Hay películas sobre jóvenes, sobre la juventud, sobre el crecimiento, esas denominadas coming of age que cambian notoriamente su perspectiva según los ojos que se posen sobre esa etapa de la curva vital. En este caso, en Mid90s, no es solo el relato sobre la vida de un joven sino que la mirada sobre ese momento también es juvenil y fresca. Jonah Hill debuta en esta historia como realizador independiente, pero sus virtudes actorales ya las pudimos disfrutar en filmes como El lobo de Wall Street (Martin Scorsese/2013), No te preocupes no irá lejos (Gus Van Sant/ 2018) y El juego de la fortuna (Bennet Miller/ 2011) entre otras decenas de títulos donde Jonah nos demuestra su gran versatilidad. Uno de los aspectos más singulares de En los 90 es que combina una manera joven de mostrar las emociones de sus personajes y el contexto donde crecen los temores y los deseos de pertenencia, al mismo tiempo que desarrolla un estilo formal con rastros clásicos: preciso, simple y narrativo, sin grandes ínfulas ni grandilocuencias. Así construye la polaroid de una década y de su propia juventud, pero aun cuando la trama es tangencialmente autobiográfica no va de ese tema el derrotero de su apuesta, y festejamos que tampoco tenga intenciones pedagógicas, ni lecciones psicologistas de manual conductual. En este relato prevalece una mirada amorosa sobre los personajes y sus vivencias, seres que padecen una cierta dolencia, de esas en las que vemos como los integrantes de una familia arrastran sus carencias con una venda en los ojos. No son monstruos de una tragedia sino el retrato naturalista de lo fallida que puede ser la imagen de una familia. Es inevitable recordar la primera escena del filme que impacta con certeza, un golpe visual de violencia familiar entre hermanos con una madre que circula como en suspenso, impotente. El protagonista es Stevie un adolescente de 13 años de un suburbio de Los Ángeles en los años 90. Él como hijo-hermano menor de la familia es quien nos marca el camino de la revelación en este filme de crecimiento pubertario. Stevie está buscando su lugar en mundo fuera de la casa parental donde no puede construirse a si mismo completamente. En esa búsqueda azarosa el mundo de los skaters lo atrae y ese clan lo termina incluyendo en un nuevo universo juvenil. En ese contexto de chicos singulares con padecimientos familiares y ganas de entender que es vivir, Stevie descubre la figura del liderazgo, la capacidad de perder el miedo, la sexualidad y algunas transgresiones menores que lo hacen sentirse “un pequeño gran hombrecito”. La vida de Stevie y de sus amigos tiene claroscuro, pero no abona a hacerlos transitar ninguna vivencia verdaderamente cruenta o límite. Tal vez el relato peca de discurrir con liviandad o blandura a las angustias juveniles y eso puede quitarle algo de hondura a las emociones de esa intensa etapa de la vida. El trabajo visual del filme es rico en su sencillez, trabaja con precisión su capacidad de encuadrar la vida de esos personajes, el tratamiento estético de los espacios, el uso de los primeros planos y ante todo la evasión de una narración visual efectista o de golpes bajos. La música funciona como otra capa de narración, los ritmos musicales del hip hop vibran en la diégesis y van de la mano de esos personajes que hacen una vida propia entre el ritmo de la música y sus saltos en skate. Ojalá este paso en la carrera de Jonah Hill sea el umbral a un cine hecho con simpleza pero con autenticidad. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Zhangke es un director capaz de tomar un género tan paradigmático como el cine de gángsteres para el universo masculino y convertirlo en la historia de una mujer que arrasa con toda la fuerza dramática un mundo hecho de hombres. Obviamente constituyendo un universo moral en la feminidad que lejos está de cualquier panfleto de género. El eje de estos mundos posibles de Zhangke giran en torno a una mujer y en especial a su actriz fetiche, la bella y la enorme Zhao Tao. Hay una particular manera de crear el trazado histórico en este filme que discurre en su tiempo diegético a lo largo de 18 años. Pero ese tiempo es también el tiempo real en el que la película fue filmada, casi 20 años de realidad generando entonces dos tiempos que se unen en uno solo, la ficción absorbe el tiempo de la realidad y permite captar como el mundo cambia, muta, se transforma. La historia de China es la historia del cine de Zhangke, su narración es un espejo rugoso donde podemos ver las problemáticas del avance abrumador de la industrialización, la urbanización, el proletariado y los movimientos socio políticos que eso implica describiendo así a la abrumadora China actual. Este espejo del mundo también funciona como un doble relato en relación a la trama vincular que es la trama emocional del filme, un moderno de melodrama de corte intelectual para terminar de sumar capas a esta narración en la que se cruzan varias diagonales de género. Léase intelectual como aquello que se inscribe en la narración con una fuerte reflexiva puesta tanto en su arquitectura narrativa como en sus diálogos, y la elaborada construcción multidimensional de sus personajes. Por ende no infiero por la idea de intelectual a una impostura narrativa sino a una enorme capacidad de genuina elaboración discursiva. La historia se sitúa en el año 2001, donde nuestra protagonista la joven Qiao es la enamorada del cabecilla de la mafia local, Bin. Viven en ese mundo de dinero fácil, bailes, tragos y pactos de negocios turbios. Pero nada nos parece sancionable pues se nos muestra sin una mirada moralizadora. Un día Bin y Qiao son atacados por una pandilla, y estando él al borde de la muerte es salvado por nuestra heroína que dispara sin vacilaciones para rescatarlo. La consecuencia de ese acto de amor es la prisión para la joven, que por varios años vive en el encierro. Tras cumplir su condena va en busca de Bin de quién jamás ha tenido noticias. Evidenciar como sigue el relato argumental traiciona un poco el espíritu de la película. La construcción del personaje de Qiao es un lujo de caracterización. El espectador está en manos de Zhao Tao, pues vive a través de su rostro cómo la vida misma pasa, la atraviesa, y la vemos transformarse, pasando de ser una joven fuerte de la mafia a perfilar en una mujer ascética y dura, castigada por la soledad y el desamor. Los diálogos entre ella y Bin encierran una complejidad emocional apabullante, así como los momentos de Qiao con otro hombre al que conoce fugazmente pero con el que en pocas líneas se genera un subtexto profundo y existencial. La pluma filosófica de Zhangke es digna de un estudio minucioso y atento pues es al mismo tiempo tan abstracto como humano. Todo este mundo íntimo está sumergido en ese contexto social de transformación permanente, un proceso de destrucción y deterioro sobre aspectos claves de la sociedad China dejando a la vista como funciona la paradojal meta del progreso que pone en situaciones críticas a muchos sectores de la sociedad, especialmente al mundo del proletariado. Por eso este relato comienza en el 2001 y culmina en el 2018 atravesando un gran arco histórico de la vida capitalista oriental. No es accidental ni caprichoso que Zhangke haya sido premiado en grandes Festival como Venecia, Berlín (donde fue descubierto antes de ser uno de los primeros ganadores del BAFICI) y Cannes por varias de sus magistrales películas. En este caso con Ash is purest White (acá conocida con el sencillo nombre de Esa mujer) compitiendo por la Palma de Oro deja claro que su cine excede las rúbricas tradicionales, las normas previsibles y especialmente cualquier banalidad de las modas. Este es un gran filme de un gran cineasta, parte esencial de la historia del cine oriental. Esta es otra de sus huellas, una marca más de la historia de su patria tan compleja y tormentosa, brillante y poderosa como su cine. Por Victoria Leven @LevenVictoria
En algunos cineastas podemos reconocer sus obsesiones, algo mucho más personalísimo que los temas o contextos narrativos que cada uno elige para construir para sus relatos. En Marcos Berger podemos seguir claramente el derrotero de su obsesión creativa, aquella con la que ha hecho un recorrido evolutivo a lo largo de su carrera desde el iniciático filme Plan B (2009). Esta preocupación ético-estética se focaliza en algunas aristas claves, la línea central es aquella que se desprende del universo masculino y los mutantes caminos de la represión, evasión, tensión y potencial cristalización de la fuerza esencial que motoriza a sus personajes, el deseo. Erotizado, tierno, amoroso o sexualizado las distintas texturas del deseo – sugerido y reprimido a la vez – hacen una nítida marca en su cine, esa forma que llega a la cima de su búsqueda en este relato último, Un rubio. La trama argumental es pequeña, aquella sobre la que expande todas las formas que le son posibles expresar sobre la sinergia de los cuerpos y a través de la lente que mira con precisión, más el montaje que opera quirúrgicamente para ordenar y asociar las formas de esos cuerpos deseantes en el tiempo y el espacio. El relato se centra en la vida de Gabriel, el “rubio” del título, empleado de una maderera del conurbano bonaerense, que le alquila una habitación a su compañero de trabajo Juan para sortear un complicado cambio de vida. Se ha quedado viudo, tiene una hija que cuidan sus padres y su situación económica es precaria, como su vida. Pero esta síntesis traiciona la manera en la que el filme presenta el argumento, el cual vamos desgranando e infiriendo a lo largo de la pausada e intimista historia. Lo que hace notoria la evolución en la construcción discursiva es en gran parte que el deseo se materializa en los cuerpos de los personajes alejando los filmes anteriores con tratamientos algo más represivos, donde todo inducía hacia el otro pero la consumación del amor-deseo quedaba suspendida o se veía imposibilitada, digamos amortizada por otras barreras externas o internas. Este aspecto de catarsis corporal descomprime las formas y extiende el territorio narrativo del cineasta de lado a lado de la pantalla. Pero lo más disfrutable sobre el nivel de uso de la materia pura del lenguaje se inscribe en el cuerpo del cómo ha construido cada partícula de aquellas escenas que ponen en juego el deseo mudo de los cuerpos llevando al extremo la mirada sobre el trabajo de lucha y atracción de dos fuerzas: la movilidad y la inmovilidad. No solo es un tipo de erotismo estilizado, hecho con una construcción – digamos – micro molecular, sino porque la plástica misma con la que pone en escena esa narrativa visual ha llegado a una depuración destacable. El uso del foco diferenciado, los encuadres y los minuciosos cortes acompañados por el uso del sonido fuera de campo constituyen un momento de puro lenguaje donde las formas se apropian del discurso amoroso. La fuerza que trabaja con la dinámica de lo móvil e inmóvil de los cuerpos que se subliman en el uso de las miradas es una elaboración precisa, intensa y táctil. Luego está, como en sus otras obras, la presencia de lo posible o imposible del deseo en relación al contexto social, los mandatos y las barreras que determinan de manera distinta a estos dos entrañables personajes. Para quienes siguen su cine o para quienes aún no han pisado sus tierras homo-deseantes, Un rubio es una experiencia destacable que además entrelaza a sus personajes con una ternura que envuelve todo. Aquellos encuentros y desencuentros que Berger pone en escena para habitarnos. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Las historias de maduración, llamadas para la franja juvenil coming of age, no solo focalizan su mirada en las crisis de la adolescencia y sus cambios. La vida de las personas presenta otros momentos cruciales de metamorfosis aún en escalas más pequeñas pero no por eso menos complejas internamente. Ubicando la mirada en uno de esos pasajes de cambio y crisis, la realizadora francesa Claire Burger se luce en su opera prima a la hora de elegir las mutaciones en la vida de un hombre de 50 años, Mario, a partir de la partida de quien ha sido su mujer por dos décadas. A diferencia de muchos relatos donde se narran conflictos familiares y personales que presentan los acontecimientos con el efecto de choque, de golpes duros o de blancos y negros, la historia de Mario y su familia está narrada en grises, en suaves tonalidades que varían de densidad progresivamente, con pasajes sutiles y hasta con cierta ambigüedad. Toda una manera mucho más íntima y cercana a las emociones más reales de la vida, lejos de los filmes del tipo “lecciones de vida” o “como ser buen padre y mejor marido en 10 pasos”. La película comienza cuando Armelle – esposa de Mario – deja su hogar en pos de definir la relación con su marido y su crisis existencial. Para ello Arnelle deja su hogar y a sus dos hijas adolescentes al cuidado del padre, hoy más bien un hombre confundido que un héroe romántico. Aunque se presenta como una distancia pasajera, así Mario lo cree y lo espera, la escena se propone como la previa a una separación final. Lo que deviene para Mario es cómo seguir, que es lo que puede o debe hacer en momentos de ruptura y transición. Buscando certezas o respuestas a esta crisis Mario se suma a una obra teatral en creación, una suerte de biodrama, como un personaje más. La meta no parece ser la de encontrar un espacio propio y nuevo, sino la de estar más de cerca de su mujer que trabaja en el teatro donde sucede la obra. Mario y sus búsquedas son el motor de la trama, busca cómo mantener el orden doméstico de su hogar, cómo tratar con sus hijas sin la presencia materna que triangule el vínculo, cómo … la película es la pregunta por eso. El hallazgo del abordaje de Burger es que ese ¿cómo? No es un manual instructivo de como encontrar las certezas salvadoras, sino por el contrario nos muestra las indefiniciones, los errores, la confusión, los miedos más primarios y los desencuentros más creíbles en la relación que va mutando entre padre e hijas y entre Mario y sus propios deseos. Bouli Lanners encarna al protagonista con una solvencia y una ternura que lo hacen emocionante. Hay tres escenas en el filme que con su absoluta sencillez se convierten en instantes de los que no te querés olvidar, esas escenas que solo una gran calidad narrativa y una actitud en la mirada lejos de toda impostura pretenciosa pueden lograr. De esas tres, no quiero develar las dos cercanas al final y me quedo con una de que sucede pasada la mitad del filme. Allí la hija menor, en una suerte de venganza adolescente, le sirve a su padre una taza de té -con una droga de esas que te hacen explotar el cuerpo en una fiesta loca y juvenil, y el padre que bebe ingenuamente la pócima. Lo más inteligente de la escena es lo que sucede después, primero el malestar físico de la droga inesperada lo derrumba, a lo que su hija menor pide auxilio y terminan ambas cuidando de su padre hasta que el efecto se disipe. Y a eso que podría haber terminado en una escena lacrimógena o violenta le sigue la tierna imagen de Mario que embobado bajo los efectos finales de la pócima acaricia a sus hijas y les dice sin frases ampulosas cuanto las quiere. Da ternura y da risa, esa meta absurda de la venganza que deviene en una forma impensada de encuentro. Paternar es uno de los temas claves de la película, pero allí no se termina, no hay una receta para crear a un gran padre que se auto inventa en veinticuatro horas, está también la línea de la vida madurativa de sus hijas en ese tiempo y las posibilidades e imposibilidades de cada una de verse a si misma y de ver a su padre, su madre y el mundo que las rodea. El amor, los deseos en plena efervescencia y los miedos con todas sus trampas. La película no ostenta planos de Hollywood ni planos generales de postal turística, es la vida de un pueblo del norte de Francia, y la mirada se ciñe a esa aldea narrativa sin efectismos. Los últimos diez minutos son de una belleza sencilla y emotiva. Esos finales y estos filmes son los que querríamos que pululen en la cartelera de cine, empujando ese cine formateado y prefabricado con una plantilla llena de recetas oxidadas. Burger nos trae con su filme la encantadora simpleza de un cine que con poco deja mucho, y más. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Hoy puedo escribir sobre este singular documental Las Facultades sabiéndolo ganador del premio a la Mejor Dirección en la edición N° 21 del último BAFICI, pero puedo asegurar que sus hallazgos cinematográficos se disfrutan y persisten en la sala de un cine con o sin premios, una categoría de reconocimiento que en muchas obras puede ser discutible. Las facultades vale ser vista por su rigor narrativo y su clara perspectiva del lenguaje cinematográfico. Un documental es una construcción arquitectónica, un edificio de planos organizados a partir de una idea, de un sentido, de una pregunta que levanta las vigas del relato. Hay arquitecturas austeras de pocas líneas en el espacio, hay construcciones nítidas o difusas. La arquitectura de este documental es de bloques grandes, de unidades claras conectadas entre si por un leit motiv que flota fuera de campo. Sus vigas están construidas con un simple y riguroso procedimiento narrativo cuidando la medida de sus tiempos y la estructura de sus formas. El diseño del relato es una arquitectura austera pero sólida, y a su vez, propone el registro de la arquitectura del mundo universitario, de los espacios que son su propia arquitectura, su categoría espacial, algo nada menor para reconocer sus ámbitos y el funcionamiento de esos mundos contenidos. A eso se suma también la arquitectura de la narrativa de la vida universitaria el diseño de ese mundo. El espacio, el alumno, el docente y el saber, esa fuerza que se mueve entre las paredes de la facultad y entre los habitantes de ese universo. Los momentos que retrata este trabajo podrían resumirse en cuatro estadíos, los espacios, el alumno que se prepara para el evento llamado examen o sea el estudiante que estudia, el examen en si mismo o sea la observación directa de ese hecho, y, podríamos decir que el final lo que deviene después del examen para cada alumno, para cada caso. El ensamble de escenas nos hace partícipes de un alumno de sociología que estudia en la cárcel, de un alumno de medicina, de uno de abogacía, otra de filosofía, una alumna de la carrera de imagen y sonido y una última de agronomía. Cada uno en sus espacios se prepara, se enfrenta a la evaluación y a su resultante. Ese es el croquis simplificado de las viñetas que podemos observar discurren frente a los ojos del espectador. El procedimiento de narración es puramente observacional, no hay ni un atisbo de intervención en la escena “que es mirada”, en aquel acontecimiento del que somos testigos omnipresentes. Ese rigor puramente observacional que se mantiene inclaudicable en todo el filme es claramente su mayor fuerza. Cierta cercanía a lo observado, pero a su vez, toda la distancia, ninguna opinión explícita. Encuadres prolijos, pensados, medidos y meticulosos, sin preciosismos, pero con perfeccionismo formal claro, marcado en su austeridad. La iluminación envolvente y cuidada moldea cada momento sin pretensiones pero con solvencia. El montaje organiza el sentido del discurso y enlaza a los personajes elegidos cada uno en su situación. No hay escenas rimbombantes, no hay acontecimientos exóticos, todo lo contrario, vemos lo que hemos visto y hecho más de una vez, aquel mundo del cual hemos sido parte no importa donde, ni cuanto tiempo haya transcurrido desde aquel momento. Observamos personas y cosas reconocibles, y también espiamos pequeños mundillos universitarios de carreras que tal vez nunca conocimos de cerca. Si hay algo que es evidente es que la mirada amorosa está puesta sobre el estudiante, en ese joven que vive un proceso de búsqueda, que se pregunta en voz alta, que debate, que teme no saber, que cree alcanzar una idea, que vive en la arquitectura de los pasillos atestados de gente o que estudia en el aula de una prisión. Son ante todo aquellos quienes viven la narrativa de la universidad como parte de sus vidas. A fin de cuentas el protagonista es el estudiante en general, más allá de los particulares casos elegidos y es su mundo el objeto a observar para poder vernos en ellos. Descubrirnos en todos un poco, y de alguna forma, como en un espejo hecho fragmentos de otros otros, reflejarnos, ya que todos ellos juntos somos un poco nosotros. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Hay escenas de la vida real que funcionan como una metáfora. Hay hábitos, personas y mundos que construyen con sus rituales una acción poética, y es la ventana del cine la que nos permite observar esta narración viva. El cine que se convierte en un espejo a través del discurso del documental y como una imagen cristal, nos permite extraer de la acción de observar una realidad capturada a través de la lente como quien extrae perlas del fondo del mar. El filme nos obsequia una serie de fragmentos en la vida de tres mujeres veteranas que viven en un pueblo costero y pesquero de Japón. Su marca distintiva es que mantienen vivo un ritual milenario: extraer perlas del fondo del mar de manera artesanal. No es un eufemismo decir milenario porque esta actividad lleva más de 1000 años de historia desarrollándose en manos femeninas y no es una palabra más decir que este trabajo es “artesanal” porque es ciertamente una tarea hecha solo con sus propias manos , como un artesano talla una piedra, ellas rescatan sus tesoros. Las vemos hundirse en el agua azulada e inmensa del mar (hasta sin accesorios para respirar) y danzan como descendiendo hacia el lugar que esconde el tesoro. Es una escena lenta y silenciosa, donde apenas vibra el movimiento del agua en las profundidades que en una toma única observamos y presenciamos este acto tan simple como simbólico. No hay música, no hay encuadres que busquen habitar más allá de la observación misma, a la escena la domina una mirada aquietada y transparente, donde tan solo es importante saber dónde poder mirar y permanecer allí, dejando que la realidad poética fluya con su bello devenir. Es este el cuadro viviente que cinematográficamente nos deja a la vista el exquisito documental de la realizadora portuguesa Cláudia Varejão, cuya narración se desarrolla tras los pasos de estas buceadoras mágicas. Así nos retrata un ritual femenino que al resistir el paso del tiempo termina constituyéndose sin teorías ni imposturas, en una forma de resistencia. Y como toda acción poética es una forma de resistencia, Ama san -que significa mujeres del mar en japonés- nos deja descubrir un retrato de resistencia. Resistir al paso del tiempo, y a la muerte de un ritual. Se resisten a que se diluya esta mágica tarea de rescatar algo tan icónico como una perla, que es un objeto precioso, escaso, históricamente relacionado a la belleza femenina y escondido en el secreto de las aguas profundas. Se resisten a que deje de ser esta tarea la de una mujer enarbolando la imagen de las “mujeres del mar” que hoy aún son, y de todas las que fueron a través de todos estos años. Y entre todo ello, el agua, el silencio, los cuerpos en movimiento. En sus vidas cotidianas desfilan otras simplezas, los hijos, la cocina, la música, hasta la graciosa situación de verlas cantar en un karaoke y espiar las pequeñas cosas de sus pequeños días. Lo que nos queda como imagen y como huella de la metafórica recolección de aquellas pequeñas alhajas blancas, es verlas vestirse para el descenso, en sus trajes de neopreno y con sus cabezas envueltas de manera meticulosa en un pañuelo blanco donde solo asoman sus rostros marcados por los surcos de los años, prestos para hundirse en el agua transparente de ese ritual infinito que las mantiene vivas y las hará eternas. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Astrogauchos es uno de los estrenos nacionales de la semana dirigido por Matías Szulanski, quien apuesta a salir del patrón del cine costumbrista y autóctono hacia un a narrativa artificiosa que busca un lugar entre la comedia absurda y la tragedia de un antihéroe de manual. Para arribar a este discurso de artificios se apoya en una escenografía y un vestuario estridentes, de un retro pop algo obvio, una iluminación colorida y anti naturalista técnicamente solvente pero muy poco atractiva y un manejo de la cámara con marcados zoom in y encuadres de estilo setentosos sumados a un montaje con cortes duros y saltos temporo espaciales remarcados. Toda esta batería de recursos avanza sostenida por una trama alocada pero con intenciones simbólicas y un estilo distintivo en la actuación que en pos de alejarse de los lugares realistas se queda suspendida en el país de lo inverosímil. La trama propone con ingenio, aún con sus escasos logros narrativos arriesga una idea que en el marco político elegido, Argentina 1966 – plena guerra fría, podría haber dado como resultado una propuesta mucho más jugosa. El caso es que nuestro antihéroe protagónico, Ezequiel Tronconi, encarna el papel de un joven científico que diseña un plan espacial para llegar a la luna en un dispositivo que el mismo ha diseñado y es toda su obsesión. Manipulado por un contexto opresor y burocrático, en pleno gobierno de Onganía, sus intentos de llegar a buen puerto parecen cada vez más inviables y utópicos. A todo esto para que su condición de anti héroe no sea poca cosa, su mujer lo engaña sin pruritos tratándolo como a un pobre tipo, sus colegas y conocidos lo bastardean, lo traicionan o lo estafan de alguna forma. Y el plan del científico se hace cada vez más inalcanzable, cada vez más lejos de la luna. El disparador del filme como núcleo simbólico es atractivo, una utopía en el espacio planteada en el marco de un gobierno militar y de un mundo en plena lucha de poder territorial, plataforma que da para varias líneas de desarrollo que en el filme se asoman pero no se cristalizan. Volver a mirar esa etapa de la historia argentina a través de un género y un estilo no realistas es festejable por el riesgo mismo que eso conlleva, aún cuando en el intento haya muchos desaciertos o titubeos que dejan a la película en un camino impreciso. Si la intención de sostener este relato está focalizada en el uso de la cámara, la iluminación o el arte, por separado nos pueden parecer prolijos o correctos pero no hay sinergia que los ensamble. Un área casi vacía de trabajo estético es el sonido que no tiene un elaborado modelo de capas y texturas que puedan armar un buen clima audiovisual. La dirección de actores es una arista de notoria desventura, donde vemos a un Tronconi que conocemos por su capacidad compositiva y que aquí no luce nada de sus dotes actorales. Una ucronía con aspiraciones arriesgadas pero con muchos desaciertos. Ojalá aún con estos duros embates, estos intentos abran la puerta a revisar nuestra historia sociopolítica desde nuevos ámbitos y nuevos géneros que nos permitan repensar el cine y nuestro pasado a través de nuevas miradas. Por Victoria Leven @LevenVictoria
La saga de Toy Story, que hoy presenta su cuarta entrega, ya es un clásico en la historia del cine de animación. Hay muchas razones por las que esta creación del año 1995 primer largometraje de la emblemática compañía Pixar sea tan universal y se eternice. No hay límites de edad, ni de nacionalidad para identificarnos con el universo que encierra la vida secreta de estos juguetes que ya son un poco de todos. Para reencontrarnos con esta cuarta entrega me gustaría repasar un poco los tópicos que hacen de todas estas películas, distintas entre si pero con factores comunes, tan singulares y esperadas. Si quienes las vemos somos adultos aquella evocación nostálgica donde recordamos a esos seres inanimados que dotábamos de vida pierde toda melancolía y revive, se hace una acción en presente, donde podemos espiar(nos) jugando con esos objetos a los que les otorgábamos acciones y palabras, pero lo más feliz es ver su vida secreta la que el niño de la pantalla no puede ver , como nosotros no veíamos, y es que esos juguetes tienen realmente vida propia. Piensan en nosotros, o sea en Andy o en Bonnie sus dueños, nos esperan, desean ser elegidos entre todos, se arma un lazo de amor de ellos hacia sus dueños, y una espera, un cuidado, un estar ahí dispuestos para la vida lúdica que en la adultez recreamos como podemos con lo que hacemos de nuestras vidas. Pero ya no evocamos lo ausente, ahora está ahí en pantalla personificado y esa escena amada tiene los matices adecuados para ser la elegida: hay imaginación infinita, hay un amor que le da alma a lo que otros dirían que no tiene y hay mil formas de amistad. Decía una filósofa alemana (Hannah Arendt), en su tesis de grado en filosofía, que la primera condición de amar es temer perder al objeto amado. Si hay algo que Toy Story pone en primer plano es esa forma de la emoción amorosa, el niño que teme perder su juguete y el juguete que teme perder a su dueño. Ser reemplazado por otro juguete o dejar de ser útil como tal, es para Woody, Buzz Boo o Jessie tan angustiante como para nosotros dejar de pertenecer al universo de quien queremos. Por eso también la saga nos muestra que así como Andy sufre si extravía su juguete es capaz de legar su valioso universo a otra niña, porque los juguetes tienen historia y se heredan, se narran y se hacen propios jugándolos, porque jugarlos los significa. De las máximas “Yo soy tu amigo fiel” o “Al infinito y más allá” en Toy Story 4 entramos a una nueva etapa de la vida de los juguetes, otra era con otra nueva dueña, la pequeña Bonnie, a la que ya vimos en el final de Toy Story 3. Pero esta nueva ola es también otra etapa de sus propias vidas, porque los juguetes también desean, crecen, y se transforman. El filme comienza con un racconto (desde un punto de vista no visto) de lo sucedido en la película anterior donde se devela entre otras cuestiones como Bo Peep fue a vivir a una nueva casa y la vemos despedirse de Woody. Ahora Woody y la banda están inmersos en el universo de Bonnie una niña pequeña que está por comenzar el jardín. Aunque Woody no es el elegido de su escena de juego y queda solito en el placard, no duda en escabullirse en mochila para oficiar como objeto transferencial en su adaptación al jardín. Pero con toda la cuota de humor que esta cuarta entrega despliega, más que esa función Woody termina siendo su secreto ayudante a la hora en la que Bonnie crea con un cubierto de plástico que ha tomado de la basura un nuevo juguete llamado “Forky”, y esa creación la envalentona a dar ese nuevo paso en el mundo social de la primera escolarización. A partir de allí la vida en comunidad con Forky es divertida y caótica pues el juguete hecho de descartes se siente compulsivamente atraído por la basura. Ingeniosa analogía con la idea subtextual de lo descartable que hoy puede percibirse del mundo de los objetos. La trama avanza hacia otros pagos y deviene que entre otras cuestiones reaparece la mágica y dulce pastorcita Bo Peep ahora convertida en una mujer empoderada que usa pantalones, lleva a sus ovejas como atrevidas ayudantes y maneja a lo loco un puercoespín con ruedas. Es que Bo es un juguete perdido pero ha decidido que esa es su vida y dejar atrás la nostálgica utopía de volver a pertenecer a un nuevo niño. Hay un mundo de juguetes perdidos, o estacionados en el anaquel de un anticuario y así como la independiente pastorcita elije la libertad solitaria de ese gremio, otros buscan desesperadamente volver a tener un hogar infantil de pertenencia. No es que en Toy Story 4 no haya ternura o emotividad, pero el humor en sus distintos matices domina toda la narrativa. Al mismo tiempo se presentan los momentos claves de grandes decisiones, donde entre los mismos juguetes hay desafíos a resolver, porque sus vidas son un proceso de cambio donde también se presentan dilemas en los que cabe apostar por lo desconocido. El amor de un niño o el amor de otro juguete pueden ser dos fuerzas en tensión, como dos formas distintas de vida que afrontar. Por eso Woody – ahora que Andy ya no está – debe considerar nuevamente que camino tomar. Y es que los años pasan siempre, hasta para ellos mismos. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Hay documentales que se instalan en lo que llamamos su carácter de “documento” articulándose como un testimonio necesario sobre algo o alguien. El cine tiene un nicho propio en ese ejercicio de documentar y es aquel que llamamos “el cine dentro del cine” o la auto documentación de nuestra historia cinematográfica. Festejamos que dentro del cine se haga el ejercicio de rescate de grandes figuras o de grandes momentos, y el sueño ideal sería que un día existiera un relato que abarcara una revisión completa y universal del cine dentro del cine mismo. Pero aún eso no es más que una utopía. Cada día que pasa en el calendario sufrimos la ausencia de registros documentales de muchos de nuestros grandes cineastas y solo por nombrar dos indocumentados infiero al resto: Adolfo Aristarain o María Luisa Bemberg. Por eso mismo hoy podemos festejar que en la pantalla de una sala de cine se proyecte este documento homenaje al singular y longevo José Martínez Suarez. Este documental narrado por dos jóvenes realizadoras Betina Casanova y Mariana Scarone se propone claramente un rescate, un homenaje y una puesta en presente del pasado de este esencial director de nuestra filmografía nacional. El “maestro” como se suele llamar aún cuando el mismo Martínez Suárez reniegue de este mote, se presenta con su galante, elegante y humorístico personaje que es parte de su multifacética personalidad. Vivaz y juvenil es el centro de la escena a cada instante, y con perspicacia juega a entregarse a este retrato documental que va develando distintos aspectos de su vida profesional y en parte personal. Él, que se autodefine como un niño cinéfilo, un colado acompañante de sus hermanas actrices “Las Legrand” en los estudios Lumiton hasta llegar a ser un técnico, un mujeriego radical, un timbero número uno, un director de cine que ha dejado piezas memorables y hasta un “guacho tierno” como él mismo dice lo definió uno de sus colaboradores en un filme. Esas aristas que el mismo Suárez disfruta como definición de su persona, la de hoy, la de ayer, la de siempre. Hay dos claves de su historia y su presente que lo hacen distintivo, una es su pasado de docente independiente, el tipo que reunía con selección cuidada a jóvenes aspirantes a directores y les transmitía todo su saber de cineasta. El mismo que hace años preside el Festival de Cine de Mar del Plata, en el que es recibido con un fervor y una admiración que pocas veces uno ve en vivo y en directo. Este magnético Josecito es el centro del enamoramiento que ambas realizadoras exponen en este filme. Según lo narrado por ellas fuera de cámara todo el proceso anterior al rodaje y en el rodaje in situ está conversado, compartido y decidido junto al homenajeado. Esta extrema cercanía hacia el protagónico de la narración no nos deja ver los matices más oscuros, o aquellos filones que hacen al personaje un ser no tan impoluto. Esa idea de “oda” al maestro es tal vez el lado más cuestionable de este emotivo filme. La participación de figuras esenciales en su carrera que hoy pueden dar testimonio de su trayectoria de vida como Fernando Martin Peña el cinéfilo y coleccionista más reconocido de argentina suman muchísimo al retrato de Suárez, lo mismo que la inclusión de su hija, su nieta y el pequeño y cálido encuentro con Dora Baret son algunos de los hallazgos más disfrutables del relato. La inclusión de una de las realizadoras en escena como si se filmara el detrás de cámara, le da una agilidad y una impronta más actualizada a este paseo por la vida del maestro. La música, ideal para este retrato, se suma al trabajo dinámico del montaje, más la composición clásica de una cámara cuidada y un adecuado uso del material de archivo. Así este director histórico ya queda en el registro de aquellos documentos que el cine ha creado sobre si mismo, para imortalizarlo en sus palabras, recordarlo en sus obras y hacer de la memoria un ejercicio activo. Entonces “El crack” su magistral filme de los años 60 se hace otra vez un hecho en presente. Por Victoria Leven @LevenVictoria
La realizadora francesa Catherine Corsini que mantengo presente por su anterior filme, Tiempo de revelaciones (La belle saison – 2015) vuelve a la pantalla en este nuevo relato con una nueva apuesta al melodrama adaptando la premiada novela homónima de Christine Angot. Aunque en ambas el correlato argumental es el mismo, o casi, las diferencias son tantas, y nada favorables al abordaje del filme que sería más pertinente dejarlas ahora a un lado para no centrar el breve análisis en una comparación entre el texto germinal y su fruto cinematográfico. La trama expone la vida una hermosa joven judía, Rachel, de clase trabajadora que se enamora de un galán parisino que trabaja temporalmente en el lugar y que pertenece a una clase social por lejos más alta que la mencionada jovencita. Pero este enamoramiento erótico y veloz termina cuando él debe regresar a París y ella decide quedarse allí, en su pueblo. Al descubrir que lleva un hijo de ese joven en sus entrañas busca contactarlo y pedirle le de su nombre al niño por venir, a sabiendas de que él jamás aceptaría casarse. El hombre rechaza su pedido y esa hija, llamada Chantal, es registrada como de “padre desconocido”. Años después, ya entrada la juventud de Chantal su padre reaparece y entabla una relación paterno filial, pero aún cuando finalmente accede a reconocerla legalmente el vínculo con esa hija de clase proletaria nunca será el mismo que con la familia de clase alta que ha consolidado en esos años de distancia. Poco a poco el padre incluye a su hija en el mundo de la cultura y la vida cosmopolita. Pero, ese vínculo que Rachel cree un logro afectivo encierra un siniestro secreto que marcará la vida de esas dos mujeres para siempre. El relato puede ser sintetizado muy económicamente en estas líneas, juega en dos terrenos que son nichos del melodrama: el amor romántico fallido y la relación parental, más focalizada en el filme entre madre e hija a la hora de exponer las escenas de conflicto, violencia o desencuentro que en las del padre, que aparecen fragmentarias y el espectador debe completar a partir de esas intencionadas omisiones. La figura de la mujer-madre, ocupa un espacio central en el relato articulando una idea de madre-épica a la hora de sostener a su hija en este mundo, lograr darle una identidad, crearle un entorno de pertenencia y todo lo que al universo de la protección maternal míticamente concierne. Pero esta meta épica termina siendo una venda que ciega a la “gran madre” frente a una realidad oscura y perversa que se le impone frente a los ojos y que ella reniega de ver una y otra vez. Esta mujer – madre en la piel de Virginie Efira tiene la sensualidad ideal para proponer la figura de una mujer bella y deseante, pero no es territorio fértil para presentar la complejidad que materializa a esa madre, obstinada por darle un padre a su hija a la vez que vive a ciegas hundida en la nebulosa de ese amor, más bien de ese deseo maldito, el cual que le impide ver en manos de quién está entregando a su preciada hija. El relato lleva como voz narradora la de Chantal, hoy mujer, que hace este gran racconto de la vida de sus padres y de su vida, por lo cual aquello que ella omite no se nos narra, no lo vivimos solo lo podemos inferir, hete aquí la fatal diferencia con la novela que no usa a la joven de narradora por lo que nos permite entrar en los oscuros intersticios de la relación patológica con su padre sin vergüenza ni temores. Filmes de este modelo, o sea, con mucha carga argumental o como algunos dicen con “mucha narración” pecan de dejar afuera toda la fuerza del hecho estético del lenguaje cinematográfico, y a veces hasta se reduce al solo esfuerzo de ilustrar mejor o peor los pasajes planteados en el guion. Un poco esto sucede en el filme de Corsini que cuenta con muy pocos momentos de expresión genuinamente cinematográfica. El final en el que Chantal, ya toda una mujer, habla con su madre para exponer su reveladora reflexión sobre la relación siniestra con su padre es uno de los momentos de mayor actualidad de todo el filme. Una puesta en palabras de lo que puede significar vivir atrapada en un esclavizante incesto. Por Victoria Leven @LevenVictoria