La opera prima de Pablo Falá recibió el premio al mejor largometraje de ficción en el Film Festival de España, participó del Indie Filmmakers Fest de Madrid y Barcelona, y es la primera película cordobesa con autodescripción para personas ciegas. Paraíso trata de un posible reencuentro cuyo escenario es el hermoso paraje de Traslasierra, Córdoba. Sofía volvió recientemente de Europa y se ha instalado en esa casa de veraneo. Invita a Lautaro, un viejo amigo o conocido de Sofía. El estatuto de esa relación es ambiguo y poco se sabe de la prehistoria de ambos. El conjunto se termina de configurar con dos personajes más (¿residentes? ¿turistas?): Clara y Franco. No es nada nuevo emparentar el cine independiente contemporáneo con la estética del realismo. Hay una clara línea de continuidad entre lo que fue el cine moderno de la década del 60, descrito en ¿Qué es el cine? del crítico y teórico francés André Bazin, y la herencia de este cine contemporáneo que trabaja en los márgenes del cine de industria. Bazin celebraba la idea de dejar que la realidad de la puesta en escena se devele, el dejar fluir del tiempo y el registro de ese devenir en el celuloide. A pesar de que algunas condiciones -particularmente las relativas a la manera de registrar las imágenes- han cambiado, el gusto por el no decir o, mejor dicho, el gusto por cultivar la paciencia a la espera del acontecimiento, está muy arraigado en la actualidad. A decir verdad, lo más común en el marco del cine argentino independiente es el trabajo sobre estos límites, la micro historia o el pequeño registro de la incomodidad, antes que narrar una historia con acciones contundentes. En principio, estas estrategias de narrar lo mínimo pueden ser un acierto, pero no hay que olvidar que esta modalidad ya la hemos visto muchas veces. El propio Falá ha comentado en alguna nota que está más interesado en un cine que haga preguntas más que ofrecer respuestas. Lo cierto es que, como parámetro, resulta una idea celebrable. Pero, si tal es el caso, tal vez convenga revisar cuáles son las preguntas que el cine está ofreciendo al espectador o, en otros términos, con qué elementos trabaja para que, a través de estos, los espectadores puedan formular interrogantes sobre la experiencia que se exhibe. Paraíso es una película muy prolija desde varios aspectos, particularmente los que atañen al trabajo de los técnicos: la impecable fotografía de Córdoba las imágenes, que es de alguna manera descripta en el marco del guion cuando Lautaro le señala a Sofía que las sierras exhiben el efecto de la perspectiva atmosférica. Imagen, sonido, música, movimientos de cámara impecables al tiempo que contrastan con cierto desarreglo que padecen los personajes; hermosos al tiempo que defectuosos. Perfectamente imperfecta, Paraíso, no es apta para los que quieran disfrutar una película que le regale una trama de obstáculos y problemas claros, en los que el nudo y el desenlace no trae complicaciones. Tampoco será celebrada por quienes tengan ganas de ser movilizados por el suspenso, o la interrogación evidente. Pero sí será disfrutada por aquellos espectadores abiertos a una idea de la experiencia de vida como una circunstancia que cada tanto trae incertidumbre y vacíos inexplicables, y que no existe ningún paraíso terrenal que logre contrarrestarlos. PARAÍSO Paraíso, 2018. Dirección y guión: Pablo Falá. Intérpretes: Marina Arnaudo, Fabio Camino, Sofía Lanaro, Ernesto D´Agostino. Dirección de fotografía: Ulises Rodriguez Pomba, Rodrigo Zaya. Producción: Julián Palacios, Marcos Mossello, Marino Arnaudo. Másallá Productora. Duración: 64 minutos.
En este tercer largometraje de Laura Casabé, después de El hada buena, una fábula peronista (2009) y La valija de Benavidez (2016), la directora indaga por primera vez en el género de terror ambientando la historia en una selva misionera salvaje de comienzos del siglo XX. La película, que ya se había estrenado oportunamente en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, podrá disfrutarse en la nueva modalidad de autocine (San Isidro) además de en CineAr TV. Antes de la primera escena, Los que vuelven hace referencia a un ser, entidad, figura mítica de los guaraníes. Se trata de la Iguazú y es definida en estos términos: “Desde el inicio de los tiempos ella habita el corazón del monte. En cada gota de agua, es dadora y destructora a su capricho y voluntad. Sabemos que invocarla está prohibido. Y romper ese pacto trae consecuencias”. Esta leyenda local es la estructura que determina sucesos provocados sin duda por su llamado y consecuencias posteriores, pero también todo lo que acontece en las relaciones entre ese pueblo originario y sus opresores terratenientes. Mariano (Alberto Ajaka) y Julia (María Soldi) son un matrimonio poseedor de una plantación de yerba mate. La relación entre mensúes originarios de la zona y los descendientes de colonizadores resulta de una tensión que prepara el caldo de cultivo ideal para la emergencia de lo ominoso y lo siniestro. Con pocos recursos, la directora logra generar ambientes y atmósferas que van desde la sensación de opresión a la emergencia de un terror más basado en la sugestión que en lo monstruoso como algo palpable. A este vínculo central, se suman la relación entre Kerana -interpretada por Lali González, actriz de 7 cajas-, y Julia, así como entre Kerana y Mariano. Esto complejiza y enriquece la trama histórica ya que permite adentrarnos en el rol que la mujer eurocéntrica y nativa desempeñan en la época. No estamos adelantado ningún misterio al hablar de los muertos que retornan. No está aquí el suspenso de la película, además de que resulta ser un elemento presente desde los primeros minutos. ¿Qué estatuto darle a esa entidad en este film de época? El muerto que retorna y reclama, puede ser también aquí la historia de un pueblo que se revela y hace del victimario la víctima, como si pudiera fantasearse un final diferente para los pueblos originarios luego de la Conquista del Desierto. Pero también, ese no muerto es la manifestación de la delgada línea entre la civilización y barbarie, como si se tratara de dos polos intercambiables. Lo interesante es que las lecturas respecto del estatuto del muerto que regresa es de una amplitud inquietante que no se agota en dos o tres opciones. Está claro que no son zombies al acecho, ni siquiera podría decirse que la venganza está como prioridad en todos ellos. En definitiva, esos seres ya estaban muertos en vida y también son la representación que el hombre blanco ya tiene de ellos (los salvajes) antes de que sean muertos que reviven. Metáfora y figuración, por un lado, literalidad por el otro, Los que vuelven combina de manera eficiente lo histórico y social con las pautas del género de terror y de suspenso. Si se demanda a la película una adscripción al realismo social, el espectador podría sentirse decepcionado si el explotado está caracterizado de una manera demasiado fantasiosa –poseído por la Iguazú digamos-. Al contrario, si solo se le exige a la trama monstruos y muertos, se perderá la dimensión histórica que la historia retrata. Así que no hay que dejarse engañar con la idea de que se trata de un film de género (terror) que invita a una modalidad de recepción clara. Al contrario, dejemos las expectativas en casa y sorprendámonos en el espacio abierto del autocine. LOS QUE VUELVEN Los que vuelven. Argentina, 2019. Dirección: Laura Casabé. Intérpretes: María Soldi, Lali Gonzalez, Alberto Ajaka Guión: Paulo Soria, Lisandro Bera, Laura Casabé. Montaje: Luz López Mañe, Daniel Casabé. Diseño de sonido: Santiago Fumagalli. Dirección de fotografía: Leonardo Nermo. Producción: Alejandro Israel. Música: Leo Martinelli. Productora: Aji Molido. Co-producción: Lo que quedaba films, Mostra, Monte Cine. Duración: 92 minutos.
La ópera prima de la realizadora chilena Karin Cuyul construye una trama documental donde, desde la propia subjetividad, se reconstruye sucesos traumáticos que atañen al fin de la dictadura chilena y la tardía emergencia de la democracia. Pero Historia de mi nombre, no teje su relato alrededor de la historia de Chile, sino que lo hace alrededor de la construcción de la identidad de la directora, atravesando un sinfín de fragmentos de recuerdos, archivos dispersos, entrevistas a sus familiares y el interrogante alrededor de la figura de Karin Eitel, prisionera de guerra durante la dictadura. Lo único que la realizadora sabe de su alterego, es que su interrogatorio fue televisado a fines de la década del 80 en un horario prime time y que es el motivo por el cual sus padres le adjudicaron el nombre de Karin. Desde este punto, la directora realiza un periplo cuyo trayecto se parece más al armado de un rompecabezas de piezas rotas que a un camino con un comienzo y final claro. Imágenes de Antofagasta, Agoní, Queilén, todos espacios en los cuales Karin Cuyul ha transitado en su infancia, son acompañados por una voz que narra sucesos que signaron el pasado: el incendio del hogar, el encuentro con el padre de Karin Eitel, la relación con sus padres y la escuela, etc. En esta reconstrucción se hace difícil distinguir el recuerdo real de la construcción de una memoria aprehendida. Por ello, a pesar de rozar lo histórico, el documental es un relato sobre la construcción de la identidad, la subjetividad y la memoria individual. ¿Cómo y por qué recordamos aquello que duerme en la memoria? ¿Cómo opera esa memoria involuntaria que se impone con un recuerdo que no sabíamos que teníamos? Y, ¿qué tiene que ver todo esto con saber quiénes somos? Pero habíamos comenzado diciendo que en este documental también se reconstruyen sucesos relativos a la última dictadura. Y así es, ya que la manera en que esa representación de lo particular cobra vida -¿qué relación hay entre Karin Cuyul y Karin Eitel?-, lo general e histórico se impone y se hace evidente que nos atraviesa y nos constituye. Uno mira este documental y se pregunta ¿para qué filmar, documentar lo personal? En un punto, la pregunta de la madre, al ser entrevistada, es similar: ¿qué espera encontrar su hija removiendo todo aquello del pasado? Historia de mi nombre apunta a rescatar la memoria entendiendo al flujo de la vida como algo que está permanentemente acechado por la idea de la desaparición, aunque también resistiendo a ese acecho. Todo desaparece dice la realizadora de manera recurrente: la casa arrasada por el fuego, las construcciones en ruinas, la figura de su abuela a la lejanía, las imágenes en la memoria, las fotos, los pueblos extinguidos por tsunamis, terremotos o procesos sociales. El flujo es ese, siempre. Queda en cada uno resistir el asedio del olvido o abandonarse al placer de la distracción. HISTORIA DE MI NOMBRE Historia de mi nombre. Chile, 2018. Dirección y guión: Karin Cuyul. Producción: Joséphine Schroeder, Karin Cuyul, Dominga Sotomayor, Ana Alice de Morais. Montaje: Nicolás Tabilo. Dirección de sonido: Roberto Collío. Dirección de fotografía: Felipe Bello.
Lejos de casa, tercer largometraje de la directora María Laura Dariomerlo, retrata de manera intimista un fragmento de la vida de Florencia (Cumulén Sanz), una joven con tendencias adictivas que solo busca su lugar en el mundo. Florencia estudia fotografía en un terciario, vive con su padre y la nueva pareja de éste. En apariencia lleva una vida con algunos excesos -alcohol y drogas- cuya causa resulta difícil de determinar, aunque el relato por momentos da algunas claves o hipótesis: ausencia de una figura maternal fuerte, sentimiento de desplazamiento por la búsqueda de un nuevo hijo por parte del padre. Desde este lugar, sin pretender construir una historia que venga a “explicar” el ABC de todo exceso, Lejos de casa tiende a ser más descriptiva que narrativa. Es una apuesta idónea en tanto que intentar dar cuenta de los motivos precisos por los cuales un individuo elige el exceso como recorrido de vida, generaría otra película en donde el foco tal vez sería la propia sustancia y no tanto la riqueza y complejidades de los personajes. Frente a un cuadro de impotencia, el padre decide enviar a Florencia a Pinamar, lugar en donde Diana -madre de Florencia- vive y se desempeña como médica. Pero la joven no está “lejos de casa” porque se encuentra ahora en un pueblo de la costa, Florencia no puede determinar dónde y qué es ese espacio simbólico del hogar, que indirectamente también remite a la infancia. Le expresa a su madre “no soy una pendeja” pero sus acciones no superan la madurez de una chica de 15 años: al consumo desmedido, se suma pegar chicles debajo de la mesa de la madre, llamar a los padres por su nombre cuando está enojada, lo cual implica trasladar su problema al desempeño de los roles paternos y maternos, etc. En la costa conoce a Sebastián -con quien entabla un romance- y Lunguito -quien le provee de algunas drogas-. Estos personajes funcionan, de alguna manera, como el ayudante y antagonista respectivo de la historia y, aunque se deja entrever que hay un vínculo entre ellos, la película se niega a revelar el estatuto de esa unión. Entre paseos en bicicletas y caminatas por el pueblo, la playa, el bosque, etc. Florencia va registrando con su cámara analógica algunos de los personajes que se cruzan por su camino. En un mundo digitalizado, la incipiente fotógrafa elige el soporte de celuloide, el viejo rollo que atrapa las huellas de luz, índices que le permiten registrar la realidad. Resulta casi una paradoja que compulsivamente se intente conectar con el mundo, a través de las imágenes de su cámara, al tiempo que se pierde en sus excesos y en la desconexión de sus deseos. Hacia el final se verá cuál de estos polos tiene más peso que el otro. Para entender el verdadero sentido de la historia es necesario llegar a dos de las escenas finales que no revelaremos pero podemos adelantar algunos aspectos. La anteúltima escena, sin duda, explica el título de la película, mientras que la última, gracias a una pequeña cita u homenaje a Love Story (libro y película), expresa que el camino no siempre es del amor y la vida a la muerte, sino que puede ser también a la inversa. LEJOS DE CASA Lejos de casa. Argentina, 2020. Dirección: María Laura Dariomerlo. Intérpretes: Cumulén Sanz, Gabriel Gallicchio, Ana Celentano, Abel Ayala, Daniel Kuzniecka. Guión: Javier Martínez Foffani. Montaje: Javier Favot. Música original: Hernán Matorra. Dirección de fotografía: Adrián Lorenzo. Productora: 3 Mentes.
Se estrena en Cine.Ar TV el viernes 28 de agosto a las 18 y repite el sábado 30 a las 6.00 y a las 12.00. También a partir del 28 de agosto en la plataforma Cine.Ar Con este segundo largometraje de Carina Sama va tomando cuerpo esta trilogía documental de temática trans que se completa con Madame Baterflai (2013), ganadora de varios premios y menciones en diversos festivales, y La paloma, actualmente en producción. Uno de los primeros pensamientos que surgen al ver la historia de Malva, protagonista de esta historia, es que se ha convertido en un lugar común que las mejores historias argentinas son narradas en un formato documental. No se trata de ponernos melancólicos pero que grandioso fue participar de ese cine argentino de ficción incipiente de fines de siglo pasado que aprendía del formato documental y hacía uso de sus recursos estéticos (gran parte del llamado Nuevo Cine Argentino da cuenta de ese proceso) y por otro lado, que bello también la manera en que el documental acompañó esa inversión de roles produciendo documentales que no temían hacer uso de estrategias ficcionales ni de incluir la subjetividad del realizador. El referente más claro en este sentido, de seguro es la producción de Andrés Di Tella. Ahora bien, frente a estos movimientos narrativos, que ya tienen más de 20 años y que continúan, es válido preguntarse por dónde pasa hoy los aciertos documentales o, más que aciertos, los nuevos logros. Con nombre de flor realiza un racconto de la vida de Malva en un montaje de declaraciones de la protagonista, encuadres en escorzo, declaraciones en off de la propia realizadora, archivo de fotos personales e íntimas conjugados con archivos proveniente de los medios de comunicación de la época, condensados en unos pocos 62 minutos pero que contienen casi un siglo. En síntesis, lo que implicó vivir en sociedad durante el siglo XX siendo puto, homosexual, transexual o travesti (las especificaciones son irrelevantes en una época en donde la supervivencia prima más que la tipificación dentro de una minoría) ¿Qué es lo muestra realmente esto? Que el documental está narrando esas historias con las que no solo estamos en deuda, sino que son las que nos atraviesan actualmente como sociedad. Como señala el filósofo francés Jacques Rancière, en toda sociedad hay un reparto de lo sensible y que siempre hay algo que queda afuera de ese reparto. Algunas veces fueron los esclavos, pueden ser los inmigrantes ilegales, los refugiados y, desde ya, las minorías. Por supuesto, una historia, como la de Malva, merece ser narrada y escuchada en cualquier momento, pero de seguro tendrá mayor impacto si ese “excluido” del reparto tomó la palabra en algún momento y generó una escena de disenso. Porque cuando eso sucede se hace visible socialmente y es viable un cambio de percepción y de aceptación de la diversidad. Lo dicho anteriormente explica por qué el documental puede lograrse o puede ser escuchado con mucha mayor fuerza que si se hubiera filmado en el siglo XX, aún en democracia. Pero no explica por qué Con nombre de flor es en sí interesante. La historia de Malva permite dar cuenta de ese contexto previo al de una minoría que aún no tomó la palabra y en donde, desde cierta lógica no hay mucha distinción entre los gobiernos de Perón, Rojas, Aramburu, Onganía, Videla o, lamentablemente, Alfonsín. Considerar que un grupo de argentinos, que no estaba cometiendo un delito, pero aún así era plausible de ser llevado a la cárcel de Devoto con el argumento que fuera necesario (embriaguez, orinar en la vía pública, ostentación de diferencia sexual, etc.) no es simplemente “triste”, es entender que no existía distinción en la percepción entre procesos de dictadura militares y procesos democráticos para cierta franja social. Hacia el final, la directora se pregunta “¿Cómo filmar lo que no se quiere ver ni escuchar?”. Una posible respuesta es que no se puede porque filmar es ver y escuchar, y mientras estemos ciegos y sordos, mientras no se haya generado una escena de disenso, mientras alguien no haya decidido tomar la palabra y generar un quiebre, será muy difícil hacer una representación con todo ello. Pero el formato documental parece estar a la cabeza respecto de lo “filmable”, un paso adelante respecto de lo que puede ser filmado. Pareciera que escuchan y ven mejor. Alguien podría decir que ficcionalizar la historia de Malva hubiera implicado una producción monetaria desmedida que hubiera demandado la reconstrucción de época de varias décadas. Seguramente, pero así y todo sigue siendo cierto que las preguntas que decide hacer Con nombre de flor escasean en la ficción. Con respecto a los detalles que narra la protagonista en relación a la creación de MUA (Maricas Unidas Argentinas), los tormentos persecutorios de las autoridades, la operatividad del Tigre como espacio de refugio, el rol del Carnaval, las cuestiones relativas a la identidad de género, son aspectos que es mejor conocerlos de primera fuente. Siéntese y ponga PLAY. CON NOMBRE DE FLOR Con nombre de flor. Argentina, 2019. Dirección y guión: Carina Sama. Producción: Sofía Toro Pollicino, Carina Sama. Edición: Camila Menéndez. Sonido: Diego Beremblum. Música original: Félix Sama. Animación: Hernán Bressan.
Se estrena el 17 de agosto en Cine.Ar Aun año del fallecimiento del director y maestro José Martínez Suárez, se reestrena este documental, originalmente proyectado en 2015 en el marco del 17º BAFICI, y que gira en torno a una de las figuras emblemáticas del cine argentino. En la primera escena vemos un fragmento de Noches sin lunas ni soles (1984) de Martínez Suárez, donde Ana (Luisina Brando) le propone a Cairo (Alberto de Mendoza) huir a Villa Cañás. Es evidente que si los personajes hubieran hecho esto, la película hubiera evadido su desenlace y, por tanto, al género policial. Esta posta es la que toma Hermida para realizar este homenaje a quien fuera su maestro filmando el documental enteramente en Villa Cañás, ciudad que vio crecer al realizador, así como a sus hermanas, las famosas Legrand. Pero la apuesta de Cine de pueblo es mayor ya que no se trata solamente de gestar un documental que abre y cierra sobre la figura de Martínez Suárez. En principio, el objetivo pareciera ser doble. Por un lado, registrar el proyecto itinerante de llevar el cine a los pueblos que han visto cerradas sus salas cinematográficas; tal es el caso de Villa Cañás y su cine “Dante”. Por otro lado, registrando ese proyecto, se traza un viaje al pasado que emprende el mismo Martínez Suárez al volver a su ciudad de la infancia acompañado de otros directores como Mario Sábato, Christian Bernard y Hermida. Claro que un objetivo implica al otro. Pero se entiende que estos objetivos iniciales, muy bien logrados, son superados en los resultados finales. Al registrar esa interacción entre Martínez Suárez y las nuevas y viejas generaciones de Villa Cañás, al escuchar muchas de las afirmaciones del director sobre lo que implica el trabajo de un cineasta, de lo que debería ser o no el cine, al enfrentar al espectador con las imágenes de archivo que se articulan con el presente del documental -la mayor parte de ellas, escenas de las películas de Martínez Suárez-, el resultado es un homenaje al cine en todas sus dimensiones. No en vano, el veterano realizador cita a Tolstoi: “Si quieres ser universal, habla de tu aldea”. Lo cierto es que hubiera resultado muy difícil hacer un homenaje a Martínez Suárez sin hacer indirectamente un homenaje a la historia del cine. En Dar la cara (1962) ya había realizado una dura crítica al cine comercial y es sabido que Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976) es un homenaje a Sunset Boulevar (1950), la película de Billy Wilder que ya de por sí es una celebración a lo que fuera el cine mudo y el primer star system. Por lo tanto, el documental de Hermida induce esa lógica de alusión dentro de otra, que a su vez se encuentra dentro de otra. Esta dimensión, que desde la perspectiva de esta cronista es la más hermosa del film, no está contemplada enteramente en su título el cual responde solamente a los propósitos del proyecto de cine itinerante de este grupo de directores. Como sea, voluntariamente o no, este breve documental no es de pueblos ni de aldeas, gira alrededor de una figura que retorna y en ese flashback -porque volver espacialmente al origen también es un flashback en el tiempo- encuentra lo grande, lo colectivo, el cine como máquina de argumentos que no tiene fronteras. Tal vez, tenga una impronta un tanto melancólica, pero así y todo Martínez Suárez no obtura del todo la mirada al futuro. En una de las entrevistas finales que le realizan alumnas de una escuela primaria de la localidad, señala: “No creo que todo tiempo pasado haya sido mejor. Decimos que todo tiempo pasado fue mejor porque la memoria es selectiva. Pero creo que nuestro futuro se ve… peligroso”. Frente a esto, Mario Sábato repregunta (o reafirma) como si él también estuviera siendo entrevistado o como si quisiera ayudar a su maestro a encontrar la palabra exacta: “¿amenazador?”. Los directores hablan de la vida, de los intereses de las nuevas generaciones, pero como es difícil, cuando se trata de Martínez Suárez, escindir cine y vida, cabe la pregunta para ambas dimensiones. Mientras tanto, el grupo itinerante apuesta a seguir adelante, eligiendo los cortos de Pixar para la reapertura del cine Dante en Villa Cañás. CINE DE PUEBLO, UNA HISTORIA ITINERANTE Cine de pueblo, una historia itinerante. Argentina, 2015. Dirección: Sebastián Hermida. Edición: Karina Kracoff. Sonido: Santiago Rodriguez. Música: Pablo Borghi. Colorista: Osvaldo Ponce. Una producción de Hermida Movies.
El club de los 50, de Sergio Costantino Por SIlvina Rival Sergio “Cucho” Costantino es un realizador que ya hace algunos años se lo asocia a la realización de documentales que toman al rock como temática central; particularmente desde Buen día, día (2010), dedicado a la figura de Miguel Abuelo y de Imágenes paganas (2013), tomando como eje la de Federico Moura. A muchos críticos les gusta hablar del subgénero “rockumental”, que bien podría ser acertado pero ciertamente nada dice respecto de decisiones que, de manera ineludible, todo realizador debe tomar, y esto independientemente del motivo narrativo en cuestión. Efectivamente, en términos generales, Costantino toma como tema central la música de rock nacional, pero en El club de los 50 gira hacia algunas decisiones sorpresivas. Mientras que sus documentales previos se interesa más por figuras emblemáticas, que bien podrían subir al podio de héroes del rock nacional, en esta nueva propuesta parece estar más centrado en la supervivencia de grandes figuras que caminan en los márgenes de las producciones musicales mainstream. Músicos de pura cepa, músicos que transitan el mismo camino hace décadas -ya sean épocas de vacas gordas o de las otras-, que juegan cada tanto en las grandes ligas pero que, tal como señala Norman Ramirez, dueño de Mamita Bar, “se cagan en el éxito”. Willy Crook, Claudia Puyó, Gustavo “Vasco” Bazterrica, Ica Novo, Tito Losavio, Cuino Scornik hablan, cada uno desde la más absoluta intimidad, de uno de los oficios más antiguos del mundo. El otro ya se sabe. Los relatos de estos se intercalan con apariciones menores de otros personajes como Ricardo Maril -productor, arreglador-, Santiago Ruiz -manager- o Claudio Kleiman -músico periodista- entre otros. De esta manera, El club de los 50, se va edificando gracias a la espontaneidad de cada una de estas apariciones, a su estructura narrativa laxa, entre ensayística y testimonial, que hace de este documental una rareza que vale la pena transitar, aún cuando al espectador no esté interesado en este estilo musical, porque la película habla más de estados y sensaciones personales que del rock producido en Argentina en estas últimas décadas. Omite, acertadamente, casi cualquier vestigio de archivo, no le interesa indagar en un pasado épico y loable sino más bien retratar “personas de la música” que sobreviven en esta coyuntura que les ha tocado en suerte. El club de los 50, es un ensayo más que un documental porque lo que registra no está signado por la necesidad de “documentar”, dejar asentado, sino más bien de reflexionar libremente alrededor de una temática. Por ejemplo, para Claudia Puyó su experiencia en el mundo de la música “no es comparable siquiera con el amor de un hombre”, mientra que para Willy Crook, “el arte debería dejarte en la más completa zozobra”. Ideas, sensaciones, experiencias vinculadas con el hacer y el sentir de la música. El relato parece acompañar algo del errático transitar de sus personajes, aunque dentro de ciertos parámetros reglados. Costantini elige una división en cinco capítulos cuyos títulos son fragmentos de “Himno de mi corazón”: Sobre la palma de mi lengua /La vida es un libro útil /Nadie quiere dormirse aquí/ Nada hay que nada prohíba/ Solo por amor yo canto. De alguna manera, encuentra un relato en esa subjetividad de la experiencia que se asemeja al azar. Hay allí un himno, cual manifiesto que aúna vidas y encuentra coincidencias. Y de esto trata en realidad este anti “rockumental” de Cucho Costantini. EL CLUB DE LOS 50 El club de los 50, Argentina, 2016 Dirección y guión: Sergio Costantino. Músicos invitados: Willy Crook, Claudia Puyó, Gustavo “Vasco” Bazterrica, Ica Novo, Tito Losavio, Cuino Scornik. Montaje: Manuel García Tornadú. Fotografía: Matías Calzolari, Sergio Costantino. Duración: 78 minutos.
Entre mundos, de Miya Hatav Por Silvina Rival La temática de Entre mundos ya la hemos visto y leído varias veces en otras historias y narraciones; algunas son contemporáneas y otras son añejas pero se renuevan de en cada nuevo conflicto en el que una grieta se hace presente. El motivo literario es pequeño y poderoso: el amor prohibido. El enunciador -y el enunciatario posible- ya lo saben y por ello Miya Hatav propone un pequeño desvío para hablar de ese motivo cuyo referente más poderoso sería Romeo y Julieta. Porque, claro está, lo prohibitivo del encuentro amoroso no siempre es esa brecha que se abre entre colectividades, comunidades, familias que trazan sus fronteras por ideales de orden económico, político y religioso. También existe el amor prohibido que mira desde lejos el mito de Tristán e Isolda, el amor vedado antes que nada por ser extramatrimonial, por no responder a la institución familiar, más allá de que posea componentes económicos, políticos y religiosos que se juegan en esa incompatibilidad amorosa. Entre mundos responde más bien a esa otra brecha de la herencia familiar que se puede complacer o bien, ignorar. Bina y Meir, dos judíos ortodoxos radicados en Jerusalén, se enteran de que su hijo Yoel se encuentra internado a raíz de un atentado. El traslado a la clínica se da en simultáneo al de Amal, la pareja de Yoel de estos últimos dos años. Dado que Amal es de origen árabe, decide no confrontar con esa situación y pasa sus días en el hospital fingiendo ser la hija de otro paciente. Bina y Amal van entablando una cordial relación de entre pasillos con el fluir de los días, en tanto Yoel no logra salir de su estado de coma. La metáfora del título es más que evidente, casi spoiler podríamos decir, en lo que a la historia refiere: la incompatibilidad de un amor entre el mundo árabe y judío que no se resuelve con la distancia familiar. Más interesante es el vínculo especular que Hatav logra establecer entre este motivo narrativo y su relato cinematográfico. ¿Cómo relatar esa historia harto conocida? Y este sería el desafío de la película. De esta manera, lo más interesante radica en cómo contar más que en lo que se cuenta. Entre mundos estructura una narración también entre dos. Hay una prehistoria a la que accedemos parcialmente a través del discurso de los personajes, algunas pruebas que el padre de Yoel encuentra en su domicilio y unos efímeros flashbacks de la pareja. Esta prehistoria, que no forma parte del presente de la narración pero a la que se alude permanentemente, es el tiempo del amor falsamente libre y, por supuesto, prohibido. Hatav acertadamente decide no registrar ese momento ni tampoco el del atentado mismo. No le interesa porque no es relevante para el relato porque es la internación de Yoel la que abre el conflicto de esta historia; el film como un lugar de paso, una transición y un “entre” no resuelto. La película es el pasaje entre aquella prehistoria que mencionamos y una otra cosa, que hay que configurar pero que Hatav tampoco registrará. Entre mundos es efectivamente un relato entre lo que precede a toda historia y el destino incognosible. ¿Acaso le corresponde a Miya Hatav determinar cómo debe resolverse este desastre? Porque el film es ficcional pero nadie podría dudar que esta grieta signa indefectiblemente la vida de miles de personas reales. No tendría ningún sentido proponer un resoluciones, pero en la lógica del film, sí tiene sentido aprovechar ese pasaje entre dos cosas para reflexionar, evaluar y reubicar posiciones que la vida presente. Aunque el detonante tenga que ser la inminencia de la muerte. ENTRE DOS MUNDOS Between World Entre mundos, Israel, 2016. Dirección: Miya Hatav. Guión: Miya Hatav. Montaje: Nissim Massas. Fotografía: Rab Aviad. Intérpretes: Maya Gasner, Maria Zreik, Yoran Toledano, Toy Golan. Duración: 84 minutos.
Después de la tormenta, de Hirokazu Koreeda Por SIlvina Rival En 1994 los espectadores salían azorados del estreno de Viva el amor, el film en el que Tsai Ming-liang exhibía más que la viveza del enamoramiento, su decadencia, hastío, desilusión. Esto, más los restantes sinónimos que al lector se le presente y que sean socialmente condenados al ser vinculados con lo afectivo. La genialidad -sí, porque Tsai Ming-liang lo tiene casi todo- radicaba en la ocurrencia del título, la paradoja de la incomunicación imperante en toda relación amorosa, real o potencial. No importa la tristeza de la escena, la bajeza, la mediocridad de los personajes, poco importa tampoco que lo que se exhibe no representa el grito del amor al que apela el título del film. ¿Realmente no importa? Eso nos preguntábamos hace más de 20 años a la salida de la sala. ¿Por qué nos miente Tsai Ming-liang? Lo cierto es que la película no mentía, solo narraba la paradoja, exhibía la necesidad de la existencia de la ilusión de que el amor arrasará con todas las penas o que estas son un preámbulo a su llegada. Era un “viva el amor” en potencia e irreal, pero no por ello ausente del todo. ¿Acaso la representación de la desilusión no tiene sentido solo en la confrontación de la existencia de una eventual ilusión que se siempre puede corporizarse? Alguien podría decir que esta lectura es demasiado compleja, que el film dice ser una cosa y después muestra otra, al igual que acontece en Después de la tormenta. Pero, podríamos atrevernos a decir que el que pretende una lectura llana de una ficción, de seguro evitará ir al cine a ver esta película. Hirokazu Koreeda, parece haber entendido la clave de Viva el amor hace rato. El entendimiento no transforma su trabajo en algo genial, pero esa claridad lo posiciona como un excelente realizador. Por todo lo expresado, es claro que la atención está puesta más en el “después de” que en la “tormenta” que se avecina. Su personaje central Ryota, representa de manera acertada lo que se comprende como fracaso. Ryota se emparenta más con esa figura que con la del mediocre en tanto ha dejado morir su prometedora carrera de escritor, luego de haber sido premiado hace catorce años con su ópera prima. Sus pocos recursos, que obtiene trabajando como detective privado en una agencia -de qué puede trabajar un fracasado sino de tomar registros del derrumbe de la vida de otros-, los regala apostando en las carreras, en las máquinas tragamonedas o comprando billetes de lotería. Esto lo lleva a no poder sostener la cuota alimentaria de su hijo y endeudarse con su ex esposa Kyoko, de la cual obviamente nunca quiso separarse. Ryota no es mediocre sino que invierte toda su energía en fracasar y es bastante eficiente en lograr ese objetivo. Pero al igual que en Viva el amor, los deseos no son tan monocromáticos. Ryota hace de su fracaso el potencial peldaño de la buena suerte, como todo ludópata por cierto. Mientras tanto, todos esperan que el famoso tifón anunciado por el servicio meteorológico haga su aparición. El efecto del título de la película tal vez difiera un poco en relación a la provocación de Tsai Ming-liang, pero algo de su enseñanza persiste. Mientras que el director chino apela a metáforas que siempre tienen un efecto más parecido al trabajo de una motosierra, el japonés conserva la intimidad y pureza de la escena tal como se viene trabajando desde Ozu. Ambos realizadores contemporáneos apelan a la paradoja a pesar de que el estilo gráfico y narrativo de sus metáforas los alejan, y por otro lado, no hay duda de que ambos son realizadores que enseñan al espectador a ver. Pedagogía de la imagen, pedagogía de la mirada: una vez más la persistencia del cine moderno se cuela en el cine oriental para volver luego a Occidente por la puerta grande de Cannes. DESPUÉS DE LA TORMENTA After the Storm, Japón, 2016. Dirección, guión y montaje: Hirokazu Koreeda. Producción: Patrick Roy. Fotografía: Yutaka Yamazaki. Música: Hanaregumi. Intérpretes: HIroshi Abe,Kirin Kiki, Yôko Maki, Lily Franky , Isao Hashizume, Sôsuke Ikematsu, Satomi Kobayashi, Taiyô Yoshizawa. Duración: 117 minutos.
Los trabajadores de la danza, de Julia Martínez Heimann y Konstantina Bousmpoura Hacia finales del siglo XIX, tanto la figura del artista, su posición dentro del campo cultural, así como la definición misma de arte que ejecutaba, eran puestas en revisión. Reflexionar sobre el arte, o bien, que el propio artista pase revista de su trabajo no es en sí algo nuevo, aunque sí lo era definirse en función de los restantes espacios sociales, como lo es el político o económico, delimitar las fronteras de lo que es un campo artístico y, fundamentalmente, aprender a legislar en materia de estética. Todo este proceso, que comúnmente se sintetiza con la idea de “autonomización del arte” obligó a los artistas de diversas disciplinas a tomar partido respecto del poder ejercido desde esferas no artísticas y por supuesto en su relación con un mercado del arte en expansión por aquellos días. Esta transición, que derivó en una efectiva independización del arte, necesitó algunos pasos intermedios. Uno de ellos fue la llamada corriente del “arte por el arte”. El artista, para afianzar su autonomía, afirmó su total desentendimiento de cualquier aspecto que no fuera el acto de ejercer el arte. Por supuesto, esto no se sostuvo en el tiempo, de haberlo hecho no se hubiera generado tal expansión del mercado artístico ni los logros en materia de derecho de autor y de luchas sindicales jamás habría tenido lugar. La documentalización de ese estado desfasado de la danza en el marco local, que Los trabajadores de la danza retrata, pone en evidencia que más de 100 años no es suficiente para que las políticas estatales comprendan que el ejercer una profesión artística no se contenta con ser realizada desde una perspectiva que nada le importa respecto de una dimensión que no sea la del amor por el arte, y que tal pretensión resulta de una anacronía absoluta. Desde esta perspectiva, el film de Julia Martínez Heimann y Konstantina Bousmpoura, narra una temática que podría decirse que supera la problemática local en relación al trabajo de un bailarín en el marco de las políticas culturales encabezadas en el 2007. Efectivamente, el marco contextual en el que emerge la historia resulta del despido de seis bailarines del Teatro San Martín por reclamar las mismas condiciones laborales que posee cualquier empleado de fábrica: una ART y cobertura de accidentes de trabajo, vacaciones, etc. Este episodio desencadena la conformación de la actual Compañía de Danza Contemporánea Argentina, dirigida en sus comienzos por estos seis bailarines, luego por tres de ellos, hasta finalmente llegar a una dirección encabezada por uno. Pero no solo se trata de mejoras laborales. El film además plantea la complejidad que surge de un proyecto que, teniendo una estructura vertical -marcada por la existencia de una instancia que dirige-, mantiene una rigurosa horizontalidad, que surge de la propuesta colectiva. ¿Qué implica el trabajo de un colectivo? ¿Dónde está la frontera y los obstáculos de una estructura horizontal combinada con una vertical? Estos son algunas de los interrogantes que surgen de esta propuesta cinematográfica. Los trabajadores de la danza es un film bello y honesto; tal vez un poco inocente en el sentido de que su guión desconoce la magnitud de la problemática que está planteando y, particularmente, la longevidad de la discusión respecto de lo que socialmente se espera de un artista, ya sea bailarín, actor o escultor. La mirada (a)histórica le da en parte su belleza, así como la composición de la imagen lograda gracias a la ejecución de los bailarines y de una impecable fotografía. LOS TRABAJADORES DE LA DANZA Los trabajadores de la danza. Argentina/Grecia, 2016. Dirección y guión: Julia Martínez Heimann, Konstantina Bousmpoura. Director de fotografía: José Pigu Gómez. Montaje: Victoria Lastiri. Intérpretes: Bettina Quintá, Ernesto Chacón Oribe, Victoria Hidalgo, Pablo Fermani. Duración: 76 minutos.