La bestia interior Apenas aparece el primer fotograma de Donde viven los monstruos y ya algo empieza a hacer ruido en la mirada del espectador. Los logos de Warner Brothers y Legendary Pictures (las compañías productoras del film) aparecen con garabatos dibujados encima, como si un chico hubiera estado haciendo algún lío con el negativo original. Inmediatamente nos vemos sorprendidos por la violencia con la que irrumpe la primera escena, con una cámara en mano nerviosa y a baja altura que sigue al protagonista de la película, un chico de 9 años llamado Max, mientras baja las escaleras de su casa desaforadamente y rompe todo a su paso en la persecución de su perro. Esta introducción, tan incómoda para lo que en principio iba a ser una película “para chicos”, nos está indicando algo vital para la visión de la película entera, y es el punto de vista que va a tomar el director para contarnos dicho relato. En el cine para chicos estamos acostumbrados a una cierta mirada por parte de un protagonista infantil. Usualmente solemos ver cómo la imaginación de un chico que aún no llegó a experimentar los problemas de la adultez sirve como escape hacia un mundo mágico en donde se puede sentir seguro y resguardado de los problemas de la vida real (podemos citar ejemplos desde La historia sin fin hasta la reciente Alicia en el país de las maravillas, pasando por Laberinto, Mi vecino Totoro y Coraline). Lo que hace Spike Jonze, adaptando un popular cuento infantil de Maurice Sendak publicado en 1963, es completamente opuesto en estética y desarrollo a cualquier película de esta clase que se haya visto antes. La del cuento de Sendak es una historia básica, la de un chico de 9 años llamado Max que, al ser castigado por su mama por desobediente, crea un mundo en su imaginación en donde se declara rey de un grupo de monstruos gigantes y peligrosos. Lo que hizo Jonze es llevar esta premisa básica para contar, no una película para chicos, sino una película sobre lo que se siente ser un chico. Yo no sé si otros habrán tenido la infancia que yo tuve, pero los recuerdos que más me quedan desde que tenía 7 años hasta los 13 son los de un chiquilín insoportable que quería hacer lo que él quisiera, y al que la disciplina de sus padres nunca le alcanzaba para frenar esas actitudes. Mi mamá siempre me recuerda hasta el día de hoy lo pesado e insistente que era para que todos los viernes de la semana me fueran a comprar un autito de juguete en el kiosco de la esquina de mi casa de aquel entonces. Por eso, cuando vi esos ataques de furia de Max al comienzo de la película, no pude más que sentirme reflejado en algún punto. Creo que esta es la primera vez que una película muestra a la perfección esa mezcla de inseguridades, miedos, alegrías y desbordes que tienen los chicos a esa edad. Cada monstruo que habita la isla representa diferentes aspectos y actitudes tanto de Max como de las personas más cercanas que lo rodean. Su espejo más visible será el monstruo principal, Carol, un ser tan descontrolado y sensible que necesita sí o sí de un rey que lo gobierne, que le ponga límites. Al declararse rey de su propio universo imaginario Max pareciera haber encontrado lo que siempre quería, deshacerse de los límites impuestos por el mundo de los adultos y tener el control absoluto de todo lo que lo rodea. En este caso, de las criaturas y sus tierras, a las que utiliza a su antojo para jugar a tirarse barro o edificar un fuerte en donde “vamos a construir una máquina que le coma el cerebro a los que no queramos que entren”, según sus propias palabras. Pero a medida que pase el tiempo Max se dará cuenta de lo difícil que es vivir en un lugar sin reglas ni supervisión y esto lo llevará a adoptar una mirada objetiva sobre sus relaciones con sus seres queridos y con el mundo real en el que vive. El director no sólo es capaz de capturar esa sensación particular de ser un chico sino que (sobre todo cuando la película transcurre en la isla) la traslada a todos los aspectos técnicos y estéticos del film. Donde viven los monstruos no tiene ese típico diseño de película infantil, pulido y lleno de colores brillosos. Aca todo es sucio, caótico, desordenado. La fotografía de Lance Acord se vale de luces naturales y cámara en mano frenética en muchos pasajes, tanto los escenarios naturales como el diseño de los monstruos (otro gran mérito de Jonze es el de no usar nunca efectos digitales) nos hacen creer que este mundo es palpable, tangible, cercano a nosotros (a diferencia de la artificiosidad de la Wonderland de Tim Burton). Cuando vemos a Max en el bosque jugando con los monstruos, chocando con los árboles y cuidándose de no quedar aplastado por alguna de estas criaturas, sentimos temor por su vida (lo que extrañamente me hizo recordar a Jackass, programa del que Jonze fue productor). Quizás esta no sea una película fácil a primera vista. Jonze no busca que salgamos de ver el film con una sonrisa ni con tristeza. Lo que provoca Donde viven los monstruos es cierta melancolía por eso que fuimos cuando teníamos la edad de Max, hasta que llegó el momento en que tuvimos que hacer un clic y liberar ese animal interior que todos llevamos dentro.
El hombre que sabía demasiado El cine se basa en mentir, en engañar al espectador constantemente. Por más fiel que una realidad pueda ser representada, siempre estamos ante algo falso, artificioso, cuando hablamos del séptimo arte. Steven Soderbergh sabe muy bien de falsedades, construyó una carrera por demás ecléctica en donde títulos comerciales como la saga de La Gran Estafa o Erin Brockovich se mezclan con experimentos independientes como Sexo, mentiras y video, Full Frontal y el reciente díptico sobre el Che Guevara. Podríamos decir que Soderbergh es una suerte de gran prestidigitador dentro de la industria hollywoodense. Un tipo que mientras se codea con actores como George Clooney y Julia Roberts busca ser reconocido por la comunidad “indie” realizando proyectos personales de bajo presupuesto. Un tipo con una personalidad algo ambigua y ecléctica, cinematográficamente hablando. Lo que nos pone ante su último film, El desinformante. Con este nuevo trabajo, podemos decir que el director consiguió su perfecto alter ego dentro de la pantalla, el protagonista Mark Whitacre (Matt Damon). En el film, basado en una historia real, Whitacre es un bioquímico de una gran empresa llamada ADM dedicada al mercado de aditivos para toda clase de alimentos. Todo empieza cuando Mark descubre que la lisina, un aditivo utilizado en el maíz, produce un virus que es descubierto por una empresa del mismo rubro en Japón. Eso sirve de punto de partida para que tanto ADM como las empresas competidoras se dediquen ilegalmente a negocios vinculados con el arreglo de precios a escala global. Whitacre parece en principio estar opuesto a estas prácticas, por lo que acepta convertirse en soplón para el FBI y llevar el caso a la justicia. Por ahora todo pareciera llevarnos al camino de los clásicos thrillers conspirativos propios de la década del 70 como Asesinos S.A. o Todos los hombres del presidente, pero hay algo que nos incomoda ¿Qué son esos monólogos internos del protagonista contando datos y anécdotas que nada tienen que ver con el caso principal? ¿Y qué sucede con la excesiva sobreexposición en la imagen, llena de colores fuertes y chillones? ¿Y esa música de fondo más acorde a una screwball comedy que a un thriller? Todas esas puntas nos van dando cuenta de cierta falsedad, de que lo real ha sido ligeramente magnificado. Será con el correr de los minutos que nos daremos cuenta en dónde estamos parados, y es en la propia mente de Whitacre. Ya desde el comienzo vemos en sus gesticulaciones, en la forma en que maquina su cerebro, que algo no anda bien con este muchacho. Si bien al principio creíamos que era el típico simplón que quería hacer lo moralmente correcto, ya lo veremos en la escena siguiente inventando una nueva historia para ponerse del lado de su empresa y hacer enojar a los agentes del FBI con quienes en principio decidió colaborar. Nunca son claras las intenciones finales que llevan a Whitacre a mentir descaradamente hacia uno u otro bando, lo que sí es sabido es que hay una patología mitómana visible en su comportamiento. Y es así como Soderbergh decide contar la historia de Whitacre, desde la mente del protagonista, con una fotografía saturadísima de naranjas y rojos como colores predominantes, y una música instrumental cortesía de Marvin Hamlish que alterna entre melodías propias de la screwball y acordes salidos de una película de James Bond de la era Connery. Esto le permite a Soderbergh no solo liberarse de las ataduras inculcadas por el género del thriller, sino que lo deja jugar con el espectador, como si se tratara de una versión cómica de Memento, y llevarlo al terreno de la duda y la ambigüedad. ¿Hasta qué punto no es toda la película un simple engaño hacia nosotros, de la misma forma que el protagonista engaña constantemente a sus colegas, a su familia y a las autoridades? Una clave importante para contestar esto último la podemos encontrar en un simple plano de Whitacre en el que mira con gran fascinación la película Fachada, en la que Tom Cruise interpretaba también a un hombre común decidido a desenmascarar las prácticas ilegales de su propia empresa. Para Whitacre todo es un juego de rol, en donde él cree ser el héroe de su propia película. Así, Soderbergh se permite hacer un comentario sobre el papel del cine para crear una realidad ficticia en donde uno puede jugar el papel que quiera dentro de su propio universo. Finalmente, no se puede dejar de mencionar la actuación de Matt Damon como Whitacre. Damon ya había interpretado en dos ocasiones a personajes que se mueven entre las falsas apariencias con Will Hunting y Tom Ripley. La diferencia que aquí tiene con aquellos personajes es el grado de humor y sinceridad que el actor le entrega a su criatura, convirtiéndolo por momentos en un ser absolutamente entrañable, aún si en el fondo sabemos que en realidad se trata de una pantalla tan falsa como cualquier decorado cinematográfico u efecto por computadora ¿Por qué a pesar de ello lo encontramos encantador? Quizás sea porque interiormente todos desearíamos vivir en el mentiroso mundo de las películas, tal como lo hace él.
Aceptar el misterio Una vez finalizado el último plano de Un hombre serio seguido de la aparición inmediata y violenta de los títulos de crédito finales, una sensación de déjà vu entró en mi cerebro. Ese malestar que había entre los espectadores mientras se paraban de las butacas del cine (¿viste que hay cosas peores en la vida?, decía un hombre sentado delante de mí) ya lo había vivido, y fue después de ver Sin lugar para los débiles, un par de años atrás, lo que también me llevó a recordar la cara de asombro de la gente en la butaca una vez terminada El hombre que nunca estuvo, y así podemos seguir con El Gran Lebowsky, Barton Fink y otras tantas películas de los hermanos Joel y Ethan Coen. Es entendible el grado de distanciamiento que genera cada película de este particular dúo de realizadores. Lo que debe ser entendido cuando uno entra a ver un film de los Coen es la plena conciencia que genera en nosotros, los espectadores, el grado de manipulación que ellos ejercen sobre el relato que están contando. Los Coen se ponen siempre por arriba de sus personajes, jugando con ellos como si fueran soldaditos de juguete con un grado de humor negro e ironía que por momentos llega al sadismo y a la misantropía absoluta. En pocas palabras, los Coen se consideran los dioses de su propio universo cinematográfico. Ya se trate de las peripecias de un hippie drogón que busca recuperar su alfombra o de un peluquero de vida vacía y carente de emociones, los directores se encargan de llevar a sus criaturas por el camino que ellos quieren. En definitiva, lo que los Coen intentan mostrar son los hilos de sus relatos, hacer sentir la idea de que en el cine siempre (y por más invisible que pueda ser), siempre hay alguien por arriba del relato que tiene la capacidad de mover esos hilos a su antojo. Lo que nos lleva a Un hombre serio. La idea del caos, la incertidumbre y el libre albedrío nunca fueron ajenos al cine de los hermanos. Ya sean en los filmes donde trabajaban bajo los códigos del policial negro como Simplemente Sangre y Fargo o en esa revisión genial del cine de Frank Capra que es El gran salto. Pero lo que siempre fue una manipulación y un juego de marionetas bajo las reglas propias de los géneros cinematográficos (la screwball comedy de El amor cuesta caro, el musical de ¿Dónde estas, hermano?, el cine de gangsters de Miller’s Crossing) la última etapa de los Coen los traslada a un salto más profundo dentro de esta reflexión. Con Sin lugar para los débiles, Quémese después de leerse y Un hombre serio los hermanos llevan la idea del caos y del control absoluto de su narración hacia niveles que van más allá del mundo cerrado creado por los realizadores. Ahora la apropiación de los recursos narrativos del cine es utilizada en pos de contar algo que va más allá de los límites del propio cine. Están tratando de hablar del mundo de hoy. En el caso particular de Un hombre serio los Coen se meten con la religión, la judía para ser más exactos. La idea de mostrar cómo el protagonista del film, el profesor de física cuántica Larry Gopnik, sufre todo tipo de tropiezos y reveses tanto familiares como profesionales en el transcurso del film, no es simplemente el comentario de los directores sobre la presencia o ausencia de un ser superior que decide los destinos de las personas, sea este católico, judío, musulmán o quien sea. Como decía anteriormente, uno sabe que los únicos dioses en una película de los Coen son los propios hermanos Coen. Hay en mi opinión tres momentos claves de la película, dos de ellos ocurren cuando Larry acude al consejo de un par de rabinos para que le den la respuesta a su actual crisis existencial. En principio estos encuentros son jugados por los Coen como gags que parecieran establecer una crítica a ciertas costumbres propias del judaísmo, pero hay algo más ahí. En la primera reunión un rabino adolescente le aconseja a Larry que vea las cosas de forma más abierta, le ofrece una perspectiva diferente (“¡mira ese estacionamiento!”), mientras que en el segundo encuentro el rabino, mayor y supuestamente más respetado que el primero, le cuenta una anécdota, la del dentista que encuentra una palabra en hebreo (“¡Ayúdame!”) tallada de los dientes de un goy, y cómo eso lleva al mismo dentista a una búsqueda exhaustiva acerca del significado de tamaña revelación, para encontrar que en realidad no hay ningún significado en particular. Por último, la escena más reveladora del film se da previamente, cuando Larry tiene un encuentro con un estudiante oriental que quiere sobornarlo para obtener una nota alta en su examen final. Cuando Gopnik le pregunta al joven si efectivamente el sobre con dinero fue puesto en su escritorio por él, el estudiante le responde que “acepte el misterio”. En estos momentos mencionados pueden encontrarse dos claves para intentar comprender no solo la película sino a los Coen en general. El primer encuentro habla de ver más allá de lo mundano, de tener la decisión de ofrecer más de una mirada sobre lo que presenciamos. Ese consejo no solo se aplica a Larry, sino a nosotros como espectadores, el ver mas allá, el encontrar algo diferente a lo que ven el resto de las personas. El segundo encuentro habla de tener la necesidad de buscar una explicación para los fenómenos que nos rodean en la vida, aunque ello implique que no vamos a obtener una respuesta segura a esos cuestionamientos. El final de Un hombre serio nos llena de preguntas, y nos obliga a trabajar hacia atrás para encontrar una interpretación a aquello que acabamos de ver. ¿Será Larry castigado por tomar una decisión moral por primera vez en su vida? ¿O lo será su hijo? ¿O un evento no tiene nada que ver con el otro y son nada más que circunstancias de la vida que no tienen una verdadera explicación? ¿Y qué relación tiene ese prologo dentro del relato principal? La verdad es que yo no sé la respuesta, como tampoco sé si mis interpretaciones sobre Un Hombre serio y sobre el cine de los Coen son las correctas o son puras divagaciones, pero de algo creo estar seguro, y es que al menos me cuestiono lo que veo, y teniendo en cuenta lo extraño e inexplicable que es el universo hoy día, con terremotos, tsunamis y demás, prefiero no tener la respuesta. “Aceptar el misterio” como se le dice.
El lado oscuro de la luna Entré a ver El hombre lobo con cierto temor. Para mí, el subgénero “películas con hombres lobo” es bastante difícil de hacer mal en el cine. Desde la primera versión del monstruo de la Universal protagonizada por Lon Chaney Jr. en 1941, pasando por una gema absoluta, no solo de este género sino del cine en general, como Un hombre lobo americano en Londres, de John Landis, la premisa del hombre lobo es tan básica como poderosa. Al igual que el mito de Dr. Jekyll y Mr. Hyde se trata simplemente de esa bestia que tenemos adentro y que llevamos reprimida hasta que ya no la podemos ocultar. Los hombres lobo en el cine son los “monstruos del armario” por excelencia, y cada film que trató el tema (al que podemos agregar la subvalorada Aullidos, de Joe Dante) se encargó, cada una a su manera, de mostrar la lucha del ser humano por contener ese costado primitivo y salvaje que sale a relucir en las noches de luna llena. Así que tenía ciertas expectativas por ver un regreso triunfal de esta criatura en la pantalla grande. Pero como decía al principio, no estaba confiado. Previo al comienzo del rodaje, se hizo público que quien iba a ser el director original del film, Mark Romanek (el mismo de Retrato de una obsesión) había sido echado por el estudio una semana antes de comenzar a filmar, para ser reemplazado a último minuto por Joe Johnston. Ahora bien, aunque no es para nada lo que se dice un autor, me gustan las películas de este director. Jumanji, Cielo de octubre y The Rocketeer son películas de género hechas y derechas, que demuestran que detrás de cámaras hay alguien apasionado por la aventura y con un estilo de narración clásico pero no falto de solidez. Johnston es lo que se considera en la industria un artesano, un tipo que filma lo que el guión le dicta a rajatabla. El tema es que Johnston jamás en su filmografía había mostrado experiencia alguna dentro del género del terror, y eso sumado a que toda la preproducción de la película la había empezado otra persona tampoco me llenaba de confianza. Hubo sí un factor que me hacia tener algo de fe: la decisión de contratar al genial maquillador y leyenda de Hollywood Rick Baker (El profesor chiflado, Ed Wood, Thriller) para ser el encargado de realizar las prótesis del hombre lobo. Ahí me interesé aún mas en el proyecto, ya que garantizaba que el film iba a confiar más en efectos especiales prácticos (estando a tono con la película original) a diferencia del excesivo uso de efectos digitales que plagan al cine de Hollywood hoy en día. Con toda esta incertidumbre, ¿cómo salió el resultado final? Digamos que pudo haber sido algo mucho peor de lo que uno podía imaginar al principio, pero aun así estamos ante una película frustrante. Frustrante porque se ve que ciertos departamentos cumplieron a la perfección con su trabajo, como el maquillaje de Baker, o el gran trabajo de dirección de fotografía de Shelly Johnson que evoca los climas sombríos y nebulosos provenientes de los films en blanco y negro de la Hammer, ayudado esto último también por una gran banda sonora a cargo del burtoniano Danny Elfman, que hace recordar a la música del Drácula de Francis Ford Coppola. Incluso la dirección de Johnston en las escenas que involucran los ataques del monstruo muestran un cierto grado de inspiración y respeto por los antepasados del género. Pero es en dos áreas fundamentales donde se ven los problemas de El hombre lobo. El primero que salta a la vista es la edición de la película. En los primeros 20 minutos uno nota que algo no anda bien en los ritmos internos del relato, es como si los productores hubieran forzado al director a punta de pistola para que llegue lo antes posible a la primera aparición del hombre lobo, sacrificando así todo tipo de desarrollo de personajes y sus conflictos en ese comienzo. Y hablando de conflictos, acá es donde vemos la falla mayor, la relación trágica entre el protagonista Lawrence Talbot (un Benicio del Toro demasiado para adentro) y su padre Sir John (Anthony Hopkins, en plan “exagero al máximo total me pagan bien”). El duelo entre ambos no parece tener un desarrollo dramático interesante para el espectador, como tampoco lo tiene la relación romántica de Lawrence con la viuda de su hermano Gwen (Emily Blunt, preciosa, pero con la misma expresión de disgusto en toda la película). Dado que los conflictos dramáticos no logran compenetrarnos, basta esperar a que llegue la luna llena para ver las transformaciones del protagonista y así poder regocijarnos con escenas de acción bien filmadas, un nivel aceptable de gore y alguna que otra escena de terror memorable, como la transformación de Talbot en hombre lobo delante de un grupo de psiquiatras escépticos, y la posterior persecución sobre los techos de los barrios de Londres. Habiendo pasado una semana después de verla, sigo sin saber bien qué pensar de la película. Festejo el hecho de que no sea el desastre absoluto que los rumores previos me llevaron a creer que sería, pero también pienso que con el talento que había tanto delante como detrás de cámaras se podía haber logrado algo mejor. Mientras que en un futuro no se atrevan a juntar a este hombre lobo con el Frankenstein que hizo Robert De Niro en 1994, yo me quedo conforme.
Héroes anónimos A partir de los atentados del 11 de septiembre del 2001, Hollywood buscó incansablemente dar su punto de vista no sólo sobre el impacto que produjo ese hecho en la sociedad norteamericana, sino sobre las temibles consecuencias que los atentados y el manejo de los mismos por parte del gobierno de George W. Bush iban a acarrear en el futuro de los Estados Unidos. Es así como la cartelera cinematográfica se vio plagada de films panfletarios sobre los errores cometidos por la administración pre-Obama a la hora de mostrar las operaciones realizadas por el ejército norteamericano en Irak y Afganistán. Films como Red de Mentiras, Soldado Anónimo y Syriana intentaron con resultados dispares marcar claramente la posición liberal que tomaba Hollywood a la hora de comentar sobre los verdaderos motivos de la ocupación norteamericana en Medio Oriente, obviamente delineando el mensaje por encima del contenido en varios casos. El caso de The Hurt Locker parecería ser a priori un ejemplo más de los citados anteriormente, pero cuando el espectador se va adentrando dentro del relato se da cuenta de que la mirada de la directora Kathryn Bigelow es mucho más sutil, y al mismo tiempo más profunda y compleja para analizar. El film retrata el día a día de tres miembros del escuadrón anti bombas de la compañía Bravo, dedicados a desactivar bombas y minas terrestres en medio de las desoladas calles de Irak. El líder del grupo es el soldado James (Jeremy Renner), un auténtico cowboy cuyo arrojo y locura cada vez que debe entrar a una zona caliente a desactivar bombas le hacen ganar la antipatía de sus colegas Sanborn (Anthony Mackie) y Eldridge (Brian Geraghty), quienes temen que el abandono de James les pueda costar la vida en cualquier momento. No hay en esta película una “historia” en el sentido tradicional de la palabra. El guión del periodista Mark Boal (que concibió la historia luego de pasar varios meses con verdaderos integrantes de un escuadrón antibombas del ejército norteamericano) no se atiene a la típica estructura de tres actos de un film tradicional, sino que se dedica a seguir con sumo detalle las excursiones que el grupo realiza hacia zonas de extremo peligro y mostrar cómo este trabajo tan intenso termina de a poco extenuando y afectando la psiquis de los protagonistas. La cámara en mano de Bigelow, siempre nerviosa y siguiéndolos de cerca y en planos cortos, no busca emitir un juicio general a través de sus criaturas, ni tampoco el facilismo de afirmar que “la guerra es mala” o “matarse unos a otros es inútil”, como tantos otros films bélicos lo han hecho en el pasado. Por el contrario, acá hay un intento por entender lo que pasa por la cabeza de un soldado, de captar ese estado mental lleno de adrenalina que uno debe tener para querer ponerse un traje especial y adentrarse al peligro de saber que al menor error cometido puede volar en mil pedazos. Si bien hay momentos donde se ven los efectos que produce la vida en combate de estos soldados (particularmente una escena donde el trío, bajo los efectos del alcohol, empieza a soltar violentamente sus emociones en una habitación), la película se encarga, por otro lado, de respetar la labor que hacen por poner constantemente sus vidas en juego. Y hablando de esto último, si hay algo más en lo que se destaca The Hurt Locker es en la mano maestra con la que Bigelow (recordemos que ella no solo fue directora de Punto Limite y Días Extraños, sino que es la ex esposa de James Cameron) maneja el suspenso y la tensión en las escenas de acción. Durante las secuencias en donde James debe desactivar algún artefacto explosivo uno puede sentir el aire cortándose gracias a la tensión creada por la directora, que además demuestra tener un gran sentido de la geografía y el espacio para ubicar al espectador dentro de la escena. En otro momento memorable, Bigelow muestra un duelo de francotiradores con la dosis justa de silencio y angustia para que no sepamos cual puede ser el desenlace. Ayudada además por un trío de actores brillante, en donde Jeremy Renner merece mención especial por la forma impactante en que interpreta los diferentes estados emocionales de su soldado James, Bigelow nos demuestra que el mejor comentario sobre la guerra que puede hacerse es aquel en donde sus propios héroes sean quienes tengan la oportunidad de contarlo, si es que logran vivir lo suficiente.
Ayúdate a ti mismo Con su tercer largometraje luego de Gracias por fumar y Juno, Jason Reitman, hijo del director de Los Cazafantasmas Ivan Reitman, parece haber encontrado un estilo bien definido, trabajando con guiones precisos, en donde el poder de los diálogos punzantes y estilizados cobra fuerza dentro del relato sobre todo para definir a cada uno de sus protagonistas. Reitman en los tres casos utiliza la voz en off para meterse de lleno en la cabeza de sus protagonistas, y para que veamos desde el punto de vista de ellos su visión del mundo y las relaciones que establecen dentro de él, ya sea trabajando de lobbysta en una compañía de cigarrillos o como una adolescente embarazada de 15 años. Ryan Bingham (George Clooney), al igual que Nick Taylor, el protagonista de Gracias por fumar, se gana la vida haciendo un trabajo despreciable, el de echar empleados de grandes empresas por encargo. Y para ello se vale de su mejor arma, la palabra. Bingham no cree en el termino “despedir” sino más bien en “dejar ir”, y pareciera no creer que le haga un mal a las personas a las que echa, sino que lo ve como una oportunidad para ellos de cambiar sus futuros, de empezar desde cero. Este trabajo además le permite llevar un estilo de vida con el que se siente cómodo, viajando en avión constantemente y manteniendo relaciones casuales y sin ningún tipo de compromisos con las mujeres, como lo hace con Alex (Vera Farmiga). Que George Clooney interprete a Bingham no es casualidad. Con su carisma y elegancia propios de un Cary Grant moderno, es difícil no ponerse de su lado, aunque sepamos como espectadores que sus actos a lo largo del film no sean de lo más dignos que digamos. Hay dos líneas narrativas definidas dentro de Up in the air. La más personal (y más lograda) tiene que ver con el mundo particular de Bingham, en donde conceptos como la familia y las conexiones con otras personas no tienen cabida dentro de su entorno, hasta que el guión lo ponga frente a situaciones en donde deberá inevitablemente repensar su posición. Es aquí donde tanto la trama, como la dirección de Reitman y sobre todo la actuación de Clooney logran su mayor lucimiento. Es genial ver la soltura y la gracia con la que Ryan interactúa con Alex (“Soy como vos pero con una vagina” le dice ella) o la relación maestro-alumno que mantiene con Natalie Keener (Anna Kendrick), la nueva joven empleada de su empresa que ideó una forma de despedir empleados mediante videochat, amenazando así con destruir el preciado estilo de vida de Bingham. Es en el relato mayor en el que Reitman intenta darle cierto aire de contemporaneidad política a la película en donde más se resiente el film. Al entrelazar la trama de Bingham con testimonios a cámara de gente que acaba de ser echada de sus trabajos (situando al film en un marco político propio de la crisis financiera actual de EE.UU.) el director pareciera querer contar una historia aun más “importante” que la que está actualmente contando. Es cierto que se puede establecer cierto paralelismo entre un hombre que, a la vez que vive desconectado del mundo, se dedica al mismo tiempo a desconectar a las personas de sus trabajos. Pero esa relación pareciera estar forzada dentro del guión en algunos casos, aunque lleve a algunos momentos brillantes como una notable escena entre Clooney y el gran J.K. Simmons y otra con el comediante Zack Galiafinakis. Hacia el final de la película, cuando Ryan pareciera haber hecho un giro de 180º con su persona, Reitman no emite juicio alguno sobre el protagonista, llevándolo así al terreno de la ambigüedad moral. No sabemos si Bingham va a intentar cambiar su vida o si va a quedar eternamente condenado a los aeropuertos y las habitaciones de hoteles cuando lo vemos al final mirando los horarios, las fechas y los lugares en el tablero electrónico de un aeropuerto, y él tampoco lo sabe. Lo mismo se puede decir de la carrera de Jason Reitman en algún punto. Su cine por momentos busca el clasicismo masivo propio de un film de Cameron Crowe o Hal Ashby, mientras que ciertas decisiones estéticas como los temas musicales lo acercan más al territorio indie de un Wes Anderson o un Alexander Payne. ¿Qué vuelo final tomará el director, el de la solidez como narrador (que sin dudas la tiene) o el del cine de “mensaje”? Es difícil saberlo ahora, pero por el momento los vuelos parecen llevarlo a buen destino, aunque a veces haya algunas turbulencias en el camino.
Ojos que no ven Un abrir y un cerrar de ojos. Con esa imagen comienza y finaliza el nuevo opus de James Cameron, Avatar. Tanto se habló de este film antes de su estreno, que la tecnología iba a revolucionar el séptimo arte, que los efectos 3D iban a causar en el espectador una sensación jamás vivida delante de una pantalla de cine, y muchas cosas más. Es que esto es lo que genera el director de Terminator, Aliens y Titanic antes de cada nueva película suya. No contento con haber realizado la película más cara y taquillera (aún hasta hoy) de la historia, Cameron se tomó mas de 10 años para concebir su nuevo film, esperando, según sus propias palabras, que la tecnología esté al alcance de su visión original para su realización. Era tanta esa anticipación, que una vez mostradas las primeras imágenes y avances era inevitable la sensación de desilusión que iba a producir en ciertos sectores del público, incluido quien les escribe. ¿Qué eran esos alienígenas azules mezcla de Thundercats y Pitufos? Los avances parecían mostrar más un videojuego costoso antes que la nueva película del creador de uno de los mejores tanques hollywoodenses de la historia. ¿Lograría Avatar superar las expectativas creadas por el mismo director todos estos años, o estábamos ante otro blockbuster vacío y lleno de efectos especiales como nos tiene acostumbrados Hollywood hoy en día? Hablaba al principio de ese abrir y cerrar de ojos, y es que en esos dos planos está perfectamente resumida la intención del director con este film. Avatar es para ver con los ojos bien abiertos, para asombrarse con el grado de detalle e imaginación con el que Cameron concibió ese planeta extraterrestre llamado Pandora, para regodearse con el imaginativo uso de los efectos 3D para que nos sintamos adentro de ese universo, y para sentirse extasiado con las excelentes secuencias de acción que ocurren a lo largo del film. Y nada más, porque si bien Avatar es una delicia para los ojos, y es definitivamente un paso adelante en cuanto a utilización de efectos creados por computadora y captura de movimiento se refiere, los aspectos que tienen que ver con la trama y sus protagonistas dejan que desear bastante en algunos aspectos. No es que estamos ante un relato mal contado, Cameron ha demostrado con el tiempo ser un eximio narrador cinematográfico (vean sino la que para mí es su mejor película, El Secreto del Abismo). El problema reside en que esta historia, la del hombre que se cruza con una cultura en principio enemiga a la suya para después aprender sus costumbres y terminar aliándose con ellos, ya se ha contado mil veces, siendo Danza con lobos, Pocahontas, El último samurai y El nuevo mundo sus ejemplos más recientes. Cameron nunca fue un cínico, eso es sabido mirando su filmografía entera, y ese aspecto a veces le juega a favor y otras en contra en algunos pasajes del film. Cuando muestra los ritos y costumbres de los Navi’s, esa tribu alienígena concebida por el director y con muchas similitudes con los antiguos mayas e indígenas, uno ve que Cameron realmente cree en lo que está contando. Cuando muestra al detalle la exótica flora y fauna de Pandora, o los maravillosos planos de los Navi’s surcando los cielos arriba de unos bichos alados llamados Banshees, ahí se puede ver al realizador impactando y cautivando al espectador. Es en cuestiones formales como los diálogos fáciles (“vamos a combatir el terror con el terror” dice el líder militar a cargo de desalojar a los Navi’s de Pandora), la cantidad innumerable de clichés (como el papel del burócrata inescrupuloso que hace Giovanni Ribisi, similar al que Paul Reiser había interpretado en Aliens) o la poca dimensión de los personajes (solo Sigourney Weaver y Zoe Saldana parecen algo parecido a un personaje con profundidad en el relato) lo que por momentos amenazan con tirar al film más abajo que al Titanic luego de chocar con un iceberg. Poco ayuda la presencia bastante poco carismática de Sam Worthington en el papel principal, y mucho menos los monólogos internos que le toca decir en algunos pasajes del film. Pero cuando el Cameron guionista falla, aparece el Cameron director, ése que a lo largo de los años supo cómo montar un gran espectáculo ante su audiencia. Los momentos en donde los efectos especiales se lucen, como los detalles de las criaturas que habitan Pandora, o la increíble expresividad de los rostros de los Navi creados a través de la técnica de motion capture, es donde el realizador se siente más a sus anchas, culminando con una épica batalla final en donde los humanos y los alienígenas se enfrentan por el dominio de Pandora. Es en esos instantes donde Cameron pone en vergüenza a los Michael Bay, Stephen Sommers y Robert Zemeckis del universo cinematográfico. Si tan sólo le hubiera puesto la mitad de la dedicación que le puso a los efectos visuales en armar un guión más interesante, estaríamos hablando de un gran paso adelante para la ciencia ficción. Así como está, estamos ante un buen film que nos entretiene y hasta nos impacta en algunos pasajes, pero cuyo efecto duradero en nuestra memoria será tan largo como el de un abrir y cerrar de ojos.
Susurros en la noche Qué increíble es nuestra cartelera porteña. A pocas semanas de estrenarse la segunda parte de la saga Crepúsculo, que rompe records de recaudación en todo el mundo y se convierte cada vez más en un fenómeno cultural de masas, esta semana tiene lugar (¡por fin!) la aparición de una pequeña joya de origen sueco llamada Let the right one in (Criatura de la noche: Vampiros). Y si a primera vista ambas películas tratan sobre el amor entre un humano y un vampiro, no podrían ser más diferentes en cuanto a tratamiento y calidad se refiere. En Crepúsculo tenemos un producto, mientras que Criatura de la noche derrocha cine por todos lados. Let the right one in (título original del film) trata sobre la amistad que entabla el joven Oskar, un chico de pelo blanco albino, abusado constantemente en su escuela y con curiosidad por coleccionar recortes de diarios sobre asesinatos y muertes macabras, con una vecina que acaba de arribar a su departamento. La extraña pequeña de 12 años se llama Eli, vive con un anciano misterioso llamado Hakan y se pasea por el patio del edificio a la noche en camisón blanco sin que le molesten las heladas temperaturas del lugar. Esta amistad despertará en Oskar una serie de sentimientos que jamás había experimentado antes y culminará en un profundo amor, ignorando que en realidad Eli es nada más y nada menos que un vampiro de más de 100 años. Pero no un vampiro pintón que se pasea con ropa de marca y mirada de emo cool por la vida, sino un salvaje animal con instintos primarios que necesita alimentarse violentamente de sangre humana para sobrevivir, lo que la obliga a cometer una serie de asesinatos que conmueven a los habitantes del pueblo en el que ella y Oskar residen. No es esta una obra de fácil absorción a primera vista. Hay varias lecturas que se pueden establecer sobre la película, en donde se mezclan géneros como el terror, el melodrama, el romance y el thriller. Pero lo que realmente impacta es el naturalismo con que el director Thomas Alfredson retrata las inquietudes sexuales del protagonista, con la curiosidad propia de un joven a punto de salir de la niñez y entrar en la adolescencia. Por esto, y dado también el origen de Eli, la relación entre ambos se hace cada vez más compleja a medida que avanza el relato ¿Sentirá ella la misma atracción hacia él, o será que ve en Oskar a un futuro asesino, como consecuencia de esa obsesión suya por los asesinatos y abusos sufridos en su colegio? ¿Conseguirá que Oskar sea su nuevo proveedor de sangre para que ella no tenga que salir a revelar su verdadera naturaleza? La respuesta no le será dada al espectador en forma tan sencilla, y esa habilidad del director para no mostrarnos el cuadro entero de la situación (hay pocas pistas sobre el origen de Eli, que hasta hacen dudar de su verdadera sexualidad) es lo que hace de Let the right one in un film tan extraño como fascinante. Pero esas son sólo algunas de las razones que hacen tan especial a la película. No mencioné aún las brillantes actuaciones de los chicos protagonistas, ni el excelente trabajo de fotografía que recalca el contraste entre el blanco puro de la nieve con el rojo pasión de la sangre que derrama Eli cuando aniquila a sus víctimas, ni el brillante trabajo de puesta de escena y fuera de campo a la hora de crear suspenso en las escenas más aterradoras (la parte final en la pileta es una de las escenas del año). Por todo esto y más, recomiendo que en lugar de hacer colas eternas con adolescentes gritonas para ver Luna nueva se crucen a la vereda de enfrente y no se pierdan de una verdadera, trágica y apasionante historia de amor. Se llama Criatura de la noche: Vampiros.