objetos de otras épocas. La densidad emocional que caracteriza a la película se sustenta tanto en los objetos como en el sensual descubrimiento de los cuerpos que la directora revela en audaces y naturales planos. Aunque la acción se siente a veces reiterativa y monótona, el film contiene momentos intensos y profundos. A los climas, aportan la interesante utilización de los colores y el particular vestuario. Visualmente, la película es encantadora en la forma de acercarse a las tres hermanas y mostrar detalles. Contribuye la música diegética con esas canciones que ellas escuchan y tararean, construyendo un relato que flota por sobre lo no dicho. Porque lo que no se dice importa tanto como lo que se escucha: así, en uno de los diálogos finales no se ven los personajes. De esta forma, quien disfrute de las películas que buscan decir mucho más de lo que muestran, no saldrá decepcionado de la sala de cine.
Historias de Hotel Desde su título (el nombre propio “Ostende”), la ópera prima de Laura Citarella se identifica con el particular ámbito de los hoteles, espacios sugerentes donde el tiempo rutinario se interrumpe para dejar fluir lo que de otra forma probablemente pasaría inadvertido. La protagonista, interpretada por Laura Paredes, se aproxima de muchas formas a las (anti)heroínas de “Lost in Tokio”, de Sofía Coppola; “El rayo verde”, de Erick Rohmer (un referente muy presente) o “La novia errante”, de Ana Katz, por mencionar finalmente un ejemplo perteneciente a nuestro más cercano cine. La trama presenta a una joven que ha ganado un concurso radial (en realidad lo ha conseguido su novio, quien se incorporará después). El premio consiste en pasar cuatro días en un viejo hotel junto al mar. La película se inicia con el breve recorrido de la muchacha, desde la estación hasta el añoso edificio que, fuera de temporada, acentúa su aspecto solitario. La oportunidad de aislarse -como entre paréntesis- de la rutina, permite la posibilidad de descubrir grandes o pequeñas cosas esquivas que suelen revelar un malestar previo, adentro y afuera. Esto, que en el periplo tradicional del héroe se conoce como “el despertar”, suele operar (o no) como disparador de una búsqueda más profunda. Aburrimiento y curiosidad Construida a partir de atmósferas y silencios expresivos, la película avanza combinando ironía, torpezas y algo de tragedia en el sustrato amargo que permanece detrás de alguna situación risible que se acentúa con el casi permanente sonido rasante del mar encrespado y la luz que huye. Todo parece conspirar contra la supuesta diversión de los días ofrecidos como recompensa: la joven está sola y explícitamente se aburre en una playa inhóspita, fría y ventosa. Su único interlocutor será el encargado del bar, Paco, un joven locuaz, que le cuenta una historia de ficción que tiene pensada para una hipotética película. En ese ambiente especial, también la chica empieza a prestar atención al extraño comportamiento de un trío que se hospeda en el hotel: un hombre maduro, acompañado por dos mujeres jóvenes. Y los seguirá y escuchará desde cierta distancia, deduciendo situaciones posiblemente tenebrosas. Ese misterio intuido y las conversaciones con el mozo de inesperada vocación cinematográfica son lo único que parece motivarla y sacarla de un estado de apatía, porque evidentemente algo no anda bien en la protagonista, de la que solamente escuchamos en sus llamadas por celular la palabra “regular”. “Ostende” oscila entre dos universos cinematográficos: uno más cercano a la observación, afín a la trama detectivesca; y otro, que irrumpe sin razón aparente y que la aproxima más a una comedia (sin serlo), sobre todo, lo que concierne al mundo en torno de Paquito, el atolondrado muchacho a cargo del bar con su kafkiana historia voluntariamente incompleta. Paradójica certeza La mínima anécdota del film fluye entre pocas palabras y mucho relato audiovisual, con buen ritmo por momentos, como el suspenso de una carta estrujada pero no leída sobre la mesa del bar, los seguimientos por caminos apartados, desnaturalizados por un fuera de foco que borra las fronteras entre lo real y lo imaginado. En la línea policial, la película coquetea con Hitchcock, a partir de las ventanas de enfrente que convergen al patio interno del hotel y la piscina en la que por primera vez aparecen los misteriosos personajes. Ella trata de escuchar a través de las paredes pero solamente percibe retazos de palabras o gemidos. Cuando finalmente llega su novio, ese particular mundo que ha ido construyendo entre observaciones objetivas y mucha imaginación parece desvanecerse, aunque paradójicamente se confirme para el espectador lo que antes era pura presunción en la línea de la intriga policial, con el clímax del sorprendente final. Un irónico regusto de paradoja satura todos los niveles de la narración, donde la insistente curiosidad por el mundo exterior conlleva al mismo tiempo la noción de que éste jamás podrá develarse en plenitud. De allí, seguramente ese largo y oscuro plano final, en el que la cámara contempla, desde una posición muy alejada, el inesperado desenlace: una certeza que se confirma en ese mundo de incertezas, aunque la protagonista no lo sepa nunca.
Nada nuevo sobre el ring Las películas de boxeadores cuentan con títulos clásicos y grandes directores, desde King Vidor hasta Scorsese con su “Toro Salvaje”, donde se impone un héroe popular y una épica fuerte. En el cine y en la literatura nacional contamos con “Gatica, el Mono”, de Leonardo Favio y con nobles relatos de Julio Cortázar o Abelardo Castillo, e incluso con la canción de León Gieco “Cachito, Campeón de Corrientes”, pero no es el caso de “La pelea de mi vida” que está más cerca del melodrama televisivo y efectista que de los relatos con intenso sustrato social vinculados con un imaginario de la clase obrera y la cultura popular. El argumento ronda en torno a Alex (Mariano Martínez), un boxeador argentino aún joven y fuerte pero que supo de tiempos mejores. Al iniciarse la película lo encontramos autoexiliado en Colombia, sobreviviendo con combates arreglados de antemano por la mafia de las apuestas. Pero un día se niega a perder y eso sumado a que es un donjuán perseguido por guardaespaldas de un marido engañado, decide regresar al país luego de diez años. Así se reencuentra con su antiguo entrenador (Emilio Dissi) y amigos del gimnasio (entre ellos Mariano Argento, la revelación de “El hombre de al lado”). Al retomar los vínculos con su pasado, el protagonista se entera de que ha sido padre durante su ausencia, que su novia abandonada falleció y su hijo biológico -que ya tiene ocho años- ha sido adoptado por su máximo rival en las cuerdas y en la vida. La historia tiene ingredientes que hubieran podido conformar un buen melodrama deportivo pero el guión cae en la superficialidad y esquematismos tan previsibles que lo hacen ser apenas un pasatiempo con público cautivo por la popularidad de los actores y una temática atrayente. Entre chivos y clichés El filme no aporta novedades y menos alguna búsqueda que justifique su formato cinematográfico. A nivel actoral, poco hay para el lucimiento de veteranos como Emilio Disi y Mauricio Dayub bastante desperdiciados, así como de Mariano Argento que se limita a breves bocadillos sin comicidad. Los mejores momentos en cuanto a sonrisas giran en torno del protagonista infantil, el pequeño actor Alejandro Porro, que interpreta a Juani, el niño que deberá elegir entre un padre del corazón y un padre biológico. Mariano Martínez y Federico Amador lucen una buena preparación para el rol de boxeadores pero están lejos del prototipo marginal del que suelen surgir los héroes del boxeo. La película tiene su porción emotiva (la relación del niño con sus dos padres), su parte de romance (el personaje de Lali Espósito) y de acción (las peleas, siempre bien filmadas). Además del protagonista infantil, se destaca Federico Amador que no ocupa un lugar destacado en los afiches ni en los créditos. En cuanto a comicidad, es buena Lecouna como madrastra antipática y frívola. El problema de “La pelea de mi vida” es que no existe el menor intento de trascender sus lugares comunes, trabajando sobre los estereotipos para reelaborarlos y potenciarlos. Solamente, se limita a transitarlos con pobres recursos. Apenas, cierto profesionalismo técnico, aunque el uso del 3D no se justifica demasiado. Resulta molesta mucha publicidad encubierta: desde algunas marcas y productos, hasta la promoción turística de lugares del Tigre como Puerto de Frutos. En el “debe” de la película también figuran una banda sonora artificiosa que se imposta cuando no es necesaria y una tendencia a las resoluciones inmediatas, que terminan de condimentar un plato insulso y sin épica más allá de las puntuales escenas sobre el ring.