El nuevo largometraje de Alejandro Landes (Cocalero, Porfirio) presenta tantas virtudes como problemas. Tanto su cualidad desequilibrada como la clara diferenciación en términos visuales y narrativos, que surge a partir de un hecho puntual- la huida de un grupo de jóvenes hacia la jungla-, nos permiten considerar que en realidad se trata de dos films en uno. En la primera parte se repasan las vivencias de una agrupación guerrillera autodenominada «Monos», compuesta por ocho niños/adolescentes, a quienes se los somete a una serie de entrenamientos físicos y estratégicos intensos. Además se les encarga el cuidado de una doctora estadounidense (Julianne Nicholson), a quien mantienen como rehén, y de una vaca que les fue otorgada como donación por la entidad que los comanda, llamada «La Organización».
Resolver el enigma de la habitación cerrada. Esta es la cuestión que define la relación entre el escritor Luis Peñafiel (Osmar Nuñez) y el crítico literario Edgar Dupuin (Luciano Cáceres), los protagonistas de la nueva película del director Daniel de la Vega (Necrofobia, Hermanos de Sangre, Ataúd Blanco). A estos dos personajes se sumará Lupus (Rodrigo Guirao Díaz), un narrador principiante que asiste junto a ellos a un evento en el que Peñafiel expone sus apreciaciones y teorías sobre el género policial. Durante la ponencia del autor, Dupuin aprovecha para atacar su estilo literario y dejarlo en ridículo frente a todos los presentes. Esto provoca la ira de Peñafiel y lo incita a tomar la drástica decisión de entregarle al crítico el borrador de su futura publicación, en la que el novelista dice haber resuelto el arduo dilema del espacio aparentemente infranqueable. Y este tendrá la posibilidad de poner en práctica su teoría cuando un cuerpo aparezca asesinado en un cuarto cerrado por dentro, solo que esta vez el objetivo será demostrar su inocencia. A partir de ese momento en el que la resolución del homicidio se torna central, Peñafiel comienza a experimentar un estado de ceguera similar a la de su alter ego literario, el detective Boris Domenech. Este es uno de los tantos elementos que componen el «asalto» a la realidad por parte de la ficción en el film. Dicha cuestión se puede apreciar en otros detalles como, por ejemplo, el número del dormitorio en el que se hospeda Peñafiel, que coincide con el de la habitación en la que ocurre el asesinato de la mujer ciega -protagonista del relato que abre la película-, en la presencia de las máquinas de escribir como dispositivos que dejan pistas, y hasta en el nombre del gato que transita por las habitaciones del hotel llamado Boris. Sin embargo, la cúspide de este entrecruzamiento entre lo ficticio y la real se produce en el momento en el que Peñafiel despierta vestido como Espectro, el villano/asesino de sus relatos, durante la mañana en la que hallan el cadáver. Esas inteligentes decisiones de guion, junto con el gran trabajo de fotografía a cargo de Alejandro Giuliani y la banda sonora de Luciano Onetti, componen una atmósfera tan tétrica como desconcertante. Sumado a estos gestos estéticos, el trabajo con una temporalidad y una espacialidad indefinidas, además de provocar que la historia se sienta más apegada a Inglaterra de finales del siglo XIX que a Argentina de principios del XX, aportan al film una faceta entre fantasmagórica e inasible. El vínculo con la tradición británica no es un dato menor debido a que De la Vega recupera dos de los artilugios primordiales del universo literario, cercano a autores como Agatha Christie y Arthur Conan Doyle: el enigma y los procedimientos deductivos. Otros aspectos como el crimen organizado, los conflictos callejeros y el trasfondo social típicos del film noir norteamericano no están presentes aquí. Pero lejos de erigirse como una mera mueca celebratoria del acervo inglés, esta elección también encuentra sus inspiraciones e influencias en la herencia narrativa local, representada principalmente por autores como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Al mismo tiempo, existen puntos de contacto con las películas policiales argentinas de la década de 1930, sobre todo las dirigidas por Carlos Hugo Christensen y Manuel Romero. Ese diálogo con los clásicos del género no es meramente referencial, sino que también se manifiesta en dimensiones técnicas, como por ejemplo las formas casi teatrales de las actuaciones, la cualidad filosa y desafiante de los diálogos, o la gran cantidad de cliches que, lejos de resultar molestos, dotan de clase al film. Algunos de esos rasgos típicos son el uso del blanco y negro, el relato dentro del relato, el viaje en tren, la disposición de la acción en un sitio apartado y la presencia de detectives investigadores -interpretados por Daniel Migiloranza y Diego Cremonesi. La fortaleza de Punto Muerto se encuentra inclusive en la justificación de su título. Tanto el impedimento para captar lo que pasa alrededor como la incapacidad de afrontar los dilemas de la realidad mediante la lógica implementada en la ficción, además de funcionar como una urticante ironía respecto a la utilidad del oficio literario/artístico, arrastran la tensión a un escenario permanentemente impredecible e inquietante -sobre todo a partir de la constante utilización de los plot twist-. El director nunca nos sirve las respuestas en bandeja. Su gran manejo de los recursos formales le permite construir un film contundente y atrapante, que además cumple con los puntos que, según el propio Luis Peñafiel, son constitutivos de los buenos relatos policiales: la sencillez, el lugar en el que se ubica al asesino y un final predecible pero sorprendente.
Todo regreso es turbulento. Retornar al lugar de nacimiento luego de que la vida sufre modificaciones radicales, y más aún si el disparador es la muerte de un ser querido, produce un impacto ineludible. Este sentir es el que tiene que atravesar Magalí (Eva Bianco), una enfermera oriunda de Jujuy que trabaja en un hospital bonaerense, quien debe viajar a Susques debido al deceso de su madre. Esta situación no solo implica el cumplimiento de su responsabilidad como hija, que honra la memoria de su difunta progenitora, sino también la recomposición de su propio rol de madre en virtud del reencuentro con su hijo Félix (Cristian Nieva). Resulta muy interesante la forma en la que el director Juan Pablo Di Bitonto filma los primeros acercamientos entre Magalí y su hijo al exhibir al niño reticente a las muestras de afecto, y a la protagonista con una actitud titubeante y un profundo sentimiento de desorientación.
«Los detalles son todo», reza la frase que acompaña a la imagen de Dolores Fonzi en el póster de Claudia, la nueva película de Sebastián de Caro (Rocabilly, 20000 besos). Dicha consigna se aproxima a los sucesos que acontecen en el film, expone la forma en que la historia se organiza y, sobre todo, define las obsesiones de la protagonista. Esto puede advertirse desde el inicio, en el que la vemos encargándose de un evento que tiene como estrella a Mariana «Lali» Espósito, quien interpreta una canción que tendrá un peso central en los sucesos posteriores -luego ocurrirá lo mismo con el tema de cierre-. A su vez, De Caro refuerza otros aspectos de la personalidad de Claudia, y no concentra esa faceta detallista únicamente en su desempeño laboral. Para esto, traslada esa actitud compulsiva a otros momentos, como por ejemplo el velorio de su padre, en el que esta le reclama a la encargada del funeral una mayor prolijidad y esmero, sin mostrar un ápice de consternación por la tragedia ocurrida.
La represión y la opresión son compañeras. Ambas conjugan acciones y sensaciones. La gestión y el afianzamiento en términos políticos, administrativos y sociales de esta dupla de la coerción encontró algunas de sus variantes más violentas y siniestras en las últimas dictaduras latinoamericanas. Este es el trasfondo de Matar a un muerto, primer largometraje escrito y dirigido por Hugo Giménez, y producido en conjunto por Zona audiovisual (Argentina), Sabaté films (Paraguay) y Altamar films (Francia). En este se narra la historia de Pastor (Ever Enciso) y Dionisio (Anibal Ortiz), dos hombres que viven en un paraje aislado del monte paraguayo, donde se encargan de sepultar los cuerpos de algunos de los tantos asesinados durante el gobierno del dictador Alfredo Stroessner.
Los límites entre la vida cotidiana y la representación artística, en ocasiones, son difíciles de discernir. Esto sucede, sobre todo, cuando alguien que entra en el terreno de la interpretación de una ficción carga sobre sí el peso de un asunto impostergable en la realidad. Este es el eje de Baldío, la nueva película de Inés de Oliveira Cézar, quien además es co-guionista junto a Saula Benavente. En esta se narra tanto el transcurso como la desazón de los días de Brisa (Mónica Galán), una famosa actriz que debe lidiar por un lado con los límites temporales de una nueva filmación, y a la vez con las dificultades que le genera su hijo Hilario (Nicolás Mateo), quien sufre de una severa adicción a las drogas. Tanto Galván y Mateo, como Rafael Spregelburd -en el rol del director de la obra protagonizada por Brisa- y Gabriel Corrado -en el papel del padre ausente, irresponsable e insensible-, aportan matices particulares, y necesariamente disímiles. En conjunto, logran consumar el meollo dramático, a partir de la tensión entre los compromisos profesionales que deben concluirse como sea, al mismo tiempo que se transita un contexto de impotencia y malestar a nivel personal, mientras otros buscan desentenderse de toda situación delicada o dificultosa.
El orden exterior, los sonidos serenos de la naturaleza, la superficie de los días teñida de un aura pacífica, se tornan insuficientes cuando el paisaje interno se encuentra inundado de inestabilidad. Esto es justamente lo que le sucede a Clara Mains (Paola Barrientos), ilustradora y narradora de cuentos para niños. La protagonista, quien ya ha alcanzado el éxito con sus producciones, no puede tolerar más las presiones de los editores y del micro mundo del arte, en el cual no solo debe aparentar la abundancia de ideas permanente, dar entrevistas y aceptar galardones, sino también soportar que otros intenten manipular su expresión. Para salir de este atolladero, que además afecta su faceta inventiva, decide mudarse junto a su esposo Francisco (Marcelo Subiotto) y sus hijos Violeta (Violeta Postolski) y Lisandro (Oliverio Costa) a una casa en las afueras de la ciudad. Allí descubrirá que no solamente se encuentra en una situación conflictiva con su entorno, sino también con ella misma.
Llega a las pantallas argentinas The Kitchen (Las reinas del crimen), el primer largometraje dirigido por Andrea Berloff (Straight Outta Compton), uno que retoma las historias del cómic homónimo creado por Ollie Master y Ming Doyle, bajo el sello editorial DC Vertigo. En este se narra la historia de Kathy, Ruby y Claire, las esposas de tres mafiosos irlandeses, quienes a finales de los años ’70 asumen el mando de una agrupación delictiva encargada de agenciar los negocios turbios de Hell’s Kitchen, luego de la detención de sus cónyuges. Vale destacar la vitalidad que adquieren los personajes femeninos, desde el instante en el que deben sobrellevar su situación de desamparo. Esto se produce mediante la retroalimentación entre su excelente guion y las estupendas actuaciones de Melissa McCarthy, Tiffany Haddish y Elisabeth Moss. Las tres protagonistas se complementan a la perfección y logran asumir, cada una en su privacidad y también en las calles, una posición de poder sin caer nunca en el arquetipo masculino prepotente.
José Celestino Campusano es uno de los autores más prolíficos del cine argentino actual, y también de los más arriesgados. Hombres de piel dura, su 19º trabajo si contamos cortometrajes y co-direcciones, no es una excepción a esta tendencia fundada en el abordaje de temáticas complejas. En esta oportunidad nos adentramos en un territorio que no suele ser trabajado por este director: el campo. En estos espacios inmensos, alejados del ruido y el asfalto del conurbano bonaerense, se desarrolla la historia de Ariel (Wall Javier), un chico homosexual que emprende el camino hacia la superación de su relación con un sacerdote llamado Omar (Germán Tarantino), y en dirección a la construcción de su propia experiencia sexual. Para lograr esto deberá enfrentar los prejuicios y el machismo de su padre Pablo (Claudio Medina), un patrón de estancia testarudo, quien no solo lo presiona a él sino también a su hermana Betina (Camila Diez), para que continúen con el legado familiar y asuman una posición de mando que no les interesa en absoluto.
Imágenes y audio comentarios de noticieros televisivos abren este documental dirigido por Juan Mascaró, producido por el Departamento de Educación de la Universidad de Lujan. A través de estos archivos, el realizador decide mostrar el impacto mediático que alcanzó la explosión de la Escuela N°49 Nicolás Avellaneda de Moreno, y recuperar los primeros testimonios de los vecinos de la zona. Mediante nuevas entrevistas, el film suma los relatos de otros residentes del barrio, docentes, directivos e investigadores, que profundizan sobre este hecho que tuvo como consecuencia las muertes de Sandra Calamano y Rubén Rodríguez. Nos enteramos del desinterés, y por ende de la negligencia, en el accionar del Estado y puntualmente del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, al que se le había reclamado por la refacción de la instalación de gas del establecimiento, y no dio respuesta alguna. Teniendo en cuenta estas condiciones de desamparo, los colegas de Sandra y Rubén sostienen con firmeza que sus muertes no fueron un accidente, sino asesinato por desidia.