No podemos dejar de considerar que David Foenkinos es un escritor de pluma consagrada en la literatura francesa contemporánea. No voy a mentir pues no había leído nada de su autoría, y este filme me llevó de las narices a esos mundos de personajes, conflictos y enredos vinculares que con un trazo de humor elegante definen esos mundos que narra de maravilla. El guion de Algo celosa es la clave de casi todos los hallazgos de esta comedia madura, una creación original sin novelas previas de los hermanos Foenkinos, pero aclaremos que Stephane está más imbuido en el mundo del cine como director de casting en decenas de filmes, guionista de otras producciones y hasta realizador de La delicadeza película en la que realiza una transposición de la novela de su hermano David. Si la historia toma como excusa la vida de una mujer llamada Nathalie en ese plot de los 50 años de vida, donde tiene una profesión ya estable, una hija en plena emancipación y hasta la chance de encontrar un nuevo amor , pero… todo eso no alcanza para acallar al monstruo que crece en su inconsciente, ese fantasma que a la mitad de la vida vuelve con toda la furia a tomar posesión de todo lo que ha construido pero con lo que ya no sabe qué hacer. Está perdida en la bruma y la realidad se le esfuma en semejante confusión, solo puede ver la vida como si fuera un Quijote enloquecido con los molinos de viento girando en su contra, y como la metáfora nos refiere, creemos que allí están los gigantes que ganarán la batalla final, aunque solo sean unos pobres molinos de madera en el medio de la nada misma. La curva de Nathalie continúa en su escalada de sinsentidos y decisiones con consecuencias problemáticas, todas funcionales a la lógica de su propia neurosis, esto se hace patente en una escena del inicio del filme donde monta un escándalo nacional ya que se cree convencida de que el hombre que ha venido a conocerla y cenar a su casa ha posado los ojos en su joven hija. Entonces segura de ese espejismo siente que el deseo queda fuera de sí y la vergüenza y la furia la envuelven en una nube de certezas falsas. Todo culmina en transformar a su hija y a este candidato en dos enemigos indiscutibles. Ese es el primer paso a la creciente sensación sin límites de que el mundo ya no la elige, de que todo lo que otros viven atenta contra su integridad y aún cuando cae en la cuenta de que no todo es tan así como ella cree, no encuentra una respuesta a esa afirmación que la aterroriza y la enloquece a la vez. La menopausia no es suficiente explicación, la juventud que se ha ido ya no alcanza como excusa para la insatisfacción, algo innombrable y abominable la ha enceguecido. Algo tan humano y tan miserable que no hay forma de no nos veamos reflejados en su patético espejo deformado. Luego de un derrotero tremendo de desaciertos y desbordes, otro incidente perturbador con su hija pone final a esta carrera imaginaria, nuevamente la figura de la hija y ese vínculo abren y cierran la curva del fantasma sin límites. Chau monólogo interior desenfrenado, chau soliloquio fantasmático, es ella con su hija de carne y hueso lo que cancelan su traumática lucha Quijotesca. Finalmente, y el espectador agradecido, llega la hora de ordenar el mundo que se ha roto para volver a empezar una vida mucho más real. Karin Viard en el rol de Nathalie es junto con el solvente guion la otra cara de la misma moneda de aciertos. Con la vitalidad que Viard irradia se pone el filme al hombro y se apropia del personaje. Sin ella y su capacidad histriónica entre aterradora y encantadora no habría manera de que este viaje cinematográfico se cristalizara de una forma tangible, emocional y creíble. Un texto maduro e inteligente para reírnos de la desgracia. Tal vez encontramos algunos desaciertos al final que no son de lo más loables, con frases explicativas por demás o monólogos del tipo salvavidas, pero más allá de esos matices menos brillantes el relato hace honor y con humor a esa relación tan compleja que tenemos los seres humanos con nuestro fantasmático mundo interior. Sin dramones de pañuelos, los Foenkinos nos recuerdan que la vida nos sigue esperando allá… tan solo detrás de la puerta. Por Victoria Leven @LevenVictoria
El cine de género siempre nos convoca a las salas, y vamos en busca de su universo de indicios reconocibles que es parte de su encanto o familiaridad, en tanto y en cuanto la previsibilidad no sea excesiva y caigamos en la obviedad más absoluta. El noir, policial negro o cine negro, es un subgénero muy querido en nuestra pantalla nacional desde hace muchas décadas atrás. Tenemos historia de grandes policiales negros realizados por gigantes de nuestro cine, y como buenos amantes fieles hemos seguido los pasos del “noir” francés y su sello particular. Esta nueva propuesta de Erick Zonca director responsable de una filmografía algo discontinua pero con algunos títulos dignos de interés nos trae una adaptación cinematográfica de la novela negra homónima del escritor israelí Dror Mishani. No solo un suceso de ventas sino que hasta aplaudida por el mismo maestro de las letras policiales: Hening Mankell. La trama teje un misterio de desaparición, alguien, un joven adolescente se hace humo del día a la noche en el marco de una familia tipo (digamos eso por ahora) y cuyo caso cae en las manos del comandante Visconti (nuestro querido Vincet Cassel) que como buen policía del cine negro está quebrado, sucio y no para de beber whisky. El traje que le queda varios talles más grande confirma su imagen, la de verse fuera de sí mismo, como en un cuerpo prestado, tal vez el de algún otro detective de la historia del cine negro. Visconti busca al adolescente desparecido como quien quiere recuperar algo propio, ya que él es padre de un a un hijo adolescente perdido en la venta de drogas y la vida marginal. Valga un guiño en la similitud de nombres Denis que es el joven desaparecido, y Dany su hijo. Pero ahí no terminan los espejos, típica figura del noir, la simbología del espejo del que bien hizo Welles algo explícito en La Dama de Shangai es un punto esencial para este subgénero. Toda la trama psicológica de base suele abrir este juego: el que debería representar lo bueno se ve espejado en lo malo, y no solo se ve espejado esa oscuridad sino que casi siempre la desea. Visconti desea encontrar al joven ausente y proyecta eso más lejos aún cuando desea a la madre del desaparecido la que despliega una imagen engañosa de fémina oprimida que lo atrae como una infernal mujer fatal. Desear a la mujer engañosa es como volver a desear su ex esposa a la que recuerda justamente por su abandono y su traición. Un espejo de engaños sin salida. La configuración de la investigación policial se construye entre un profesor de literatura de Denis, la madre sufriente y el padre casi ausente, la hermana discapacitada todo un código cifrado de secretos inexpresables y la oscura y miserable novela familiar que se traza entre ellos. La búsqueda infatigable de Visconti que lo muestra cada vez más derruido, más desgreñado, más inmoral y más confundido se nos hace morosa, como empantanada en un clima algo maniqueo y con ciertas obviedades subrayadas con innecesario énfasis en la dirección de actores, particularmente en Cassel y en el profesor (Romain Duris) sobre afectados en muchas escenas que le quitan las sutilezas y grises a sus personajes. Desconozco cuanto se aleja la adaptación del texto original, pero si hay algo que contiene más intensidad y menos exageraciones son los últimos treinta minutos del filme donde se ponen en juego varios giros dramáticos, un poco más picantes que el resto de la propuesta. Enredado y patológico el acto final deja algo intenso en la boca, algunas claras notas de sabor a filme noir. Por Victoria Leven @LevenVictoria
El enojo y la impotencia nos sorprenden muchas veces cuando la realidad se nos opone una y otra vez en un combate desigual. Alguien va detrás de algo, para alcanzar lo que a veces es materialmente constatable y otras casi intangible. Todo impacta con aquello a lo que llamamos lo real, eso que nos embiste con su desmesura. Anna es una joven, madre y soltera, que batalla con esa embestida. Vive como si fuera el ensayo fílmico de esa impotencia feroz y avanza con furia detrás de ese deseo que se hace inalcanzable. La vida conflictiva y llena de carencias que Anna lleva a cuestas, la enredan en una búsqueda errática de soluciones que se le presentan lejanas y más adversas que su crítica realidad. Un hijo autista sin tratamiento adecuado, un trabajo constante de esfuerzo insuficiente, más el deseo loco de viajar a EE.UU. y lograr allí todo lo deseado y más. Este retrato juvenil y femenino es también la herramienta ideal para fotografiar una realidad social y actualizada de este país cerca del Mar Negro que arrastra una historia de invasiones, en un territorio tan valiente e indómito como es el de este territorio euroasiático. Ese macro mundo se hace huella en este micro mundo, en el universo de Anna. Su supervivencia se presenta como un laberinto en el que cada día la joven prueba un camino tras otro, pero nada la conduce a la salida. Llena de enojo y ansiedad busca el sosiego de sus angustias en un mundo que se aparece adverso y avaro, rodeada de personajes que viven sumidos en sus propios anhelos y sus infinitas necesidades. La impresión de realidad que la película propone es intensa y muy poco amable, a través de la mirada de la protagonista que es áspera y desesperada generando una tensión constante con el escenario en el que se ve atrapada. Hay un recurso narrativo que se nos hace real y ficcional a la vez: Anna fracasa al intentar conseguir la visa americana, y en ese punto hace eclosión todo lo que venía detrás. ¿Cómo salir ahora hacia esas tierras inhóspitas que se suponen salvadoras? El resto es un derrotero doloroso de desaciertos y engaños. Un torbellino enloquecedor de amarguras que se encadena como si todo condujera al mismo lugar: la pérdida. La desolación en la que Anna y los personajes circundantes viven es abrumadora. Los vemos luchar entre ellos a manotazos como si todos trataran de subirse a una barca mesiánica y tan solo hubiera lugar para Dios. La cámara suelta, móvil y vigorosa acompaña los sucesos de este retrato social. Su vitalidad y cercanía a la protagonista nos evoca a los hermanos Dardenne con su furiosa cámara viva. Más allá de que la pérdida se impone, el lugar de la esperanza está igual sostenido en esa juventud y esa fuerza que no desaparece en Anna. Si hay un detalle que merece la pena observarse son las manos de la joven actriz y su lugar clave en la composición del personaje. Allí están vitales, expresando el lugar más emocional y femenino de su identidad. Las manos que envuelven un pedazo de pan en una servilleta, las manos que limpian enérgicas un rincón ajeno, las manos que peinan a su abuela, las manos que no logran calzarle los zapatos a su hijo. Las manos hechas palabra. Las manos de una mujer, ahí, donde todavía la vida sigue buscando proyectarse. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Calabria podría ser una ficción, un relato hiperrealista con los condimentos necesarios de una minitrama en formato de road movie. El hallazgo inicial y definitorio es que no estamos frente a una construcción ficcional sino frente a un discurso de corte documental con todo el pliegue narrativo de la ficción que conocemos de antaño. La historia nos narra el viaje de dos empleados (inmigrantes habitantes de Suiza) que viajan desde una casa fúnebre en su país de residencia hacia el sur de Italia para repatriar los restos de otro inmigrante, un italiano fallecido en esas tierras extranjeras. El mandato es volver a llevar esos restos de vida a su germen natal, a su cuna de identidad donde alguien esperará la llegada del cuerpo para lo que suponemos será el ritual de la despedida. Una larga secuencia inicial nos propone recorrer todas las actividades alrededor del cuerpo sin vida, haciéndonos testigos de toda la fajina que se realiza para preparar el ataúd, el cuerpo y sus vestiduras, los detalles de los detalles, todo el preámbulo del largo viaje que viene por delante. Jovan y José son los dos trabajadores se constituyen como protagonistas del filme, ellos y la omnisciente presencia de la muerte durante todo el viaje. Un inmigrante ha muerto y ellos son los otros dos que lo escoltan. En ese punto se juega la similitud de mundos entre los vivos y el muerto, más las preguntas que los mismos choferes se hacen sobre a quien transportan y sobre sus propias vidas. La mayor parte del relato discurre dentro de la cabina del auto con José y Jovan al frente del viaje debatiéndose sobre temas de la vida y sus nimiedades, a la vez que reflexionan sobre sus creencias religiosas o morales, sus miradas opuestas sobre el mundo, sus deseos y anhelos, sus pasiones y sus contradicciones. Uno es inmigrante gitano de origen balcánico, el otro es portugués y así ambos dejan ver sus marcas de origen claramente diferentes en sus formas y percepciones subjetivas del discurrir de sus vidas. Jovan es amante de Paco de Lucía, de la música y del baile pasión que despliega en una escena de hotel donde canta con su guitarra canciones de su mundo gitano. José es un hombre más terrenal, hiper pragmático lejos de la fantasía de la música y los enamoramientos del canto. El contraste entre ambos mantiene una dinámica fluida, estamos siempre muy cerca de ellos y podemos apreciar el armado de este vínculo, de esos que son casi circunstanciales y que se nos presentan en la vida sin aviso. Sus diálogos colman los minutos en pantalla, y el humor cotidiano marca pinceladas sobre temas como la muerte, la familia, el amor y el desarraigo. La muerte es el tema, sin duda, más vivo en la trama vincular de estos personajes. La observación minuciosa de sus rostros y acciones nos impone una cámara instalada entre ellos registrando cada detalle de este viaje peculiar. El final genera un intenso golpe de efecto documental, pues si dudábamos de la realidad determinante del filme ahora se nos impone con toda su simpleza, pues tal vez en una ficción el cierre hubiera sido estridente y pomposo mostrando parientes emocionados que reciben al fallecido en un acto monumental. En cambio la aridez de la realidad es otra, y el final de los finales dura lo que dura la vida, tan solo un instante. Por Victoria Leven @LevenVictoria
La nueva película de Pawel Pawlikowski presenta el regreso de este director a la pantalla luego de su premiado filme Ida (2013). Ida se cristalizó en las pantallas provocando un reencuentro mundial con el cine polaco de autor. Un filme que aunaba un relato pequeño sobre una joven novicia antes de dar sus votos unido al retrato de las consecuencias de una segunda guerra que había arrasado con generaciones enteras y la esperanza de muchos otros más. Planteó una dimensión estética exhaustivamente elaborada, con encuadres fuera de lo común que relacionaban la forma y el contenido narrativo de manera íntima y de superior calidad formal. Cold War, nos trae parte de estos elementos discursivos casi impuestos en otra propuesta narrativa donde vemos algunas afinidades formales pero notorias diferencias estructurales. La trama está ambientada en la Polonia de la Guerra Fría, allá por el año 1950. Desplazando parte del argumento a Berlín, París y Yugoslavia el relato sigue allí los pasos de los dos protagonistas que se encuentran y desencuentran en la telaraña de un amor imposible, circulando a través de esas ciudades icónicas de la Europa de aquellos tiempos y aquellos hechos políticos tan críticos que le costaron al viejo continente varios años para poder rearmarse en acto y palabra. Mientras las nuevas autoridades comunistas se imponen en Polonia, se crea una escuela de música folklórica para agrupar a jóvenes que llevarán a los camaradas polacos alegría y pintoresquismo local. Wiktor es un pianista que trabaja para la orden directiva de la escuela y allí conoce a una joven, Zula, que será elegida como parte del grupo de bailarines y cantantes del grupo. Desde ese encuentro primero surge el melodrama que vincula a estos dos personajes y su historia de imposibilidad amorosa, una y otra vez fallida. Es ese vínculo el que nos permite observar el retrato de una sociedad que al pasar de los años y en distintas ciudades sigue llevando la marca dura de la post guerra. El deseo parece tenerlos atados aún cuando muchas veces no se atreven o no les es posible encontrarse sin limitaciones o peligros. Las posturas políticas los separan, los separa el poder y también sus propios fantasmas, sus impedimentos más íntimos donde amar sin medida parece impensable. La propuesta del director trae un poco de los pelos algunos hallazgos de otros de sus filmes como Ida. Por ejemplo: el uso de escenas breves con cortes tajantes que no permiten una progresión o un acontecimiento conclusivo, no tienen ni la fuerza narrativa, ni la necesidad dramática que tuvo en su anterior película que hizo de este recurso una forma de omisión casi necesaria para el sentido del relato total. Esa fragmentación de sucesos “cortados” no deja desenvolverse al relato que es más clásico que contemporáneo. La cuidada fotografía aquí se propone como un embellecimiento exquisito de la imagen pero no apuesta a ningún riesgo formal fuera del canon, ni encontramos más efectividad que la de los expresivos primeros planos. La música es ante todo protagonista de los pasajes temporales desde el folklore musical al jazz más intenso o el rock y sus derivaciones más sofisticadas. El final del filme, que es el de este derrotero amoroso, se impone cruel pero discurre fuera de campo lo cual supone una opción más sugerente y efectiva que otras decisiones ya tomadas en el resto de la película con menos riesgo. Bella como una seriada fotográfica de los 50 sumada a una música exquisita, Cold war se nos acerca hasta el oído susurrante, con su atractivo blanco y negro, con sus rostros emocionales. Amaga a conmovernos, pero no nos atraviesa el corazón. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este viaje cinematográfico del excelente documentalista argentino Néstor Frenkel nos sumerge en un acontecimiento tan naturalizado como extraño a la vez: la navidad y sus mitos. En este caso el objeto de la observación es la icónica figura de “Santa Claus”, “Papá Noel” o el mágico señor de barba blanca que nos traía los regalos en la infancia. A partir de su iconografía histórica: el traje, el cabello, la barba, las botas, la sonrisa, la carcajada navideña y muchos otros detalles más una serie de “Papás Noeles” se hacen presentes en el relato a través de distintos hombres con sus cuerpos dispuestos a reconstruir la fantasía de diciembre. Como buenos trabajadores de la vida cotidiana se ponen la escena al hombro y reviven por un rato aquel mito navideño de antaño. La narración de Frenkel abre con un homenaje de singular calibre cinéfilo. Un fragmento de material de archivo nos deja ver una secuencia de otro filme. En blanco y negro vemos dos niños mirando al cielo que se preguntan por tan mágica visión – ¿No te parece un ángel? ¿Mirá ese? ¿No es Santa Claus?. Y es que creen verlo entre las nubes. Pero es cierto, allí está, mirando hacia la tierra y hablando con el arcángel Miguel que le indica ni más ni menos que bajar a la brevedad. Santa pregunta confundido: ¿Tan lejos de Navidad? y el arcángel responde: Es que te olvidas! Todo el año es navidad. Títulos. Raúl Rossi encarna a este Papa Noel de los años sesenta en la película Todo el año es navidad de Román Viñoly Barreto, y Frenkel nos remite en esas imágenes elegidas a un cine popular, secular, lleno de las fantasías casi ingenuas, pero que hoy con más tecnología y menos tiempo, aún siguen vigentes. El documental nos acerca a la punta de la nariz la constitución aún vigente del mito con los rituales que construimos en torno a él. Frenkel nos empuja con inteligencia a un viaje de evocación, a un mirar en pasado y presente para observar la humanidad de estos hombres que hacen de “otro hombre ausente”. Entonces, el mito es una buena excusa, genuina y singular, para observar otra faceta de nuestra condición humana a través del cristal de un hombre imaginario a todos los hombreas reales. Obsesionado por Santa y sus variables, se nos presenta un hombre tras otro, un personaje tras otro, un tipo de Papá Noel diferente en cada caso, tantos, como el sujeto real que lo encarna. Si la similitud es la barba blanca, el traje, la panza, el cabello, o las botas acá queda eso como parte de la superficie ya que cada uno de estos “Papá Noeles” anidan personalidades muy diversas, historias personales claramente divergentes, y hasta trabajos a los que se dedican (por fuera del navideño) muy distintos unos de otros. Así, la idea de que hay UN SOLO Papá Noel, se cae al vacío en 15 segundos. Cuando se multiplican las facetas y los sujetos que lo encarnan, aquel ausente imaginario se transforma en todas las versiones de sí mismo. Tan distintos y opuestos a la vez, ellos nos dejan en claro que la realidad se aleja de la idealización de un mágico hombre de rojo que viene de lejanas tierras, aquella narrativa que nos inculcaron en la infancia. Esa misma trama de la que fuimos cómplices repitiendo a nuestros descendientes las idénticas alegorías un poco y sin duda, de cartón pintado. Las escenas con los protagonistas dejan entrever en cada uno, un sueño, una fantasía, una necesidad interior en el deseo de ser ese personaje mítico, y la fantasía casi épica de asumir esta tarea como una misión del destino. Todos queremos tener una misión en la vida. La tarea de misionar queriendo ser ese personaje se completa con las carencias que viven cada uno detrás del disfraz. La búsqueda de un trabajo, la vida con sus vaivenes y la supervivencia que es ardua de andar en su derrotero. Un trabajo único y especialmente sacrificado ya que dura solo un mes y tiene un mundo de condiciones. Entre ellas las del mercado, y a eso me refiero, al modelo de consumo en un esquema capitalista, donde Papá Noel es otro fetiche consumible de la lista navideña. El sistema y sus voracidades funcionales no queda afuera de la realidad de este mito en el siglo XXI. Hay otro fragmento del filme de Viñoly Barreto donde una mujer dice –¿Es una propaganda? ¿Qué es?…. Esta cita intertextual no deja dudas, Frenkel siempre tiene el ojo en los sistemas de poder. Más allá de cierto divertido romanticismo navideño o la amorosa parodia al personaje esta temática hace pie en el documental como una clave más de la mirada autoral: el mundo vendible, el mundo bebible, masticable y fotografiable de Papá Noel. El documental tiene a su vez cierta impronta bucólica que genera la figura de Santa Claus y la temática navideña. No son payasos pero esa sensación extraña de saber que detrás de ese traje existe un otro, que habita con la intención de sostener algo inexistente. Esto genera indirectamente una cierta melancolía en este retrato del mito, en especial por la conciencia de mismos personajes sobre esta nostalgia que Santa Claus implica. Aún así el documental no está sostenido por penosos tonos dramáticos, sino que deja que el humor sea la puerta con la que se abren los diversos caminos discursivos. Humor y nostalgia, además, han sido siempre buenos amigos. La secuencia final presenta un armado de montaje corte a corte donde todo el “mundo Noel” se despliega en la pantalla: objetos varios, fetiches de todo tipo, decenas de gente barbuda, un mix de realidad y navidad a toda marcha. Nos queda un filme de esos que uno vive a través de un autor lleno de pasión por narrar, por contarnos ciertas micro historias que se agigantan en la pantalla, plagadas de sutiles miradas que rozan otros mundos más complejos. Como el universo que construimos cada año donde coexisten tanto un sueño de unión, una fantasía renovada, una esperada solución mágica, y el deseo voraz de comprarnos todo porque el 24 queremos ser dueños del ritual sobre la mesa. Todo el año es navidad es la revelación de una cara de nuestra mitología hecha con retazos de pura realidad. Una película que te hace pensar en aquello que se nos hace invisble. Y se impone, como todo, con el tiempo. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Cristian Petzold es el realizador del cine germano contemporáneo por excelencia, siendo singularmente diestro en el melodrama y todas sus posibles derivaciones discursivas. Hemos conocido ya sus abordajes en filmes como Seguridad interior (2000), Triángulo (2008), Bárbara (2012) y Ave Fénix (2014) donde vemos cómo pone en juego una mirada intimista sobre los vínculos e inquietante sobre los mundos psicológicos de sus personajes. Su pulso en la narrativa se impone con la capacidad de un estudioso cinéfilo y como apasionado cineasta conjuga tramas y situaciones que nos envuelven con sus complejas narrativas emocionales haciendo del uso del contexto un espejo invertido sobre los mundos interiores de los seres que lo habitan. Intertextualmente conectado con Wenders y Fassbinder, en sus filmes hay huellas de ambos realizadores alemanes con los que dialoga profundamente, aquellos que fueron motores del icónico Nuevo Cine Alemán que resurgía de las cenizas de la post guerra. Pero su marca lleva huellas de otros maestros como Hitchcock, Sirk y otros genios del cine clásico americano. Cristian Petzold es preciso y profundo a la hora de diseñar estructuras narrativas. Capaz de narrar como un brillante ajedrecista presentándonos formas – cronológicas o no – que siempre se nos hacen audaces y llenas de incertidumbre. No son simplemente estructuras no canónicas o de superficial corte experimental, sino que son ante todo ensayos cuidadosamente construidos donde la línea de pensamiento sobre el tema a tratar se une a la trama de manera inseparable. Ese leit motiv del autor se deja entrever a través de las vivencias de sus caracteres al mismo tiempo que despliega su solvencia y hodnura en la construcción del andamiaje estructural. Las apuestas de Petzold se hacen cada vez más atractivas, ya que a la hora de abordar un nuevo diagrama no apela a las redundancias ni las obviedades. Es con esa genuina pluma que nace Transit, su último filme. El mismo director lo contextualiza como el cierre de una trilogía iniciada con Bárbara y continuada por Ave Fénix, cuyo tema nuclear es el de “los amores que nacen dentro de sistemas opresivos”. El relato cinematográfico está basado en la novela homónima de la alemana Anna Seghers (1944) siendo el guion obra del propio director. En la tarea de transposición Petzold se toma algunas libertades autorales, ya que replica el mundo germano durante el nazismo aquel de los años 40 que la novela propone, pero instala el contexto de esos mismos conflictos en la Marsella contemporánea, una clave de resignificación total de la historia. Cuenta el cineasta que el primer abordaje a la adaptación fue una idea que compartió con magistral documentalista alemán Harun Farocki, colega y amigo, que consideró inviable el proyecto, al menos en los términos de una adaptación clásica y especialmente partiendo de ese texto germen de alta calidad literaria lo que suponía el riesgo de caer en una obra de menor profundidad narrativa. Aún así, Petzold inició un boceto del proyecto y en el proceso de escritura el material terminó perdiéndose en una computadora averiada. Años más tarde se reencontró con una nueva idea germinal sobre Transit ya sabía que el planteo sería diferente y ese descubrimiento fue la llave para abrir un nuevo camino hacia el filme. Presentificar ese pasado opresivo, traer el relato ubicado en los últimos años de la segunda guerra al contexto actual, y yuxtaponer a eso las caracterizaciones de los personajes como si ellos vivieran en aquella histórica década atroz. Este disloque de temporalidades hace al filme universal, atemporal, espejando el pasado de la segunda guerra con la opresión de la Europa actual. Un reflejo sobre los refugiados del presente en aquellos “otros” refugiados del pasado, reiterándose en ambos planos la condición de ser ante todo sujetos “en tránsito”. El argumento no es simplista, obvio, directo, ni lineal. Juega entrando y saliendo de distintos acontecimientos que nos intrigan y nos arrojamos a ellos buscando develar su significación final. Es nítido el punto de vista ya que el filme nos propone seguir a nuestro protagonista, Georg, un judío alemán refugiado que vive en la Francia de los años 40. Un amigo lo compromete a entregarle unas cartas a otro refugiado, un escritor a quien encuentra ya sin vida, lo cual cambia todo el sentido del plan. Georg vislumbra en esa situación un salvoconducto para repensar su identidad, el que es un don nadie tal vez pueda, en el cuerpo de ese ausente escritor, encontrar una salida para su supervivencia y sus anhelos. Allí encuentra como vestigios del escritor fallecido una novela de su autoría y la carta sin entregar de su mujer, Marie. La trama se focaliza en el camino que toma Georg al decidir ser ese “otro” apropiándose de la identidad del ausente y poniéndole el cuerpo a ese hombre del que ya casi nadie puede recordar con detalle su rostro pero que algunos aún esperan. Se construye como un doble, otro yo, un fantasma de otro fantasma. El azar, o cierto compromiso, lo llevan a conocer a una mujer y un niño que viven solos en las afueras de la ciudad. Más allá de encariñarse con ellos, son otros refugiados que nada tienen que ver con su búsqueda. Otra es la meta que le ha tocado en suerte. Una mujer de labios rojos y largo piloto que aparece una y otra vez es quien lo lleva como un fantasma a su objetivo. Ella, Marie, con un nombre tan universal como su existencia, tal vez una metáfora o una alegoría sobre el amor. Ella es quien lo confunde con otro hombre huyendo cada vez para volver a aparecer. Es esa la mujer que él espera sin saberlo. La esposa sin hombre, una y todas las mujeres a la vez. La vemos existir como la proyección de una fantasía masculina capaz de hacer real lo inalcanzable, y ahí habita ella, la fantasmática Marie. La trama los encuentra casi como si el destino lo quisiera, y en ese encuentro se definen el uno al otro, en torno a este vínculo amoroso y a la falsa identidad que Georg detenta. Se aman, o al menos eso desean. Las fantasías imposibles que proyectan el uno en el otro van llevándolos al punto crítico de otro nuevo desencuentro. Una historia de amor en el limbo inconmensurable que es el del estado de vivir “en tránsito”, en una suerte de “no lugar” de estado de no pertenencia. La segunda guerra, que habita en el drama de los personajes, funciona como un fondo fantasmático están allí padeciendo esas angustias y la vez allí no están. El melodrama que envuelve a esta pareja se imbrica con otras complejidades. El estado de dualidad de Georg, que es y no quien es, la duplicidad que lo lleva a presentarse también como otro sujeto de alguna manera “fantasma” buscando su propia identidad en este universo inestable. La película tiene una clave esencial para abrir su puerta misteriosa, para correr ese velo que la hace diferente a cualquier filme sobre el nazismo, o cualquier relato actual sobre el tema de los refugiados. Esa clave es la de una atemporalidad única, construída por dos tiempos nítidos y superpuestos. Uno es el tiempo de los hechos de la narración y sus datos precisos, esos que describen textualmente la segunda guerra mundial, instalados en todos los diálogos, en los hechos que se trazan en el argumento y en muchos detalles del arte del filme. Por otra parte está el nítido presente, la actualidad, que es donde se enclavan todo el resto de los elementos del relato: los espacios, los vehículos, los personajes, los otros refugiados que remiten al aquí y ahora siendo los extranjeros que hoy habitan Europa y que ahora son el tema de conflicto cultural. Es una película que, uniendo dos momentos históricos alejados, amplía la reflexión sobre la pregunta existencial sobre la identidad y la reflexión sociológica sobre la pertenencia. La hondura de los conceptos que el relato atraviesa son de fuerte raíz filosófica con bases conceptuales en temas como el individuo, el otro, la pertenencia y la muerte. La superposición de planos históricos es la marca de agua de la película, pero además está llena de citas internas a otros filmes de ficción sobre la guerra o la post guerra en Alemania, como por ejemplo “El casamiento de María Braun” (1979) de R.M. Fassbinder donde una mujer, Marie, espera incondicionalmente el regreso de su hombre de la batalla. Al iniciarse el filme vemos que reza en la pantalla: “Dedicada a Harun Farocki”. Es suficientemente clara su posición al elegir abrir el relato con este homenaje al ya fallecido gran maestro, referente de Petzold. Como grandes humanistas que ambos son, sin duda los enlaza una capacidad de atravesar las más complejas preguntas sobre el hombre y su frágil condición de ser frente a la controversial situación del estar, aquí y ahora. Eternas preguntas de la filosofía germana que solo pueden resurgir a la pantalla desde las manos de este gran artista y pensador del lenguaje. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este segundo filme de ficción del director francés Edouard Deluc, al que conocimos por su ópera prima Voyage, Voyage (2012), una película filmada en Mendoza que presentaba otra propuesta diferente en cuanto a modelo argumental pero que se une a esta nueva propuesta claramente por la mirada de Deluc como amante de los paisajes y las panorámicas con las que nos zambulle su nuevo filme Gauguin,viaje a Tahiti. El título ya da la pista argumental de que se trata de la biopic focalizada en una parte fundamental de la vida del pintor post impresionista francés: su viaje a la Polinesia, donde nacen sus inolvidable figuras de la selvática y colorida isla. El pasaje de la vida del artista que la película retrata especialmente, o al menos eso intenta, es aquel de sus últimos días en París y su partida a Tahití en 1891 dejando en Francia a sus hijos y esposa. A estos hechos y por elipsis continuamos con parte de su estadía en Mataiea un pueblo primitivo y agreste lejos de Papetee capital de la colonia donde el pintor había pasado unos años, pero esta parte del viaje no forma parte del relato cinematográfico. El centro de la narración se da en Mataiea con el inicio de su desgaste cardíaco y su salud quebrantada por la miseria y la soledad. Desde allí vamos avanzando directamente hacia el encuentro con la joven tahitiana Thea´mana a la que él llamaba Tehura ya que con ella tendrá una relación amorosa, artística y erótica que lo marcará tanto en su vida personal como en la expansión expresiva de su discurso plástico. Tehura fue la musa inspiradora central esta etapa: la del salvajismo de la Polinseia. Todo este proceso perteneciente al estilo llamado “primitivismo” define su identidad pictórica con una sensualidad exótica, la ausencia de una perspectiva clásica, una paleta de colores saturada y plena, más una pincelada intensa lejos del impresionismo más sutil. Gauguin construye una nueva relación con lo salvaje, lo primario, creando desde estos valores un nuevo discurso para la pintura occidental. El filme adapta de manera libre sus diarios de viaje llamados: “Noa noa” (significa “perfume” en tahitiano) y que el mismo Paul Guaguin publicara en 1901. Sobre este texto autobiográfico Deluc y un equipo de guionistas buscan recrear un relato de formato audiovisual. Pero la adaptación no solo es libre en el mejor de los sentidos, sino que muy alejada de todas las reflexiones que el artista había plasmado en esas páginas sobre el proceso de revelación y cambios de su obra, textos que marcan esos diarios a fuego y que le dan la entidad a esa etapa de su vida que tiene en toda su obra. Otra elección del filme que da por resultado algo blando y agradable, lejos de la personalidad que han elegido retratar, son tanto la música incidental como el exceso de paisajes de amable factura, bonitos más que bellos, y para nada emocionales, o sea no funcionan como un espejo del mundo interior de un arrebatado Gauguin. Vincent Casell lo encarna con solvencia, tanto su physique du rôle como su expresividad son posibles para ese imaginario Paul, ayudando bastante a ello los pocos diálogos que proponen un clima más visual, pero pobre en el plano sonoro y muy endeble en el uso del habla local que el actor no logra resolver con suficiente credibilidad. La bella Tehura es la excusa para tratar de poner en el relato amoroso las tintas fuertes. Pero si de amores en el mundo de los artistas hablamos no es este ni el más intenso ni el más exótico. El choque de culturas es parte central de sus diarios y la película aborda este tema pero recae en cierta tibieza narrativa que peca finalmente de ineficacia. Un personaje complejo y contradictorio como Gauguin no se ve reflejado en toda su espesura, pero menos aún vemos la maravilla de las obras que en esta época logra dar a luz. Quienes nada conocen de la vida del artista se llevarán un relato fresco y fácil de seguir como un paseo superficial pero no por eso falso. Incompleto en su corte biográfico y cuidado en su factura técnica, lo que nos deja es un paisaje amable pero de poca fuerza retratista. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Ser la cuarta remake de un filme de trayectoria histórica no es un peso menor para llevar en las espaldas, y “A star is born/ Nace una estrella” versión 2018 sufre en muchos aspectos este lugar con un dolor cervical notorio frente a la larga lista de remakes que sumadas unas a otras construyen una torre de más de 50 años de historia del cine. Si lo decimos de manera metafórica la enfermedad que padece Nace una estrella reloaded no es de orden genético, ya que sus síntomas disfuncionales no los hereda de las obras anteriores sino que son propia cosecha de su re interpretación actual de la misma historia de siempre. Aunque una remake está hecha de pura relación metatextual no es la misma narración la actualizada que la original del 1937 escrita por Dorothy Parker, producida por David Selznick y protagonizada por Janet Gaynor junto a Fredric March. La trayectoria de esta historia mínima que podríamos parafrasear así es: la de una joven que hace carrera hasta el estrellato gracias el encuentro con un hombre que declina en su carrera hasta la muerte. Están unidos por el amor y en ese juego de caminos cruzados donde nace una nueva estrella otra muere. Punto. Ese es el núcleo duro de este cuentito adaptado una y otra vez, cuya matriz germinal surge de Hollywood al desnudo (¿What Price Hollywood?, 1932), un filme de Georges Cukor que se basó en un cuento de Adela Rogers. Entonces el drama romántico no tenía el lugar que le fue dado a partir de la primera remake. En A star is born (1937) se transformó la descarnada historia de ambiciones desmedidas y ascensos sin escrúpulos del filme de Cukor por un relato romántico, trágico y emotivo hasta las lágrimas. Esas mini historias de amor, y muerte que el espectador ha eternizado en su memoria admirando a cada una de sus figuras puestas en pantalla como Janet Gaynor en la piedra fundamental de la lista, luego la maravillosa Judy Garland junto a Charles Mason en el 54 a puro Technicolor, para seguir enredados en la pasión de Barbra Streisand y Kris Kristorferson en el 76 y rematar en el 2018 con la voz de Lady Gaga y la apuesta al novel director (también protagonista) Bradley Cooper. Pero hacer una remake, no es solo un rehacer la misma obra. Si vemos cada una de ellas los cambios de situaciones, personajes, estilos, puestas en escena, temas musicales, expresiones de la idea del amor, y hasta el tema femenino /masculino de los roles de poder en la sociedad mutan una y otra vez agregándole cada versión más fuerza narrativa a un aspecto diferente. En la versión de 1954, también dirigida por Cukor, Judy Garland se entrega a la puesta del musical Hollywoodense, llenando el filme de situaciones cantadas como un juego del personaje en escena o como puestas de pura comedia musical donde la vemos lucirse en todos los estilos y en todos los tonos emocionales a la protagonista. Logrando poner a la luz una Judy cual estrella metamórfica y a un Charles Mason como el actor de carácter que lleva las riendas dramáticas del relato con un pulso perfecto. La de 1976 trae pasión, un amor más explícito y sin censura, apostando con más fuerza a lo vincular, a un romanticismo más real, construyendo una pareja llena de conflictos pero ante todo llena de deseo. Barbara Streisand se expande tanto cuando canta como cuando pone el cuerpo en su personaje y el drama que ahí habita, mientras Kristoferson logra ser un excelente compañero de equipo manteniendo el ida y vuelta con soltura en las escenas de amor y con su personal gracia y realismo en las escenas musicales. Vívida y tangible. ¿Qué aporta la nueva versión? ¿Una mirada contemporánea sobre el amor? ¿Una experiencia resignificada sobre la música en el cine? Definitivamente hay escenas emblemáticas que en la película de Bradley Cooper quedan como centrales. Una de ellas es la aparición en escena de Lady Gaga cantando en una suerte de cabaret trans “La vie en rose” de La Piaff. Seductora, fatal y con una voz prodigiosa nos seduce radicalmente. Pero su fuerza en la pantalla no pasa de esta presentación fuerte que no se sostiene en el resto del filme. Su actuación como star rock es tibia de a momentos o inconsistente de a otros, y el problema mayor no yace solo en su calidad como artista sino en la fallida adaptación del personaje a la actualidad. El guion no tiene personajes tan fuertes como en otras versiones y eso se hace visible tanto en el personaje femenino como en el que encarna el propio Bradley Cooper. El guion agrega temáticas desde lo coyuntural, como la imposición del mercado y la industria a la hora de inventar una star rock, que se muestra como una máquina de picar carne donde la identidad de la artista parece desaparecer en 30 segundos. Pero el problema mayor del libro cinematográfico es la curva dramática ya que que el cruce clásico de todas las versiones donde a la vez que ella asciende el personaje masculino cae en una fosa y un callejón sin salida lo lleva a la muerte aquí esta pintado de saltos sin transiciones ni progresiones consistentes. El problema mayor que Bradley Cooper enfrenta en este filme no es ni su capacidad para componer el personaje, ni su estilo “carilindo sin bañarse” – que puede gustar más o menos y ser creíble o no – sino el trabajo en la escritura del guion y cómo eso termina plasmado en la pantalla. El resultado es débil y desparejo, con un ascenso atractivo al inicio y luego una eterna meseta que va cayendo para rematar en un final sin fuerza dramática que cierra con un tema de Lady Gaga – del tipo canción emocional- como en el caso de la versión del 76, pero que no salva por eso el resto de la película. La cámara navega en los espacios inquieta, moderna, el sonido estalla en el dolby 7.1 y la fotografía es muy sugerente en varias secuencias en especial las de escenario, recital, etc. De amor real, poco y nada, de conflictos internos creíbles apenas la cáscara. Demasiadas ambiciones inconclusas para crear una nueva remake que no da con la talla de la historia que tiene detrás. Algo que nos empuja a una inevitable comparación donde no sale para nada favorecida. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este encuentro es “un cara a cara” con el cine nuevo, algo que funciona sin duda como un un motor para los amantes del cine novel, del cine auténtico, del cine puro, del lenguaje en estado creativo. Marilyn es la ópera prima de Martín Rodríguez Redondo, realizador argentino que da sus primeros pasos en este largometraje de ficción inspirado en una historia real. Vale aclarar que la historia que disparó el filme transcurrió allá por el 2009 en un pueblo cercano a La Plata, y no agrego más datos de contexto periodístico para que en primera instancia nos acerquemos a esta obra sin lecturas previas, sin contrastar los datos reales como si ver el filme fuera chequear el guion con un test. El relato es lo suficientemente solvente para que se convoque al espectador a ver la obra libre de otros pliegos, evitando realizar comparaciones entre los hechos verídicos casi de corte forense con la libertad interpretativa del autor. Pues a la hora de narrar según su perspectiva personal esta historia que lo atrapó, lo envolvió y lo llevó a plasmar un relato va mucho más allá de una serie de hechos reales recopilados en varias notas de un diario. La historia, que parece breve para describirla pero no menos elaborada para construirla, es la de Marcos, un adolescente que vive con su familia en un pueblo de campo. Es una familia de puesteros instalados en un mundo pequeño, cerrado, conservador y opresivo. Un patrón dominante, un pueblo endogámico y las vidas de todos que parecen discurrir casi como predestinadas para no salirse de ese sistema. El filme trata sobre la íntima búsqueda de identidad sexual de nuestro protagonista, una misión tan personal e interior que solo la vamos develando progresivamente en algunas escenas con pequeños detalles. Marcos en relación a su madre y al universo de lo llamado “femenino”, la costura, la estética de la mujer o al menos la idea de ello. Marcos y su lugar del hijo que estudia y que parece tener más capacidad para eso que para las rudas tareas del campo. Marcos y su amiga, una joven de su edad con la que deambulan en una motito un poco como pares, sin que de ello se hable y menos aún que Marcos haga de ese vínculo un lugar de confidencias para sus preocupaciones de género. Por el contrario, su búsqueda identitaria es algo que fluye en todo el filme por debajo de las escenas como un agua que corre intensa pero no siempre visible. Existen escenas de apuesta más directa como cuando vemos la secuencia del carnaval donde aparece un Marcos envuelto en maquillaje y ropas de mujer deseando ser mirado, elegido o aprobado en el universo de su pueblo oclusivo. Pero el filme lejos está de ser una película de “salida del closet”, ya que parece más preocupada por proponernos una pregunta más amplia que por darnos una respuesta cerrada sobre la sexualidad como definición del hombre. La piedra fundamental es el interrogante sobre la construcción del camino para la búsqueda por la identidad, en todo el sentido de la palabra, excediendo a esto el tema de la sexualidad como único revés de la trama. La condición de la película como filme sobre la identidad de género es genuina, no es falso el recurso dramático ni el tema está impostado, pero a su vez funciona como una metáfora sobre una identidad total del sujeto, y cómo esta definición puede ser perturbadora para el sistema social. “Ser uno”, “ser diferente a otros”… sea esa diferencia radical por la razón que sea de género o de ideas distintas, la preocupación subtextual en el filme es por una identidad que al emerger no pueda encontrar lugar en el sistema, o no modificar el funcionamiento de la maquinaria social para existir. Esto puede ser un hecho crítico y extremo, algo que el sistema buscará oprimir hasta eliminar o atomizar. Donde también el sujeto de la identidad podría buscar la autodestrucción o destruir a los opresores. La sociedad que describe el guion de Marilyn es opresiva y rígida, vemos como todo funciona con la dialéctica del amo y el esclavo, leyes que se deben obedecer y son acatadas sin cuestionamiento. Por eso mismo Marcos, sus preguntas y su conflicto laten de manera interna, asfixiados en el pecho del personaje como una bomba a punto de estallar, pero aún así se somete a los mandatos del sistema porque no parece haber otra salida. Los planteos vinculares en el filme se definen con pequeños y precisos trazos ya desde el guion hasta las actuaciones que cristalizan con la dosis de expresividad necesaria el registro emocional de los personajes. La relación entre el padre de Marcos y su apoyo a ciertas facetas de su hijo como el estudio frente al trabajo de campo o detalles de ese tenor entre ambos son claves para la trama total. La relación entre Marcos y su madre, compleja, ambivalente, y ante todo determinada por el sometimiento ya que es ella la que enarbola la bandera del castigo y la sanción hacia esa identidad que Marcos trata de poner en actos. Es oscura y monstruosa la carga maternal que pone a Marcos que va desde el lugar de la hija mujer que nunca tuvo a la del hijo marginado y no reconocido. Es muy inquietante la relación entre el hermano de Marcos y la madre, un vínculo en el que pareciera asomar cierta cercanía incestuosa. En un plano breve pero no menos eficaz los vemos reírse juntos mirando la televisión tirados en una cama matrimonial mientras comen a la par, como un acto de complicidad, intimidad y pertenencia que nos incomoda hasta los huesos. Todo el filme está medido con austeridad pero no menos belleza. El director nos deja observar el mundo visto desde el punto de vista de Marcos, filtrado por su mirada pero sin recargar en ello una sobre expresividad externa o un tipo imágenes muy explícitas o redundantes haciendo del campo y del fuera de campo un trabajo narrativo muy cuidado plano a plano. Es una ópera prima de impronta Bressoniana en muchos aspectos, casi documental en algunas de sus formas, medida en su expresividad actoral, con una cámara que no danza en preciosismos y con primeros planos cargados de silencios narrativos y de pensamientos no dichos. Un hallazgo narrativo, auténtico cine de autor con un final de contundencia radical. Por Victoria Leven @LevenVictoria