El cine irrumpe en nuestra vida, la de los espectadores, y le damos el espacio necesario para habitarnos mucho más allá de lo que podemos controlar. La obra se nos aparece y no pide permiso para sumergirnos en su mundo desconocido, su cotidiano extremadamente inquietante, su respirar incómodo de imágenes perturbadoramente bellas y lóbregas a la vez. Sentados en una butaca, atentos y en la penumbra podemos sentir que el discurrir de ese filme puede hasta ser táctil, como una envolvente experiencia física, o un viaje musical pero hecho de una sonoridad desnaturalizada invasiva; donde los planos son un país plagado de objetos que deambulan de lado a lado, y un escenario lleno de cosas muertas se nos hace más vívido que todo lo vivido antes de llegar ahí. Esos minutos los eternizamos pero a la vez la obra nos recuerda que lo que deseamos es efímero, y que también es fugaz lo que más tememos. Esta marca primera, caótica y cinematográfica es la que logra dejar en la piel y en la retina Familia sumergida la brillante ópera prima de María Alché. Una historia que ya comienza “comenzada” (valga la redundancia), pues llegamos al relato a partir de lo que ya no está, de una muerte y de una ausencia donde el sujeto del duelo ya está fuera de campo y quedan en este mundo sus otros mundos: los de sus objetos y los de sus vínculos. La protagonista es Marcela, una mujer de mediana edad , hermana de Rina la que ya no está presente. Marcela es ella, siempre en el foco: Marcela en su duelo, Marcela en su singular universo interior, Marcela y sus hijos, Marcela y su esposo, Marcela y sus vivencias cotidianas, esas que se superponen constantemente con las emociones más íntimas del personaje. En este filme sugestivo y femenino, el mundo objetivo y el mundo subjetivo no son posibles de separar, hay uno solo, todo uno y el mismo a la vez. Ese mundo es el de la mirada de Marcela que desarticula todo orden lógico binario: lo real y lo irreal de manera textual no existen por separado. La narrativa disloca la escisión entre lo que llamamos realidad e irrealidad, yuxtaponiendo los planos de ambas percepciones en un estado único en el que acontecen ambas al mismo tiempo como capas superpuestas de una idéntica escena viviente. Esta distorsión fenomenológica está lograda de manera precisa. Delicadamente elaborada en cada detalle de la puesta propone con cuidada mano artística un trabajo de subjetivación en todo concepto y durante todo relato. El mundo cotidiano acontece con su textura gris y empastada hecha de esas cosas pequeñas de los días, esas cosas que parecen menores pero que invaden todo lo que viven los personajes. Especialmente aquí se nos presentan como un universo sumergido bajo un extrañamiento total, desnaturalizando toda impronta costumbrista clásica. Eso ha sido logrado por varias aristas, entre ellas un guion adecuado para estas aguas y por otra parte un tratamiento sonoro no naturalista – hasta como si no fuera sincrónico – junto a un tratamiento de la imagen y el encuadre para nada estables, lejos de los modelos más deterministas, sin certezas ni ordenamientos fijos para la mirada del espectador. La cámara en mano durante casi todo el filme respira como si estuviera viva, dejando que en el cuadro entren y salgan objetos o personajes como quien atraviesa nuestros ojos sin asegurarnos ni de donde vienen ni hacia donde van. Las transiciones elípticas de escena a escena acentúan el fuera de campo, la incompletitud y la incertidumbre de la trama y de los efectos producidos por el uso puro del lenguaje. Desde las ventanas las luces entran como machones blancos y finalmente el sol no es “el gran tranquilizador de los hombres”, porque bajo su luz prístina vemos las más ominosas de las escenas, las más disruptivas acciones en una serie de hipotéticas alucinaciones de la protagonista transitando su living donde todo, absolutamente todo puede suceder. Es un mundo ominoso, ya algunos submundos como el Lyncheano o el Marteliano nos han hecho andar esos caminos insondables donde se nos filtran fantasmas, entre los sonidos deformados y el borde de los encuadres filosos. Estos estados abominables se instalan en cada rincón del filme de Alché y son construidos como estadios que se cuelan por todos lados, donde lo insoportable domina la intimidad del personaje entre corte y corte, entre plano a plano. Hay escenas enigmáticas que pueden quedar sin explicación lineal y allí subyace su encanto, una de ellas es la que Marcela – con lentes de sol y labios rojos fuego- desfila envuelta en un largo tapado mientras juega frente al espejo narrando un cuento, uno … (¿no importa cual?), que igualmente se repetirá en otro pasaje para volver a tomar sentido. En su primera aparición ese cuento suena lúdico y casi maternal en la narración oral susurrada por Marcela rodeada por los brazos de su hijo y las risas de sus hijas, en cambio en la segunda aparición es otro el corte que nos incomoda con imágenes fantasmáticas. Una segunda situación, otra vez en el mismo living metamórfico, es una clase de química en la que su hijo y un amigo escuchan a la joven profesora atentamente, mientras el resto de los personajes miran, espían, se cuelan en la escena en donde nunca nadie es dueño total de sí mismo, ni de su espacio, ni de su privacidad. Un detalle de dos manchas, una azul y una roja, ilustran la reacción de dos gotas, una de propileno y otra de colorante. El detalle de la observación se centra en la reacción que ambas tienen entre sí, ya que se atraen inexorablemente, y pareciera que allí podemos armar una conjunción, un encuentro que nos de alguna certeza mayor que la existente entre otros vínculos. “Son dos gotas con distinta presión de vapor que van a buscar juntarse para poder tener una mayor estabilidad” afirma la profesora. Marcela es el centro de un filme que funciona como un torbellino alrededor de sus ojos. Encarnada por una insuperable Mercedes Morán que le pone en cuerpo sin limites a este personaje íntimo, complejo y profundamente sensorial. Podríamos creer que la tocamos en decenas de planos como si su fuerza actoral y cinematográfica unidas, la dejaran a la luz hecha de gestos sutiles y pocas palabras y así, sin dudarlo, nos atravesara el cuerpo desde la pantalla. Es madre, esposa, hermana y amante si algunas definiciones clásicas le quisiéramos imbricar, pero no es obvia en estos lazos pues no los ilustra de manera nítida, sino que por el contrario nos llena de dudas cuando la vemos relacionarse. Con su marido actúa como si él fuera un extraño, o le fuera ajeno de alguna manera su cuerpo y su estar allí, mientras que conoce a un joven, a quien podríamos llamar “un extraño” con quién se vincula como si ese mundo le fuera más familiar. Para desarmar esta pequeña obra iniciática hay que abrir la puerta del filme y sumergirnos en su pecera cinematográfica, intensa, llena de deseos, enredada por recuerdos y habitada por fantasmas que nadan como peces, donde la tela de las cortinas que tapan la luz del sol nos envolverán – como una crisálida- para soltarnos 90 minutos después luego de un laberíntico viaje interior. Familia sumergida nos brinda un relato audaz, a pulso de puro riesgo estético, con una apuesta de gran fuerza narrativa, plena de sensorialidad, con garra emocional y precisa hondura intimista. Auguramos un futuro brillante para una nueva gran figura femenina del cine nacional contemporáneo. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Rodrigo Bueno es el cantante de cuarteto que determinó los 90 hasta su muerte en el 2000. Se ha convertido en un mito, el mito del club de los 27, el mito del indomable, el mito de la muerte trágica, el mito del ritmo popular y local de córdoba que sedujo a millones de argentinos haciendo del cuarteto mucho más que ese ritmo solo creado para la provincia del fernet y las ganas de divertirse. Esta vez con El Potro: Lo mejor del amor Lorena Muñoz elije un camino narrativo que presenta varias similitudes con su anterior abordaje al mito femenino de la cumbia nacional: Gilda: No me arrepiento de este amor (2016), construyendo en ambos filmes un relato “inspirado” en los hechos reales – llámese en las biografías de dichas estrellas – cubriendo a ambas con un velo de “suave tul ficcional” sobre ciertas cuestiones reales. Junto a su guionista Tamara Viñes incurren en ambos casos en el recurso de ablandar, atomizar o eliminar elementos en la narración que pudieran exhibir datos, hechos o vivencias inaceptables para la moral estándar, que cuestionaran la idealización máxima de esas figuras, y por lo tanto que pudieran ser juzgados con connotaciones negativas para esa imagen que se perpetuaría en la pantalla sobre estos mitos de cuerpos ausentes y de fantasías vivientes. También en ambas se reafirma con cierta empatía que estos géneros musicales populares llegaron a oídos de la media burguesía argentina que terminó comprando el combo: la música y sus estrellas más la narración mitificada de como llegaron de la nada al todo. Por decirlo de alguna manera. La historia en términos simples engloba todo el proceso de Rodrigo Bueno desde su juventud y sus inquietudes musicales en el marco familiar, hasta su trágico final. Pasan por esa línea tramática: su ascenso, la muerte de su padre, el éxito, el vínculo con sus más grandes amores, su paternidad, sus rebeldías y desplantes, su desbordada vida sexual, su carisma y su imagen cambiante, las drogas y el consumo que vemos en tibias escenas que sugieren su adicción y sus momentos de arrebato, pero se sabe que existieron muchos más. La relación idealizada con su padre, el vínculo edípico con su madre, su manager como una suerte de pater protector y la música, la música y la música. No hay nada que spoilear. La vida de Rodrigo Bueno fue suficientemente narrada en los medios por años y años de datos precisos de sus cuestiones públicas y probadas, más el mismo era de mostrarse en los medios pícaro a más no poder y hasta ciertamente desfachatado y efervescente al máximo. Esos son datos de contexto de hechos generales que como referí no responden tal cual a la biografía del cantante pues el tamiz de la ficción deja más de relieve su encanto, su proceso de aficionado a estrella, su música, algo de su vida apasionada, algunos desbordes, sus afectos y el parecido enorme y casi impactante entre el actor que lo encarna Rodrigo Romero, y El Potro. Rodrigo Romero es un joven trabajador proletario de Córdoba que concurre a un casting como a otros pues eran sus intenciones llegar a la actuación, y sin duda frente a su parecido y la gran capacidad imitativa del original y su capacidad para cantar cierra el modelo de marketing que la película necesitaba. Para ello lo acompañan actores sólidos en muy buenos desempeños en sus roles: Florencia Peña es Beatriz Olave su madre, Daniel Aráoz su padre Eduardo Alerto Bueno, Fernán Mirás su representante y Malena Sánchez interpreta a Patricia Pacheco, la madre de su hijo, siendo este cuarteto (valga la redundancia) los que apuntalan la figura de Rodrigo Romero en su primer trabajo sumando solvencia y credibilidad con sus años de oficio y su precisión para la composición de personajes. El estilo general de la composición o tono actoral no es costumbrista, más allá del tamiz que atenúa las exaltaciones de algunos personajes las performances están relacionadas con una propuesta bien ficcional, con cierto artificio que le es pertinente. Si hay algo que se reafirma en El Potro…. si revisamos desde Gilda… es el manejo de Muñoz sobre la cámara y el espacio, teniendo más recursos económicos la directora reitera algunos tópicos y a su vez duplica la apuesta en otros. Por ejemplo, en ambas películas se presenta el uso recurrente de los primeros planos, el de los dos universos de iluminación para los personajes, uno en el escenario y otro fuera de él, como si la realidad fuera más penumbrosa que la imagen construida para el público. También algunos precisos movimientos de cámara en mano y/o steadycam que acompañan escenas más activas o intensas. En El Potro… hay algunas apuestas un poco más complejas que en Gilda… Ideas, recursos y cierta intención de majestuosidad con la que al personaje se lo quiere presentar marcan algunas diferencias. Así es que para su inicio Muñoz le rinde un homenaje explícito al famoso plano secuencia de Toro salvaje (1980), de Martin Scorsese, en el que Jacke La Motta (Robert De Niro) camina hacia el ring para enfrentarse con Sugar Ray Robinson, en aquella que queda para el recuerdo como “la batalla final”. Comienza así, con estos segundos de guiño cinéfilo y de calidad preciosista, pues sin duda sabe filmar y decide con inteligencia que quiere poner en nuestra mirada. Las escenas musicales y otros pasajes más íntimos logran un buen ritmo que lleva un gancho para los seguidores de El Potro, ya que recorre el repertorio de todos sus grandes éxitos. Queda algo empañado el producto integral por una pobre progresión dramática al narrar el lado más oscuro de la estrella, en especial sobre su ira, su desmesura con las drogas y ciertos temas bastante recortados. En cambio, no hay censura en el perfil de su vida sexual que se nos muestra con bastantes más licencias, como si eso estuviera más aceptado para el Potro indomable que otras cuestiones como sus conflictos internos, el consumo y sus consecuencias, esos vaivenes complejos de la vida misma. Esa vida al galope feroz. Y ante todo en la cima. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Si hubiera un paisaje que espejara cada arruga del rostro de Harry Dean Stanton ese sería, indudablemente, el desierto con su llanura y sus minimalistas líneas infinitas. El desierto ES Harry Dean y todo lo que él fue desde esos fotogramas en París Texas (1984) más todo lo que vino con los años de vida, esos que quedan y que crecen, a los que llamamos “vejez”. Harry es “Lucky” en esta ópera prima dirigida por el actor John Carroll Lynch, al que recordamos como el esposo de Francis Mc Dormand en Fargo (1996), o el posible el asesino de Zodiac (2007) o por Gran Torino (2008), entre otros filmes. Lucky es “lucky” (afortunado en inglés) un apodo ganado por tener ya 90 años y vivir para contar cómo ha vivido, cómo aún la vida lo sorprende – aún cuando estamos más cerca de la muerte- y así podemos observar la vida, su vida y las metáforas que aparecen justo en ese proceso y si son narradas sin demasiados acentos mejor aún, ya hablan de un fantasma: el final del camino. Los juegos del personaje con sus pequeñeces son exquisitos: su rutina milimetrada entre el vaso de leche, los ejercicios de yoga, y el acicalado obligatorio. Vemos como sus ideas están en aquel tiempo llamado pasado cuando nos enteramos que Juan el hijo menor de la almacenera no es Juan para Lucky sino “Juan Wayne”, y entonces se nos viene Ford, y los westerns, y otra vez el desierto y la sensación de que el pasado sabe mejor que nada en el mundo, o que al menos el pasado es una certeza. Lucky tiene rituales, y uno de ellos es llenar crucigramas. En este guiño el guion nos hace un gesto cómplice cuando descubrimos que esas palabras no son ni más ni menos que pedacitos del argumento que ya están por venir y también aquello que sucede en ese instante a la vez. Al inicio hay una escena en la que habla con alguien por teléfono y consulta la resolución del crucigrama: “Palabra de 7 letras que comienza con R: realismo. Realismo: Sustantivo, es la actitud o práctica de aceptar una situación tal cual es y estar preparado para enfrentarla en consecuencia”. Es esa actitud la que se impondrá para Lucky con el pequeño gran giro que la trama le impondrá a nuestro protagonista. “El realismo es una cosa” va diciendo aquí y allá, de bar en bar, de interlocutor en interlocutor, “Y lo que vos ves no es lo que yo veo”, o sea el realismo no es la misma cosa para todos. Elaine es el bar que de noche lo acoge, así como en Corazón salvaje (1990) lo abrazaba con sus tentáculos oscuros, hoy David Lynch de cuerpo presente ya no dirige a Harry sino que se sienta junto a él como “Howard” su amigo o conocido quien declara que se ha perdido Presidente Roosevelt, el presidente pero con forma de tortuga centenaria, que escapó de la casa de Howie cuando este salió a buscar el correo. Allí los vemos sentados tras la barra, en esa amistad que excede la escena como en un homenaje al vínculo que une a esos dos grandes que pasaron por Twin Peaks, Corazón salvaje y la vida misma. Y como debía ser para esta mini trama, finalmente llega el impacto del realismo inesperado, ese que hay que aceptar y enfrentar sus consecuencias cuando una mañana de ese modo tan repentino como es todo lo imprevisible Lucky se cae al piso y en esa caída aparecen las señales de aquella idea de final que todos tememos recibir: el cuerpo nos dice que irreversiblemente envejecemos. El breve monólogo de James Darren – la pareja de Elaine LA mujer del bar- y la idea de que el otro te valida como alguien en este mundo, sin cambiarte y así seguís siendo el mismo, pero a la vez sos otro y tenés todo lo que se puede desear. Fin del monólogo. Si hay algo divertido en Lucky sin duda es la falta de cinismo en todo el relato, pero al mismo tiempo la posición radical de descreimiento de esas cosas que le quieren vender a Lucky: que tenemos alma, que el otro nos salva, que está bueno que se apiaden de uno en la vejez, de eso y de mucho más. Y se enoja con esas frases de mandar todo a la mierda, pero aún con ternura. Eso es Lucky, y eso es un hallazgo total. Y el filme es un homenaje, todos los actores que aparecen en la película parecen estar ahí para festejar que Harry el verdadero Stanton está vivo en sus 89 años y parado frente a cámara nos conmueve con su pequeño gran universo de gestos mínimos y emociones grandes. David Lynch en el rol de su amigo Howard, brilla a su lado, mirando el fin de la vida, las ausencias, las muertes, la vida que queda por vivir de una manera muy distinta a Lucky. Sufre la soledad, lo angustian las pérdidas y la vida sigue con en esa loca absurdidad que tiene de perseverar en su existencia. Todos están presentes para este momento para hablar del presente o para recordar el pasado que marca terreno con sus certidumbres. Roy Livingston haciendo de abogado que le venderá a Howard un plan perfecto para el día de su partida, James Darren y sus consejos de amor en la barra del bar, Ed Begley su médico personal, Tom Skerrit y esa charla entre ex combatientes de una de las grandes guerras de la historia. Así desfilan cada uno creando un círculo a su alrededor para que terminemos con el recuerdo de Lucky cantando en español una ranchera de amor que se nos hace entre graciosa y enternecedora, no solo ese momento y sino todo el filme de punta a punta. El realizador Carroll Lynch preciso y austero en la mayor parte del relato mantiene una mirada ajustada sobre su protagonista, pero sin preciosismos formales que ocupen el centro de la atención. Sin embargo, se luce en la mirada sobre Harry /Lucky los dos a la vez en una escena menos realista como la del sueño en el que en un espacio rojo vemos al personaje caminar hacia una puerta imprecisa. Allí Carroll lo filma como si lo viéramos caminar en los inicios de Paris,Texas confundido y perdido en las tierras desiertas y el sol rojizo del día sobre su pasos y como si ese rojo fuera un sueño de Twin Peaks donde fantasía y realidad se mezclan en un solo paso. Después de Lucky ya no veremos más a Harry Stanton en la gran pantalla. Nos deja acá su testamento y la evocación de la vida que surcó en terrenos tan distintos como increíbles entre directores como Ridley Scott, David Lynch, Wim Wenders, Francis Ford Coppola, John Carpenter, actuando en más de 80 films a lo largo de toda su carrera. Y como dijo Lucky en una escena casi final, como diría el Che y tratando de repetirlo en español, es una dulce despedida y… “HASTA LA VICTORIA SIEMPRE”. Por Victoria Leven @LevenVictoria
“El mito es un espejo donde el espíritu humano se observa con una mirada que cala hasta los huesos”. Con esta frase sin autor reconocible y sobre la pantalla negra comienza el documental. El acto de narrar en esta propuesta documental está centrado en organizar el relato alrededor de un mito, con la intención de reconstruir la historia de un sujeto mítico, de un alguien que nos es desconocida, o sea el mito de una incógnita total: Blanca Luz Brum. Y desde allí parte este viaje en el tiempo que es a la vez el rearmado de un mito y la revelación de una figura anónima. ¿Cómo alguien puede ser un mito si ni siquiera sabemos de su existencia?: “Un mito es, simplemente, un espejo de aumento en donde el espíritu humano, como tal, se observa con una mirada que cala hasta los huesos de su propia estructura; es el develador, el presentador, el mediador del espíritu ante sí mismo, aquello que le permite advertir que su estructura interna coincide con la externa y no es más que una con ella”. Este es el texto completo de autor no identificado para enmarcar la frase inicial del filme que por algo elige este texto para reflexionar sobre la percepción emocional de lo que queda mitificado. La Real Academia Española define como mito en una de sus acepciones “historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal de la condición humana”. ¿Qué encarnará el mito de Blanca Luz Brum? ¿Que simboliza esta mujer enigmática? Un mito es algo que perdura en la memoria de los pueblos, de eso no hay más que pruebas históricas en todas las culturas. El tópico esencial y su vez el paradojal atractivo del filme sobre Blanca Luz Brum es que la percepción mitificada de la misma es radicalmente opuesta entre dos testigos que la recuerdan de aquellos viejos tiempos . Uno la citará como “la genial vanguardista de las letras y la política” y en su opuesto habitan las voces que la llaman “la mitómana que no ha hecho mucho más que ser la mujer de otros al menos por unas horas” (para escribirlo con delicadeza). ¿A quién descubriremos al final del camino? ¿A una mentirosa, al colchón de Latinoamérica, a una engañadora, a una femme fatale, a una madre devota, a una periodista aguerrida, a una poetisa sensible, a una audaz artista plástica, a una militante radical de izquierda, a una pinochetista férrea, a una amante y una esposa, a una burquesa, a una rica o a una luchadora proletaria?. A una Latinoamericanista o a una eterna Europeizada, a una Peronista a muerte y a una Pinochetista férrea, a una sincericida y a una mitómana. A todas juntas, a algunas si y a otras no, o a todas un poco al mismo tiempo. A la que seguramente podemos espiar por el recuadro de la pantalla es a Blanca Brum, el zelig femenino de la historia secreta Argentina. Este es el segundo largometraje documental del realizador Pablo Zubizarreta, que en este caso se zambulle en la búsqueda minuciosa de un mito escondido, justamente en el de alguien que “escondida” no deseaba pasar por este mundo. La película comienza con una llamada telefónica en off que funciona como parte del contrapunto entre lo “verdadero” y lo “falso” que va a aparecer en gran parte de la narración como juego dialéctico con la gran ausente. Entre lo comprobable y lo intangible entra esta llamada telefónica en la que Zubizarreta habla con alguien (no importa quién) que afirma sin duda alguna lo que Blanca Luz fue “son puras mentiras inventadas, quieren hacer célebre a su mamá, como cambió de tantos hombres si estuvo con Siqueiros, si estuvo con Perón o con el gerente de la Panamerican, si es que usted piensa escribir un libro sobre Blanca Luz Brum y cita a esa familia, el libro se acabó. Blanca Luz es una mierdita, está usted perdiendo el tiempo haciendo una película sobre ese personaje”. En oposición a esa voz, el mismo director comienza el relato vertebral que busca reconstruir esa figura del pasado “Blanca luz poeta, pintora, periodista, revolucionaria” y así una serie de imágenes fotográficas acompañan sus afirmaciones, imágenes que funcionan como vestigios de una realidad lejana, casi tangible, casi existente. La voz narradora del director se enlaza a lo largo de toda la película con la de una imaginaria Blanca encarnada en audio por Mercedes Morán, que va leyendo sus textos autobiográficos, presentados en una serie fragmentos de diarios y similares, hechos todos de sus intentos por escribir una biografía completa sobre su vida. Obra a que nunca concluyó. El relato avanza sobre la vida de Blanca casi con milimétrica cronología desde su infancia inquieta y vivaz a su adolescencia con aspiraciones de salir de aquel pueblo donde se había criado de niña. Así la línea temporal de su vida hasta su muerte traza el camino de quienes intervienen para sumar reflexiones, datos históricos más o menos constatables, opiniones personales y hasta impresiones afectivas sobre Blanca. Así desfilan desde historiadores, a escritores, artistas , biógrafos conocidos, o conocidos de conocidos, y hasta su propia hija. Todos dando una puntada para hilvanar la trama de la vida de Blanca que parece haber vivido de manera intensa y controversial, sin medias tintas, haciendo sonar sus pasos, aún cuando la historia pareciera querer ocultarla muchas veces. Fue cuestionada, fue presa, casada y divorciada, amante de grandes y esposa de otros, madre de hijos perdidos por la tragedia y hasta referente de algunos hombres de grandes nombres. El rompecabezas está hecho de material de archivo fotográfico diverso, entrevistas yuxtapuestas, imágenes que recrean en la penumbra escenas imaginarias de una Blanca Luz fantaseada por el director apenas sugerida entre las sombras. Y las voces en off, la del alter ego de Blanca que suena bucólica o aguerrida junto a la voz cálida del director que con un aire romántico evoca a esa figura que le ha quitado el sueño, esa que lo hace pensar si realmente es posible saber quiénes somos, quienes fuimos y qué dejamos en la memoria de nuestro fantasma que habita aún cuando ya no estamos aquí. Pero ante todo en el mito que construimos sobre la vida los otros, esos otros que también somos un poco nosotros. Y así seguimos persistiendo en Blanca, un poco, como en todos los mitos. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Si hay algo que pone en riesgo un cineasta de corte autoral haciendo cine “for export” es la profundidad de su identidad narrativa. Algunos, pocos, han logrado atravesar las barreras de su idioma natal, de sus fronteras territoriales y mantener a pesar de ello la arrasadora fuerza de su sello identitario, que es algo que excede a lo que llamamos “estilo” algo que puede ser una impostura o una mera forma superficial. El realizador iraní Ashgard Farhadi, fue una revelación como narrador cuando nos conmovió con su filme La separación (2011) un hallazgo estético y ético para la cinematografía de Irán y los cineastas de la periferia que abordaban estos temas tal vez con resultados más imprecisos. Aquí en cambio la fuerza de la trama y sus personajes se aliaba a la disyuntiva moral que se planteaba y a una cámara testigo dinámica y cómplice del relato. En este filme Farhadi se dedicó a hablar de su cultura y las problemáticas contradicciones que allí se anidan. Los valores, los roles femeninos y masculinos, la vida atravesada por la religión que los representa, la actualidad de ese mundo cotidiano, la lucha de clases, la pérdida, el poder. Representó un fragmento de un mundo, impactante, conmovedor y en especial lejano a nosotros. Podíamos mirar a la distancia y aun así identificarnos con sus emociones. Todos lo saben es un relato instalado en la cultura hispana, es sin ir más lejos una historia que se desarrolla en un pueblo del sur de España al que Laura (Penélope Cruz) llega para la boda de su hermana, junto a su hija, la rebelde adolescente Irene, y el pequeño Felipe. Por motivos “laborales” su marido Alejandro (Ricardo Darín) se ha quedado en Buenos Aires. Allí los espera todo el clan familiar al que se suma Paco (Javier Bardem) al que vemos como un íntimo amigo de toda la familia, pero que en realidad hace 16 años fue pareja de Laura y hoy es dueño de tierras que antaño fueron de la familia donde hoy Paco tiene uno de los más importantes viñedos de la zona. La trama presenta durante casi 40 minutos toda la puesta en escena del casamiento. La llegada de decenas de invitados, los preparativos para la boda, el seguimiento de cada uno de los integrantes de la familia siguiendo el paso a paso del festejo. La iglesia, la fiesta en donde estallan el baile y las risas, y en especial las andanzas de Irene que en complicidad con un lugareño hace la suya sin ningún control. Y aquí se dispara el conflicto que empuja la narración hasta el final: en medio del festejo ella se marea y es llevada a su cuarto junto con su hermano en plena noche de juerga. No mucho tiempo después Laura, su madre, descubre que Irene ya no está allí. Y no es esta vez una de sus locuras, un mensaje deja al desnudo lo que sucede: la adolescente ha sido secuestrada y piden por ella un rescate de 300.000 euros. Hasta allí la media de los espectadores podríamos haber supuesto por comentarios de los personajes y actitudes de Laura en varias escenas que esa suma no es imposible ella y su esposo ya que su posición económica parece ser más que holgada. Pero el conflicto será radical cuando sepamos que contrario a lo que “todos suponen” (creo que así se debería llamar el filme) la familia de Irene no tiene recursos suficientes, más bien están más cerca del desempleo que otra cosa. El juego que establece el director en el guión es el de los secretos escondidos entre todos, esos que todos saben y nadie dice. El melodrama pareciera querer dominar el territorio narrativo pero no logra sentar bases suficientes ya que el intento de relato policial o thriller empuja para hacerse lugar aunque tampoco tenga la consistencia necesaria para llamemos a este filme un verdadero relato de intriga. Los temas que marcan presencia en el filme están muy relacionados a los propios de la cinematografía de Farhadi: la culpa, la fé, los valores morales, lo oculto y el poder del engaño. Estos tópicos nos atraen hacia la trama, pero muchas veces están tratados de manera tal que percibimos la distancia cultural entre el universo hispano y lo que al director lo deslumbra de manera que no logra darle un revés a esa situación. Por ejemplo la construcción de “el secreto” en la cultura latina es muy distinto a como logra desnudarla Farhadi, y esos elementos lejos de sorprendernos nos resultan algo obvios pues ya los hemos naturalizado y requerimos de otra perspectiva para revisar esta construcción. La mirada de Farhadi sobre nuestras traiciones y miserias no logra ser lo suficientemente profunda, por lo que no atraviesa a los personajes y los hechos con tanta solvencia como lo ha logrado en sus filmes locales. José Luis Alcaine con la Dirección de Fotografía hace un trabajo impecable de climas diversos, y las actuaciones, en especial las femeninas, brillan por su dramatismo y su intensidad. Finalmente el director nos demuestra que es un profesional que puede narrar con eficacia en otros idiomas, pero “eficacia” no es la palabra más emocionante a la hora de ver un filme de corte autoral. Por Victoria Leven @LevenVictoria
En su vigésimo filme y con 64 años de edad Robert Guédiguian, un sutil narrador de la cinematografía francesa, nos trae en este juego un tema que hace tiempo es de preocupación central de su filmografía: la muerte. Como buen cineasta que logra generar variaciones sobre el mismo leit motiv, en esta historia pequeña propone una mirada multifacética sobre el tema: el temor a la muerte, la evocación de las pérdidas, la muerte que se acerca con su reloj fatal, no nos queremos separar de la vida, pero en cambio es posible que sepamos cómo elegiríamos morir. Tres hermanos, Angele, Joseph y Bernard se reencuentran en la casa de su padre, anciano y con una enfermedad irreversible, no habla ni escucha y nada comprende a su alrededor. Podrá permanecer así quien sabe cuánto tiempo, meses, años. Hasta que la despedida sea total. Ese eje tramático, tan simple en apariencia, va trayendo hacia nosotros la historia de cada uno de estos hijos, que transitan más de la mitad de sus vidas. Ellos nos revelan con sutileza cómo ven el futuro y cómo han vivido el pasado atravesados por los mismos temas: la mirada política sobre el mundo, sus orígenes de clase obrera, la muerte, el amor, la relación con sus orígenes y la relación con sus mandatos parentales después de 50 años de vida. La conservación o el cambio serán las dos perspectivas que le dan movilidad a la mirada de cada uno sobre sus padecimientos, sus imperativos y sus frustraciones. Nos es casual que el Director haya construido este filme con su elenco de toda la vida, incluida su esposa Ariane Ascaride, ya que la fluidez y afinidad que se da entre los actores y los personajes suma una fuerza realista extra, más allá de los verosímiles ya ganados, ellos nos dan un plus de familiaridad: allí habita una familia sin duda alguna. Angele, que ha hecho una carrera intensa y lejana a la vida de todos convirtiéndose en una actriz consagrada del teatro francés, es la misma que ha perdido a una hija de apenas 8 años y que jamás pudo resolver esa muerte accidental ni esa pérdida fatal. Hoy se encuentra con que el amor le da la chance de alejarse del devenir hacia la muerte y detener emocionalmente el tiempo de alguna manera imposible de detener. “Todo tiempo pasado fue mejor” es la idea por la que, de alguna manera, se aferra a la nostalgia la mirada del hijo leal, el hermano que se ha quedado junto al octogenario padre todos estos años, allí en la villa, llevando adelante el mismo restaurant y los mismos valores, sosteniendo todo un universo de fantasmas y fantasías históricas. Hay en esa idea de conservación radical algo de muerte, un aferrarse a lo que debe mutar, tal vez hacia otro lugar a otra forma de vivir. Pero aquí en este filme no hay verdades absolutas ni seres errados y otros acertados, todos palpitan un universo de humanas contradicciones. El otro hermano, que ha llegado allí con una joven pareja que está a punto de abandonarlo, hoy jubilado por obligación vive en un plano de retórica ya vacía de sentido, frases que evocan fantasías revolucionarias, textos que no tienen consistencia alguna sobre su vida real y sobre sobre sus circunstancias. Modificar algo de lo que el destino, la sociedad y las reglas sociales le han impuesto es algo que no logra materializar. El deseo es algo que late dentro suyo en un estado de confusión y pereza. Como buen sociólogo que alguna vez fue el mismo realizador y un activo participante del Partido Comunista vemos como nos presenta dos planos narrativos que compiten por el primer plano: uno es de los personajes y sus mundos internos, acorde a un filme intimista, y por el otro está el relato de la Francia actual, de lo que no fue, de que se padece, del capitalismo, de la crisis de la clase obrera, de los valores morales y éticos, todo ese estandarte que se tambalea con el tiempo. Como esta misma villa , intacta, al borde del mar … casi sin gente, con un barco que llega con el pescado fresco, viviendo ese tempo detenido y la rutina de todos que igual parece que avanza, se mueve, como un pez en el agua evitando caer en las redes de alguna trampa que los encuentre con la muerte. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este documental funciona como un retrato biográfico de la célebre figura de Astor Piazzolla, indiscutible músico y compositor que generó un cambio radical en la historia del tango, un paradigma entre los grandes artistas nacionales del siglo XX. Dirigido por Daniel Rosenfeld, productor y realizador argentino que ya había marcado el terreno como director en el mundo documental con dos impecables relatos: Saluzzi. Ensayo para bandoneón y tres hermanos (2001) y La quimera de los héroes (2003). En esta nueva propuesta, Rosenfeld retorna a la dirección documental con la cuidada estética que lo caracteriza y una meticulosa narración que se va hilvanando para reconstruir fragmentos, datos, una perspectiva diferente sobre vida algo desconocida del controversial músico. En esa búsqueda en la que entramos al universo musical, visual y familiar de Piazzolla se nos revelan algunos datos desconocidos, tanto como aquel que le da el nombre al filme: Los años del tiburón, relacionado al berretín exótico que tenía el protagónico Astor: el de cazar tiburones. Sus hijos, uno músico cual calcada imagen de su progenitor, y la otra biógrafa de la historia de su padre, participan del filme para desplegar la incógnita de ese otro Astor que estaba bajo los escenarios, y surge así de alguna manera un retrato construido como una novela familiar, tal vez subtextual clave narrativa. Los fragmentos de audios rescatados y de filmes, entrevistas y otros retazos más familiares de su vida personal están montados y sonorizados con un exquisito cuidado, transmitiendo a su vez la impronta que generaba su música, variada, ágil, intensa y visceral. El espectador podrá descubrirlo si se le presenta como una figura lejana o reafirmar aquello que ya sabía más nítidamente si Astor, su música y su vida le son íntimos, cercanos y emotivos. Un elemento esencial de la narración es definir como se lo veía al genio del bandoneón en su misma época, ya que como músico sería un virtuoso pero como compositor revolucionario transformándose casi en un extranjero en su tierra, visto de forma negativa por muchos grupos más canónicos del tango y sufriría de esa anti-popularidad musical que llevaría como una marca por muchos años. Aun cuando su genialidad y su talento era indiscutibles costó que el reconocimiento masivo y popular llegara a su carrera, pero llegó más tarde o más temprano. Es muy atractivo escucharlo definir como es que su estilo musical se había creado en relación con las ciudades que había habitado: hay cosas que suenan a Buenos Aires, hay acordes que nacen de la multiplicidad Neoyorkina, hay silencios… hay un mundo de ciudades en sus notas, y un universo de sonidos en su percepción que unidas crearon una historia, la de su vida y la de su música una mezcla de ritmos diversos de aquel polifónico siglo XX. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Hace 25 años Sally Potter dirigió un filme de provocadora factura: Orlando (1993) con la aún desconocida Tila Swinton montando un relato de épocas sobre una estructura narrativa no convencional. A lo largo de estas dos décadas y media pasaron algunos filme de Potter por la pantalla : La lección de tango (1997) presentada en el Festival de Mar del Plata que reabría sus puertas por aquellos años, The man who cried (2000), Yes (2004), Rage (2009), Ginger y Rose (2012) y ahora aterrizamos en su última película de corta duración y picante desfachatez que podrían ser el filme de una joven cineasta en sus inicios jugando con una dinámica vertiginosa y mordaz para montar esta farsa de temática contemporánea: The Party. Esta realizadora británica que hoy ya tiene 68 años encara un dispositivo narrativo seudo teatral “la comedia de encierro”, que no llega ser un género pero que estructura un relato de manera reconocible. Este modelo parte de encerrar con alguna excusa festiva a una serie de conocidos y hacer estallar una buena cantidad de secretos que desestabilicen aquella la aparente armonía inicial. Este disparador es algo más que conocido, algo más que utilizado, algo más que gastado sin duda. Pero no es de una manera ingenua que Potter apela a este recurso, sino que lo usa como el esquema perfecto para lograr obtener un solo espacio y un tiempo casi real, y así poder centrarse en la sátira extrema sin otras necesidades narrativas. Puede volcar en los diálogos casi todo el efecto dramático (esto sí que es una clásica clave teatral) pero en todo esto sin duda lo más importante es reírse del modelo utilizado para ironizar sobre la idea de lo confesional y del mito de esa verdad que, revelada en un instante, cambia el curso de nuestras vidas. Todo lo parodia y lo ridiculiza llevando al extremo aquello que toca: las actuaciones son extremas como una pantomima, la cámara se ubica en ángulos antinaturales, la luz densa y contrastada apela más a un drama serio cuando en todo el filme la comedia satírica trepa por las nubes. Verborragia contradictoria a velocidad imparable, una serie de conflictos tan obvios, tan reconocibles y utilizados que no hay más que darlos vuelta y cambiarles el género, la época o el lugar para ver que estamos frente al cliché del ser humano o al menos el cliché de los llamados “grandes temas” que nos aquejan: las ideologías políticas, la construcción de la identidad de género, el poder, la maternidad y la infidelidad. Y Potter se para en el actual discurso occidental para poner en duda, de manera burlona, las afirmaciones que sostienen nuestro discurso, afirmaciones que penden de un hilo, ese hilo que se corta con solo reírnos de su inconsistencia. Cuestiona así los imperativos categóricos de todas las ideologías, que son la muerte de todas las ideas como diría el pensador esloveno Slavoj Zizek en su documental La guía perversa de la ideología. “Cómo podés ser el referente de ese partido vetusto en la era del pos- post modernismo y del pos- post feminismo” le escupe el personaje de Patricia Clarkson a su amiga encarnada por Kristin Scott Thomas, que convoca a sus amigos a una reunión para celebrar que pronto asumirá como premier británica. Es este el tono de las posturas ideológicas y frases varias que tira la reina del cinismo en toda la fiesta. Clarkson acompaña su discurso progre satirizado por contraste con el maltrato descalificante hacia su marido que la va de gurú Made in Germany en manos del genial Bruno Ganz. La película está llena de guiños metatextuales, por ejemplo la idea del gurú berreta puesto en Bruno Ganz, el mismo actor que interpretó en la década de los 80 al ángel de Win Wenders en Las alas del deseo. Por otra parte están: Bill que es el esposo de la futura ministra, Tom que es el banquero cocainómano marido de la mano derecha de la festejada y el gurú germánico completa en primera instancia el club de varones del grupo que serán tratados como aquellas mujeres fueron usadas en el modelo patriarcal: descalificados, traicionados, abandonados, etc. Patético. Si es este el lugar de poder que se ganó la mujer, las ironías sobre los estereotipos del feminismo caen como una bomba en la cabeza del espectador. Bill ha dejado todo para que “ella” sea quien será, como aquella frase: “Detrás de todo gran hombre, hay una gran mujer”. Si la invertimos de género (como lo hacen en la película), reluce de todas formas su sentido vetusto. El juego que juega Potter es repetir el viejo cuento de los engaños, y el abuso de poder, pero “invirtiendo” los géneros donde antes eran los varones ahora van las mujeres y viceversa. Lo farsesco y lo patético es que se ve lo deplorable del esquema, al derecho o al revés. Más aún en presente, en pleno auge del cambio discursivo, todo se presenta en The Party como el fracaso paródico de las ideologías. Obvio que faltaban dos piezas más para que la fiesta esté en la cumbre del seudo progresismo: un matrimonio de lesbianas a punto de ser madres-padres de tres nuevos seres que llegan a este equilibrado mundo. Ellas encarnan el cliché del matrimonio, la que juega de masculina y mayor de edad se alía con los otros varones y comparte sus principios, la juega de “macho progre” cuando repite los esquemas que usaban nuestros antepasados: tiene un pasado oculto, le da terror la paternidad, y siempre tiene otros grandes temas que lo/la aquejan. En fin, es un dechado de clichés del estereotipo del marido clásico. Mientras la que hace de “madre”, es más joven, va vestida de manera ridículamente naif y habla y se queja con una actitud de padecimiento histórico. Parece que todos luchan con un pos post feminismo que no alcanza y un pos post modernismo que quedó olvidado en la alacena con olor rancio. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Esta es la ópera prima de Ofir Graizer, un joven de origen israelí radicado en Alemania. El filme narra dos historias de amor que giran sobre un mismo personaje pero que están atravesadas por dos culturas: la germana y la idish. “Es una historia sobre personas que no quieren ser determinadas o definidas por su identidad externa” afirma el autor del filme. Su frase suena algo genérica, pero trata de decirnos algo que expone en la película: nuestra identidad de un hombre no termina ni en la religión que profesa, ni en las tradiciones de su origen, ni en las tierras que habita. Eso es una parte que podría ser hasta superficial o secular ya que la identidad es una construcción totalmente intima del universo de cada sujeto. La ambición del filme de plantear eso como la verdad sobre la identidad es atractiva y algo utópica, pero es un buen tema para abordad particularmente en alguien que habita tierras germanas, siendo de otra nacionalidad. El tema de la identidad es uno de los grandes temas de la historia del pensamiento germano, en la filosofía, en el cine en la literatura, en este país tan complejo y paradigmático que es Alemania. La “identitat” para los alemanes se determina por descendencia y no por país de nacimiento. Por otra parte, en las antípodas para el isaraelí/idish la identidad es un tema de religión por sobre todas las variables. El filme de Graizer cuenta la historia de un joven pastelero Berlinés, Thomas, que vive un intenso romance con un ingeniero constructor de origen israelí quien viaja por negocios a la ciudad. Oren, vive en Israel, está casado con Anat y tiene un hijo, Itat. Entre Thomas y Oren parece haber una íntima conexión en más de un sentido, no solo sexual sino también amorosa. Pero Oren, al inicio del relato, debe cumplir su rutina y vuelve a Jerusalem despidiéndose de Thomas una vez más. El conflicto se dispara cuando Oren no da más señales de vida y Thomas, una vez en Jerusalem, descubre que él ha muerto. Decide así acercarse a los vínculos familiares de Oren, en especial a su mujer y su hijo. Sin revelar su verdadera historia como su trabajo en la pastelería y, ante todo, escondiendo la trama que lo llevaba hasta allí, o sea su vínculo con Oren. Thomas entra a trabajar en el café de Anat recién re abierto tras la muerte de su esposo y allí se trazan las bases un vínculo amoroso entre Anat y Thomas, una suerte de triángulo a través del ausente Oren, aquel idealizado ser, amado por ambos. El guión en su primera parte, entre el acto uno y dos propone lo que tal vez podemos suponer una historia determinada solo por la gran reflexión identitaria, desde Anat por su posición social: viuda, y por la religión que marca cada uno de sus pasos, aún no siendo ella ortodoxa. Más por el otro lado el tema identitario de Thomas que “entrando por la puerta de cocina” logra acercarse a ese lugar que de alguna manera ocupó Oren. La trama coquetea con la idea de que el secreto de Thomas jamás se revele y que la sensación de que “todos lo saben” flote en aire, quede en el subtexto y el final del filme sea menos meloso que el que nos presenta el director (y guionista) de la película. Es un drama sentimental sin duda lo que discurre en los vínculos centrales: el lazo amoroso entre Thomas y Oren, entre Anat y Oren, entre Anat y Thomas. Lo contradictorio del atractivo personaje de Thomas en los inicios del relato se va haciendo más obvio a medida que los personajes que lo rodean y la trama se hace más directa, explícita y cliché. Por otra parte el clásico recurso de narrar como son las relaciones y los hombres desde el universo de la cocina y sus juegos tiene supuesto su encanto visual y simbólico, pero abusar de él es como engolosinarse con una metáfora sobre la vida, lo que la abarata y termina perdiendo todo su posible vuelo poético. Una propuesta atractiva al comenzar que se desdibuja con el pasar del tiempo fílmico y, aunque nos quedan algo de los rostros de sus personajes y sus emociones en la retina, la trama deja fugarse lo más sutil y acentúa hacia el final los lugares comunes que al inicio había logrado evitar. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Abril es una joven que se dedica con maneras artísticas y casi espirituales a la tarea del tatuaje, como bien dice el personaje “una forma primera de la escritura”. Vive con su pareja (Rafael Spregelbud) donde parece que el amor ya no reina. Él es director de teatro, dramaturgo y actor, y vive sumergido en los avatares de su tarea, la de la palabra. La obra que despliega en sus pequeños ensayos es la misma que en la realidad conocemos de este autor : “La terquedad” – de la Heptalogía de Hyeronmus Bosch – obra reestrenada en Buenos Aires durante 2017. El giro de la trama parece dispararse cuando Abril vive un encuentro amoroso fugaz, de final inconcluso e impreciso, y el desencuentro con su pareja se acentúa a la vez que otros elementos de su mundo interior parecen girar hacia otros caminos. Un día se marcha sin más, hacia las cálidas playas del sur de Brasil emprendiendo un viaje hacia si misma, silencioso y lleno de misterio para el espectador. La trama nos deja ver en paralelo lo que ella ha dejado, su pareja, su madre, que sabe de su partida pero no de su destino, y vemos como discurren las pequeñas cosas que habitan acá tan lejos de su nueva vida y su búsqueda personal en otras tierras y con otros personajes. La propuesta estética y narrativa más contundente de este filme es que los textos, como los recitados por el mismo Spregelbud, atraviesan distintos momentos, diversas escenas e imágenes resignificando, o al menos eso intenta, con las reflexiones que las palabras traen a la pantalla, queriendo llevar el relato a un terreno de introspección y poética. Los pasajes de la obra “La terquedad” inteligentes y complejos, no encuentran en esta historia un terreno ni muy firme ni muy rico, por lo que a veces las frases funcionan como una suerte de ilustración de lo que vemos, un intento de explicar algo, o de dar sentido a lo que pareciera no tener mucho cuerpo, cinematográficamente hablando. Abril conoce en estos páramos lejanos, diversos personajes pequeños de color local: una anciana, el dueño de un bar, un hombre nuevo y una casa que renta con vista al mar. En el desarrollo de los nuevos vínculos, acontecimientos, imprevistos y otros avatares, Abril avanza de escena en escena como si hallara en esa vaguedad las respuestas que esperaba encontrar. Lo que se haya intentado transmitir del mundo interior de esta joven mujer, llega de a retazos y con poca fuerza expresiva, donde navegamos entre una voluntad de ir hacia una narración profunda y una liviandad bonita en la pantalla. Si hablamos de estar en la piel de… se impone una sensación de quedarnos en la epidermis del personaje, en esa sensación erotizada de la superficie del cuerpo que busca mudar de envase como una oruga. Si hay algo que no nos atraviesa es la sensación esencial de que algo de esa mutación sea posible ante nuestros ojos. Por Victoria Leven @LevenVictoria