Los pasos perdidos “Todos tenemos un plan” es la historia de un hombre (Agustín) que ni joven ni viejo decide abandonar las comodidades de la ciudad, su profesión y su mujer, para emprender la búsqueda de una vida nueva o mejor dicho interrumpida en el momento en que se apartó de su hermano mellizo (Pedro) y del lugar donde transcurrió su infancia, en la zona más agreste en las islas del Delta. Este cambio radical coincide con una insondable crisis personal y la posibilidad de trocar su identidad por la de su gemelo. Aparentemente tan opuestos como Caín y Abel, el periplo de Agustín es un proceso que va de la civilización a la barbarie, en sentido contrario a lo convencional, y a medida que va conectándose con su costado bestial y los peligrosos vínculos que hereda, la película se va poniendo más violenta, con una naturaleza que pone a prueba para sobrevivir y descubrirse. Es una película muy plástica y muy pictórica, en cuanto a las texturas y el color, rodada en pleno invierno, cuando hay menos cantidad de verde en los árboles isleros y se ve todo más ralo y abrupto. La hostilidad y frialdad contagia a la luz que acompaña y construye climas y tonos, registrados con una fotografía virtuosa. Ritmos y personajes En la construcción narrativa de la película hay una búsqueda que si bien tiene su punto de partida en el cine de género, se permite desvíos. El tiempo también retrocede a medida que se interna en lo agreste, alejándose de la civilización. El protagonista empieza fingiendo pero se va transformando a medida que aflora una certeza más profunda que madura en su interior. La directora Ana Piterbarg escoge un ritmo paciente para desarrollar una historia que, como “El aura”, tiene momentos de thriller y acciones violentas, ideales para la fisicidad de Mortensen, a quien le cuestan más las escenas intimistas. Superada la mitad del film, el thriller toma ritmos propios del drama y se torna más lento, para enfocar procesos interiores, dejando la narración en un segundo plano. Pero nunca abandona la tensión, en una trama atrapante que siempre sorprende porque no es previsible, aunque tal vez demasiado abierta. Como la Misiones que describe Horacio Quiroga, el Delta del Tigre es una región marginal y rica en tipos pintorescos que, a semejanza de las bolas de billar, emprenden los rumbos más inesperados. El azar, la tragedia, la pasión y cierto darwinismo social en la metáfora de las colmenas y su lucha biológica que se remarca al inicio de la película así como el cierre con las imágenes aguas arriba o la lectura de “Los desterrados” reiteran el noble sustrato literario que alimenta el espíritu del film. Los personajes se muestran herméticos y manchados pero tienen la oportunidad de demostrar coraje y fortaleza. Cada uno tiene una pequeña búsqueda redentora. Hasta Adrián, el más villano , (excelente interpretación de Fanego) apela a un misticismo de citas apocalípticas y moralistas para justificar su violencia. La ambigua Rosa (seductora Sofía Gala como una joven islera) tiene su costado inocente, igual que el sobrino del temible Adrián, interpretado por Javier Godino, quien en una sola escena de enorme intensidad justifica su presencia. El film se apoya en las expresiones y gestos, se detiene en reveladores momentos entre palabras, en silencios y pausas, en lo que no se verbaliza. En este sentido la gran Soledad Villamil cumple en un rol breve pero contundente. Lo mejor de “Todos tenemos un plan” es su realización impecable. Está filmada como pocas películas argentinas, con un gran trabajo de cámara en cada escena. A quienes apreciaron los climas de “El aura” de Bielinsky, también les resultará disfrutable esta obra tan singular como intencionalmente hosca.
Una suma que divide En la última década, la comedia nacional viene ofreciendo productos cinematográficos de factura industrial, bien recibidos tanto por la crítica como por el público. Películas como las de Juan Taratuto, Hernán Goldfrid y Ariel Winograd han abierto un camino donde también puede ubicarse al cineasta Diego Kaplan, quien luego de “Igualita a mí” (2010), presenta esta comedia para adultos. “Dos más dos” se introduce en el controvertido tema del intercambio de parejas, que ya fuera abordado por el cine en otro contexto histórico (la conocida película “Bob, Carol, Ted and Alice” de Paul Mazursky), realizada a fines de los sesenta, en un marco de época que ahora parece envejecido en su auténtica rebeldía frente a esta propuesta mucho más superficial y planteada a medida de los tiempos que corren. La historia de “Dos más dos” transcurre en barrios cerrados, casas y coches sofisticados, donde los habitantes tienen materialmente todo lo necesario para sentirse felices pero no lo son. En busca de aventar la rutina y el aburrimiento, la pareja interpretada por Julieta Díaz y Adrián Suar incursionará gradualmente en la onda swinger (el libre intercambio de parejas con mutuo consentimiento) que le proponen sus amigos más cercanos (Carla Petersen y Juan Minujin). Esta transgresión traerá aparejados descubrimientos, euforias pasajeras y conflictos de toda índole, canalizados en una serie de gags que explotan la comicidad que caracteriza a la primera parte, hecha de reticencias y reparos pero también de curiosidad y complicidades, con diálogos y situaciones bien plasmadas y con una cuota infrecuente de audacia. Actoralmente, nadie desentona ni cae en tics televisivos. Salvo Suar que reitera su personaje inseguro pero canchero de otras películas, Carla Peterson, Julieta Díaz y Juan Minujín componen personajes con muchos matices. Incluso los secundarios, el desconocido jovencito Tomás Wicz y las breves intervenciones de Alfredo Casero, como un gurú de la sexualidad abierta, que logra con sus breves intervenciones arrancar las mayores carcajadas que se sostienen sobre el ridículo del auténtico swinger que interpreta. Ni muy muy, ni tan tan Es verdad que llegado a cierto punto, la película se cuida muy bien de no pasar los límites de lo tolerable (lo esperable de ser deglutido por el público masivo al que se apunta). Aun con esos límites autoimpuestos, la comedia es técnicamente impecable y entretenida, incluso provocativa para las pautas del cine industrial argentino. La audacia no se refleja en los planos que se limitan a retratar a los actores ubicados estratégicamente desnudos de forma tal que nunca se vea más de lo permitido. Se habla de sexo más de lo que se muestra, hay naturalidad y fluidez con el uso de terminología coloquial y sincera pero el tratamiento visual es más bien televisivo. Y no sólo se trata de la puesta en escena sino, sobre todo, de los giros en el guión, con personajes que literalmente se dan vuelta y se dividen. Porque la segunda parte cambia de tono y guarda sorpresas hasta inclinarse por una resolución conservadora y tranquilizadora, donde hasta el humor se tiñe de amargura. No es una comedia que provoque muchas risas; de hecho hacia el final, casi se acerca más a la comedia dramática. La trama fluye y crece con coherencia para demostrar que el llamado sexo libre es en realidad un sexo programado, con reglas tan rígidas como las convencionales, donde el que se enamora pierde. Aun así, el tema de la experimentación sexual logra ponerse sobre la mesa desde un lugar inteligente, que más allá de hacer reír también hace pensar sobre la pareja, el aburrimiento, los celos y la delgada línea que separa a un conservador de un transgresor y viceversa.
¡Adiós cielo! Apartado de la placidez bucólica que un cine costumbrista podría llegar a ofrecer, las imágenes de “El campo” nos internan en un progresivo conflicto emocional, a partir de una mudanza con la que una joven pareja apuesta a un cambio de vida. Precisamente el film se inicia con el traslado de los protagonistas: Santiago (Leonardo Sbaraglia), Elisa (Dolores Fonzi) y su pequeña hija (Matilda Manzano), viajando en su auto hacia afuera de la ciudad, mientras la banda sonora alterna una música exquisitamente intimista con el ruido de la ruta. Los personajes se dirigen hacia una casa comprada por Internet, situada en la zona rural. El hombre exterioriza mucho entusiasmo y ganas de construir una nueva vida más en contacto con la naturaleza. La mujer, en cambio, se muestra desconfiada y su mirada huraña y retraimiento hostil indican que no está cómoda. La llegada en plena noche tormentosa a una casona mucho menos confortable que la entrevista en los folletos comerciales, ya anticipan que la experiencia va a estar lejos de las idealizaciones posibles de imaginar en torno a la vida campestre. Elisa se angustia, no sólo por la casa vieja, húmeda, inhóspita... sino por la soledad profunda, donde los ruidos, los animales y hasta una vecina entrometida toman para ella dimensiones amenazantes, replicadas por la imagen y el sonido ambiente. En un contexto donde no hay señal de celular, los silencios se agigantan y también las carencias y lados oscuros que habitualmente quedan tapados por el ajetreo estresante de las megalópolis. El centro poblado más próximo ofrece muy poco para las costumbres citadinas pero la pareja buscará salir e integrarse en una fiesta popular, también apelan al sexo más que a las palabras para sentirse menos solos aunque el problema no pasa tanto por el desacuerdo sobre vivir o no una vida retirada y rústica, sino que ese ámbito los hace mirarse el uno al otro y descubrir las diferencias que los separan. Exploración perturbadora En el film existe una inquietante indagación respecto de la frustración burguesa del sujeto de ciudad que al salir de su burbuja artificial no puede interactuar con lo salvaje. “El campo” no podría entenderse fuera del marco de lo psicológico y lo sociocultural, con una fuerte mirada de género que cuestiona, desde la protagonista, esa deliberada iniciativa masculina cuando se da por sentado que no queda otro camino que seguirla. Al respecto, hay dos escenas clave: una cuando él planifica tener un nuevo hijo y ella afirma que antes debe retomar su carrera interrumpida por el embarazo anterior. Y la otra, cuando Santiago se va de cacería y trae una liebre que finalmente él termina destripando afuera y descubriendo que está preñada. Tanto en la pareja urbanizada de Elisa y Santiago como en la de sus vecinos maduros, los caseros que viven en las cercanías pero que sí están acostumbrados a la rudeza de la vida en el campo, hay algo en común: la incomunicación. Elisa rechaza inicialmente a esa mujer para luego cambiar su visión al encontrar puntos de encuentro y hasta llega a confiarle su angustia. Pero queda claro que no quiere identificarse con ella, por lo que cuando este personaje desaparece, ella toma una decisión sin retorno y ahora es su marido quien la sigue, mientras se despiden con la pequeña niña de ese cielo y ese paisaje no hecho para ellos. Estéticamente, la película es irreprochable, con un gran trabajo del virtuoso director de fotografía Guillermo Nieto. Además de las destacables actuaciones de Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi. Sin embargo, la historia planteada tiene algunos problemas para una mejor recepción: en primer lugar, el tratamiento rítmico, con sus atmósferas densas que conspiran para la pura fluidez cinematográfica. La historia descarta factores que podrían haber reforzado su dramaticidad, dice muy poco de los personajes. Cuando empieza a ocurrir algo significativo, el relato se clausura abruptamente. Se escatiman demasiados datos, falta información. De esta forma, paradójicamente, la intensidad buscada en el despojamiento conspira contra la profundidad y los conflictos quedan en la superficie, en la incomodidad y en una excesiva frialdad o sequedad que se transmite al espectador.
Las joyas de la discordia Esta coproducción argentino-española cuenta con dirección catalana y protagonismo argentino compartido, con los conocidos actores Francella y Cabré al frente. El guión tiene numerosas vueltas de tuerca, en un marco histórico que transcurre por canales clásicos de género: pasa por tramos de comedia, melodrama y finalmente se instala en lo más oscuro de la tradición policial. La trama reconstruye muy libremente algunos hechos acerca del misterioso robo de las joyas de Eva Duarte de Perón a mediados de la década del ‘50, cuando ante dificultades económicas del ex presidente exiliado en Panamá, la leyenda dice que éstas fueron secretamente empeñadas por un secretario personal, en la película, un tal Landa, interpretado por Daniel Fanego en una de las caracterizaciones más acertadas. Así, ese invalorable tesoro va a parar a una joyería de la Gran Vía madrileña con la promesa de retorno a su origen. Pero el azar juega en contra y la esposa del generalísimo, aficionada a las joyas, se interesa en adquirirlas. Ante esta situación, el responsable de restituirlas trama la simulación de un robo (“atraco” en español), para lo cual recurrirá a un ex guardaespaldas incondicionalmente peronista y a un joven inexperto que aparece circunstancialmente a buscar trabajo como actor en un cabaret centroamericano, donde el entorno del General pasa la mayor parte de sus días en el exilio. A partir de aquí, todo ocurre en torno de esta dupla despareja de argentinos que deben simular lo que no son. La película, antes de ponerse tensa y dramática, capitaliza con humor las diferencias del experimentado (Francella) y el aprendiz torpe e ingenuo (Nicolás Cabré). Además, incluye una agradable historia de amor que permite el lucimiento de la actriz española Amaia Salamanca como una bella enfermera lejos de la tradicional malignidad de femme fatal. A la sombra de la historia Con datos históricos reales y otros ficcionalizados, se teje una buena trama que va rotando desde el costumbrismo a la comedia de enredos, hasta encontrar un desenlace a la altura de estos conmovedores personajes menores, a la sombra de otros poderosos, pero que a puro sentimiento se meten por fidelidad en medio de circunstancias que los sobrepasan. Se destacan las precisas actuaciones tanto en los roles principales como secundarios: un Francella más contenido que trabaja los gestos mínimos; Daniel Fanego, exacto en la piel de un dirigente cínico duro pero con un resquicio de escondida humanidad y en distinto nivel; Nicolás Cabré, con un personaje simpático pero lleno de tics televisivos aunque hacia el final parece encontrar un perfil más profundo a su personaje. Del lado español, se destacan los dos detectives y sus diálogos. Condimentos excesivos Le sobran méritos a “Atraco” para destacarse como una interesante incursión en el policial negro pero se dispersa demasiado en otros estilos que desvían la atención hacia carriles que en vez de sumar, restan, como una mesa bien servida con ingredientes de calidad pero en exceso. Éstos terminan por saturar el paladar y la intensidad se disgrega quedando un buen entretenimiento que no acierta en el tono. Con una reconstrucción de época preciosista a pesar de anacronismos, como los inhaladores de plástico que aparecen durante el ataque de asma de Landa o el habla de los argentinos que no responde a los modismos y entonaciones de época. El director catalán Eduard Cortés es un digno narrador y todos los elementos de la producción lucen cuidados y vistosos. También se da lugar a que todos los talentos artísticos que participan del film tengan su espacio (algo poco habitual y siempre bienvenido). Más allá de sus indefiniciones de tono, algunos clichés y anacronismos, el film siempre mantiene un nivel que no baja de un bueno muy alto.
Historias en la ciudad eterna En contraste con “Medianoche en París”, que se remitía esencialmente a la edad de oro que encerraba el pasado de la ciudad, en “A Roma con amor”, la mirada se sitúa en el presente de historias cotidianas, más prosaicas y banales, que pudieran ser entrevistas por un policía de tránsito o un curioso vecino que -situado en las alturas de algún edificio- espiara desde su ventana a los personajes que se mueven por los lugares emblemáticos de esta ciudad cosmopolita. Fugaces presentadores que Allen usa precisamente para abrir y clausurar las cuatro historias sin conexión entre sí, protagonizadas por un elenco desbordante de estrellas internacionales como Penélope Cruz, Alec Baldwin, Roberto Benigni, Ellen Page, Jesse Eisenberg y hasta el mismo Woody que encuentra un papel a su medida. Desde los acordes iniciales con la voz de Domenico Modugno y las imágenes de la Fontana di Trevi se indica que la mesa está servida para que un público amplio pueda disfrutar de una comicidad ingenua con gestos histriónicos y enredos múltiples que no excluyen a los habituales chistes neoyorquinos con observaciones filosóficas y acotaciones sobre el arte, la fama o los amores malogrados. Con mayor liviandad y espíritu lúdico, los temas y las obsesiones de un Allen más descomprimido siguen en su eje conocido: la infidelidad, la fragilidad del amor, el temor a la vejez y a la muerte. Pero entre chistes intelectuales junto a escenas de farsa se construye una comedia coral con un espíritu más latino que sajón. Los protagonistas de un par de episodios son estadounidenses de paso por la ciudad y en los otros dos son italianos (capitalinos en el caso de Benigni y provincianos ingenuos como los recién casados que arriban a Roma para buscar trabajo). Hay parejas jóvenes y parejas maduras que proponen un mix de contrastes culturales y generacionales que disparan el humor tanto en los gags de los turistas americanos como en los enredos de los italianos. Todo está impregnado del espíritu de la commedia all’ italiana, con exageraciones farsescas acentuadas en los episodios protagonizados por actores italianos junto a una desbordante Penélope Cruz en el rol de simpática prostituta con una contundente fisicidad que recuerda las curvas de Sofía Loren o Gina Lollobrigida en la plenitud de su carrera. amabilidad garantizada Siempre dentro de las inquietudes, el ritmo y la calidad de los diálogos habituales de los filmes de Woody Allen, las historias que conforman “A Roma con amor” tienen diferencias estilísticas entre sí, como la inclusión de lo extraordinario a través del personaje interpretado por el veterano Alec Baldwin que funciona como contrapunto fantasmal de la conciencia amorosa del joven Jesse Eisenberg (el enfant terrible de “La red social”), aquí enamorado de la manipuladora actriz interpretada por Ellen Page. Esta diversidad narrativa se reitera con la situación totalmente inexplicable del hombre que se vuelve famoso de la noche a la mañana o el absurdo estético de la historia sobre el cantante lírico. Sin embargo, en el relato de la inexperta pareja de Antonio y su esposa Milly (Alessandro Tiberi y Alessandra Mastronardi), todo funciona en base a un realismo con toques de farsa que provoca las mayores risas. Tal vez allí se den las situaciones más cercanas a los cuentos de Boccaccio, porque hay que recordar que Allen admitió haber buscado inspiración en los relatos de “El Decameron”, donde zumban la picardía, la sexualidad, el vitalismo, las mentirillas graciosas y las moralejas de los que se percibe una afortunada influencia. Los relatos nunca resultan aburridos con sus variados momentos de humor optimista y cinematografía consistente. Aunque sus resultados no satisfacen por completo, tampoco caen en el ridículo ni decepcionan, ya que -ante todo- hay un estilo intacto que se traduce en una película agradable. En la coyuntura entre el viejo y el nuevo cine, Allen se sostiene como uno de los últimos de la vieja escuela, alternativa a la industria que sólo produce tanques con efectos especiales o comedias que no le llegan ni al principio de los talones.
El fútbol y su salsa agridulce Muchas fórmulas de comedias tienen como eje una dupla de pícaros en apuros y éste es el caso de “Fuera de juego”, una película con producción hispano-argentina que tiene como protagonistas a los carismáticos actores Diego Peretti y Fernando Tejero. Un representante de cada país para una historia que empieza en Buenos Aires y continúa en España. Estos movimientos geográficos del argumento están plenamente justificados en que la trama muestra como telón de fondo al suculento mundo del fútbol como pasión y también como negocio. Un manager de futbolistas aficionados, llamado Javi (Fernando Tejero) sueña en su país con descubrir algún crack que le permita el salto hacia las fabulosas ganancias que circulan alrededor del fútbol de primera. Mientras, completa sus ingresos con eventos deportivos infantiles desde una modesta empresa familiar, atendida a medias en común con su poca agraciada prima. Paralelamente, en Argentina, un médico ginecólogo que detesta al fútbol (Diego Peretti), deviene en improvisado representante de una promesa del deporte, encarnada por Chino Darín (el hijo de Ricardo, quien también hace un pequeño papel). Las peripecias cómicas parten de que este médico argentino que no conoce el paño futbolero deberá aliarse con el pequeño empresario español para poder abrirse paso en una actividad que mueve tanto dinero como adrenalina en una pirámide faunística despiadada que va desde estos pícaros pececillos iniciales hasta los más feroces tiburones en la cima. Fábula con moraleja Aunque hay esporádicas apariciones de futbolistas profesionales como Martín Palermo o Iker Casillas, queda claro que “Fuera de juego” no es una película de fútbol sino sobre su periferia, repleta de buscavidas y peces gordos. Una película que habla de una pasión que se distorsiona cuando se transforma en una obsesión que lleva a descuidar a la familia y a confundir amor con interés. Su argumento funciona como contraste tragicómico con todo lo que brilla en el universo exitoso del deporte favorito atiborrado de vivillos intermediarios sin reparos éticos elementales con tal de quedarse con la parte del león. Además de Tejedo y Peretti intervienen eficazmente Carolina Peleritti, Laura Pamplona y Carmen Ruiz, completando el perfil familiar del español. También muy especialmente: los actores secundarios Hugo Silva y José Sancho, como grandes tiburones experimentados (uno con toque mafioso y el otro fashion), que son de los pequeños aciertos de color en una comedia con algunos gags acertados y una vuelta de tuerca sorpresiva al final, que podría haber dado para más pero se queda en un producto medianamente divertido que muestra el lado amargo que caracteriza a la salsa del fútbol y abre una puerta para reflexionar sobre lo que separa los negocios de las pasiones y que intenta dejar claro -como repite Peleretti a su marido que nunca tiene tiempo de escucharla- que: “Oportunidades hay muchas, pero la vida es una sola”.
Un mapa de corazones rotos Con una dosis de audacia y sinceridad, esta ópera prima de Federico Finkielstain viene a actualizar el panorama de la comedia romántica nacional, situándose más bien en el lado oscuro del corazón. Amores clandestinos y parejas rutinarias, causa y consecuencia de un generalizado malestar afectivo por los que atraviesa una generación que hasta ahora ha sido más reflejada por la televisión que por el cine, la película enciende sus cámaras en el momento en el que comienzan a resquebrajarse las apariencias, para observar conflictos amorosos en parejas reconocibles de estos tiempos, donde el sexo resulta ser la manifestación más evidente del desajuste. Construida como una película coral en que las historias se entrecruzan, existen en el guion dos situaciones afectivas triangulares que se abrirán y decantarán en busca de alguna salida. Sus protagonistas tienen un denominador común: ninguno está conforme con quien tiene al lado. La rutina y la falta de pasión muestran -a veces con humor- sus aristas dramáticas interesantes y reconocibles en este retrato generacional que describe un estado de insatisfacción generalizado pero también un intento de superar temores y apostar por el cambio. Impronta televisiva Bajo la pretensión de bucear en la intimidad amorosa y con un buen desarrollo de los conflictos entre los personajes, el debut cinematográfico de Federico Finkielstain acierta en el ritmo con que se desarrollan las diferentes situaciones, aunque en gran parte queda atrapado en una impronta televisiva que afecta búsquedas estéticas. Una falla de la película no tiene que ver con su idea conceptual ni con el aporte del elenco (que es muy sólido) sino con las limitaciones de la puesta en escena. Si lo interesante de “No te enamores...” es la crudeza con que se presentan los conflictos sexuales, paradójicamente éstos no se filman bien: un montaje desprolijo y una luz imprecisa y planos anodinos deslucen esos momentos a contrapelo de la actitud franca y directa con que el director quiere exponer la intimidad de sus criaturas. También la película establece un marcado recorte sobre la realidad -si bien asoman algunas referencias a otras cuestiones- el sexo parece ser el único origen y síntoma de los conflictos y lo social se reduce al deambular por una Buenos Aires de postal situada en Palermo Soho, un micromundo cool a salvo de las otras violencias. Grandes secretos, pequeñas historias “No te enamores...” es una película despareja, cuyos momentos de genuina emoción alcanzan a tapar sus defectos más evidentes. Dejando de lado sus simplificaciones, el filme funciona eficazmente como retrato generacional. Una película que resulta por momentos fresca y creíble, nada prejuiciosa y que expresa con desparpajo conductas muy actuales y por lo tanto reconocibles e identificables. Los registros cómicos y costumbristas están más logrados que la indagación de los sentimientos. El drama se canaliza, por momentos, a través del humor, aunque situaciones inicialmente cómicas terminan dando lástima. Con momentos de emotivas verdades, esta comedia de color ambivalente tiene uno de sus puntos más fuertes en el buen elenco integrado por exponentes de una nueva generación de actores como Violeta Urtizberea, encargada de las más frecuentes intervenciones humorísticas junto a una imperdible Anita Pauls, en el rol de paciente psicótica. También son meritorios y disfrutables los roles de Pablo Rago, Pfenix y sobre todo Julieta Ortega en un personaje muy intenso.
La villa desde adentro El último film de Pablo Trapero es una conmocionante pintura social construida con los mejores recursos cinematográficos que se apoyan en la solidez de la imagen como punto de partida. “Elefante Blanco” aborda con calidad y sobre todo sin manipulaciones, la más salvaje de nuestras realidades sociales pero entendiendo al cine como espectáculo atrapante y movilizador. La película toma su nombre del edificio a medio construir, símbolo viviente de las idas y vueltas de la historia argentina, proyectado en 1937 por el diputado socialista Alfredo Palacios, ideado para ser el hospital más grande de América latina. La obra -ubicada en el límite de Ciudad Oculta- nunca llegó a terminarse y actualmente persiste como un esqueleto emblemático de un oscilante compromiso de los distintos gobiernos hacia los más desposeídos. En esa locación, adaptada por la producción, transcurren partes fundamentales de la película. El guion aborda la compleja realidad de las villas (hace una condensación de todas ellas) y se acerca desde la mirada de quienes se integran a esa realidad para mejorarla, como el caso de los llamados “curas villeros” que trabajan y misionan con sus habitantes, tratando de mantenerse independientes de los devenires políticos. En este sentido, aun siendo ficción, la película pretende dialogar con la realidad, haciendo referencia a la figura del padre Mugica y al edificio inconcluso mencionado, que son íconos reales, históricos. Aunque también se impone la actualización del actual contexto posglobalización, envilecido y mucho más violento que el que conoció Mugica. Tanto los protagonistas principales como los secundarios, conjugan profesionalismo y espontaneidad, aportando expresividad y lenguaje acorde, imprescindibles para construir realismo verosímil y crear un clima de naturalidad. La sentida mirada visceral La película se inclina por un relato más bien clásico, alejado de estéticas videocliperas, en el que se destaca el aprovechamiento de las locaciones mediante un virtuoso trabajo de cámara y fotografía que busca planos largos sin cortes, iluminados de distinta forma (hay varios memorables). La cámara casi siempre está a la altura de los hombros de los protagonistas, haciendo que el espectador observe las cosas igual que ellos. En un laberinto de chapas y callejones se filma con destreza técnica y sensibilidad, tanto una balacera en la noche o una protesta violenta, como una misa o una fiesta popular. En cada escena no sucede una sola cosa, sino varias. Algunas confluyen en la trama central, otras, no, pero todas ayudan a comprender cómo suceden las cosas por dentro. El montaje juega con los contrastes entre los ambientes claustrofóbicos como los pasillos laberínticos de la villa y los enormes espacios abiertos que preceden y cierran el film, que en todo momento acerca lo sagrado y lo profano, las distintas formas de violencia y del amor, con enorme humanidad. La banda sonora replica las paradojas de la coexistencia de una canción de Intoxicados o una cumbia de Damas Gratis, junto al virtuoso barroquismo místico de Michael Nyman, el músico de dimensión internacional que se integra sonoramente a las distintas tramas. “Elefante Blanco” empieza y termina de la misma manera: sin diálogos, cediendo el protagonismo a la imagen y la música, hay gemidos, rezos o llantos en vez de palabras. La mirada visceral es lo fundamental. La soberbia puesta en escena permite que el espectador sea un testigo, un habitante más de ese espacio. Trapero apela a la fuerza de las imágenes. Y, en ese sentido, cada uno de sus planos tiene una potencia, una convicción y una carga emotiva que arrasan con cualquier suma de palabras.
El oscuro sueño de ser otro Habitar la piel de otro es una experiencia común para los artistas y particularmente para los imitadores, aunque en este último caso están más atados a un personaje que a veces puede devorarlos y alejarlos de su propia realidad. Esta situación, llevada al extremo, es la que plantea la historia de Carlos Gutiérrez, quien de día trabaja como obrero en una ruidosa fábrica de electrodomésticos y de noche imita a Elvis Presley en fiestas familiares, bares y bingos del conurbano porteño. Entrado en años y peso, es una versión de la figura decadente del ídolo en su última etapa, pero la voz y la entrega física de cada interpretación son perfectamente conmocionantes. En el plano familiar es un solitario, con la madre en un geriátrico, una ex mujer y una pequeña hija distantes. Salvo por su arte, este Carlos es un hombre ausente que vive fuera del tiempo y de sí mismo. Porque para él, la música no es un paliativo, sino la única forma posible de felicidad y realización. Creerse Elvis es una obsesión que lleva adelante con convicción: solamente escucha o mira conciertos del inmortal monarca roquero, su hija se llama Lisa Marie y a su ex mujer la llama Priscilla. La mesa está puesta para un melodrama, que se decanta progresivamente en tragedia. Un lujo narrativo “El último Elvis” es una película con muchos atractivos donde brilla cada detalle. Se advierte un estilo en la excelente fotografía, la iluminación y sus matices, el diseño de vestuario, el sonido, el clima logrado con decorados, atmósferas visuales y auditivas. Es notable el registro de una ciudad que -como su personaje- parece atemporal. Salvo el protagonismo del celular podría decirse que la película sucede en torno de los años setenta. En la primera parte, la historia se asoma al mundo de los que no son ellos sino por otros. Se introduce en el universo de los imitadores musicales y recorre con solapado humor ese mundo bizarro de imitadores donde rondan como filtradas por un espejo deformante, émulos de estrellas musicales. El director recurre muy poco a los diálogos, prefiriendo la fuerza de las imágenes. Privilegia la intensidad del relato antes que un montaje vertiginoso, buscando planos-secuencia como el de apertura, donde se presenta al personaje. Son antológicas las eximias secuencias musicales y la última media hora que reserva la posibilidad de disfrutar de una asombrosa reconstrucción de Graceland, escenario ideal para el clímax emocional al que arriba la historia. También se destaca con sello propio un registro documental de alienados ambientes fabriles, trajinados hospitales, calles suburbanas o clubes barriales, exteriores o interiores reales puestos al servicio de la ficción. La madurez de la película es sorprendente para tratarse de una ópera prima: contada con maestría, despliega un infrecuente lujo narrativo como soporte de una historia al mismo tiempo sencilla y compleja, simple pero enorme, que transita entre lo excelente y lo patético hasta afirmarse en un terreno más humano que manipulador. “El último Elvis” -como sólo se da en pocos casos- también permite involucrar a distintos tipos de público, frívolo o intelectual; puede verse en Buenos Aires o en cualquier parte del mundo sin perder interés. Nadie queda afuera de este viaje interno y externo de un hombre gris con un don excepcional: este último Elvis, olvidado y postergado que alcanza una dimensión heroica con su costado quijotesco que arremete contra la chatura del mundo.
El abismo tan temido Hay películas en la historia del cine como “Rain Man”, “Forrest Gump” o “Mi nombre es Sam” que se han acercado a las anomalías mentales a través de guiones que priorizaron otros aspectos antes que la enfermedad, para narrar ante todo una historia sazonada de ingredientes ficcionales. No es el caso de esta ópera prima del joven realizador Rodolfo Carnevale, que sin ser un documental médico, se acerca al autismo desde una experiencia directamente personal. Con elementos cinematográficos, se busca reflejar las aristas más difíciles de un tema que se desconoce masivamente, aunque está presente en muchas familias que (como ocurre con el director) tienen algún miembro afectado por esta misteriosa enfermedad, donde no hay dos casos iguales, porque el autismo no tiene cura pero también puede y debe tratarse. “El pozo” quiere indagar frontalmente en la problemática y particularmente en la repercusión sobre las relaciones familiares. El argumento consiste en mostrar la convivencia de una chica autista -que ha pasado largamente los 20 pero vive con sus padres (Eduardo Blanco y Patricia Palmer), como si tuviese cuatro años-, ya que además padece de un acentuado retraso mental. La joven (interpretada soberbiamente por Ana Fontán), también tiene un hermano menor (Túpac Larriera), sin problemas de salud pero con dificultades en la sociabilización y el estudio. La trama es ante todo un testimonio sobre la convivencia con alguien diferente y el caos general en el que se sumergen todos los miembros de una familia. El film muestra la evolución de los vínculos, con sus idas y vueltas; la toma de conciencia de las limitaciones y los riesgos que necesitan de un espacio y una contención especial. El amor fraternal y filial, la mirada de la sociedad, el desamparo, la esperanza y hasta una dosis de humor y fantasía circulan por el relato, valiente, veraz, sin concesiones edulcoradas. Intimista y emocional A pesar de su tema ríspido, la película busca crear climas amables, cálidos e incluso introducir algunas partes oníricas similares a las ensoñaciones de la niña que cortaban el realismo agudo en “El laberinto del fauno”, intentando crear un lenguaje distinto para transmitir lo diferente. No es una película de tiempos lentos, tiene un ritmo narrativo propio de una estructura por ahí más industrial sin llegar a ser una obra comercial. Aunque Rodolfo Carnevale sea un joven egresado de la Universidad del Cine, su obra se acerca a lo clásico desde lo narrativo. La construcción dramática tiene más que ver con el cine intimista y emocional de Alejandro Doria que con el denominado Nuevo Cine Argentino. En el caso de esta ópera prima, logra desde lo actoral uno de los soportes más sólidos, donde se advierte un gran tiempo de preparación para llegar a esos personajes especiales, mucha investigación, horas de visitas a centros especiales para informarse, con energía y pasión. En cierto sentido “El pozo” tiene un tratamiento de película norteamericana, no a lo “Rain Man” (donde el autista tiene rasgos de genialidad) pero sí cercana a la de Nick Cassavettes (“My sister’s keeper”), que habla sobre los derechos de quienes conviven con una persona enferma y se calza todos los zapatos del grupo familiar. Son para resaltar las buenas actuaciones de Patricia Palmer y Eduardo Blanco, como los padres de esa familia que lucha por seguir viviendo de manera normal a pesar de la enfermedad de uno de sus miembros, aunque los mayores aplausos se los lleva Ana Fontán, como la joven autista. Una actuación soberbia, una de las revelaciones del año. Junto a ella, también se destaca Ezequiel Rodríguez, consolidando la intensidad dramatica que da su fuerza al relato. El film cuenta con el respaldo de las principales asociaciones vinculadas al autismo y se convierte en un fenómeno que trasciende al hecho meramente cinematográfico, donde los espectadores podrán encontrar una historia de vida que emociona, sorprende y concientiza sin apelar al golpe bajo. Más allá del incipiente reconocimiento nacional, en su reciente paso por el New York Independent Film and Video, festival de los Estados Unidos, este filme ha sido distinguido en múltiples categorías como: mejor película internacional en lengua extranjera, mejor director de largometraje, mejor actriz internacional (Ana Fontán), mejor actor internacional (Ezequiel Rodríguez), mejor música original (Pablo Borghi), y también ha recibido el siempre aspirado premio del público.