Córdoba en la actualidad. La película abre con un plano secuencia donde un grupo de adolescentes, en la noche, parados en una callecita urbana, beben, fuman y hablan de sus ocupaciones y acuerdos antes de salir de juerga. Ese inicio nos hace pensar en otra trama posible, en otra película en ciernes, pero con inteligencia y fluidez entramos a la verdadera trama que nos llevará el resto de los 80 minutos del filme. Nuestro protagonista (a su vez co-guionista junto a Ruiz) se nos presenta como un peculiar y creíble anti héroe: profesor de literatura en una escuela pública, ya pisando las 4 décadas, y viviendo ni más ni menos que son su anciana madre. O sea, esa vida que sin Casa propia que nos remite a cierta pobreza, a cierta dependencia y en especial a una constante sensación de frustración. La vida cotidiana de nuestro protagonista, Adrián, está signada por la relación con su madre y ese espacio de micro rutinas de la casa compartida donde él circula como si el lugar le quedara ajeno, pequeño. Por otro lado la relación con su pareja, una mujer de su edad divorciada y con un hijo con quien vive, es otro lugar que parece revivir o reeditar la no pertenencia todo el tiempo, de no poder, donde es un invitado aprisionado por las reglas de otro mundo que no lo contiene, y tampoco parece incluirlo. Su relación con las mujeres es difícil y de permanente desautorización, donde su función pareciera quedar solo resumida a lo utilitario de sus acciones. El vínculo con su hermana está signado por la imagen “del solterón que vive con la vieja” que está a merced de las decisiones de los otros, que casados y con hijos parecen empoderados para toda decisión, y en especial ante los ojos de su misma madre que lo ve como un pobre tipo, sin mujer, sin hijos, sin casa. El tono realista del filme es el más apropiado para poner a la luz esta trama de vínculos y de temas generacionales en conflicto. El uso del plano secuencia aporta un clima de tomas largas y una observación centrada en las acciones de los personajes en conflicto. La ciudad vista de a retazos funciona con eficiencia para que el mundo de Adrián haga carne en un espacio narrativo concreto e identitario. La escena que me queda en la retina es la visita de Adrián a distintos departamentos a lo largo de la historia, esas habitaciones blancas recién pintadas, los vendedores entusiastas, las promesas de volver, y el regreso que nunca fue. Por Victoria Leven @levenvictoria
Este filme es el ingreso del realizador chileno Santiago Lelio al mercado de habla inglesa, basado en la novela homónima de Naomi Alderman, cuya adaptación fue tarea del mismo director junto a Rebecca Lenkiewicz, conocida por el guión del filme Ida (2013). Como es de esperar en una película de Lelio, que ya marcó estilo y temática en otras producciones como Gloria (2014) y Una mujer fantástica (2017), nuevamente centra la narración en la figura de dos mujeres en conflicto con ciertos aspectos de su identidad, y que se presentan atravesadas por tres temas comunes: la condición de marginalidad, la relación crítica con el “deber ser” y la re definición de su identidad. Desobediencia, el título en castellano, es una palabra muy acertada, ya que nos refiere a la idea de poner bajo la lupa el concepto de obediencia que muchas veces necesitamos tomar como valor positivo cuando puede ser la destrucción de la propia condición de libertad de un individuo. La obediencia funciona como forma de inserción social, familiar y cultural. Desobediencia será en todo caso para Lelio y los personajes algo que pone en crisis al sujeto y lo enfrenta a una condición esencial: el libre albedrío. La trama nos presenta a Ronit (Rachel Weiz) que regresa al barrio judío ortodoxo de Londres de donde es oriunda al enterarse de que su padre (el Rabino) de quien se ha alejado hace décadas, ha fallecido. Ella, que vive en Nueva York y está fuera de toda la mística y la vida de la colectividad se reencuentra con dos personas de gran importancia en su pasado que serán los que le den un espacio para poder hacer allí, en el epicentro del barrio judío, el duelo que necesita. En Londres están Esti (Rachel McAdams) y Dovid (Alessandro Nivola) su esposo y discípulo del Rabino. Es muy interesante relacionarse a estas tres figuras: un matrimonio judío que vive bajo los mandatos de la religión y una mujer soltera de sangre judía que ha roto sus lazos con la familia y el credo. Pero en su juventud ellos fueron íntimos amigos, y la sensación de que entre Dovid y Ronit hay un pasado amoroso aún se respira en aire, es algo que nos acompaña por un buen tramo del filme. Más tarde descubriremos que entre Ronit y Esti hay una historia de amistad e inclusive de ciertos deseos sexuales adolescentes que debieron dejar en el olvido. Ambas se criaron en estos modelos patriarcales y de fuertísimo arraigo cultural en nuestra historia, aún cuando no seamos de la colectividad ni practiquemos sus liturgias hay muchas condiciones de jerarquías, roles y prohibiciones que han sido parte de la historia occidental. Esti y Ronit parecerían, si las miráramos superficialmente, dos mujeres opuestas y por otra parte hasta podríamos creer que una es más libre que otra, pero si nos acercamos a sus individualidades podemos observar cuanto se parecen. Ambas son de alguna manera “sujetos del margen” que es esa construcción que suele reconocer muy bien Sebastián Lelio donde la marginalidad del sujeto femenino se presenta en la mujer que está dentro del sistema, y no afuera. O sea está en un margen, en el borde de la hoja y como dice Esti en una escena “lleva el apellido de su marido haciendo desaparecer todo su pasado”. ¿El tema del libre albedrío tironea su lugar frente a la idea de condición marginal? No exactamente. Más bien por el contrario termina siendo en esta historia, su salvoconducto. La trama luego de una hora de película comienza a sentirse forzada, claramente la novela ha marcado un camino y este sendero conduce a un desarrollo final lleno de lugares comunes y afirmaciones enfáticas sobre temas que más bien necesitan de una paleta de grises y puestas en duda, nada de certezas implacables. Es la historia que encabezan Esti y Ronit la que es empujada a una extrema obviedad que atenta contra toda sutileza narrativa. Aun así, una escena de intimidad que dará para muchos comentarios, vale más por lo bien filmada que por el valor dramático, aunque la película no exigía una escena de tono tan audaz si luego no tendría tela para soportar con altura las consecuencias sin caer en el cliché. No puedo negar que la actriz canadiense Rachel McAdams, en el papel de joven casada y ortodoxa, despliega una artillería actoral impecable y sorprendente. Sus miradas, sus silencios, una gestualidad cuidada manejan muy bien esta tensión volcánica a punto de estallar. El personaje de Dovid tiene también muchos momentos atractivos, es tan creíble en su rol, tan natural en su composición que su coherencia de carácter, aún en sus más sensibles contradicciones lo hacen de una solidez singular. La factura no es la mejor para este primer paso en el mercado anglosajón, aun cuando fue muy bien recibida en el Festival de Toronto no tiene la pluma fina, ni la cámara exquisita de sus producciones chilenas que sin duda son su marca de fuego. Por Victoria Leven @levenvictoria
Hay elementos que nos parecen la clave en la creación del germen de un filme: la idea, o sea lo que podríamos juzgar como “una buena idea” o “una idea original”, usando frases hechas que solemos decir sobre ese aspecto de una obra artística. Es en parte cierto que una idea es el disparador inicial, la llama que se enciende, el primer tiro al blanco en pos de gestar algo de orden creativo, en este caso en la creación de un filme. Pero desgraciadamente solo con buenas ideas no se hacen buenas películas, pues es indiscutible que un filme sólido, y más aún un relato autoral, es mucho más que una ingeniosa primera chispa motora, esa llama que encendió la mecha del proyecto, esa musa necesita una serie de otras tantas musas más, además de mucho trabajo para alcanzar la plenitud de un filme en toda su magnitud. Toda esta introducción, extensa tal vez, no es caprichosa, es abrir el tema para hacer pie sobre el problema que claramente padece este filme uruguayo. Su director Adrián Biniez, que había logrado un peliculón con Gigante (2009) por el que se le otorgó ni más ni menos que el Oso de Plata de Berlín, busca en Las olas, a partir de una “idea ingeniosa” hacer una historia más ambiciosa que el resultado alcanzado. Si el cuentito de filme es “Un joven (Alfonso) que puede viajar en el tiempo – concepto muy de ciencia ficción- ya que cada vez que entra a bañarse al mar , en distintas partes de la bella costa Uruguaya, cuando sale del agua se encuentra en un momento del pasado de su vida, y así va y vuelve en este paseo fantástico a través del cual descubrimos pequeños momentos de su pasado, para volver al presente”. Con estos datos no spoileo nada clave por decirles el final, no es ese el plato fuerte ni el punto revelador del relato. Lo que parece haber querido ser una revelación para el director era lograr comicidad y originalidad con las situaciones narradas en ese viaje temporal de corte fantástico, pero no es eso exactamente lo que el filme produce. La risa surge de algunas situaciones en las que filme trabaja lo absurdo, pero no hay mucho más que ese chiste efímero. Y lo genérico confunde a la mayoría pues no hay pistas simples para decodificarlo. Una de las decisiones poco atractivas para que una idea “ingeniosa” no pueda funcionar es equivocarse en el tono de la actuación del protagonista. En la que el mismo actor hace todos los roles en las distintas edades que atraviesa durante el viaje: infancia, pre adolescencia, adolescencia, adultez. O sea que está siempre igual vestido, en malla y descalzo, actúa con el mismo tono y los mismos modos, no importa la edad que tenga en la escena ni la situación que atraviese. Por otra parte las escenas descriptas en la historia no generan gancho, ni atractivo, ni mucha empatía y menos aún reflexión. Es un logro hacer este tipo de filme con muy bajo presupuesto, también es entretenida ya que es muy dinámica, tiene algunas bellas imágenes del paisaje local y algunos momentos simpáticos, pero no alcanza en absoluto lo que se propone. Por Victoria Leven @LevenVictoria
En los documentales el “tema” o la pregunta disparadora suele ser muy determinante de toda la película. El caso de Buscando a Myu es un ejemplo claro de lo que sucede narrativamente cuando abrimos demasiadas capas de interrogantes sobre un mismo disparador y la hipótesis que de alguna manera postula el documental se desarma. El mismo director es protagonista y narrador, creando para esta trama un alter ego llamado Garrick, una suerte de mago y psicólogo a la vez. El filme comienza y vemos que la mirada del narrador está focalizada en su hija – una pequeña de menos de 7 años – y en la relación de ella con su “amiga imaginaria”: Marita. La mirada y la voz en off (en un modelo expositivo de relato) sigue a la niña todo el tiempo, pues a través de sus acciones y de sus alucinaciones con Marita (?) surge la pregunta disparadora, aquella que apunta al tema de la percepción y por otra parte más colateral al tema del recuerdo. Si la pregunta es acerca de la existencia de otra realidad solo posible de ser percibida en la infancia, el desarrollo de la misma no es nítido en su evolución o complejidad, es diversificado y variable ya que parece relacionarse con varias cuestiones a la vez, como multiplicando las posibilidades de la pregunta pero sin asentarse mucho tiempo en ninguna respuesta posible. La pregunta cae en mundos y submundos temáticos en los que hace pie por un instante y luego cambia de eje nuevamente: en el plano de lo espiritual, de lo científico, de lo paranormal, de lo extrasensorial, de lo alucinatorio, de lo psicológico, de lo mágico, etc. Lo primero que aparece como campo es el científico, aquel donde se puede ahondar un poco en la posibilidad neurológica de que el cerebro en la infancia pueda percibir otras realidades imposibles para el resto de los hombres. Particularmente en esa línea de tiempo antes de los 7 años, un umbral que luego se borra a partir de una serie de cambios cognitivos y neuronales que nos modifican la memoria inicial. Más allá de que no sea posible certificar esto neurológicamente, la pregunta sobre el la posibilidad cerebral de este hecho entra y sale del documental uniendo algunos de los otros fragmentos. Sin duda la narración intenta llegar a un lugar conclusivo, una respuesta parcial pero posible sobre lo que no tiene una explicación definitiva y final. Cuando la pregunta aterriza en el terreno de la “imaginación en la infancia” cobra muchas aristas más atractivas y versátiles. La imaginación y sus terrenos incomprobables que dan por válido algo mágico porque así creen que funciona la realidad, sin Newton ni la ley de la gravedad, sin los manuales de física sino con las narraciones creadas por lo imaginable. Pero el documental se fuga muy rápido de este tema, así como se pierde en el tema del recuerdo, dando unos pasos por estos planos, solo unos pocos que no logran echar raíces más allá de una intención que queda en la superficie. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Voy a comenzar esta nota desde un lugar que no suelo elegir para un texto de esta índole: la primera persona. Pero no hay para mi pluma posibilidad alguna de narrar y analizar la experiencia que representa para mí este filme si no apelo a esas íntimas emociones y apreciaciones subjetivas del mismo día en que la vi. Es siempre definitorio, y ante todo genuino que el acto de ver una película sea una experiencia estética y ética a la que le sumamos consciente e inconscientemente nuestros singulares conocimientos y nuestra propia vida. Era el día finalmente, una función nocturna de la sección TRAYECTORIAS del BAFICI N° 20, el de este mismo año. Esperaba ansiosa como una niña que llegara la hora de ver “Jeanette”, ya que hacía un año que sabía de su existencia y como amante del cine de Dumont y de la audaz idea de abordar la historia de Juana de Arco desde su infancia, todo me predisponía a imaginar que sería la más placentera de las experiencias fílmicas y que este filme se sumaría a la lista de los más preciados de mi vida. Más allá de mi tarea profesional como escritora crítica, había decidido no empaparme de ninguna información previa sobre la obra, dado que había sido proyectada en Cannes ya circulaban textos de brillantes críticos que hablaban sobre ella, pero mi idea era entregarme en una suerte de estado casi virginal a lo que Dumont me deparara vivir en su relato. Solo sabía que era la infancia de Juana y que el formato elegido había sido el musical, otra osadía más. Un paisaje austero de belleza extrema, hecho de un verde infinito, un cielo diáfano que abarcaba todo y una luz clara como divina se abrieron en la pantalla. Una niña vestida como una pastora, despojada de elegancia u ornamentos comienza a cantar. El shock perduró en mi ese rato en el que la escuchaba cantar a capela (no había playback) pues la niña cantaba en escena y casi sin fondo musical. Su voz algo desafinada sonaba más a un acto escolar que a un aria de una ópera rock, si es que esa era mi anhelada expectativa. La música, cuando entraba a escena era disonante y caótica pues no acompañaba con ninguna intención melódica o armónica los textos cantados por la niña. La forma de sus frases sonaban algo medievales pero a la vez el contenido era mucho más actual, complejo y al mismo tiempo todo estaba fuera de época. Nada era coincidente, era una yuxtaposición de épocas y estilos, formas contrarias y ninguna belleza estilizada. Cuando ella se movía – si podemos decir bailaba – parecía más una mala clase de gimnasia que una danza musical, era intencionalmente torpe, y estaba siempre fuera de tiempo como si un fuera de sincro imaginario atacara toda la película. Los personajes que aparecían en escena aumentaban ese estado de desorden antiestético. Como cuando el dúo de monjas – que era más un dúo de cómicos tipo El gordo y el Flaco, que una pareja de personajes dramáticos – bailoteaban como si estuvieran haciendo pasos copiados de una disco de los 80. El segundo acto con Juana adolescente incrementó la música heavy metal con movimientos de cabeza estilo “pogo” de recital, o guitarrista enajenado que toca en el escenario mientras revuelve sus pelos largos al viento. La complejidad de los pasajes cantados, en términos de la reflexión espiritual que Juana transita en la secuencia, cargaban de una densidad existencial tan intensa que por más liviana que pudiera ser la aparente escena y la forma lúdica de la puesta nada tenía la historia de ingenua. Entre los personajes imposibles está el tío que viene a su llamado y rapea mientras canta haciendo la medialuna al mismo tiempo, al igual que Juana que entre sus piruetas de colegio secundario y sus sacudidas de pelo expone un mundo de emociones y contradicciones místicas. Ahora me avoco a retomar el filme y repasar la forma de la trama general: Jeanette con tan solo 8 años y al cuidado del pastoreo de sus ovejas se entera de la injusta batalla entre Inglaterra y Francia. La angustia hasta lo más hondo las noticias del padecimiento de su gente. Tan solo siendo una niña se dispone a pensarse como guerrera e ir a la lucha en defensa de su pueblo. La fuerza de la niña que se hace joven está impregnada de una fe superior, de una fuerza mística radical que no podrá detener sus pasos hacia la batalla para convertirse finalmente en: “Juan de Arco”. Han pasado meses de aquel primer visionado sorprendente y contradictorio, intenso y enloquecedor a la vez. Las imágenes del filme no desaparecen de mi memoria, de mi retina, con las impresiones nítidas de algunos cuadros y escenas fotografiados por la magistral luz de Guillaume Deffontaines. Hasta vuelven a mi oído ciertos pasajes musicales demenciales de ese rock metálico de “Igorr” que me resuena un estilo de hace décadas atrás, pero que en su golpe repetido tiene una densidad oscura que termina siendo locamente medieval. Un musical atípico no cabe duda, una película rara si las hay. Filmada casi toda en planos enteros y generales picados desde el cielo o contrapicados desde la tierra, todo es el hecho de huir de los cortes a esos típicos planos cerrados que ilustrarían una clásico musical o una ópera rock más bien hollywoodense. La profundidad extrema y extraña de los textos, ese intenso debate teológico en el que se pujan las fuerzas del mundo interior de Juana, se debe a la fuente de inspiración que el mismo Dumont ha usado para el guión partiendo de las obras teatrales “Jeanne d’Arc” (1897) y “Le Mystère de la Charité de Jeanne d’Arc” (1910), dos trabajos que desarrollan el tema personal de la conversión al catolicismo del escritor socialista Charles Péguy. O sea, un planteo de textos poéticos que describen una lucha interna infernal. Hay filmes que piden tiempo para ser procesados, filmes que no se entregan a todos los espectadores con fácil acceso, filmes que renacen contemplados a la distancia, repensados, recordados, revisitados por la memoria. Más aún cuando el nivel de provocación, disrupción, tratamiento anticanónico y quiebre de la organicidad armónica dominan el tratamiento estético de una obra que propone cierto quiebre de vanguardia formal en todas sus decisiones. Entre todo esto, me quedará en la perpetuidad esa imagen pura y profunda de una niña que se pregunta a sí misma por sí misma, en el medio de un paisaje minimalista, de líneas verdes, cielos prístinos y la inmensidad que la profundidad de campo intensifica, descubriendo en ese páramo el lugar más místico que me podría haber imaginado. Por Victoria Leven @levenvictoria
El formato argumental de amigos o conocidos unidos por el hábito de la lectura, en forma de club oficial, extraoficial o como lo deseáramos presentar es bastante popular dentro del cine comercial, solo que en esos casos a los personajes/lectores los suele unir algún escritor o escritora de culto: Jane Austen, Walt Whitman, y otros tantos más. En esta propuesta de comedia de señoras que se divierten leyendo, al grupo nos las une la cultura de la lectura intelectual, ellas son un grupo de 4 amigas con el hábito mensual de proponer libros para leer y comentar, un pasatiempo sin fines extracurriculares. Hasta que un día una de ellas, interpretada por Jane Fonda, propone ni más ni menos que la saga novelística erótica -si así la podemos llamar- “50 sombras de grey” y el texto barato pero picante provoca todo tipo de reacciones. Desde el rechazo radical, hasta la curiosidad más imparable todo termina decantando en que aquel libro “de pornografía para amas de casa” (como lo definió Stephen King) les genera en distintos niveles y estilos un nuevo despertar sexual, o al menos una ráfaga de fantasías dispuestas a buscar su destino entre las sábanas. El grupo se presenta en cuatro roles de mismas edades pero diversas vidas sociales, amorosas y profesionales: Diane Keaton es aquella mujer viuda que se dedicó exclusivamente a sus hijas y su familia, Jane Fonda es la sexy y exitosa empresaria que le huyó siempre al amor, Candice Bergen es una jueza federal divorciada desde hace una década que no deja aún de estar al tanto de la vida de su ex y su noviecita cuasi adolescente, y finalmente Mary Steenburgen la mujer casada desde la adolescencia, amante fiel y compañera sin igual de su septuagenario marido, todo puesto en una suerte de matrimonio “casi” ideal. Pero cada una de ellas tiene una cuenta pendiente con el amor, y con el sexo sin duda alguna, pero las necesidades y los vericuetos de sus imaginarios son bastante diferentes. Lo que las une es esa suerte de ingenuidad de mujer/niña capaz de sonrojarse con un libro semi porno de pacotilla. Eso sí, la película no intenta ensalzar el texto de Grey y sus sombras como algo aplaudible, sino que por el contrario, lo utiliza para parodiar la problemática del amor y la sexualidad en la era de la crisis de géneros. Es así que Diane conoce a un apuesto cincuentón (Andy García) que la hace olvidar de su rol de madre eterna y viuda sin salida. Candice cae en el mundo de las relaciones vía Internet y comienza una etapa de destape, liberación y búsqueda. Jane se reencuentra con su primer amor, aquel que ella ha dejado hace décadas atrás (Don Jhonson) un tipo decidido a reconquistar a esta bella y rebelde mujer que le teme a los enredos del corazón, y finalmente Mary la esposa perfecta suelta sus fantasías íntimas más audaces y busca recobrar con su marido el paraíso del erotismo perdido a como dé lugar. La comedia es liviana y entretenida. No pretende más profundidad que la de jugar con estas actrices en escena poniendo en la pantalla sus avatares amorosos más cargados de ingenuidad y picardía que de alto erotismo. El casting no logra estar en su plenitud de manera pareja y constante como sería ideal en este tipo de filmes de gags femeninos. Diane Keaton tiene el papel más deslucido que puedo recordar en su carrera, y en cambio una actriz menor en cartelera como Candice Bergen resulta mucho más desopilante de lo imaginado. Sin expectativas de lujo, pero son la capacidad de robarnos algunas risas y sonrisas Cuando ellas quieren es un rato de entretenimiento sin triple X y con la gracia de cuatro figuras que le hacen homenaje a la femineidad más canónica, todo en una puesta a modo de sátira y apta para todo público. Por Victoria Leven @levenvictoria
André Ristum es un realizador brasileño que presenta aquí su tercer largometraje de ficción. Hoy, con 45 años, acumula también la experiencia de haber trabajado en su juventud como ayudante de Bernardo Bertolucci y Rob Cohen. “La voz del silencio” es sin duda un proyecto de corte autoral e independiente pero con claras pretensiones estéticas con lo que podríamos ligarlo en ciertas búsquedas formales a directores como Robert Altman en su relato coral “Short cuts” (1993) o al mismísimo Paul Thomas Anderson por su magistral filme “Magnolia” (2000). Por un lado retoma la forma de historias paralelas que en esos años estallaron en la narrativa fílmica. Y en Latinoamérica su exponente clave había sido el brillante guionista Guillermo Arriaga junto al primer Iñarritu (el mexicano puro) en filmes como “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel”. Para abrir la coreografía de varias tramas y múltiples personajes el cuadro disparador de este relato coral es un fenómeno astronómico “el eclipse lunar”. Sabemos que eso sucede cuando la tierra se interpone entre el sol y la luna generando un cono de sombra sobre la tierra y muchas veces una suerte de luz rojiza que tiñe el astro terrestre. Dicen quienes de astrología saben más que lo que una revista de predicciones narra, que estos fenómenos afectan el comportamiento de los hombres así como los mismos griegos creían en ese poder de los astros sobre la vida en la tierra. Es así que a partir del eclipse que envuelve el cielo de toda la ciudad de San Pablo se presagia el drama de todos los que allí viven afectados a otras fuerzas mayores que las de su propia voluntad. Y entramos en la vida de los protagonistas de varias historias que se abren en principio sin aparente conexión, hasta la resolución final de toda la trama coral que los conecta en una misma unidad narrativa. Pero más allá de los diversos personajes que hacen a cada una de las mini historias, la protagonista radical es la ciudad, esa San Pablo incómoda y hasta carente de belleza como es que el filme elije exhibirla. Esa jungla de cemento y soledad, de la vida en el anonimato de la urbe, de la incomunicación en la era de la comunicación tecnológica, más aún cuando el filme no usa más que la tv y la radio dejando afuera el universo de la comunicación virtual más contemporáneo. Las historias de los nueve habitantes de este relato están dominadas por el aislamiento, y en especial por las carencias tanto afectivas como, ante todo, materiales. El desempleo y las temáticas de la crisis coyuntural de este país hoy para el habitante medio urbano son el tema reincidente del filme. Sobrevivir es un poco el eje de acción de los personajes en las historias, supervivientes emocionales, sobrevivientes materiales. La subsistencia le gana a otras prioridades, esas que se ahogan en las crisis más personales de cada sujeto en cada historia. Los resultantes dramáticos de las mismas son desparejos, o por poco profundos o por contener golpes de efecto innecesarios. Y la película deja una factura inquietante en su clima y su propuesta formal de largos planos secuencia y esa luz extraña que domina la fuerza del eclipse. Por Victoria Leven @levenvictoria
Han pasado 33 años desde aquel filme radical que dejó una huella en el cine argentino, La película del rey (1985), y el septuagenario Carlos Sorín entrega su noveno filme como realizador vigente en su tierra. Joel es una historia en su apariencia y varias otras a la vez escondidas entre los personajes y los puntos de vista con la que puede ser abordada. La historia directa y explícita narra como un matrimonio de treinteañeros que viven en un pueblo de la Patagonia reciben la noticia de que les ha sido designado un hijo adoptivo en guarda provisoria, algo que esperan claramente hace largo tiempo. Hay miedos y ansiedad, pero ante todo la fantasía de ejercer lo que ellos creen es y será el acto de la paternidad. Pero este niño llamado Joel, no es un infante de 4 años níveo y angelical como un invento de Disney. Ya ha cumplido 9 años, ha nacido en el conurbano bonaerense, es huérfano y con un tío en prisión hecho que lo ha dejado sin tutores de ningún tipo. Joel no mira como si la realidad fuera un sueño feliz, mira como quien ya vio muchas cosas de este mundo hecho de puro desamparo. La trama se explaya sobre esta familia en construcción y todo gira sobre la tarea de inserción de Joel en este cuadro familiar y en ese pueblo pequeño del sur. Cecilia y Diego ponen en juego lo que creen es ejercer el rol de padres dejando ver los prejuicios que ambos tienen sobre este niño lleno de marcas del pasado. Lejos de ser una página en blanco Joel es una pequeña historia viviente compleja y singular. Cecilia se dedica a dar clases de piano y a las tareas del hogar, su imagen es casi al extremo la de una madre que pareciera dulce y contenedora, blanda y emocional. Pero más que eso en ella se evidencian las marcas de modelo maternal lleno de preconceptos sobre lo que el niño debe ser o no debe ser, lo que le debe gustar o no, lo que debería ser Joel y no lo que él es. Un pasaje muy significativo es cuando ella le dice a Diego -en una escena diurna en la plaza mientras Joel se hamaca solitario- “No debemos hablar de su pasado, ahora es todo borrón y cuenta nueva”. La forma de la maternidad no aparece como un gesto de amor a otro que es “otro” y a quien buscamos guiar en este espacio llamado realidad, Cecilia lo plantea como el acto de domesticar, palabra que infiere más a la idea de civilizar lo salvaje o humanizar lo animal. Con suave mano firme la joven madre en construcción intenta doblegar las resistencias del niño como si allí se jugara toda la magnitud de la tarea de la crianza. Y obvio, Cecilia hace lo que la sociedad le ha enseñado que debe hacer una madre en la llamada “institución familiar”. Diego, que trabaja en el bosque fuera de la casa, cumple un rol de mediador involucrado en la educación tanto ejerciendo el control sobre los hábitos del niño como buscando un nexo de identificación que lo pueda hacer parte de su vida de padre para poder sentir realmente que Joel podría ser su hijo. De lo poco que habla Joel sale un día el dato que certifica su fantasía al niño no le gusta el fútbol como el resto de sus pares, a él le gusta el taekwondo, deporte que Diego practicó durante toda su juventud “es que le va a dar disciplina y confianza en sí mismo” le dice a su mujer cuando descubre la potencial conexión entre ambos. Diego es en especial quien se preocupa por preservar la imagen que llega de ellos al pueblo, allí donde vive y trabaja deben mostrarse respetuosos de la mirada de los otros, una moral determinante de la institución familiar más tradicional. Pero Joel es singularmente no tradicional, tiene más carencias que certezas, más preguntas que conocimientos escolares, y un pasado que no coincide ni con el piano que hay en la casa, ni con la lecto escritura obligatoria, ni con las reglas de las buenas costumbres burguesas. Joel no sabe como unir este presente de familia tipo con camioneta y hora fija para la cena con el celular robado que guarda en un cajón, la foto de su abuela y un encendedor de quien sabe qué cosa habrá encendido con él. Y claro de su pasado no hay relato porque “de eso no se habla”. El pueblo oscila entre idolatrar a la pareja de buenos samaritanos que han adoptado un niño de casi una década a pasar al otro polo entrando en un terreno de tensión por la presencia perturbadora del niño diferente, y por distinto, peligroso para el establishment social. La película permite en su lectura que nos quedemos en la superficie humanitaria y noble de una historia de adopción y de inclusión donde una pareja lucha por consolidar una familia y ser reconocidos como pares en su micro mundo. Pero esa es la parte más obvia del filme, la apuesta arriesgada es encontrar la crítica a las instituciones que aún hoy intentan mantenerse en pie con recetas caducas. Y no solo la familia en su versión más esquemática se percibe vetusta, sino también otro gran paradigma de la infancia y del ideal de aprendizaje: la escuela. La película inquietante es otra, es la de la imposibilidad de los padres de ser padres en el sentido más amplio de la palabra. Como los griegos intentaron definir el amor familiar “ágape” que habla de un ideal de amor hacia el otro, pues no solo de reglas vive el hombre ni solo con ellas se construye una identidad. Y junto a ese imposible modelo parental cohabita la imposibilidad de la institución educativa que no alcanza a ser un espacio libre, de aprendizaje y de integración. Para cerrar vuelvo al inicio de la película que expone el filme en una de sus primeras escenas en la que la jueza recibe a la pareja de adoptantes y les repite una frase que de tan dicha tal vez habrá quedado vacía de sentido, pero no por eso es menos verdadera y necesaria: “Acá lo prioritario es el niño. Nosotros buscamos padres para un niño y no un niño para unos padres”. Por Victoria Leven @levenvictoria
No puedo negar que cuando supe del estreno de la segunda película de Agustín Toscano (codirector del inquietante filme “Los dueños”) lo primero que me incomodó, o más bien dicho me sorprendió fue su título: El motoarrebatador ¿Por qué motoarrebatador? Suena tan lejos del coloquial y desagradable mote cotidiano conocido como “motochorro”, que por uso termina más naturalizado que otras formas. Claramente el nombre del filme del director tucumano no tenía nada de ingenuo, y menos de equivocado en su elección. La palabra “arrebato” va a definirse como una de las formas esenciales en los vínculos de esta historia, presentándola como una modalidad de transacción material y emocional entre los personajes. Estos vínculos están determinados por el arrebato y sus múltiples significaciones. El diccionario define “arrebato” como: “el impulso repentino e inesperado de hacer cierta cosa”, “furor causado por la vehemencia de alguna pasión”, y tal vez la más explícita: “quitar o tomar algo con violencia”. El filme comienza con un arrebato. Un dúo de motoqueros va a la caza y a la pesca de alguien a quien asaltar, atracar, robar de un tirón, quitar algo con violencia, hoy tan común y tan lejano de aquellas épocas del arte del punguista, del carterista de manos entrenadas del cual se han realizado relatos magistrales como “Pickpocket” de Robert Bresson (1959) o “El rata” de Samuel Fuller (1953). De este arrebato la víctima será una mujer que sale de un cajero a la que en un segundo le arrancan la cartera que ella no suelta. Mientras la moto avanza y el ladrón puja por su tesoro, el cuerpo de la mujer es arrastrado hasta quedar inconsciente sobre la vereda. Uno de ellos la mira un instante, ese cuerpo inmóvil resuena a tragedia, pero su compañero no piensa perder más tiempo y poner en peligro su libertad. La moto arranca y se aleja por la vereda desierta. Fin del arrebato. Esta es sin duda casi la escena de un western. Luego de descartar en un basural de desguace el contenido de la cartera los ladrones dividen su recompensa y sus caminos se separan. Miguel, el protagonista, sigue aturdido por la imagen de aquella mujer y las consecuencias del robo, la vida o la muerte y el cuerpo de la víctima abandonado a su suerte. La historia comienza aquí, en San Miguel de Tucumán con la marca violenta de un delito. Miguel no parece un ladrón de sangre fría, más aún porque somos testigos de su inquietud por conocer la identidad de la damnificada, y aunque no sabemos que hará con exactitud, las escenas sugieren que Miguel pretende reparar la brutalidad de lo sucedido de alguna manera. Miguel tiene un pequeño hijo, una problemática relación con su padre y su ex mujer, y ante todo no tiene techo propio. La imagen de él durmiendo en el banco de una plaza junto a su moto es un emblema de quien es, un paria. Otra imagen de género, sin duda del jinete en el desierto sin lugar propio y casi sin nombre. Luego de indagar sobre el paradero de Helena finalmente la encuentra en un hospital y así comienza otro segmento clave de la historia, la que presenta el segundo arrebato en juego: el de la identidad. Miguel se presenta y velozmente es anoticiado de que Helena padece amnesia por el impacto. Su manera de protegerse para no ser descubierto se transforma en otro engaño mayor: se hará pasar por una suerte de sobrino y se instalará en su casa simulando ser su pariente cuando en realidad es un intruso. Pero el director no lo pone en blanco sobre negro, no define a Miguel como arrebatador/intruso y a Helena como la víctima abusada de manera oclusiva, son eso y a su vez son el opuesto. Miguel la cuida con ahínco cuando Helena vuelve a la casona convaleciente. Detalle que no es menor, la casa no podría ser de ella si esa mujer solo limpia por horas, solo está sugerido pero queda resonando en todo el filme. Si conectamos el filme “Los dueños” con esta segunda película de Toscano no podemos dejar de ver sus reiteradas preocupaciones: la propiedad privada o la idea de propiedad, quien es dueño de qué y cómo. La posesión es cuestionada como una definición esencial de quienes somos en este planeta y aquí está presentada con una mirada crítica hacia una sociedad que sostiene este paradigma de “pertenencia” que habita lleno de contradicciones, en especial éticas y morales. La película abre un contrapunto de miradas sobre estos temas todo el tiempo: si la pertenencia es material solamente o no, si lo que cuidamos por ser preservado nos pertenece, si no nos pertenece lo del otro entonces ¿qué es lo de “el otro”? y ¿qué es lo propio? Si la definición de pertenencia no es material como por ejemplo en “la identidad” ¿a donde va a parar la idea de arrebato? ¿El arrebato es el robo de una cosa que no es de nadie o que solamente no es nuestra? Dónde podemos determinar moralmente que empieza lo propio y lo ajeno es la materia del filme y sus diversos cuestionamientos. No hay respuestas definitivas, la paradoja moral/legal sigue en pie. La sociedad funciona como un gran western de Ford. Por eso nadie sale indemne, todos somos arrebatadores. Por Victoria Leven @levenvictoria
“…Y así la pequeña vendedora de fósforos encendió unos tras otros hasta que vio del cielo caer una estrella; pensó que alguien se estaba muriendo, pues así se lo había dicho su amada abuela: «Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia el cielo.» Y mientras los fósforos ardían, la vio venir hacia ella. Juntas volaron al cielo, donde no había frío, ni hambre, ni miedo. Al día siguiente encontraron a la pequeña, tendida en la nieve y muerta por el frío” (Fragmento del cuento de H.C.Andersen “La vendedora de fósforos”) La vendedora de fósforos, filme de Alejo Moguillansky ganador de la Competencia Argentina BAFICI 2017, finalmente se estrenó en algunas salas de cine especializadas (Malba / Sala Leopoldo Lugones). Este es un ensayo cinematográfico, un ensayo de ideas, un ensayo de estéticas mixtas y hasta surge en la realidad el registro de un ensayo, el de una ópera contemporánea en el Teatro Colón. La obra en preparación realizada en el 2014 era la del compositor alemán de vanguardia Helmut Lacheman llamada “La vendedora de fósforos” inspirada libremente en el cuento del autor danés Hans Christian Andersen. La película comienza con una ruptura clara de toda búsqueda de narración clásica, la actriz Maria Villar (Marie) nos relata en off el origen de esta película. Narra desde la llegada de Lacheman a la argentina, los ensayos de la ópera, definiendo este segmento como un “diario de ese montaje”. Enumera luego los tópicos del relato: hay una orquesta que toca una música infernal, hay un burro, una niña llamada Cleo, un teatro del estado, paros gremiales, muchos pianos, un guerrillero alemán de la década del 70 y hay una pianista argentina, Margarita Fernández… una nena sola y la vendedora de fósforos”. La transcripción de su monólogo introductorio no es exacta, pero aún cuando recorten las frases más destacadas lo que queda a la luz desde un inicio es la importancia de esa modernidad (muy nouvelle vague) unida al experimento del cine contemporáneo ya el filme es una superposición de infinitas capas desde las más triviales hasta más intelectuales. Se yuxtaponen la música de vanguardia, el cuento infantil de culto, el mundo del teatro estatal, el registro documental, las reglas de la ficción, los actores y los no actores, las películas dentro de la película (por ejemplo el burro es una referencia al Bresson de“Al azar, Baltasar) y a la vez, sin presentaciones iniciales, una música sublime que va desde la escena uno hasta el final. En el piano suenan Schubert, Beethoven, Brahms y Mozart en un manojo de piezas alucinadas ejecutadas por Margarita Fernández (pianista real), que tiñen todo el filme de una musicalidad mágica y constante como si la historia respirara más música que una verdadera trama para narrar. Desde lo argumental el germen de todo lo que vemos ir y venir -y la idea de ir y venir es porque realmente el filme destila aires de comedia- surge del matrimonio de Valter y Marie (la falsa pareja de músicos). Él es el regié de la nueva ópera de Lacheman y su mujer es una joven pianista que trabaja para la afamada Fernández. Mientras Marie se hace cargo de Cleo llevándola al trabajo, también se ocupa de dictarle por teléfono a su marido en crisis, ideas alocadas y geniales para la puesta de esta ópera casi imposible de representar. Ese juego de la inmaterialidad del discurso contemporáneo en la música deja a la luz el debate de que música es más música: si la disrupción hecha de sonidos sin acordes en la experimental sonoridad de la vanguardia o la cadencia melodiosa del clasicismo y sus ya archiconocidos recursos expresivos. Y Cleo, la niña es la materia metafórica de esa vendedora infante del cuento de Andersen, tanto porque la intentan utilizar para la puesta de la ópera como por la impronta de la niña y su solitaria manera de estar y observar lo que la rodea. La imagen de Cleo tirada en el sillón viendo una y otra vez la citada obra maestra de Robert Bresson es también una historia cruel, de alguna manera como el cuento de Andersen donde reinan los niños y los débiles. Cleo funciona como conector entre el mundo de los adultos y el mágico universo de la mitología Anderseniana. La escena en la que ella y otras niñas repiten frases del cuento y apagan de un soplido los fósforos, remarca que sin duda todo pastiche, pretenciosidad o falla del filme se rescata por su espíritu lúdico como si hiciera con el relato fílmico una ronda de niños que juegan entre lo literario, lo plástico y lo musical. Por Victoria Leven @levenvictoria