El general de entrecasa La figura de Perón en el exilio es reconstruida por Víctor Laplace no sólo desde la actuación sino desde el guión y la dirección de una película, que con estructura clásica se basa en hechos reales pero que dejan lugar a la libre interpretación de lo ocurrido en las diferentes etapas que duró la proscripción del líder popular y su regreso al país. Con el mérito de una sólida puesta en escena que no descuida ningún elemento histórico ni de ambientación, el relato comienza el día en que el general cumple 77 años, se peina frente a un espejo y luego recibe el saludo de Isabelita (meritoriamente interpretada por Victoria Carreras). También una joven -a quien no le permiten el acceso por razones de seguridad- le alcanza como regalo una grabadora para que cuente sus memorias. Éste es el pretexto del guión para organizar la narración, ya que como si fueran los capítulos de una autobiografía, el general se decide a evocar y rotular en antiguas cintas grabadoras los diferentes momentos que atravesaron su alejamiento forzado del país. La trama, que si bien está basada en hechos históricos, cuenta con ciertas licencias como ésta, para poder encauzar el relato, corresponde a un cine narrativo donde no se dejan detalles librados al azar, pero donde también hay una fuerte construcción de los personajes el de Isabelita, López Rega, Jorge Antonio y Galimberti- sobresalen sin cargar las tintas pero esbozando el misterioso entorno que alojó esa residencia en las afueras de Madrid donde convergieron políticos de distintas líneas, estudiantes, sindicalistas, turistas y curiosos. Entre la historia y el espectáculo El personaje de Perón vuelve a estar en la piel de Víctor Laplace, el actor que más veces lo ha representado, aunque esta vez, con la figura del general en plena madurez logra una evolución en la forma de encararlo, donde el mito está mucho más humanizado y menos estereotipado, aunque demasiado discursivo. En una gran parte del film dispara frases entre didácticas e históricas, punzantes, ingeniosas o retóricas a través de recursos como la voz en off, la escritura de una carta o las charlas de café con su heterogéneo grupo de seguidores. Ese Perón, que por momentos cae en el estereotipo, también logra salir del cliché a base de humanidad, cuando sus gestos más que políticos son los de un hombre dolorido atravesado por la duda, de la que se sobrepone con ideales y el apoyo de los que lo rodean. Se trata de una evocación nostálgica, desde la admiración humanizada y sobre todo desde el afecto de la memoria. En ese tono son constantes del retrato: un Perón de carne y hueso, que sufre el exilio, la proscripción. Que se emociona con el recuerdo de su madre, que sufre frente al cadáver ultrajado de Evita... que teme, que está afectado por la vejez y un cáncer de próstata que avanza y que pese a todo se decide a retomar el poder. Deja instalado un perfil simpático que une la leyenda, la historia y lo subjetivo que lo acerca más al perfil de un artista: entre la nostalgia tanguera con sonrisa de Gardel y la de un intelectual no ortodoxo que lee con humor y paciencia al Martín Fierro y que “como el ave solitaria con el cantar se consuela”. Oscilante entre lo retórico y lo humano, el film no insiste en el tono militante y seguramente por eso logra funcionar como una película que interesa y entretiene. También es como una clase de historia dinámica, en la que más allá de la carga ideológica sirve para preguntarse sobre el pasado argentino aunque sea desde una ficción. Tal vez la mayor objeción que se le puede hacer a la película viene por el lado de su lectura política. “Puerta de Hierro” es condescendiente y superficial al narrar una suerte de historia oficial sobre la que nunca se propone ir más allá. El resultado es un relato tibio, que no se atreve a juzgar al prócer pero insiste -eso sí- en su carácter conciliador y no violento, esquivo a los cambios revolucionarios con derramamiento de sangre.
Siniestras golosinas contra la tristeza En el panorama del cine norteamericano -tanto en el underground como en el mainstream- el realizador Steven Soderbergh siempre ha tenido un solvente ritmo narrativo, además de ser un director que suele cargar sobre sus espaldas con el guión, la fotografía y el montaje, como ocurre en este caso. “Efectos colaterales”, en el corpus de su prolífica obra podría agruparse junto a filmes como “Contagio” y “Erin Brockovich”, emergentes de problemas que la salud pública aún no termina de resolver. Como se desprende de su significativo título, el eje de “Efectos colaterales” son los intereses que se mueven detrás de los cada vez más refinados y peligrosos psicofármacos. Emily (Rooney Mara) es una joven que se vuelve adicta a un ansiolítico novedoso que le receta su cuestionable psiquiatra (Jude Law). “¿Qué sería de nuestras vidas sin químicos?”, dice en un momento este psiquiatra, mientras reparte entre sus conocidos (incluso su mujer) algunas pastillas para levantar el ánimo, salir de la depresión o la tristeza. Se trata de un profesional inglés que ejerce su carrera en EE.UU. por la distinta concepción que tienen ambos países respecto de los psicofármacos: “Allá el que toma un ansiolítico es porque está enfermo; aquí, es alguien que quiere curarse”. Más adelante, sabremos que este personaje de ética desdibujada recibe cifras adicionales por recetar y probar en sus pacientes nuevos ansiolíticos con efectos secundarios complejos, severos y peligrosos que producen desde sonambulismo, hasta la anulación del yo. Veremos a los representantes de las grandes corporaciones farmacéuticas, interactuando con los profesionales de la salud mental para frenar juicios o absolver de culpabilidad a pacientes que bajo los efectos farmacológicos pueden llegar hasta el asesinato. El necesario rol de paciente para semejante profesional, corre por parte de la ascendente y polifacética Rooney Mara, quien interpreta a Emily, una joven hermosa, casada con un agente financiero que de pronto va preso por tráfico de influencias y de esta forma pierde de la noche a la mañana su alto nivel de vida material, lo que la lleva a un estado depresivo y a un aparente intento de suicidio. En estas circunstancias, conoce al ya mencionado doctor Jonathan Banks (Jude Law) quien será el encargado de tratarla sobre la base de medicamentos que provocan acciones involuntarias con trágicas consecuencias. El submundo de psiquiatras amorales y pacientes irresponsables, el trasfondo económico de dicho negocio, la concientización sobre los efectos secundarios son sin duda lo más interesante de la primera parte de este psicothriller, que despierta mucha expectativa respecto del desenlace, hasta que un giro argumental deja de lado toda esa interesante trama, acercándose más a los procedimientos convencionales para lograr un forzado efecto sorpresa. Atrapados sin salida La historia de “Efectos colaterales” pertenece a esa clase de thrillers en los que con cada giro se nos dice que todo lo que hemos visto es falso. Al introducir un misterio a la vieja usanza, se abre el camino para giros sorprendentes que son un arma de doble filo, porque solamente funciona en casos muy puntuales de la historia del cine, como “Frenesí” de Hithcock por ejemplo, pero que trastabilla en otros innumerables casos para el olvido. Muchas vueltas de tuerca se apilan innecesariamente, y las sucesivas traiciones hacen caer el nivel de una película que podría haber sido mucho más interesante. De cualquier modo, la serie de personajes tramposos que circulan por la trama, conforman un film más inquietante que un thriller con héroes y villanos estereotipo. Aquí, son todos seres corruptos, intrigantes y potencialmente peligrosos, donde el dinero es lo que en el fondo motiva todos sus actos. Finalmente, queda la denuncia de una sociedad enferma, la sátira de un mundo falsamente feliz que conduce al abandono, la soledad, la frustración y la perdición. “Efectos colaterales” es un film con matices y relecturas -siempre desquiciantes- que se inicia y termina de una forma similar y significativa: un plano amplio sobre un recorte de arquitectura cuadriculada, impersonal y monótona que progresivamente se va cerrando hasta llegar a los ojos o ventanas de esas enormes moles de cemento, que condensan y potencian la sensación de encierro y soledad en la gran urbe.
Cuando el alma duele En su cuarto largometraje, el realizador argentino Juan Taratuto se arriesga con un fuerte cambio de género, tono y registro. Si bien mantiene a Diego Peretti como protagonista, se sumerge en terrenos más ásperos y oscuros. Ese cambio también se refleja en el paisaje: abandona la gran ciudad para viajar hasta el sur patagónico donde aborda conflictos y sentimientos inéditos hasta ahora en su filmografía (“No sos vos, soy yo”/ “Quién dice que es fácil” y “Un novio para mi mujer”). Eduardo (Peretti) es un obsesivo y eficiente trabajador en la dura industria del petróleo. Desconectado de cualquier tipo de emoción, parece una isla abandonado en sí mismo: se desentiende de sus dolores físicos y de su apariencia, está siempre desalineado, no se saca los guantes de trabajo ni para comer y duerme como un faquir sobre una cama que parece una catrera de campaña. De su pasado nada se sabe pero sus días presentes lo muestran en una soledad que solamente mitiga trabajando. No es casual que sean las vacaciones impuestas por reglamento, lo que dispara el proceso de humanización del personaje. A pesar de su desinterés por todo lo que lo rodea, aparece la decisión de ocupar su tiempo libre con un amigo lejano que necesita de su ayuda. Él no sabe bien los detalles pero parte hacia Ushuaia para averiguarlo. Hasta aquí, las palabras se escuchan como con cuentagotas y las acciones con planos y gestos elocuentes. Todo converge para transmitir el grado de aislamiento, desconexión y amargura que acumula Eduardo bajo una máscara impasible. Fuera del marco de una estética televisiva, desde la puesta en escena y el montaje, la vida aparece mirada por los cristales del protagonista, con un guión trabajado desde el punto de vista de la puesta en escena y la parquedad verborrágica de los personajes. La mirada optimista El dolor, sus efectos y reparaciones son el gran tema de la película pero no tanto el dolor físico sino más bien el sufrimiento interno. La pérdida irreparable en la historia que se cuenta es un punto de giro en la vida de cada uno de los personajes y la posibilidad de reformular; de seguir viviendo y aceptando que es así. La reparación o reconstrucción es intrínseca, comprendiendo que la muerte es parte del contrato, que está en el tablero de juego, aunque no se quiera ver. La película subraya la posibilidad de que las pérdidas deberían potenciar los lazos que subsisten. Al hablar del dolor, el poeta César Vallejo decía que “... de resultas del dolor,/ hay algunos que nacen, otros crecen, otros mueren’’ . Es una de las opciones para este personaje, que comienza acorazado emocionalmente, pero que logra ponerse en movimiento. Sin buscarlo, el azar golpea a su puerta para darle la posibilidad de volver a construirse. A pesar del componente dramático, el director asegura que este filme tiene la esencia de sus tres comedias anteriores que coinciden en el interés de ahondar en las relaciones humanas. El enfoque puede ser algo más duro que en las otras, pero esa esencia se mantiene. Eduardo comienza a transitar un camino que viene desde su pasado y que lo pone en el presente con la necesidad de bucear más profundo, tal vez de forma muda, pero siempre con movimiento. La película tiene una mirada optimista de la vida, porque sigue atravesando historias de personajes, de relaciones humanas que pueden mejorar, de ahí la continuidad. “La Reconstrucción” abre un mundo que sigue decantando después de verla, emociona desde lo profundo. Párrafo aparte merece la sensible iluminación, sorprendente en algunas escenas intimistas, como una de las más dramáticas entre los también buenos actores Claudia Fontán y Alfredo Caseros -que se muestra a contraluz- donde el espectador se siente un espía de momentos inefables. Allí, además, con naturalidad asombrosa el guión se permite un guiño cómico para cerrar un momento de máxima emoción.
Un policial extravagante En el último thriller de Caetano hay que abandonar toda esperanza de encontrar algo que recuerde la filmografía de su director, autor de títulos como “Un oso rojo” o “Crónica de una fuga”. Aquí se advierte la explícita voluntad de apartarse de todo clasicismo y de los temas presentes en sus primeras películas, como “Pizza, birra, faso” (1997), que marcó un hito para el cine argentino de esos años. La búsqueda de otros lenguajes lo lleva esta vez a experimentar con la violencia al estilo de los cómics que circulan lejos de lo verosímil, entre lo extraño y lo maravilloso. Con aparente espíritu de reivindicación femenina el thriller gira alrededor de Rosario, una atlética y hermética justiciera que mata por dinero a hombres golpeadores y abusadores. En Florencia Raggi, desconocida con look de heroína hábil para correr y pelear al estilo de Uma Thurman en Kill Bill recae el papel principal. La compleja novedad consiste en que su personaje (Rosario) tiene una personalidad esquizoide que es interpretada por las actrices Liz Solari, María Dupláa y Brenda Gandini en distintas secuencias donde el espectador deberá prestar atención a los indicios conectores del relato si quiere ver de qué va cada uno de los alter ego. La venganza es el tema excluyente, como un subproducto del amor en su cara más oscura: posesión, traiciones, celos que van dibujando algo así como un policial psicológico melodramático, meloso y cruel que habla de amores retorcidos y truncos. Cuerpos en riesgo El principal problema de la película son sus propias contradicciones en el tono del relato que no acaba de definirse nunca. Resulta demasiado serio para enmarcarse en el desprolijo cine clase B pero sus buenas secuencias de género se pierden en un caos desconcertante y lleno de riesgos literales y reales. La película abunda en violencia, sexo, acción, melodrama subrayado con efectos especiales. El mayor, la exigencia extrema de los cuerpos que se exponen y se lastiman: hay choques en la ruta, peleas con cuchillos, disparos, corridas por tejados, caídas y patadas voladoras al mejor estilo de las luchas orientales. Es notable el esfuerzo de las protagonistas en escenas muy exigidas físicamente que demandaron entrenamiento para no lastimarse en la filmación. Mucha sangre, poca alma El amor “fou”, desquiciado, ciego, es la constante que se traduce en una mirada desencantada no exenta de negrura ni violencia. Luego de una media hora interesante el relato se va deshilachando de la mano de un guión tan sinuoso como confuso que depara momentos de absurdo y hasta risibles, con personajes maldecidos para el amor, siempre efímero, en contraposición al largo aliento del odio. Con innegable oficio y muchísimos condimentos, el resultado es provocador, inquietante, por momentos seductor, como la escena de fuerte erotismo donde la protagonista se enfrenta a espejos que no reflejan exactamente lo mismo. Sin embargo, “Mala” deja la sensación de que podría haber sido mucho más. “Prefiero películas que no sean éxitos de taquilla pero que tengan alma”, afirmó el director en un reportaje. Aquí no se ahorró ni una gota de sangre artificial. Hay sangre y sudor... pero el alma, ¿dónde quedó el alma?
En vísperas de la disolución En el bucólico entorno de una aldea entrerriana, entre cantos corales religiosos y suaves puestas de sol, la ópera prima del joven director Maximiliano Schonfeld puede entenderse como una breve, atípica y bella alegoría con resonancias apocalípticas. Relato íntimo de un microcosmos rural, “Germania” también puede leerse como un ensayo acerca de la extinción de formas de vida tradicionales en el interior argentino, donde los campesinos emigran y dejan sus raíces ante la promesa de cultivar soja (mirada puntual, actual y sociológica) pero sin dejar de ser un siempre inquietante relato saturado de otros significantes universales. El film narra cómo cada miembro de una familia integrada por una madre viuda con dos hijos adolescentes transitan las vísperas que preceden una partida obligada, a causa de la quiebra de su granja, donde los animales están muriendo por la degradación del ambiente (se habla de un virus o del exceso de cloro en el agua). Cada uno vive de forma diferente el duelo que implica dejar sus afectos esenciales. Por un lado está el punto de vista de los dos jóvenes hermanos Lucas y Brenda, generacionalmente más desapegados a las rígidas costumbres, que manifiestan su apertura en el uso del lenguaje que, en el caso de la madre (Margarita), jamás se sale de su dialecto proveniente de los inmigrantes del Volga finisecular. Dentro de su minimalismo, el film sostiene una ambigua atmósfera tan suave como intrigante. No es una película de mera contemplación, sino que acumula interrogantes sobre vínculos esenciales como el amor, la soledad, las raíces y el desarraigo. Con una impronta visual muy personal, se suministra información muy retaceada, para dejar que los personajes desde su silencio y el constante juego de miradas construyan la trama. Así abundan largas panorámicas mudas y primeros planos sin demasiadas palabras pero cargados de tensión donde late la endogamia, la represión y la búsqueda religiosa o sexual. La obra tiene un registro entre la ficción y la mirada documental. El director avanza su relato confiando en sus imágenes, eligiendo qué partes mostrar para solamente sugerir el espacio de construcción del todo. La película capta aspectos interesantes de la cotidianidad de la aldea alemana: las muchachas en el tractor o desplazándose entre los fardos; los jóvenes jugando entre los cultivos como si fuese un mar; el baile en el pueblo; las partidas de truco; los picaditos de fútbol; el interior de los criaderos de aves vistos desde una perspectiva desnaturalizada. El espacio como poética Sin caer en preciosismos, la fotografía contiene muchas imágenes para el recuerdo con planos que aprovechan a fondo la profundidad de campo y contienen casi siempre el desarrollo total de una escena. El director consigue un complejo equilibrio entre lo explícito y lo implícito, entre la información que continuamente la película agrega desde los diálogos y aquello que se desarrolla bajo la superficie, lo verdaderamente importante, esa tragedia en sordina que sufren los protagonistas, y que contrasta con el hábitat idílico que los rodea. El espacio físico y la intimidad de los personajes interactúan multiplicando los significados, realzados por un uso virtuoso del sonido y de la luz. Mucho del clima original de “Germania” se debe a su particular montaje sonoro: los momentos musicales conectan acciones y también se superponen sobre la banda sonora original de lo que se muestra, como en el baile de pueblo donde pasa de escucharse una polca tradicional a misteriosos acordes electrónicos de reverberancias cósmicas. En cuanto a la reprimida tensión sexual que atraviesa todas las relaciones (donde el incesto es una posibilidad siempre sugerida) también se apoya en climas generados por la música en off, de inquietantes cuerdas, que reflejan la turbación de los protagonistas. En un marco muy poco recorrido por el cine nacional, casi siempre focalizado en centros urbanizados, el filme es también una experiencia estética de otro orden para el espectador citadino, no solamente porque hace de la ambigüedad un planteo narrativo, sino por lograr que la captación del espacio se convierta en una verdadera poética.
Pequeña pero necesaria pieza del universo Cuando la televisión transmitió las consecuencias del huracán Katrina, con las víctimas que habían perdido sus viviendas precarias, se visibilizó ante la opinión pública las condiciones de miseria del sur profundo estadounidense. Esas imágenes mostraron personas alejadas del mundo civilizado y fuera del orden social. En su opera prima, Benh Zeitlin -un joven director de Nueva York instalado en Nueva Orleans- ha construido una fábula apocalíptica y al mismo tiempo esperanzada, con el singular protagonismo de una niña de seis años, que vive junto a su padre en un bañado sin tiempo ni nombre geográfico real pero con referencias suficientes como para vincularlo con esas pequeñas comunidades pesqueras de Luisiana, aisladas y amenazadas por huracanes y mareas, donde sus habitantes han aprendido a sobrevivir en forma autosuficiente. Fuertemente vinculados con su lugar, a pesar de las condiciones precarias en las que se encuentran, estos seres disfrutan de una libertad que los mantiene independientes del consumo de las ciudades y las fábricas que miran desde lejos y con recelo. La vuelta de tuerca de la película consiste en que temas muy crudos como la miseria, el abandono y las amenazas despiadadas de la naturaleza son transformados por la narración de la niña Hushpuppy (Quvenzhané Wallis), quien interpreta todos los hechos que le ocurren como una especie de aventura épico-mágica y los transforma en una fábula poética y delicadamente dolorosa. El padre de la niña además está muy enfermo y se encarga de enseñarle a su pequeña hija las elementales formas y medios de supervivencia en el pantano, donde ante todo se impone una regla: ser fuerte y valerse por sí mismo. Como el relato va de la mano de Hushpuppy, constantemente escuchamos la voz en off de la niña y podemos conocer sus pensamientos, ideas y visiones de la realidad que vive y observa. Este elemento es vital para la narración en general del film, porque a través de la perspectiva de la niña experimentamos la división de la historia, entre lo que ocurre realmente y lo que se desarrolla paralelamente en su imaginación. Realismomágico Filmado con una inquieta cámara en mano, con abundancia de primeros planos, el film se apoya en un montaje inteligente de tomas breves con las que registra a un elenco de actores no profesionales, la mayoría originarios de Louisiana. Zeitlin sabe articular el naturalismo con el realismo mágico, propios de ese espacio primigenio que crea, sin caer en el regodeo ni estetización de la pobreza. En contraste con la fuerza de la imagen, resulta reiterativa la banda sonora que es efectista por su uso exagerado. En cambio es excelente la utilización de las locaciones naturales que transmiten el encanto del espíritu sureño. Hay algo de pintoresquismo en ese universo místico y extraño de la niña que amalgama realismo sucio y mágico. Como toda gesta heroica, la de Hushpuppy es también una tarea de autoconocimiento, de entrada a la madurez, mientras busca encontrar alguna explicación en el orden universal. Las películas que mezclan poesía y realismo descarnado difícilmente funcionan, pero Zeitlin, en su prometedor debut en la dirección, lo alcanza con asombrosos resultados que captan el espíritu sureño, lo carga de poesía visual y simbolismo al tiempo que no aborda la denuncia social en forma convencional. La constante brecha entre la urbanización y su antítesis -que marca todo el recorrido de la película- eclosiona cuando la muralla física entre los ambientes opuestos se derrumba y la comunidad se ve arrastrada hacia ese otro mundo que no comprenden ni los comprende. Allí, la historia se torna circular, porque Hushpuppy buscará un viaje de ida y vuelta en pos de la recuperación de todas las piezas de ese mundo roto en pedazos pequeños pero evidentemente necesarios y que el film se empeña siempre en rescatar.
Una aguja en el pajar de la historia En julio de 1989, tuvo lugar en Corea del Norte uno de los últimos festivales que la vieja Unión Soviética celebraba cada tanto para las juventudes de todo el mundo. El fotógrafo y cineasta argentino José Luis García registró casualmente imágenes y discursos de aquellos días previos a la caída del Muro de Berlín y lo hace desde un enfoque subjetivo que trasciende fórmulas previsibles. En un arqueológico trabajo de montaje, rescata tomas en súper VHS (tecnología de aquel momento, hoy obsoleta), donde se detiene en esos entusiastas grupos juveniles llegados de todas partes del mundo, bajo banderas y cánticos solemnes. Se demora en las declaraciones ingenuamente candorosas de muchachitos dispuestos a cambiar el orden mundial con manifiestos y consignas, pero también subraya la lúcida intervención de un grupo musical que interpreta canciones de rock, contrastantes en su actualidad, con los envejecidos acordes de la Internacional, al tiempo que parecen ser la única voz alerta sobre la masacre de estudiantes en la plaza Tiananmen. Entre tanto entusiasmo movilizante, capta su atención una jovencita veinteañera que surge como líder espontáneo de aquel encuentro, sorprendiendo con un emotivo discurso pacifista por la reunificación de las dos Coreas, divididas entre Rusia y EE.UU. desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Conocida como “La flor de la reunificación”, aquella joven (Im Su-kyong, la chica del sur del título), que viajó desafiando controles y peligros para deslumbrar con un avasallante y conmovedor discurso humanista, pasó luego varios años encarcelada en su país. La obsesiva idea de qué fue de aquella mujer pasadas dos décadas y con un mundo diferente, lleva al realizador a viajar -esta vez a la parte surcoreana- para entrevistarla. Sobre el eje de la singularidad De una manera muy poco convencional, la película trabaja la intriga, el conflicto y las emociones, manteniéndonos pendientes de lo que va a pasar. Mientras la primera parte se acerca más al registro político de una época y un lugar, la segunda se torna personal e intimista. La película se impone rescatar la singularidad de una vida ante el huracán de la historia, donde tanto el ojo como la voz, se permiten reflexionar sobre el propio proceso de un cineasta que ve en un personaje la condensación de lo que quiere rescatar en la vorágine del tiempo. El relato tiene el mérito de combinar con armonía los diferentes materiales, los distintos tiempos y las múltiples aristas de la historia. Lo curioso es que el objetivo de la entrevista formal se va posponiendo mientras tiene la oportunidad de conocerla mejor en la vida cotidiana. Se trata de una búsqueda paradójica, que se revela tan insensata como inevitable y que se vuelve más confusa cuando más se acerca a su objeto de admiración. La película empieza con un viaje y termina con otro. Y no es sólo un viaje terrenal, sino también interno. Un recorrido que comienza desde la textura del VHS, a otra coyuntura política e histórica, un traslado a 1989, cuando Alemania continuaba dividida, Cuba era próspera, Fidel más joven y la URSS se dibujaba gigantesca y compacta en el mapa mundial. En ese contexto, García irrumpe como un paracaidista para grabar -sin saberlo- postales de un mundo a punto de cambiar. Estas imágenes se contrastan desde el presente, haciendo de “La chica del sur” una insólita plataforma para reflexionar sobre el fin de una época y el comienzo de otra con menos idealismos, más tecnología, menos humanización y más consumo de uno y otro lado.
Mucho más que un film de espionaje film de espionaje Profesional, implacable, rigurosa... son algunos adjetivos que definen la obra de la directora Kathrine Bigelow, quien se ha ganado un lugar destacado en un mundo de hombres, igual que la protagonista de su última película, una agente de la CIA que interpreta Jessica Chastain (Maya) quien durante una década vive exclusivamente para un único objetivo obsesivo: encontrar a Osama Bin Laden entre una red de informaciones falsas y datos cruzados. El cine de Bigelow tiene el mérito del sello propio, alejado de clichés y convenciones, particularmente a partir de sus dos últimas películas que renuevan al cine de espionaje y terrorismo con una narración que participa valientemente del periodismo de investigación, donde los guiones de Mark Boal parten de testimonios directos de hechos reales que Bigelow sabe poner en escena con solidez admirable entre el ruido, la furia y los interrogantes de la razón. En “Zero Dark Thirty” el relato comienza con la pantalla en negro y la invocación sonora del atentado a las torres gemelas. Desde ese emblemático arranque en 2001, abarca una década que finaliza en el momento que da título al film, enfrentado al desafìo de su propia estructura que va a desembocar en un desenlace conocido de antemano y que debe resolverse cinematográficamente, lo que se alcanza fundamentalmente desde un montaje paralelo trabajado con maestría. El film combina conversaciones en despachos de Washington con escenas de acción, y alcanza un clímax muy alto en su última media hora, con un gran manejo del tempo y el suspense. Definidos por sus acciones Poblada de personajes duros, fríos, resbaladizos, esta película no es una frazada cómoda para nadie. Bigelow construye sus criaturas exclusivamente a través de la acción. No hay ninguna prehistoria para esta agente de la CIA, nada que explique la interioridad de los personajes, que no hablan demasiado sino que se definen por sus acciones, como la protagonista, sin vida propia más allá de la adrenalina de un objetivo obsesivo. Hay más de una semejanza con el desactivador de bombas de “Vivir al Límite” (“The Hurt Locker”, 2008) y el proceso de deshumanización que desgasta los días de Maya, esta profesional del espionaje interpretada por Chastain, quien sabe darle pequeños matices casi imperceptibles a su personaje, para exteriorizar una dureza encubierta de fragilidad, particularmente en su mirada siempre atenta y siempre curiosa pero de una frialdad seca y cortante. Hija de la democracia Paradójicamente, el gran aporte de la película es completar muchos baches informativos silenciados por el mismo país del que proviene. Siempre en una tensa calma, al borde del estallido, el film recorre el inquietante arco histórico que va desde el 11-S hasta la muerte de Bin Laden y, casi una década después, nos muestra la lucha de EE.UU. en esa guerra contra el terror, donde cada logro no se obtiene sin ensuciarse las manos. “La noche...” narra con la precisión de un cirujano y alcanza el clímax en la secuencia del asalto a la casa de Bin Laden, llena de acción y un verismo casi documental, sobre todo en su última media hora. Con un estilo punzante que no elude la crueldad sino que la muestra -con frialdad ascética- en las prisiones no identificadas, en las vejaciones y coacciones a los detenidos, de forma suficiente pero también distante de conclusiones morales que deja a cargo del espectador, salvo las miradas y el llanto de mujeres y niños inocentes registrados con notoria intensidad. Entrar al cine de esta realizadora implica participar de una descarnada pero necesaria conciencia, tanto como del escepticismo y convulsión en que se encuentra sumergido el mundo actual, al que expone iluminando los rincones más oscuros de la política internacional estadounidense, al punto de ser la película alrededor del 11-S más importante de la actual ficción americana.
Maratón de una noche Hablar de códigos y lealtades en un ambiente donde la traición sucede como moneda corriente es el desafío de esta comedia atípica que reúne a tres secuaces retirados -o casi- que vuelven a las andadas para rememorar viejos tiempos en burdeles, persecuciones automovilísticas y enredos a tiros. Los viejos compañeros de andanzas son nada menos que: Doc (Christopher Walken); Val (Al Pacino), recién salido de la cárcel luego de una larga condena, y Hirsch (Alan Arkin), confinado en un geriátrico, de donde lo rescatarán sus antiguos colegas. La singularidad de “Tres tipos duros” reside en que el acento no está puesto en el humor -aunque sea una comedia- sino en la tensión de un problema crucial: una muerte por encargo. Porque lo que es moneda corriente en la dura vida de cualquier gángster, se transforma cuando implica la cabeza del mejor amigo. Entonces, el dilema ético y con plazo fijo atormentará a uno de ellos durante una jornada completa que incluirá fundamentalmente el desenfreno de una última noche en compañía. El film comienza en el austero departamento de Doc/Walken, con un oscuro pasado que le ha permitido llenar una valija de dólares arrumbados en un rincón de su pequeña vivienda y cuya principal actividad del presente es la pintura de paisajes. Precisamente, la película se inicia y concluye en un amanecer o crepúsculo (según como se lo mire) sobre un puente neoyorquino. Gangsters sentimentales Es difícil en el cine de hoy en día encontrar personajes queribles, porque las expectativas se corren del desarrollo dramático hacia el acento en la acción, cada vez más reforzada con efectos visuales. Pero éste no es el caso de “Tres tipos duros” que se focaliza en los protagonistas y sus decisiones trascendentales. Este trío no exento de humor, aún marcado por el presente desencantado y acorralado por la decadencia física, remite lejanamente a “El Dorado”, penúltimo film de Howard Hawks en 1967, con los veteranos Mitchum y Wayne como expertos tiradores en bandos opuestos pero unidos por una gran amistad en el pasado. La fotografía tiene abundantes secuencias rodadas en interiores y en escenarios nocturnos que subrayan el tono oscuro y nostálgico -pero también cómico- del relato, como la secuencia más alta filmada en el cementerio donde la dupla de amigos crea un momento de ojos humedecidos y palabras memorables. La música tiene su momento especial, porque ni el alcohol, las pastillas o los achaques impiden desembocar en una escena romántica y sentimental como la que recuerda a “Perfume de mujer” en la pieza bailada por Al Pacino y una bella desconocida en una discoteca. Nominada a los Globos de Oro 2012 también por su mejor canción original, la peli ofrece más de un soul y blues afines como un traje a medida. Aspirando al cielo Un aire zumbonamente redentor sobrevuela entre estos bandidos que citan a la Biblia y van al confesionario. En la heterogeneidad de esta comedia, siempre circula una fuerte tensión dramática por debajo de las risas, con un tono distendido, divertido y sarcástico, por momentos patético. Más allá de los chistes algo burdos y escatológicos, el tema central es una emocionante historia de lucha interna y ética. A pesar de sus transgresiones, el film cumple con constantes esenciales del género: exaltación de la amistad, lucha por la dignidad, defensa de los débiles (la reivindicación de la prostituta agredida), la relación con la joven nieta de Doc/Walker que recuerda la de la adolescente y Mastroianni en “La Dolce Vita”, en tanto contraste de mundos opuestos que a pesar de todo pueden en algún punto conectarse y entenderse.
Una daga de doble filo Roberto Bermúdez (Ricardo Darín) es un prestigioso abogado penalista que en la cima de sus conocimientos ha decidido dedicarse a la docencia universitaria y a la escritura de libros que desmenuzan el funcionamiento de la Justicia. En plena adultez asume que su mayor motivación ya no es el dinero sino el prestigio, y sostiene sus opiniones experimentadas ante las nuevas generaciones de jóvenes profesionales con obstinado apasionamiento. Se presenta ante sus alumnos con brillantes opiniones, contundentes razonamientos y una mezcla de cinismo e ironía que se sustenta en una personalidad soberbia que se cree de vuelta de todo lo concerniente a su oficio. Esta personalidad -que no admite las contradicciones- choca con las audaces intervenciones de un joven alumno (Gonzalo/Amman) que viene de otro país como aprendiz a su seminario de criminología. Inesperadamente, el joven acerca argumentos consistentes para balancear opiniones del profesor, iniciándose entre ambos una suerte de ajedrez intelectual, sostenido en memorables frases sobre la distancia entre lo que es ético y lo que es legal, o hasta qué punto la presencia del azar es determinante para la Justicia, algo que Bermúdez niega de plano, insistiendo en que hay que controlar y prevenir hasta los imprevistos. Cuando ocurre un misterioso asesinato en los alrededores de la facultad, Bermúdez pasa de la antipatía inicial hacia su impertinente alumno, a la sospecha de que éste puede ser el asesino. Pero la narración va dejando claves que podrán interpretarse a favor de uno u otro duelista. Goldfrid se las ingenia para mantener una intriga latente: el profesor puede equivocarse y el discípulo oscila entre ser un villano o una víctima según cómo se lo mire. Cada indicio tiene un significado que puede abonar una doble tesis: una mariposa, una daga, una vieja fotografía, una frase dicha al pasar sobre la infancia traen datos del pasado y nuevas explicaciones. Juego de espejos Como todo duelo esencial, abundan las simetrías entre los contrincantes, al punto que el bueno demuestra no ser tan distinto del malo, y aquéllas terminarán de manifestarse cuando ambos se relacionen con la hermana de la chica asesinada (la bonita Calu Rivero), que a su vez se mimetiza con la víctima, ocupa su lugar de trabajo y se corta el cabello para parecerse. Este juego de semejanzas se corresponde con muchas secuencias formales que se inician precisamente desde la imagen reflejada en un espejo. Si bien el relato se mueve con las reglas de un policial con glamoroso estilo británico, en el que cada movimiento de piezas requiere toda la atención pero tiene una causa clara, aquí se filtra progresivamente un carácter más oscuro y cercano al policial negro, con una perspectiva menos racional y más atormentada. Ese proceso erosivo en el interior del protagonista se refleja en su entorno, especialmente en la biblioteca personal que cambia de un orden abrumador a un caos inmanejable. Engranaje abierto La película funciona como un sistema aparentemente cerrado y preciso de indicios y trampas, elementos de la narración cinematográfica clásica que no son habituales en el cine nacional. El relato sigue las reglas del género y luego rompe algunas de ellas, particularmente en el final. Es impecable desde lo técnico con sus atmósferas veladas y refractarias, cuando se trata de tomas subjetivas para introducirnos en los sentidos del protagonista. Es importante considerar que el narrador puede no ser del todo confiable y que su observación de los hechos puede estar distorsionada. En su abrupto desenlace la película busca la ambigüedad, a pesar de los cerrados significados de casi todo lo que se vio antes, otorgando al espectador un espacio para la duda y para que tome sus propias decisiones. La película de Goldfrid puede ser pensada también en clave alegórica, que termina convirtiéndose en un relato sobre la percepción y el modo en el que vemos lo que queremos ver, con resonancias expresionistas que remiten a la angustia, la incerteza y la falibilidad humanas.