UN NUEVO SALUDO EN EL ESCENARIO. El documental es un género que ofrece todo el tiempo verdaderas joyas. Incluso en películas que no son obras maestras, el documental descubre historias que vale la pena ver. No hay reglas para el documental, incluso hoy día ya ni importa su duración. El documental ya no está atrapado entre el espacio lejano de los festivales de cine y el formato adocenado del documental de televisión antiguo. Es un género vital que hoy puede verse con mayor facilidad que hace una década. Argentina tiene todos los años ejemplos de grandes documentales y La vida sin brillos, dirigida por Guillermo Feliz y Nicolás Teté, es un gran ejemplo de lo que el género tiene para mostrar. En la década del ochenta reunir al elenco de este documental hubiera sido todo un evento. En diferentes espacios, pocas veces reunidas, las protagonistas de este documental supieron ser sex symbol en los medios. Cine, televisión, teatro, revistas, ellas ocuparon un espacio en la primera plana de los medios y formaron parte de la historia grande del espectáculo en Argentina. Se hicieron famosas participando de los programas con más rating, de las películas más taquilleras, de las obras de teatro que tenían filas y filas para entrar en cada función. Eso fue hace ya mucho tiempo, pero la vida sigue. Los grandes cómicos y productores que trabajaron con ellas hoy ya no están. Murieron hace ya bastante tiempo en algunos casos. Las luces se fueron, cada una tuvo una historia más feliz o más dolorosa, pero todas fueron reunidas cuando en el 2015 fueron convocadas para una obra de teatro. José María Muscari, dramaturgo y director, estrenó la obra Extinguidas y las subió a las tablas una vez más. El documental cuenta la historia de la trastienda de esa obra, a la vez que va siguiendo a sus protagonistas en la vida cotidiana. Adriana Aguirre, Noemí Alan, Luisa Albinoni, Patricia Dal, Silvia Peyroú, Mimí Pons, Beatriz Salomón, Sandra Smith, Naanim Timoyko y Pata Villanueva ya no son las jóvenes sexy symbol tapa de revista, son mujeres de diferentes edades pero ya no son el centro del mundo del espectáculo, todavía preocupado por la búsqueda permanente de juventud. Tampoco pudieron reinventarse para seguir siendo estrellas, como lo han hecho otras personalidades de aquellos años. Pero para unos y para otros, el tiempo pasa. Para todos pasa. Y el documental tiene la habilidad nada sencilla de mirarlas con infinito amor y ternura. Hay situaciones cómicas, otras patéticas, algunas muy angustiantes y finalmente hay una genuina y profunda emoción en todo lo que se cuenta. Imposible no querer a las protagonistas de esta película, imposible. No todas tuvieron la misma carrera, no todas están hoy en el mismo lugar, pero juntas son un retrato del mundo del espectáculo, de lo efímero y engañoso que es el concepto de fama, de lo que significa envejecer en general. Hay tanto para aprender de estas mujeres, y tanto por entender sobre ellas y el mundo al ver la película, que más allá de las risas y las lágrimas que provoque este documental, lo cierto es que los directores lograron captar algo más trascendente que el mero seguimiento de estas mujeres. No necesita un documental ser una obra maestra para ser disfrutado, basta con saber elegir que parte del mundo decide contar y que historias elige para compartir con el mundo.
Ensayo de orquesta. En el excelente documental sobre montaje cinematográfico “The Cutting Edge” Martin Scorsese dice sobre la primera vez que vio una película de Godard: “Me encantó, no sabía qué demonios estaba pasando.” Cuando veo las películas de Alejo Moguillansky sé lo que está pasando, no es un cineasta confuso para nada, pero la libertad de movimiento para manejar tantos niveles sin volverse oscuro, su capacidad de ser muy sofisticado y simple a la vez es algo que me supera. Me supera en el sentido de que me produce todo tipo de emociones, siento que todo lo que hace me fascina y al mismo tiempo no veo todos los días películas como las de él. El cine de Alejo Moguillansky, y La vendedora de fósforos lo confirma, es un cine apasionante en el sentido más literal que le puedan encontrar a la palabra. ¿Cuántas cosas pueden pasar en una sola película? ¿Cuántos niveles se pueden trabajar en un film independiente, con un número limitado de locaciones y personajes? El mundo de Moguillansky parece infinito. El mundo es infinito y el director en lugar de encerrarlo en la duración de la película, parece mostrarnos esa inmensidad en cada una de sus películas. Su cine es estimulante. Perdón por hacer una segunda cita pero recuerdo la frase de Marlene Dietrich sobre Orson Welles cuando filmaron juntos Touch Of Evil (1958): “Cuando termino de hablar con Orson, siento que soy una planta que ha sido regada.” Al ver La vendedora de fósforos la sensación es la misma. ¿Pero de qué trata la película La vendedora de fósforos? La primera suposición es correcta, la historia del cuento de Hans Christian Andersen está en el centro de la trama, con lujo de detalles nos cuentan la historia, la repiten, la recreen, la actúan, la reescriben. Como un espejo aparece también la historia de Al azar Balthazar (1966) la obra maestra de Robert Bresson. La vendedora tiene un destino trágico, como Balthazar, como la puesta en escena de esa ópera moderna en el Teatro Colón amenazada por una huelga de transporte. Un compositor vanguardista que ha estado en las peleas político culturales en su país, Alemania, y que llega a la Argentina ha ver como la lucha gremial pone en jaque su imposible obra de avanzada, una inusual puesta de la ópera La vendedora de fósforos. Pero los protagonistas son Walter y Marie, que sobreviven con la música y mantienen a su hija como pueden. Buscan encontrarle algo de orden y lógica a la ópera para que pierda algo de su absoluta aridez. Una gran pianista ya veterana para la que trabaja María y que tiene una historia en su pasado con un guerrillero alemán. También hay lugar para Leonardo Da Vinci, Sergio Leone y Ennio Morricone, en las imágenes y la música de Once Upon a Time in the West (1968). Las capas se superponen, siempre con un fino y juguetón sentido del humor y las lecturas se multiplican. No hay escena que no sea interesante o tenga una resolución brillante. El origen real de la historia y muchos de los personajes haciendo de ellos mismos parecen ubicar a la película dentro del género documental, pero Moguillansky, como sus personajes, agrega lecturas y capas que sin duda le otorgan una construcción completamente de ficción. El arte, las vanguardias, el clasicismo, la lucha de clases, la política, el amor, los problemas terrenales confrontados a los dilemas de los artistas intelectuales. La historia transcurre en el 2014, con una coyuntura política muy diferente a la del 2018, cuando se estrena la película, pero en la misma trama queda claro que muchas cosas no cambian. “Encenderé otro fósforo para seguir viendo cosas hermosas” repiten varias veces a mitad de la película cuando recreen una vez más el cuento de Andersen. Entre las posibles aproximaciones que se puedan hacer para interpretar la película, esta sin duda es una de las más poéticas. El sentido del arte, del cine, de la vida. Encender una luz para seguir viendo cosas hermosas, aunque el destino de la vendedora y del protagonista del film de Bresson finalmente sea trágico. Pero después de todo: ¿Qué destino no lo es?
Comedia despareja. Lo mejor que tiene No llores por mi, Inglaterra son dos cosas: El afiche y el título. Ninguna de las dos cosas influyen sobre el contenido de la película, pero igual merecen ser destacados. El título, herencia del musical británico que ayudó a creer el mito de Evita fuera de la República Argentina, es una buena cita y tiene algo de simpatía. El afiche, al estilo de los films de acción de las últimas décadas del siglo XX, es realmente muy lindo. Mis felicitaciones a quien lo haya diseñado. Ahora bien, la película es otra cosa. La historia que cuenta el nuevo film de Néstor Montalbano (Cómplices, Soy tu aventura, Pájaros volando) transcurre en el momento el cual fuerzas inglesas invaden el Río de la Plata con el fin de de quitarle a España el control de su colonia. El protagonista es Manolete (buena actuación de Gonzalo Heredia) un criollo chanta que terminó preso porque una pelea de catch arreglada no sale como lo había planeado. Él y su esposa Aurora (Laura Fidalgo) aprovechan la invasión para soñar con un futuro mejor en Brasil. Pero la invasión inglesa con Beresford (Mike Amigorena) al mando, complicará las cosas para todos. Los ingleses son pocos y hay resistencia, por lo cual Beresford decide fomentar un deporte nuevo llamado football, primero como exhibición, luego apoyando, con colaboración de Manolete, un partido entre dos barriadas antagónicas, La Rivera y Embocadura. Ese es solo el comienzo de esta comedia con tintes satíricos pero fundamentalmente con códigos de humor absurdo. Fútbol, nacionalismo, comedia, una combinación que podría haber dado cualquier resultado. El temor de un relato lleno de fascismo patriotero se disipa, por suerte, y la película elige un tono más inocente y de chistes que buscan esquivar atacar de frente a los temas más complicados. Hay muchas insinuaciones políticas, claro, pero no tienen ni la potencia ni la solemnidad de un film político. Analizar ideológicamente No llores por mi, Inglaterra es otorgarle una intención que no tiene o que no busca poner en primer plano. La comedia es lo principal, como lo fue en las otras comedias del director. Desde las primeras escenas el guión deja claro que no busca realismo ni rigor histórico, todo, incluyendo el fútbol, forma parte del humor, no de los manuales de historia. Anacronismos fuertes y obvios se multiplican y son el tono del film. Lamentablemente luego de una media hora inicial con ideas y mucha fuerza, la película se estanca, se vuelve larga y repetitiva, y la mayor parte de los chistes carecen de timing o gracia. Algunos guiños y presencias cercanas al fútbol argentino conseguirán con su demagogia algunas risas en la platea. Algunos momentos de humor están logrados y algunos méritos parciales también sorprenden. Fernando Lupiz interpretando a Liniers hace despliegue de sus habilidades para el esgrima y también da con el humor. Sus escenas, breves, funcionan muy bien. Para sorpresa de los espectadores, la mejor escena a nivel técnico es la batalla. Las escenas de fútbol, se sabe desde siempre, son otra cosa. No es fácil lograr buenas escenas de fútbol, aun con jugadores profesionales involucrados. El problema de la película no es su ideología. Temas complicados como la Guerra de Malvinas no es encarado ni en chiste, aunque se habla de que es mejor jugar al fútbol que hacer guerras. El nacionalismo tampoco está recargado, y hay palos para todos lados, como debe ser en una sátira. Sí hay muchos lugares comunes, algunos menos simpáticos que otros, y alguna frase por aquí o por allá puede caer mejor o peor. Por lo demás, se trata de una estructura de film de deporte con humor populista. Algo así como una vieja película de Manuel Romero o un film de deportes como los americanos suelen hacer con el fútbol americano, el básquet o el beisbol. Tal vez, y a diferencia del mencionado Romero, le falta un poco de luminosidad y final festivo con todos hermanados. Cada película tiene derecho a tener sus propias ideas. Y la dama en desgracia de la película, Aurora, es un personaje que no tiene su razón de ser y carga sobre sus hombros las peores escenas del guión. Recién al final, para armar una escena de aventuras clásicas, queda justificada su presencia. Lo mismo pasa con varios personajes, abandonados a su suerte, con saltos en la historia que muestran una gran desprolijidad, saltando a varias escenas clava de forma atolondrada y sin mucha fluidez narrativa. La película se ve muy pobre en sus escenas de efectos especiales, muy por debajo de su desarrollo en vestuario y locaciones que ayudan a la dirección arte a ser creíble. No llores por mí, Inglaterra prefiere no generar polémicas ni provocar controversia, es solo una comedia liviana que parte de una buena idea pero que no logra entretener ni hacer reír.
Festival de canes. Es un lugar común decir que una película va contra los tiempos que corren. Es una expresión para decir que es una película original o que al menos le ha resultado original para quien está usando la frase. Es arriesgado lanzar tendencias y evaluaciones acerca del cine actual. Sí es cierto que desde siempre el realismo ha sido tomado en serio por muchos y que la crudeza y la crueldad se han convertido en monedas de enorme valor. El arte cinematográfico y más aun hoy el de las series de televisión, suele ser medido a partir de esos parámetros. Un mundo feo, sin esperanzas, sórdido y realista, parece ser la manera en la que los que producen relatos audiovisuales se ganan el título de artistas que no hacen concesiones. Wes Anderson, ahora sí, van en dirección contraria a esta idea. No es el único y seguro hay muchos cineastas que siguen algunos de los rumbos de este director. Pero sí Wes Anderson es uno de los más coherentes, original y osados directores actuales, no solo porque hace un cine sin concesiones, sino porque además no se lo puede encajar ni como cineasta difícil, ni como cineasta fácil. No es clásico, no es del todo moderno, no es infantil pero tampoco es adulto. Isla de perros es la expresión más clara de todo lo dicho hasta ahora. La película cuenta una historia de ciencia ficción donde en un futuro muy cercano la ciudad ficticia de Megasaki, Japón, ha sufrido una epidemia de gripe canina. El alcalde Kobayashi decidió exiliar a todos los perros a una isla deshabitada que funciona como basurero. Los protagonistas son cinco perros que habitan en esa isla y que reciben la inesperada llegada de Atari, un niño que huye de su hogar y arriba en su avión a la isla, buscando a su perro. El alcalde ordena que vayan a buscar al niño, al mismo tiempo que en la ciudad comienzan a alzarse voces a favor de los perros. La historia es ciencia ficción, también es aventura, tiene mucha comedia e incluso tiene romance. Es un relato de amistad, lealtad, coraje y camaradería. También reflexiona acerca del poder y de los manejos políticos para generar fobias y prejuicios. Pero jamás, en ningún momento, deja de ser la película más adorable del mundo. Ese es el gran mérito de su director, Wes Anderson. La película tiene varias técnicas de animación, pero los personajes protagónicos, tanto perros como humanos, está animados con la técnica de stop motion, es decir de animación cuadro a cuadro. Wes Anderson ya había hecho un film de estas características, El fantástico Mr. Fox. Pero a diferencia de aquel, Isla de perros abreva en un estilo visual menos clásico, con una fuerte influencia de todo el arte japonés. Tanto en pintura, como en teatro, como en arquitectura y fundamentalmente en cine. Mezclando clásicos como los maestros Akira Kurosawa y Yasujiro Ozu con figuras fundamentales de la animación como Hayao Miyasaki y Katsuhiro Otomo. Y por supuesto sin perder el estilo de composición y montaje propios de Anderson, así como también la dirección de actores, aunque aquí sean muñecos con voces de famosas estrellas. Se ve como una película de Wes Anderson, pero también como una recreación de la cultura visual japonesa. La banda de sonido posee el mismo concepto, mezclando el gran trabajo de Alexander Desplat con piezas clásicas de películas japonesas, como Los siete samuráis, compuesta por Fumio Hayasaka. También aparecen The Sauter-Finegan Orchestra o The West Coast Pop Art Experimental Band, que se integran de forma increíble a la banda de sonido. Así funciona Anderson y su cine, así se mezclan épocas, estilos, formas y el resultado es igualmente armonioso y bello. En medio de un basural transcurre una de las películas más bellas de los últimos años. Un poco de melancolía siempre atraviesa el relato a pesar del enorme sentido del humor y la cantidad de gags y chistes de una línea que tiene la película. Su espectacular delicadeza artesanal la convierte es una de esas piezas de arte japonesas que merecen muchas visiones para poder disfrutar de todos y cada uno de sus maravillosos detalles. No es un sentimiento raro extrañar la película al terminar de verla. El mundo de Isla de perros es un mundo muy bello y muy humano, incluso tratándose de una historia protagonizada mayormente por perros. La belleza, la ternura y la alegría de la película no importa si están a favor o en contra de los tiempos que corren, la película en sí misma es una isla con reglas propias y un lugar en el que los espectadores pueden vivir felices para siempre.
Solo frente al mundo. Un hombre de clase media tiene su vida encaminada, ha construido una familia, tiene un hogar, un buen trabajo, tiene ahorros y todo fluye en una tranquila armonía. Un largo plano secuencia arma una danza al comienzo de la película marcando que todo está coordinado, arreglado, como una coreografía sin mayores sobresaltos. Al final de ese largo plano, sin embargo, nos enfrentamos a la inmensidad del océano, ingobernable, inasible, más allá del control. Ese hombre se derrumba, algo fuera de su control aparece, el cuerpo le falla. Su mundo se derrumba. Lo único que importa es estar vivo, cuando eso está en riesgo, todo lo demás pasa a un segundo plano. En esas circunstancias puede perderse todo lo humano y quedar solo lo animal. Al menos eso es lo que aparece en la nueva película de Armando Bó. Antonio (Guillermo Francella) no merece la suerte que le ha tocado. Vive haciéndose diálisis para vivir y si no consigue un trasplante pronto, su vida terminará. De pronto está viendo a la muerte cara a cara, a la vez que se da cuenta que no hay ni justicia ni orden en el mundo. Está desesperado. Su única esperanza tangible, nada menos que su hijo, no se la juega por él tampoco. Tiene todo un mundo, pero a la hora de la verdad siente que está solo. “Ojalá que fuera tan fácil, me encantaría irme a dormir, soñar que alguien me da un riñón nuevo y levantarme curado” dice el protagonista. Se duerme y lo que sigue puede o no puede ser el producto de ese sueño, de esa fantasía. Cuando se pierde el control absoluto, cuando el deseo de controlar el mundo se desvanece, queda la posibilidad de soñar que todo sale bien. Empezará entonces un derrotero para conseguir un trasplante como sea. El hombre común metido en una historia extraordinaria. Un cuento clásico que siempre funciona. Como en esos angustiantes films de la década del setenta, como en las más conocidas películas de Hitchcock, como en infinidad de relatos que hemos visto mil veces pero nunca no cansamos de mirar. Animal se apoya en esa angustia, se centra en el sueño de poder tomar el control de manera salvaje e instintiva de aquello que la razón y la civilización ya no puede darnos. Si es real o solo una expresión de deseo, no lo sabemos, la película funciona igual. Con un negrísimo sentido del humor, con varios personajes secundarios brillantes, la tensión acompaña a todo este relato de una potencia absoluta y visceral. El peso de toda la historia cae sobre el actor principal y él, el más cotidiano de los seres cotidianos, responde con grandeza.
Imitación de la saga. La secuencia inicial, con una persecución en la que Han Solo va al volante, parece el primero de muchos guiños al corazón del creador de La guerra de las galaxias, George Lucas. Fanático de los autos, Lucas soñó una mitología cinematográfica muchos años atrás, mientras se recuperaba de un accidente y comenzó a familiarizarse con la mitología y las teorías de Joseph Campbell. En 1977 estrenó Star Wars y el mundo cambió para siempre. El cine no volvió a ser lo mismo y muchas generaciones se aferraron a la saga con una pasión que jamás se apagó. Pero como toda verdadera mitología, no podía ser controlada con la precisión con la que se puede desarrollar una obra cinematográfica. Diferentes ramificaciones, algunas interesantes, otras deplorables, comenzaron a hacer crecer a Star Wars de manera impensada originalmente. Ya la segunda trilogía distorsionaba la lógica estética de los primeros tres films y provocaba ruidos en la estructura narrativa general. Luego George Lucas decidió dar un paso al costado y dejar en manos de otros la continuidad de las historias. Star Wars: The Clone Wars, la película y la serie, fueron una rama de animación de gran éxito. Los libros, las historietas y los videojuegos también tuvieron su camino y se tomaron sus libertades. En el imaginario popular, esta multiplicidad de capas va generando nuevas lecturas y produce mutaciones a lo largo de los años, como suelen ocurrir con toda mitología. Una nueva trilogía fue el primer anuncio de la nueva dirección de Star Wars y se le agregó una pequeña joya llamada Rogue One, una precuela que llega hasta el comienzo exacto de Star Wars (1977). Con Han Solo se abre una nueva ramificación que busca contar las aventuras de uno de los tres personajes principales de la saga. Las posibilidades de que el film estrenado ahora se convierta en trilogía dependerá de la taquilla, pero no parece ser una tarea complicada. Con una coherencia que no sé si sirve o no, Han Solo: Una historia de Star Wars no tiene el mismo estilo y tono de todos los films anteriores. Es mucho menos personal estéticamente y se posiciona como un absolutamente estándar producto industrial de Hollywood. Si bien no parece tampoco estar en la vanguardia estética del cine más comercial, queda claro que tampoco tiene mucha identidad. Si no fuera una superproducción podría ser un simpático film Clase B, mezcla de ciencia ficción, aventuras, película de guerra y western, como de hecho lo fue Star Wars cuando nació. El problema es que no termina de parecer un clase B, que por más carisma que quiera ponerle Alden Ehrenreich al rol de Han Solo, no hay manera de que pueda instalarse en la cabeza del espectador como el actor que interpreta al personaje. Si pensamos en lo que Harrison Ford significa en ese rol, acá solo se puede imaginar cómo borrador lejano, una tibia imitación, un reemplazante en un flashback de dos horas. Tampoco es que les va bien a todos los actores. Emilia Clarke está totalmente apagada, sin energía, como esperando que empiece la película. Tal vez sea el problema de convocar a un elenco de actores conocidos para roles que deberían ser sorprendentes. Woody Harrelson, por el contrario, sabe que lo suyo es el rol del actor veterano y cumple con creces. Donald Glover, en su mejor momento, crea un Lando Calrissian canchero con mucho estilo, como si estuviéramos en la década del 70. Los personajes en general no llegan a conmover, la emoción no aparece en ningún momento, nada produce empatía, no parece salida del universo Star Wars la película. El sentido del humor es igual, sin efectividad ni fuerza, aun cuando busque parecerse a la saga original. Hay buenas escenas, buenos momentos, un poco de acción, pero falta identidad estética y un director. Aceptable si no quisiera sumarse a la saga más grande de todos los tiempos. Es curioso, la primera película de Star Wars dirigida por un ganador del Oscar a mejor director, demuestra que los Oscars no han sido siempre sinónimo de calidad. Ron Howard, creador de buenas y malas películas por igual, no consigue dotar de vida a un guión con buenas ideas, pero lidiando siempre con formar parte de la mitología y al mismo tiempo salir de ella. Una película muy menor, imposible de convertirte en clásico, pero seguramente puntapié inicial de otros dos films más.
El discurso antes que el cine. La historia que narra Rescate en Entebbe (7 Days in Entebbe, 2018) es apasionante. Su contenido dramático es tan impactante que muy poco tiempo después de que ocurrieran los hechos que en la película se narra, ya había un telefilm y dos largometrajes que lo registraban. Primero la película hecha para TV Victory at Entebbe (1976) y luego producción más ambiciosa Raid on Entebbe (1977) con un elenco internacional y Operation Thunderbolt (1977) película hecha en Israel. Años más tarde Fuerza Delta ( The Delta Force, 1986) se inspiraba sin decirlo en algunos detalles de estos eventos y lateralmente en El último rey de Escocia (The Last King of Scotland, 2006), biopic sobre Idi Amin, toma como parte de su trama los eventos ocurridos en Uganda. ¿Qué fue lo que ocurrió en la Operación Entebbe? El 27 de junio del año 1976 un avión de Air France con doscientos cuarenta y ocho pasajero fue secuestrado por terroristas palestinos y aliados y desviado al aeropuerto de Entebbe, cerca de la capital de Uganda, Kampala. Aunque la historia es muy conocida para las personas que vivieron en aquellos años, es posible que para las nuevas generaciones sea un misterio, por lo cual no adelantaremos aquí elementos de la trama. Lo que sí es importante decir, es que la cercanía de los hechos narrados en los primeros films que se hicieron, no permitieron tener a su disposición el material que por entonces era confidencial acerca de la Operación Thunderbolt que popularmente se conoce como Operación Entebbe. Esta nueva información en nada afecta a la nueva película, que no resulta más interesante ni más atrapante que las tres versiones ya mencionadas. El primero de los títulos en aparecer fue el telefilm Victory at Entebbe, estrenado en 1976, a cinco meses de que ocurrieran los eventos que el film narra. Se eligió filmarlo en videotape lo que le da la estética de especial de televisión más que de un film. Todo el trabajo de puesta en escena es muy simple y donde Victory at Entebbe marca la diferencia es en su elenco, lleno de estrellas: Helmut Berger, Linda Blair, Kirk Douglas, Richard Dreyfuss, Helen Hayes, Burt Lancaster, Elizabeth Taylor y Anthony Hopkins entre los más importantes. El director fue el experimentado director de televisión Marvin J. Chomsky, pero una vez más, se trata más de un especial de televisión que de un telefilm, reforzado esto por decorados sencillos de estudio, incluyendo el exterior del aeropuerto de Entebbe, cuyo aspecto es el de los decorados televisivos de la década del cincuenta. Algunas historias secundarias fueron cortadas en funciones posteriores de la película y por la elección de actores y construcción de escenas, da la sensación de que se intentó pensar el film como una variable basada en hechos reales del género de cine catástrofe de la saga de Aeropuerto. Un mes después se estrenó otro film muy distinto, con una calidad cinematográfica indiscutible, a punto tal que se estrenó en cines en algunos países aunque fue concebida para televisión en Estados Unidos. Raid en Entebbe (1977) tenía un director de cine como responsable, nada menos que Irving Kershner. Y el elenco también era espectacular: Charles Bronson, Peter Finch, Yaphet Kotto, Martin Balsam, Horst Buchholz, John Saxon, Jack Warden, Sylvia Sidney, Robert Loggia, Eddie Constantine, James Woods. La película es muy buena en las escenas de acción, es emocionante, potente y sigue siendo el mejor de los títulos que se hicieron sobre el rescate. Sirve tanto en la reconstrucción histórica como en el entretenimiento cinematográfico, sin descuidar los conflictos de los personajes, tanto de los héroes como de los villanos. La perla de la película es Yaphet Kotto intepretando a Idi Amin, presidente de Uganda, personaje clave en la historia. Sylvida Sidney en el papel de Dora Bloch también tiene un espacio destacado, tal vez un poco mayor que en las otras películas, aunque en Victory at Entebbe también sigue al personaje hasta el final. Fuerza Delta, una versión en clave de puro cine de acción de otra crisis de la crisis de los rehenes de 1985 a la que le agregó elementos del rescate en Entebbe, protagonizada por Chuck Norris, Lee Marvin y Martin Balsam era parte de un elenco multiestelar. Todo en Operación Thunderbolt (Mivtsa Yonatan es el título original) se ve más auténtico que en los otros films, posiblemente por la casi ausencia de rostros conocidos y por una intencional búsqueda de elementos de carácter documental. Se podría decir que su falta de eficiencia en la puesta en escena le juega más a favor que en contra porque se ve menos parecido a una ficción. El hallazgo más grande, sin embargo, es resignar las reuniones del gobierno israelí por tomas documentales de los verdaderos políticos entrando a dicha reunión. La película, producida por la fuerza aérea de Israel y por el gobierno, sin duda es la más poderosa en su homenaje a los que rescataron a los rehenes, la escena final es muy emocionante. En 1978 recibió una nominación al Oscar a mejor película extranjera. Rescate en Entebbe (2018) dirigida por José Padihla, el director de la discutible Tropa de elite y la insulsa remake de Robocop es guiado por un guión que intenta darle más espacio y humanidad a los terroristas. Esta decisión, lejos de volver a la historia más compleja, la hace más aburrida, en particular porque no logra jamás que esos personajes nos resultan interesantes o entendibles. Está claro que al haber pasado más de cuarenta años del hecho, la película no considera suficiente los hechos desde el punto de vista de víctimas y rescatistas, que en muchos aspectos lo que busca es reflexionar sobre el conflicto en Medio oriente y la ausencia de una solución a la vista. Reflexiona sobre hechos de hace cuarenta y dos años sabiendo lo que pasó después y esto no la vuelve más sabia, sino más limitada e incluso deshonesta. Las obviedades de los diálogos se cruzan con toda una línea de la película que es una gran coreografía de danza moderna que funciona como alegoría de los temas tratados y, mérito de quienes hicieron la película, es capaz de bajar línea con la misma obviedad de los diálogos, aun sin usarlos (mientras bailan, claro). Llegar a esta remake de una historia tan interesante, para convertirla en una película con tan poca gracia es una pena. Quedan los films mencionados que, sin llegar ninguno a ser una obra maestra, al menos respiran la urgencia y el riesgo de haber sido hechos cuando la Operación Entebbe era un hecho reciente.
Cine debate. A Pino Solanas jamás le interesó la sutileza. Nunca fue un director con matices delicados ni complejidades ideológicas. Siempre fue panfletario y directo, jamás permitió que entraran las contradicciones en su cine. Con obras más logradas que otras, con verdaderos clásicos dentro del cine político, valorados en un contexto donde la responsabilidad ideológica era chic. Su experiencia como director de cine publicitario lo ayudo a mandar mensajes directos, toscos, concretos. Su pasión tal vez fue su mejor virtud. Sus películas, coincidamos o no con su ideología, siempre fueron apasionados. La hora de los hornos estaba colmada de ganas, de potencia, y tal vez por eso hoy le perdonan todos que no sea otra cosa más que un llamamiento a la lucha armada. Defensor de la democracia pero también de las dictaduras latinoamericanas de Cuba y Venezuela, Solanas tiene más contradicciones de las que su cine es capaz de aceptar. Los derechos humanos solo existen para él cuando las víctimas son del capitalismo o los países del primer mundo. Las violaciones de derechos humanos en los países mencionados y otros de ese estilo nunca formaron parte de su cine. Por eso sus documentales, tengan o no razón en lo que denuncian, no terminarán nunca de ser creíbles. Viaje a los pueblos fumigados es un documental panfletario, que no deja ningún tipo de espacio para otras voces o para enfrentar a los responsables de las calamidades que la película denuncia. Todo va en una única dirección, todo el tiempo, sin matices, sin preguntas, sin posibilidades de entender el mundo completo. Con toda la experiencia que Solanas tienen como director, ya queda claro que no es la democracia lo que a él le interesa, hablando de cine, en este caso, por supuesto. Como para refutar a Solanas hay que investigar el tema, no podemos más que aceptar lo que él dice. Pero la credibilidad no es solo el discurso, sino también la forma. Y la forma de Solanas como documentalista se ha quedado en el tiempo, estancada en la época en la cual los documentales no tenían que ser complejos, sofisticados ni dejar espacio a la reflexión. Solanas no busca que el espectador piense, solo quiere que acepte. Al final, parece que reparte por igual críticas los políticos de todas las ideologías, pero termina haciendo más hincapié en María Eugenia Vidal que en cualquier otro político. En un montaje sin sustento, termina su película lanzado a una acusación que es clara pero al mismo tiempo no lo es. No dice concretamente algo, solo usa el montaje para lanzar su desprecio por la clase política y todos aquellos que fueron elegidos por el pueblo. Habla también de una Argentina sin gente que pase hambre, pero públicamente ha aplaudido a Castro y Chávez, sin importarle cuanta gente pasó (y pasa) hambre en las dictaduras que ellos construyeron. Todo el talento de Pino Solanas, demostrado en varias buenas películas, ya no tiene la misma efectividad ni credibilidad de otra época. Es hora de dejar de festejar estas cosas y pedirle al cine que sea más serio y complejo.
JUGAR PARA VIVIR. Casi todas las películas de ciencia ficción que transcurren en el futuro, son en realidad nuestro presente disfrazado y exagerado. Ready Player One no es la excepción a la regla. La historia transcurre en el año 2045 y el protagonista es Wade Watts, un adolescente que vive en un barrio pobre, feo, como un enorme panal formado por casas de metal apiladas, una especie de gran desarmadero de autos. Es un espacio feo, pobre, primitivo en muchos aspectos, pero hay algo que se destaca: todos sus habitantes tienen acceso a dispositivos que le permiten vivir en una realidad virtual. El mundo es feo, la virtualidad no. El mundo virtual gira en torno a un universo gigantesco llamado el Oasis. Allí, tanto el protagonista, y un número incontable de personas pasan sus horas, con una personalidad diferente a su vida real, jugando, peleando, compitiendo, teniendo sexo, interactuando en una vida social virtual. El genio creador de este infinito universo con diferentes escenarios es James Halliday. A su muerte, Hallyday deja toda su fortuna y su empresa a quien en ese mundo inabarcable consigue encontrar las tres pistas que lo conduzcan a un Easter Egg, que, como su nombre lo indica, está escondido en algún lugar al que solo se podrá tener acceso obteniendo las tres pistas. Una propuesta de estas características, tan antigua como la más antigua de las aventuras, se ha visto y ha funcionado muchas veces en la historia del cine. Las tres pistas, que dividen sin problema a la película en tres actos, como lo indica la estructura tradicional que Steven Spielberg respeta a rajatabla. Y acá empieza una combinación rara entre el clasicismo absoluto del director y la apertura hacia las nuevas formas narrativas del cine comercial actual. Si pensamos en los films más taquilleros de Steven Spielberg y los comparamos con el cine taquillero actual, queda claro hasta qué punto el lenguaje del cine ha evolucionado o por lo menos ha cambiado. No es ni bueno ni malo, simplemente ha cambiado. El cine tiene más de ciento veinte años pero está claro que en la primera mitad de su historia, tuvo más cambios que en la segunda. Mientras que las décadas iniciales consistieron en entender el potencial del lenguaje narrativo audiovisual, con los años la narración clásica se impuso, se depuró en su período industrial y fue la forma elegida por el público de todo el planeta. Las excepciones no hicieron otra cosa más que confirmar la regla. El primer golpe fuerte para el cine fue la aparición de la televisión, que lo llevó hacia dos extremos opuestos: copiarse del nuevo formato o buscar diferenciarse todo lo posible de él. Como sea, el cine ya no volvió a ser el mismo. Luego otros lenguajes comenzaron a competir con la estética cinematográfica. El lenguaje del cine publicitario en los sesentas con su estética acelerada y efectista; el registro documental que dejó su marginalidad y empezó a incorporarse a las películas, llevando hasta el cine más comercial las ideas de realismo; el videoclip, que se fue imponiendo poco a poco en las películas, resolviendo las viejas escenas de montaje con un tema musical; y también los videojuegos, que desde sus comienzos fueron material importante para las películas. Ninguna de estas capas ha desaparecido del lenguaje del cine, pero el videojuego es, a diferencia de las otras mencionadas, la que más divide aguas entre los que conocen el lenguaje y los que no tienen la más remota idea de lo que se trata. Queda pendiente analizar hasta qué punto el mundo actual de las redes sociales y el avance tímido pero no finalizado de la realidad virtual marcará a las futuras películas. Ready Player One es, desde el título, un film conectado con los videojuegos en particular y con la cultura pop (de popular) en general. Los videojuegos, los comics, la animación, el cine de terror, la ciencia ficción, la música pop y todos aquellos que han quedado siempre han sido menospreciados, marginados de la alta cultura mientras se iban transformando en la fuerza cultural más poderosa de varias generaciones. Es fácil ver a esta película como un carnaval autoindulgente y un homenaje demagógico a todos esos consumidores de cultura popular. Entre esos consumidores están, claro, los seguidores del cine de Spielberg previos a sus películas prestigiosas. Por suerte Spielberg evita que la película sea eso y ese homenaje es, en todo caso, la superficie de la película. La parte más irrelevante y, por lo tanto, no alejará a los espectadores que no hayan estado con dicha cultura en las últimas décadas. Un dato curioso: lo más universal y movilizador que tiene la película en lo que a cultura popular se refiere son las canciones. Es el momento para decir que la porción principal de la cultura que la película toma es la década de 1980. Los ochentas, como por ahora le seguimos diciendo sus contemporáneos. Mencionamos las revoluciones y avances en el cine, sin duda en la década de los noventa ocurrió el último gran avance formal del cine, tan grande como el sonido y el color: el cine digital. La aparición de los efectos digitales, que primero animaron terminators y dinosaurios, hoy permite construir todo tipo de universos, desde los más inverosímiles a los detalles más realistas de una calle o un paisaje. Ready Player One lleva a su máxima expresión este aprovechamiento y es una verdadera invitación a que se aproveche estos mundos virtuales que conocemos de los videojuegos pero que hoy forman parte de casi todo el cine taquillero. Una enorme cantidad de películas, más de las que nosotros creemos, están filmadas cada vez en mayor proporción con escenarios y personajes virtuales. Las posibilidades del cine son infinitas, mayores incluso que la imaginación de los espectadores. El videojuego entendió hace rato esa posibilidad y combina de forma asombrosa todas las posibilidades que permite la virtualidad. Una película no puede competir contra un videojuego, que genera una forma de entretenimiento mucho más inmersivo. El 3D y las pantallas IMAX han buscado impactar con todo lo que tienen al espectador, pero jugar un juego es algo distinto. Ready Player One es la representación de ese mundo gamer que avanza y que domina el mercado del entretenimiento a la vez que desafía a los géneros cinematográficos y su verosímil. Pero Steven Spielberg no es un realizador virtual ni está a la vanguardia del entretenimiento actual. Spielberg hoy es lo que en su momento fueron Howard Hawks, John Ford y Alfred Hitchcock –por citar tres clásicos indiscutibles- en la década del sesenta. Los mejores directores, los superiores al resto, luchando por su lugar en un mundo que ya había cambiado. Por supuesto era Ford quien más se daba cuenta de que su época había quedado atrás. Seguía siendo mucho mejor que los demás directores nuevos que lo rodeaban, pero no estaba en el centro. Spielberg vive la misma situación. Ready Player One no va a ser el récord de taquilla que fueron, por ejemplo, Los cazadores del arca perdida y Jurassic Park. Spielberg se ha volcado a otra clase de films, cercanos a este momento de su carrera, como Puente de espías o The Post. Pero eso no impide que el entretenimiento festivo y espectacular de su nueva película no contenga una mirada personal y una serie de reflexiones acerca de su propio legado como artista y su legado como tal. Si en la película el protagonista se llama Parzifal y busca un Santo Grial, también hay una generación buscando a sus referentes culturales y, entre ellos, aquel genio que creó Tiburón, Encuentros cercanos, E.T., Indiana Jones, Jurassic Park y produjo Volver al futuro, Gremlins y muchas otras películas y productos audiovisuales que hoy forman parte de nuestra cultura y nuestra vida cotidiana. Steven Spielberg está preocupado por su legado, en un mundo cambiante y acelerado. En la línea de sus personajes de millonarios y visionarios, Hallyday busca que el entretenimiento fuera de serie, incomparable, que Spielberg ha dejado, no sea un impedimento para conectarse con otras experiencias y una mirada más directa con el mundo. En eso Ready Player One no tiene la más mínima intención de juzgar al mundo virtual, al contrario, pero lo ve más como un reemplazo de la televisión, la historia, la literatura y el cine que un enemigo de las ideas o los sentimientos. Los amigos virtuales en la película son finalmente amigos reales, la conexión entre ellos no es falsa y cuando se conocen se concreta. Incluso la virtualidad es una manera sin prejuicios de conocer gente, más allá de su raza, su cultura, su belleza exterior. La película (Spielberg) se preocupa por su herencia y pensar en todos aquellos que solo vivirán a través de sus películas. Está claro que este debate está planteado en términos de aventura, con una perfección visual que asombra y deslumbra, más allá de cualquier oscuridad. Sin embargo el competidor que tienen los protagonistas del film es una forma adocenada, sin corazón, de hacer las cosas. Allí Spielberg expresa su mirada crítica de una industria que apuesta a una eficacia sin matices, pero sin imaginación, sin riesgo, sin aventura artística. Sí, hay un gran homenaje a la cultura popular, pero jugar a descubrir referencias no alcanza para hacer una buena película y Spielberg lo sabe. En el corazón de Ready Player One hay mucho más. Esa cultura es en parte nuestra cultura, ni peor ni mejor, y aunque al día de hoy no tiene el prestigio que se merece nos ha formado. Desde las más antiguas leyendas de aventura hasta el más nuevo de los videojuegos, todo eso forma parte de nuestra mirada del mundo y nuestra comprensión de lo que allí pasa. El sabio Spielberg, el mejor director de cine en actividad, aun se sigue preguntando por esas historias y el vínculo que él y nosotros tenemos con ellas.
Por los jardines de Londres. Sherlock Gnomes y su fiel asistente Watson luchan contra el malvado Moriarty en el Museo de ciencias naturales de Londres. En paralelo, Gnomeo y Julieta se mudan a dicha ciudad junto con otros enanos de jardín. Básicamente, casi todo el elenco de esta comedia de aventuras para chicos, está formado por enanos de jardín. Salvo Sherlock, Watson y un par de personajes más, el resto tiene la forma de los conocidos adornos que han engalanado o no tanto, los jardines del mundo. Pero también hay algunas gárgolas, el mencionado Moriarty y también un importante número de gatos de la suerte (Maneki-neko) japoneses que, como todos saben, habitan en los barrios chinos del mundo, al menos los que están fuera de China. El destino de todos los personajes se entrecruzará y el famoso detective deberá resolver el complicado caso que se le presenta. La película, un tanto eufórica, pasa de una escena ruidosa a otra, como teniéndole miedo a los momentos de silencio o tranquilidad. Aun así, la aventura funciona, tiene unas vueltas de tuerca sorprendentes y un clímax en el Tower Bridge que muy entretenida. Si encuentran una versión en idioma original, el balance será positivo y marcará la diferencia, porque el elenco de voces es espectacular. Johnny Depp, James McAvoy, Emily Blunt, Chiwetel Ejiofor, Michael Caine, Maggie Smith, para mencionar a los más importantes. Y finalmente, pero no menos importante, si esta disparatada aventura con figuras de jardín convertidas en héroes tiene una utilidad, es la de presentarle a una nueva generación a Sherlock Holmes, la enorme creación de Arthur Conan Doyle. El más grande detective de todos los tiempos también puede ser admirado por los más chicos