Adaptar o no adaptar, el eterno dilema. Cuando Shakespeare escribió que “todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres, meros actores”, no estaba siendo del todo justo. Por supuesto que, como hace la mayoría de los poetas la mayor parte del tiempo, estaba hablando metafóricamente, y es así como debe leerse: no como una verdadera afirmación sobre la teatralidad de la vida sino como una imagen que nos interpela para pensar en la naturaleza de la misma. Pero aún así, una lectura literal también ofrece una observación interesante: ¿qué ocurriría si toda escena de la vida contará con la teatralidad de las artes dramáticas? Quizás entonces las adaptaciones de las obras de Shakespeare a películas serían menos desafiantes, y por lo tanto mucho mejores. La última adaptación de Macbeth, dirigida por Justin Kurzel y protagonizada por Marion Cotillard y Michael Fassbender, tiene algunos grandes aciertos. La fotografía, a cargo de Adam Arkapaw, es impecable sin ser demasiado prolija, con una cuota de innovación que la hace destacable. Todo plano parece no una foto sino más bien un cuadro, con un uso de luces amarillas y naranjas que crea un clima en el que uno rápidamente se encuentra envuelto. La cámara lenta, usada en los momentos más dramáticos y dinámicos de la historia, ayuda a crear esta atmósfera. Allí está el mayor logro de la película: el de crear una suerte de halo de misterio. Al final, la iluminación termina contando más sobre la ambición y la culpa que atormenta a Macbeth que las palabras de los mismos personajes. Pero el conflicto que hace que la película no pueda ir mucho más allá de sus triunfos visuales es, justamente, el de la lentitud con la que se desarrolla el conflicto de la historia. En lo que falla Kurzel es en su entendimiento de la lógica teatral, en saber leer los tiempos de una obra cuyo ritmo atrapante claramente no supo capturar. Es aquí donde las mismas palabras de Shakespeare son pertinentes: la vida no es un escenario porque lo que sucede arriba de él tiene reglas propias, reglas que, en esta adaptación cinematográfica, no se supieron comprender. Porque la realidad es que la película en ocasiones es, lisa y llanamente, aburrida. Hay una solemnidad que reina en cada escena que no se corresponde con el tipo de obra que Shakespeare escribió, donde el espectador era un hombre común que se maravillaba ante cada giro en la trama. En soliloquios tan fantásticos como el de Lady Macbeth -“ni todos los perfumes de Arabia endulzarán estas manos”- el tono es el mismo que en el diálogo mucho más irrelevante de dos soldados a punto de luchar. Pareciera haber un profundo desinterés por los ritmos detrás de cada línea, lo cual hace que todo suene igual y nada sea particularmente interesante. Macbeth es un claro ejemplo de cuán difícil puede ser adaptar un clásico teatral, donde cierta similitud entre el teatro y el cine puede engañar a cualquier descuidado y hacerlo creer que no es necesario tanto trabajo en una adaptación. Pero lo es, y para que la misma sea exitosa del todo, no solo es necesario entender el lenguaje cinematográfico, sino también el teatral.
Poética de la tecnología. Cuando Philippe Petit cruzó de una Torre Gemela a la otra caminando sobre una cuerda floja en 1974, lo primero que le preguntaron los periodistas fue “¿por qué?”. “Era una pregunta muy norteamericana”, cuenta el funámbulo. “Hice algo magnífico y misterioso y recibí un práctico ‘¿por qué?’ Y la belleza de todo esto es que no tenía un por qué.” Así relata su historia el mismo Petit en el fantástico documental de 2008 Man on Wire, obra que ganó el Oscar (estatuilla que el acróbata luego balancearía sobre su pera). Siete años después, Zemeckis decidió aventurarse en el desafío de contar esta historia con En la Cuerda Floja, lo cual se presentaba como un objetivo de lo más complejo. Y es que Man on Wire no es solo un buen documental por su elegancia, sino principalmente porque Philippe Petit es un personaje que se construye a sí mismo, y maravillosamente bien. Es un hombre de muchas palabras, un poeta por sobre un acróbata. El documental además cuenta con un material de archivo envidiable, que va desde fotos de Philippe cruzando la cuerda floja hasta videos de cuando fue arrestado por la policía. La pregunta entonces es por qué. ¿Por qué eligió Zemeckis este desafío de contar una historia que ya fue contada por su mismo protagonista, y bien? Quizás es para intentar un regreso que ya muchos consideran imposible, o simplemente para ir por lo seguro: al ya conocer la historia sabemos lo espectacular qué es, y la premisa por sí sola es más que suficiente para atraer a más de uno a la sala. Pero quizás la clave aquí sea citar al mismo Petit: Zemeckis hizo algo bello; no hace falta encontrar un por qué. La película tiene sus defectos, desde ya. El uso de la voz en off se siente forzado y molesto, y la imagen de Philippe contando todo desde la Estatua de la Libertad se torna ridícula muy rápidamente. Los diálogos de a momentos son cursis y cliché. Pero los personajes se vuelve entrañables fácilmente, y la película ofrece un trasfondo de Philippe ausente en el documental, el de sus días como aprendiz en un circo. Todo lo sucedido en la primera mitad de la película está bien, pero no es nada excepcional. Y luego: la caminata que le da nombre a la obra. Aquí yace la belleza del film, el logro de Zemeckis: el de poner en escena “el” momento que ningún aparato del momento logró capturar. En la Cuerda Floja es la tecnología de nuestra época rindiéndole homenaje a la magia que hizo Petit en los 70. Es lo que siempre quisimos ver. Pero más que nada, es un momento en tono con Philippe como personaje, lleno de vértigo y poesía, más cerca de apreciar la belleza del acto que la picardía del espectáculo. Es una escena larga y disfrutable hasta su último minuto, en la que sentimos vértigo cuando pone un pie sobre la cuerda, y tranquilidad cuando vemos en él la paz que siente en ese infinito de nubes por sobre el que camina. Me atrevo a decir que la película vale solo por su poder técnico (y, por qué no, poético) de mostrar ese momento, de relamerse en él: no escatimar ni un segundo. El uso del 3D es impecable, dato no menor en épocas en las que esa tecnología es abusada a veces por el solo hecho de tenerla al alcance de la mano. En la Cuerda Floja, sin la caminata, es una película simpática, decente. Pero con ella vale cada uno de sus minutos de duración. Y esto, que puede leerse como una debilidad, también puede verse como un testimonio de la belleza de un momento, del poder que encierra un solo acto de arte que rápidamente se torna en acto de comunicación.
Lo humano por sobre lo político. Todos los días de su vida, Omar salta una pared. La escala con una cuerda y cae con la elegancia de quien hace de este ejercicio su rutina. A veces, recibe algún que otro disparo de la policía, pero siempre logra esquivarlo con la destreza de quien vive con la amenaza a flor de piel, con el miedo a sus espaldas. Lo que es una escena épica para abrir Omar, la última película del director palestino Hany Abu-Assad, ilustra, en realidad, la cotidianidad de muchos en los territorios ocupados de Palestina. Es en este mundo de huidas constantes, tiroteos azarosos y prepotencia policial en el que se desarrolla la historia de Omar y sus dos amigos de la infancia, Tarek y Amjad. Cansados de vivir bajo la ocupación de Israel, los tres amigos idean un plan para matar a un soldado israelí. Una vez cometido el asesinato, deberán enfrentarse a las consecuencias, tanto militares como sociales, que un acto de tal rebeldía conlleva. Ahora bien, sería muy sencillo encerrarse en los conflictos de Palestina e Israel y construir toda una película en base a ellos. El resultado sería probablemente una obra adrenalínica e interesante, pero sería también muy similar a lo que podría relatar un noticiero. Es por eso que Abu-Assad elige hacer algo completamente diferente en Omar. La película tiene acción, seguro, y presenta un conflicto político desde ya polémico y actual, pero lo más interesante aquí es todo lo que ocurre al margen de eso. Y es que uno no puede evitar compadecerse por Omar cuando descubre que está perdidamente enamorado de Nadia, la hermana de Tarek, y quien también atrae a Amjad. El triángulo amoroso que surgirá a partir de esta situación no tiene nada que envidiarle a la telenovela más enroscada, y la construcción de personajes es sublime y mucho más profunda a la que suele encontrarse en películas de acción de este estilo. Sucede que Omar es un joven como cualquier otro: un hombre que siente celos y tristeza, amor, odio y todo lo que hay en el medio. Es aquí donde el espectador encuentra puntos de identificación con los personajes, y donde yace la genialidad de Abu-Assad: en vez de caer en la tentación de hacer una película meramente política, decide contar una historia que es, por sobre todas las cosas, humana. Por supuesto que el contexto define en gran parte a los personajes de cualquier narrativa, pero aquí son los personajes los que nos revelan su contexto mediante lo que deciden hacer con él y no el contexto el que convierte a los personajes en estereotipos planos y aburridos. Con un ritmo perfecto que mantendrá al espectador al borde del asiento sin construir niveles de peligro irreales y demasiado dramáticos (como hace Hollywood en tantas ocasiones), Omar baila en la fina línea entre lo universal y lo personal con una elegancia maravillosa. Acompañada de grandes actuaciones (especialmente la de Samer Bisharat), la historia despertará reflexiones no solo políticas y sociales, sino también personales, haciendo de esta una película completa y profunda en su totalidad.
La maldición del éxito en el cine Si tenemos en cuenta que una película es en parte el contexto en el que fue creada, su director juega un gran papel a la hora de analizarla. No es lo mismo hacer una reseña de una ópera prima de un realizador desconocido que escribir una nota sobre la nueva obra de ni más ni menos que el director de películas brillantes como Billy Elliot y Las Horas. Ninguna bendición es tan maldita como la de tener en el currículum películas ganadoras de premios, éxitos de taquilla o deleites de los críticos. Sucede que ahora, cada película nueva que salga de Stephen Daldry, será “la nueva del de Billy Elliot” para la gran mayoría.
Postal de una artista. Los tiempos que corren son los ’50s. Una mujer hace dibujos en una feria de fin de semana. Los firma como Ulbrich y se los entrega a los retratados, quienes se van contentos con su nueva obra de arte. Desde otro puesto en la feria, Walter Keane observa la escena. La mira agazapado cual felino observando a su presa, con ojos grandes y despiadados; no tarda mucho en cazarla. Basada en hechos reales, Big Eyes nos cuenta la historia de Walter Keane. Desde su enunciación, la trama ya es compleja, porque Walter Keane no es solo un hombre sino también una artista: al casarse Margaret con Walter, él sutilmente logra desplazarla de su propia obra y adueñarse de ella como si fuera suya. En Big Eyes, la necesidad de separar arte de artista llega a tal extremo que el crédito nunca se le da a su verdadera autora. La película cuenta, entonces, la historia de esa estafa, el inicio de un imperio de fabulosos éxitos artísticos e interminables formas de humillación y sumisión. El fuerte aquí es la trama, la cual supera incluso a la estética. En este punto, la película es un tanto sorprendente, si tan solo porque viene de Tim Burton, cuya fama descansa principalmente en cómo decide contar las historias, acompañado siempre de una dirección de arte y fotografía que por poco lo define. Pero en Big Eyes, Burton desaparece en el pincel de Margaret, y aunque el arte está muy bien cuidado y la película visualmente es una belleza, cabe destacar la diferencia con otras obras del director. Los grandes artistas son capaces de una versatilidad que les permite navegar en diferentes géneros y estilos según amerite el caso, pero el problema aquí es que Burton eligió un caso que amerita una estética muy suya, y sin embargo decidió alejarse de ella. Los ojos grandes y tan característicos de la obra de Margaret, que tanto funcionarían como recurso durante la película, son utilizados fuera de su arte en tan solo una escena, cuando ella va a un supermercado y ve a todos con ojos como los de su obra, ojos que la acechan como lo hace el saberse cómplice de una de las más grandes estafas en la historia del arte y de saberse culpable de tal acto de sumisión. Es esta probablemente la mejor escena de la película, pero el espectador no puede evitar desear que ese recurso hubiera sido explotado más profundamente. Big Eyes funciona para contar la historia que se propone. Funciona como un comentario social sobre la sumisión de la mujer y sobre lo manipulador que puede ser el ser humano cuando hay tanto prestigio y dinero en juego. Cabe destacar también que las actuaciones son muy buenas, y que Adams particularmente se luce como una mujer con mucha bronca y mucho miedo acumulados. Sin embargo, lamentablemente es una película olvidable. Durante el transcurso de la misma, vemos cómo Walter reproduce las obras originales una y otra vez para que el lucro no cese jamás. Las vende como postales y como posters. Big Eyes se siente un poco como eso: reproduce el arte de Margaret, pero no se siente lo suficientemente honesta como el mismo. La imagen es la misma, pero el sentimiento, la tristeza y la profundidad que se esconden en los originales, en Big Eyes falta.
El poder del contexto. Un joven de no más de 25 años y sus padres corren por sus vidas. Entran a un café para resguardarse, pero dos policías los encuentran. El joven se para contra la pared y alza las manos. El policía dispara. El policía es blanco, el joven negro, y la escena no transcurre en el 2014 en Ferguson, sino en 1965 en Selma, Alabama. Este fragmento describe solo una pequeña parte de los eventos que transcurrieron cuando Martin Luther King decidió viajar a Selma e instar a sus habitantes negros a pelear por su derecho a votar. Para aquel entonces, la segregación ya era ilegal en los Estados Unidos, pero como suele suceder cuando la ley está más avanzada que la mente de los habitantes a quienes rige, los ciudadanos de Selma simplemente deciden ignorarla. Cuando King llega, lo primero que recibe como bienvenida es una piña, pero cada situación que pone en evidencia el racismo que encierra esta ciudad no hace más que convencerlo de que es “el” lugar donde debe estar. King es inquebrantable, e insistirá hasta que su misión se cumpla. La historia de King es fascinante tanto a nivel narrativo como político. Es una historia con muchos matices y pequeñas anécdotas, todas dignas de ser contadas. Sin embargo, King es una figura histórica peligrosa a la hora de retratarlo en un film. Es muy fácil acabar por endiosarlo, o utilizar sus hazañas para apelar a la culpa de sus espectadores blancos y al resentimiento acumulado por años de maltrato de sus espectadores negros. Sin ir más lejos, esto último es lo que hizo 12 Años de Esclavitud, lo cual le consiguió un Oscar a mejor película. Afortunadamente, Selma logra escaparse de estos estereotipos que tantas veces arruinan a las películas históricas. Ava DuVernay retrata a King como una figura admirable pero también como un hombre con errores, contradicciones y dudas. El guión logra combinar los brillantes discursos de King con la voz de aquellos que sufren en el transcurso de la lucha que él invoca, y la dirección presenta planos interesantes y originales. La musicalización del film es impecable: sirve no solo para situarse en el momento y el lugar en el que transcurre, sino también para adentrarse en la cultura negra que la produce. Sin embargo, en otro momento histórico, quizás Selma no recibiría la atención que recibió. Es una película bien realizada e interesante, pero no está a la altura de la mayoría de sus competidores en los Oscars. He aquí el aspecto más interesante del film, aunque se encuentre por fuera del mismo: Selma nos recuerda que una película no es solo los aspectos técnicos y artísticos que la componen, sino también el contexto en el que se produce. El ver a un joven negro ser asesinado por un policía y entender la impunidad que él disfrutará es volver a ver los noticieros que anunciaron la muerte de Michael Brown y recordar la total impunidad de la que disfruta hoy quien le disparó, el policía Darren Wilson. En este aspecto, es interesante cómo Selma hace hincapié en la importancia de las noticias: King mismo admite que necesita que suceda algo espectacular frente a las cámaras para que la gente entienda el sufrimiento por el que la gente de Selma pasa. Selma no es, entonces, una maravilla del cine por sí misma. Pero sí es un producto interesante y relevante en su época y atento a su coyuntura, que busca influenciar la cultura desde el reflejo de la misma. Quizás el mayor logro de la película sea haber encontrado dicho reflejo en una lucha que interesa a todos, y hacer entender a sus espectadores que la problemática que retrata sigue vigente.
La teoría de la intimidad. Un hombre en silla de ruedas juega con sus hijos en el living. El hombre no puede hablar, y una computadora en su silla lo hace por él. Utiliza su voz robótica para decir “exterminate, extermínate” y jugar a ser un dalek, un clásico robot de la serie inglesa Doctor Who. Aprovecha que, a diferencia de él, esta voz tiene acento norteamericano, y la hace decir frases célebres de películas de Hollywood. Sus hijos ríen, la silla destroza y desordena terriblemente el living. Su esposa, desde la cocina, mira la escena irritada: no puede estudiar. La mujer es Jane Wilde, y el hombre en la silla de ruedas es Stephen Hawking, “el” Stephen Hawking. Pero nada podría importar menos. La Teoría del Todo hace alusión desde su nombre a la búsqueda de toda la vida del famoso físico: la de una fórmula que lo explique todo. Una ecuación sencilla y elegante, como él mismo la describe, que encierre la verdad sobre el funcionamiento del universo en su totalidad. Stephen Hawking aún no ha logrado dar con ella, pero está claro que si alguien puede hacerlo, es Stephen Hawking. Estamos hablando de un hombre que, como tema de tesis para su doctorado en Cambridge, eligió un concepto tan amplio y complejo como el tiempo y, en ella logró demostrar que el mismo tenía un comienzo. Un hombre que, a pesar de la enfermedad motora que lo afectó desde muy joven, jamás abandonó su esencia como físico. Sin embargo, “nosotros” estamos hablando de eso. Nosotros, como sociedad, aprendimos a tomar a Stephen Hawking como un parámetro no sólo de inteligencia sino también de lucha y fuerza de voluntad. Pero La Teoría del Todo no cae en ese cliché simplista. Por el contrario, decide no mostrar al Stephen Hawking famoso que todos admiramos, sino simplemente a Stephen. El físico brillante. El estudiante universitario que hace ridiculeces con sus amigos. La víctima, como tantos otros, de una terrible enfermedad. Pero, por sobre todas las cosas, la película es sobre Jane y el vínculo que tiene con Stephen, y logra ilustrar la relación amor-odio que germina de la semilla de una enfermedad, lo compleja que se vuelve la dinámica familiar cuando hay que cuidar a alguien constantemente, lo doloroso que es para el enfermo no poder cuidar de sí mismo y para quien lo cuida verlo en ese estado de absoluta impotencia. No es casualidad que la película haya estado basada en un libro escrito por la misma Jane, y no en aquel del cual pide prestado el título. La Teoría del Todo no está ni cerca de teorizar sobre un todo. Pero sí logra teorizar sobre una realidad más íntima e inmediata en la que es tanto más fácil entrar como espectador. Podrá no cumplir con la premisa que su título promete, pero logra mucho más. Logra, actuación sublime de Eddie Redmayne mediante, mostrarnos el lado humano (y no mítico) de Hawking. Logra mostrarnos a Jane como una mujer cuidando al hombre que ama, tal como Stephen es un hombre que simplemente continúa haciendo lo que le apasiona. Un hombre humano como todos que, mientras descansa de teorizar sobre agujeros negros y el origen del universo, se divierte imitando daleks y voces de famosos en clásicos hollywoodenses.
Verano y empatía a flor de piel. Flor es la ideóloga. Sol la tiene re clara. Vale tiene problemas. Kari es la psicóloga. Lala es re Susana. Vicky es muy Vicky. Así es como el trailer de Las Insoladas, la nueva película de Gustavo Taretto, nos presenta a las seis protagonistas que nos acompañarán por la hora y media que dura la película. Así es como Taretto nos presenta a las chicas. Ahora bien, sería imposible y hasta injusto contar mucho más que eso. Imposible porque la trama no se mueve de la terraza en la que toman sol por todo un 30 de diciembre de un año noventoso, injusto porque esta es una de esas películas en las que es un lujo ir desgajando línea a línea para llegar al carozo de los personajes. Porque la realidad es que, superficialmente, Las Insoladas parecería ser una película muy superficial, muy sobre nada. Pero Taretto nos presenta aquí un nada engañoso. Es el mismo nada que le atribuimos a seis chicas como estas, cuando asumimos que el sol frió su materia gris y que no nos queda más que reírnos de su estupidez. Es el nada de una época donde el materialismo lo absorbió todo. Es el nada de una terraza en microcentro, de no mostrar nada de Buenos Aires. Es un nada que en realidad no es tal. La película es un fiel retrato de una época, que va desde sutilezas como Lala rebobinando un cassette con una Bic hasta conversaciones más políticas como las referidas a Cuba. Buenos Aires también dice presente en cada grado que va subiendo, en cada bocinazo y ambulancia que las devuelve a su realidad urbana, en cada línea que intercambian, que se siente tan porteña. La ciudad se nos aparece en una suerte de blanco y negro, mientras que las seis protagonistas son la única paleta de color que invade la pantalla. Y es que más allá del retrato de la ciudad que el director ya demostró poder hacer en su ópera prima Medianeras, más allá de lo astuto de retratar un momento político emblemático en la cultura argentina mediante seis chicas tomando sol en la terraza, el mayor logro de esta película está en sus personajes; no es casualidad que los colores que las representan sean su mayor fuerte estético. Es muy simple: Taretto no juzga. Logra que de verdad queramos a estos personajes. Pronto descubrimos que la cantidad de veces que los personajes de esta película dicen "boluda" es inversamente proporcional a lo boludas que las consideramos a medida que avanza la película. Con un tono muy lejos de ser burlón, logra que empaticemos con ellas al punto de que pronto entendemos que no nos estamos riendo “de” ellas, sino “con” ellas. Pronto entendemos que queremos que se vayan a Cuba, que podemos reír a carcajadas un minuto y querer llorar al próximo, cuando alguna de pronto se muestra vulnerable. Pronto entendemos que, como dijo Maricel Álvarez en una rueda de prensa, está perfecto que estas chicas tengan estas motivaciones. No hay nada mejor para nosotros espectadores que encontrarnos en la piel de seis personajes con los que probablemente no tengamos nada en común. Es esta empatía el mejor regalo que nos da el cine, y es este verano violentamente caluroso que sentiremos quemándonos la piel en plena sala de cine el que nos regala Gustavo Taretto.
Festejar para sobrevivir. Es un reto adaptar un libro a película. Es un reto todavía más grande adaptar un libro tan popular y alabado como Bajo la Misma Estrella de John Green sin decepcionar a unos cuantos fans. Y es un reto aún más colosal adaptar un libro sobre adolescentes con cáncer enamorados sin traducir a la pantalla una suerte de culto al sufrimiento que el libro tan talentosamente elude. Pero, por suerte, es un reto que Josh Boone logró superar. Bajo la Misma Estrella cuenta la historia de Hazel Grace Lancaster, una joven adolescente a quién diagnostican con cáncer con tan sólo 14 años. El mejor amigo de Hazel entonces pasa a ser un tanque de oxígeno que la acompaña a donde quiera que vaya, y que hace las veces de flotador salvavidas cuando sus pulmones se inundan y ella siente que se ahoga en su propia respiración. Obligada por sus padres, Hazel asiste a terapia grupal en el sótano de una iglesia, donde conoce a Augustus Waters, el más canchero y seductor de todos los niños de 18 años con una sola pierna. Hazel y Gus se enamoran. Se recomiendan libros, juegan videojuegos, viajan a Ámsterdam, se besan en la casa de Ana Frank, tienen sexo. Es decir, son adolescentes. Claro está que su condición física no es la mejor, y que su enfermedad deja huellas en la mayoría de sus quehaceres. El libro que Hazel le recomienda a Gus es sobre una niña con cáncer, el viaje a Ámsterdam les llega como un regalo de la Make-A-Wish Foundation, y el sexo se complica en una de las escenas más torpes y tiernas de la película cuando la remera de Hazel se engancha en su cable para respirar, y cuando Gus expresa sus inseguridades por su pierna amputada. Y sin embargo, la enfermedad no los define. Podríamos decir que los atraviesa, los acompaña o los condiciona de alguna u otra manera, pero nunca que los define. Hazel y Gus no son mártires ni héroes que lucharon valientemente contra el cáncer. Son pibes, son adolescentes enamorados, son Hazel y Gus. La biología no estará de su lado pero los planetas sí lo están y, parafraseando a Hazel, aunque sea por un breve infinito dentro de los días contados, se alinearán para darles una dulce y sincera historia de amor. Cabe destacar que, tal como el libro preferido de Hazel asegura que el dolor demanda ser sentido, el libro de Green nos enseña que la felicidad hace la misma demanda. Que no hay nada mejor que ir al parque en Indianápolis -donde un esqueleto gigante hace las veces de parque de juegos- y reír entre las entrañas de la muerte. Que es válido reírse no tanto “de”, sino “con” un mejor amigo a quien el cáncer ha dejado ciego. Que el sentido del humor sobrevive a los peores pronósticos; de hecho, los elementos cómicos, que abundan en el libro, están muy bien llevados a la pantalla, desde “el corazón literal de Jesús” en la iglesia hasta la frescura y acidez de Hazel para con todos. Finalmente, es destacable también la química entre Hazel y Gus; Ansel Elgort y Shailene Woodley logran hacerles justicia a dos personajes que enamoran desde el papel. Su relación se ve, paradójicamente, muy sana. Era muy fácil que Bajo la Misma Estrella se convirtiera en una romantización de la muerte pero, más allá de sus momentos tristes y terribles, no es eso lo que sucede; más bien es romántica “a pesar” de la constante amenaza de muerte que late en sus tumores. John Green nos da una historia que podría matarnos pero no lo hace, no del todo. El llanto está, por supuesto, pero también está la risa, y esto es un logro que separa a esta película de tantos golpes bajos que abundan en Hollywood.
Fioravante (John Turturro) es, en ciertos aspectos, el estereotipo del personaje que se opone al estereotipo. Su ascendencia italiana y su atractivo de “macho man” de alguna manera funcionan en perfecta sintonía con su oficio como florista. Y es que Fioravante porta su masculinidad con tanto orgullo como con el que prepara los fantásticos arreglos que tan cuidadosamente arma. En él, la delicadeza de quien tiene un trato cuidadoso y la aspereza de un típico hombre italiano conviven a la perfección. Es justamente esta armonía la que hará de él un gigoló perfecto, y la que mueve a Micky, interpretado por un Woody Allen en la piel de un personaje escrito a su medida, a ofrecerle a Fioravante sus servicios como proxeneta. Es esta la premisa que pone en marcha una película que aparenta ser predecible. En Hollywood, el argumento típico, como el del drama en la vida de una prostituta, por ejemplo, puede ser tan cliché como la historia que busca escaparle, como la comedia del hombre que ocupa esta profesión tradicionalmente sostenida por mujeres. Sin embargo, John Turturro se las ingenia para sorprender. Pronto se vuelve evidente que el trabajo de gigoló de Fioravante no es más que una excusa para contar con honestidad -e, increíblemente, con mucho corazón- la historia de las mujeres que lo contratan. Ya las primeras escenas lo ilustran, con personajes como el de Sharon Stone cuyos nervios adolescentes logran hacer reír nerviosamente al espectador, retrayéndolo a ese miedo emocionante que generan los primeros acercamientos. Sin embargo, el punto más interesante de la película vendrá de la mano de Avigal, una viuda que descubrirá que el fantasma que más la acecha no es el de su marido, sino el de la soledad que implica ser parte de una congregación tan cerrada como la judía ortodoxa, determinada por un extremismo agobiante. Así, mediante la paciencia y el respeto que lo definen, Fioravante le brindará la medida justa de intimidad y la liberará de la angustia que se agita dentro suyo (sin ponerle un dedo encima, le hará el amor de la manera en la que ella más lo necesita). El final de esta historia será un tanto polémico, pero por demás acertado. Casi un Gigoló prueba entonces ser muy distinta a lo que a primera vista parecería. Así como por ver a un hombre como Fioravante uno no asumiría que hace hermosos arreglos florales, el póster de esta película tampoco ilustra la cantidad de corazón que se pone en juego en ella. Pero este es justamente su fuerte: es una película humilde, que no hace un escándalo ni de la ortodoxia judía (cuyo retrato podría haber sido nefasto y erróneo muy fácilmente), ni del hecho de que gira alrededor de un cambio en los roles tradicionales; ese cambio de roles funciona, justamente, porque no se hace hincapié en él. Estamos frente a una película que no solo logra tratar con frescura y honestidad un tema por demás gastado, sino que se las ingenia para usar ese tema como un vehículo para tratar con preguntas mucho más interesantes, como la de qué es la intimidad y cómo llegar a ella. Turturro demuestra, así, un gran talento al reflejar el gran talento que se necesita para ser un gigoló de primera.