En casi 70 años de vida y más de 40 años de trayectoria luminosa como director cinematográfico, Pedro Almodóvar se ha definido para el cine como un autor radical de la posmodernidad hispana. Este es su filme número veintidós, y aquí volvemos sobre el pliego de un relato de corte crepuscular, una ficcionalización que funciona como revisión nostálgica de la propia vida del director manchego, en el cuerpo de su fantasmático alter ego junto al universo de esos personajes históricos que parecen como represando al presente. El argumento se focaliza en la edad madura del director imaginario Salvador Mallo – que se expresa con precisión en la piel de Antonio Banderas – y el devenir de los hechos es todo lo que gira en torno a sus padecimientos físicos y sus angustias emocionales durante esta etapa de su vida. En el presente cotidiano lo azotan los dolores que agobian su cuerpo, su espalda y su cabeza parecen ser el epicentro del mal. Vive como un solitario, sin actividad creativa que lo conecte con la fuerza vital, solo logra conectarse de a momentos, alucinatorios, con su más lejano pasado y su acción es recordar, como si esto fuera un paliativo magistral. Así se presentan las imágenes de su infancia de pueblo y su madre, que aparecen como trozos de sueño o recuerdo idealizante blanco como las sábanas que las mujeres lavan a la vera del río. Pero el pasado de su carrera vuelve sobre él cuando se presenta el reestreno de unos de sus filmes iniciáticos, aquí llamado ficcionalmente “Sabor”, pero que podría remitirnos a La ley del deseo o hasta el mismísimo Matador del director español. La proyección de ese filme “Sabor”, presentado en el relato como un clásico del cine español, es la motivación que lleva a Salvador a reencontrarse con el actor que había protagonizado aquella película, pero que por algunos enojos del pasado y rencores no resueltos Mallo había alejado de su vida y de su carrera. A partir del reencuentro con su actor, Alberto Crespo caracterizado por el impecable Asier Etxeandia, Salvador comienza el viaje profundo hacia su pasado, y este procedimiento tiene varias aristas. Por un lado comienza a consumir heroína, droga que el actor históricamente consume, y eso le permite paliar sus dolores físicos regalándole el viaje alucinatorio que le abre la puerta a los recuerdos de su infancia y de sus primeros amores: su madre, las estrellas de Hollywood, las novelas y el despertar del deseo sexual hacia los hombres. Al mismo tiempo otro viaje hacia lo vivido tiempo atrás va de la mano de un texto crudamente autobiográfico autoría de Salvador Mallo, que Alberto Crespo toma para recrear un pequeño monólogo teatral. Desde ese juego de llevar a la ficción su confesión biográfica se abre otro abanico de vivencias que vuelven al presente. Esta arista se conecta con otro “reencuentro”, el del ex amante de Mallo que ve la obra representada y se descubre en el personaje central del texto. Así busca reencontrarse una vez más con Salvador, aquel antiguo amor de su juventud y así el pasado sigue rasgando al presente, haciendo de él una serie de retazos de lo ausente. Los padecimientos físicos, son también, un espejo del pasado que se hace presente, pero en el cuerpo. El costo de las vivencias que ese cuerpo ha sostenido, el dolor de lo perdido, las angustias vueltas migrañas o dolor e inmovilidad. Todo el filme y sus tramas son las de un pasado que regresa, que vuelve una y otra vez sobre el mundo de este hombre solitario y cargado de nostalgias que padece su calvario, el de una vida hecha pero aún inconclusa. De la huella que llevan los últimos filmes de Almodóvar hay un surtido de pequeños placeres, el arte, los colores, la luz, las obras pictóricas que engalanan con exquisitez los espacios. La armonía de los encuadres, la precisión del montaje, algún pasaje musical como el de la copla “A la vera”, eso y sus inferencias a textos literarios sugerentes, no faltan en esta película crepuscular. Aún cuando la hondura de sus emociones no llegue demasiado lejos sus marcas de estilo no se pierden y alguna destilan esa belleza cuidada que en los últimos años Almodóvar ha sabido darle a sus filmes. El uso integrado de los dos planos del relato, el recuerdo alucinado y el presente se ensamblan con soltura haciendo de este recurso un imbricado fluido y hasta casi natural de la misma organicidad del filme. Ahora bien, hay justamente en el final del filme una resignificación acerca del sentido último que tienen estos aparentes recuerdos alucinatorios, un plano clave que en esta historia modifica el significado de la obra total. Pues si el valor de esos estados de la memoria solo parecen conectarse con la muerte y el temor al olvido, ahora ese juego con los recuerdos nos conectan (casi como en Ocho y medio de Federico Fellini) con la capacidad que tiene un artista de volver la muerte en vida. Es poco novedoso decir que Dolor y Gloria es parte de su trilogía auto referencial, o digamos autobiográfica claramente, pero esto no la hace ni más gloriosa ni menos valiosa. Paga el costo de saberse biográfica y, como todo narrador que habla en directo con sus propios monstruos aún no domesticados, puede pecar de quedar en las formas aparentes sin llegar demasiado profundo ni entrar en las vísceras de ese dolor y de esa gloria que tanto atormentan al magistral Antonio Banderas. El calvario de Salvador Mallo no me atraviesa el alma, pero es innegable que la tarea de construcción y puesta en escena que lleva adelante Antonio Banderas es de una cuidada angustia, elegante ensoñación y sugerido dolor haciendo del alter ego de Pedro Almodóvar un retrato impecable. Algunas imágenes seguramente nos quedan flotando en la memoria y, aún con los pocos riesgos que el manchego toma en este filme, algo de su sabor a nostalgia hispana nos queda dando vueltas en la boca. Por Victoria Leven @LevenVictoria
La actriz, escritora y ahora realizadora Romina Paula nos presenta un relato de corte autoreferencial donde se instala como protagonista a la vez que directora. La trama describe un momento preciso en la vida de su protagonista que ya es madre y está bordeando los 40 años. El filme se inicia cuando vuelve por un tiempo (indefinido) a la casa materna, distanciándose de su pareja y padre de su hijo. La narrativa discurre en esa pausa reflexiva en la que urde pensamientos íntimos tras una revisión de sí misma en la que busca resignificarse. El juego del relato se apoya en algunos pilares clave, uno de ellos es la inserción de imágenes fotográficas de corte familiar en formato de diapositiva donde la voz en off de Romina describe momentos de su pasado y repiensa cada una de esas certezas que la habían sostenido en la vida hasta el día de hoy. Por otro lado, y rompiendo el esquema de la cuarta pared, algunos de sus personajes parados frente a una proyección de fondo son la imagen que sostiene otras de sus derivas íntimas que la voz en off nuevamente pone en palabras para el espectador. El resto del filme discurre con la cotidianeidad de Romina en casa de su madre, el vínculo con ella y con su hijo, con sus viejas amigas, con un alumno casual a quien da clases de alemán y alguna que otra situación azarosa como una fiesta, una noche en la plaza o un encuentro con una joven. De sus interrogantes cabe destacar que el más preciso y sólido es acerca de la maternidad y me voy a tomar unas líneas para describir como lo construye. Parte de la fotografía en la que ve a su madre junto a ella como sosteniéndola en el día de festejo de su cumpleaños en plena infancia, esa imagen dice Romina parece dar pista de una certeza acerca de la maternidad, de un algo que es sin preguntas que lo habiliten o lo constituyan, pero esa certeza sin aristas no parece posible, no al menos para la protagonista que se pregunta acerca de la naturaleza de ese “demasiado amor” que parece ser el lazo materno filial. Un borde que agrega como pensamiento lateral a esa observación es el de pensar esa misma imagen fotográfica como una contingencia, tan solo como ese acto que se ve y no mucho más, o sea que esa imagen deja de garantizar por fuera de sí, en el fuera de campo que todos construimos sobre una imagen y más aún una personal, de que nos narra con carácter de verdad, algo acerca de la vida. El costado menos arriesgado es tal vez el que nos deja anclados a una única perspectiva de la vida como escena a analizar, y aunque el pensamiento es rizomático, la línea de conclusiones tiende a marcar una ruta a veces previsible. Hay algo de lo femenino que es atractivo como identidad narrativa, pero a su vez hay ciertos lugares comunes en los que las reflexiones caen, donde se pierde lo más universal de este retrato íntimo. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Después de extasiarnos con la paradoja narrativa presentada en Sueños de invierno por el filosófico cineasta Nuri Bilge Ceylan, ahora se abre un nuevo terreno de reflexión moral dentro de su filme El árbol de las peras salvajes. Si la palabra dicha es el territorio que Ceylan explora con meticulosidad, sin descartar su intensa mirada fotográfica paisajista, esta película parece querer proponernos un juego de búsqueda de certezas, un camino que se abre en las manos de su protagonista como una pregunta (o varias a la vez) y estos interrogantes de maneras diferentes y en relación a distintos personajes y en distintos tiempos, reiteran, mutan y complejizan su carácter de pregunta hasta la secuencia final. Sinan es un joven aspirante a escritor o escritor novel – podríamos decir- que regresa a su pueblo con su “hijo” bajo el brazo: “El árbol de las peras silvestres” su primera obra que busca llegar a la luz. De retorno en su hogar se encuentra con las desavenencias de su familia, los problemas económicos de su padre, un jugador compulsivo lleno de deudas que a la vez es un respetado docente de la escuela local, esas contradicciones que Ceylan disfruta proponer, y una dinámica familiar que ve con rechazo. Cargando ese malestar y la aparente no identificación que siente con su padre se obsesiona con encontrar un editor para su libro recién parido, y ese derrotero, es la excusa para que Sinan dispare sus preguntas a todos, tanto aquellas sobre la escritura como proceso de solución existencial y sus implicaduras morales, como las que buscan definir el amor, la identidad y la pertenencia. Detrás de sus distribas y sus dudas palpita la problemática ideología del filósofo rumano Emil Cioran, y hasta un libro de este autor aparece como un detalle en una escena además de dar cuenta de él en la enunciación de los diálogos y ante todo en su presencia subtextual. Ese pesimismo incluso a veces irritante de Sinan soslaya el alma de Cioran y su mirada anti dogmática de cuestionamiento permanente, cínica y controversial. Pero Sinan no es Cioran, en su oposicionismo constante y su no empatía con el mundo puede generar muchas veces un rechazo y un fastidio que lleva al agobio. Lo que subyace en su proceso de interrogaciones y opuestos es la búsqueda de una gran certeza, una única y definitoria, que opaca otros procedimientos del pensamiento ya vistos en Sueños de invierno. Toda esta marea de indagaciones críticas detrás de una certeza celestial nos recuerdan que “la única certeza que tenemos es la muerte” y esa idea flota en el filme hasta por lugares impensados. Si en Sueños de invierno el lazo vincular central estaba en gran parte dado entre la figura del varón y la mujer (como hermanos o pareja), en este filme la atadura vincular está dada entre padre e hijo. Nótese la escena final entre ambos, pasado el tiempo, en el que se parecen más de lo que ellos sospechan, en especial en contra de todos los imaginarios deseos de Sinan. Y en esa escena de belleza singular reside la respuesta que el joven estaba buscando, está allí, en el fondo del pozo. Cuando su padre le recuerda que “El árbol de las peras silvestres” es como ellos dos: inadaptados, salvajes y solitarios todos los opuestos se diluyen y la figura simbólica del peral define ese vínculo. Pero la respuesta no es esa, está aún un paso más allá… El relato en su estructura avanza como si fuera una narración episódica poniendo en escena cada fragmento del viaje que Sinan crea para encontrar a su editor. El encuentro con el amor es el primero, que contiene una escena con tintes poéticos en su construcción visual y temporal muy sensoriales, generando esa idea de un tiempo extendido y detenido que solo nos entregan las emociones más íntimas. A ello le sigue un escritor famoso, un director de escuela, un empresario de la construcción, sus ex amigos de la infancia y en especial su complejo cuadro familiar que forman parte de las viñetas de este paisaje cinematográfico. Por Victoria Leven @LevenVictoria
El realizador Tate Taylor, conocido por el filme Historias cruzadas ahora lleva a Octavia Spencer a otro territorio genérico, en este filme de terror, o al menos con pretensiones terroríficas. La trama se dispara desde que una madre (el regreso de Juliete Lewis) y su joven hija se van a vivir a Mississippi, interesante elección que sea un pueblo sureño con su histórica moralina. Allí, mientras la madre trabaja de mesera y trata de remar la subsistencia de la familia, su hija se inserta en el mundo pueblerino y juvenil extracurricular. Ella vive esa etapa de la adolescencia hecha a pura tracción de deseo sexual, donde el motor es ir tras los descubrimientos acerca de lo prohibido. El contexto del filme se instala así en un mundo de colegio secundario plagado fantasías de transgresión, el territorio ideal para que un “agente del pecado” seduzca a estos jóvenes con el dulce sabor de su manzana envenenada. Y es así que irrumpe en el filme Octavia Spencer que se presenta como una “negra copada”, una desconocida amigable y empática que les facilita todo lo que está a su alcance para que vivan el jolgorio tan deseado. Alcohol, fiestas, y hasta un sótano de uso libre y exclusivo en su propia casa, una guarida misteriosa alejada de la ciudad. Podemos decir que en el marco del dispositivo de filme de estudiantina + terror (del subgénero que sea) en sus primeros 45 minutos de expansión, la película genera un clima lúdico, entreteniendo con micro dosis de suspense, contando con la complicidad del espectador en tanto todos sabemos que ese juego de ir hacia la liberación dionisíaca no va a terminar nada bien. No olvidemos el lugar narrativo ya constituido “de sancionador moral-mortal” que el género de terror en su versión más ochentosa guarda como remate de todas las desmesuras. Es claro que este es un relato con guiños a los 80 y al estallido de relatos sexuados juveniles con su respectivo castigo final de morbosa visualización. Pero aquí ya no estamos en la marea de esa ola y la narración es consciente de esa propia constitución. Esa conciencia que atraviesa el filme, y en la que todos nos hacemos un guiño cómplice, se sostiene sobre la figura de la malvada Octavia que hasta tiene un humor explícitamente relacionado con “yo se lo que esto haciendo en esta película”. Pero salvo por esa conciencia cómplice que nos divierte en la introducción de la trama, la segunda mitad del filme recae en toda una parafernalia explicativa de porqué la malvada mujer negra les allana el camino al pecado y por ende cuál es su demoníaca meta última en este entuerto. A través del uso de flashbacks, Octavia devela la razón de su objetivo mortal, y la película cae en el más obvio de todos los lugares comunes. Violencia a destajo, sangre y torturas varias, pero todo sin una pizca de “sin razón”. Ahora la historia se convierte en manual de maldades ya vistas y explicadas. Si la gracia del mal es que es “el mal en sí mismo” es el sentido de su esencia y el fin ultimo de su sinergia, acá no queda nada de esa audacia demoníaca que el terror permite recrear en su materia. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Infierno grande no esconde la inferencia a la frase popular: “pueblo chico infierno grande” sino por contrario la usa explícitamente a su favor. Como todo decir popular subyace en su simpleza una reflexión moral, tal como este filme de Alberto Romero en el que articula una fábula-western para poner el acento moral en una realidad que hoy empuja al cine a poner en escena en forma de narrativa audiovisual esta coyuntura hoy visibilizada: la violencia de género. Maria es una mujer a punto de dar a luz, esposa de un mandamás político del pueblo chico al que pertenece. La trama en términos centrales se reduce a dos cuestiones: huir del vínculo de opresión y maltrato conyugal y regresar a su pueblo de origen, que hoy es más un lugar fantasmal, un refugio posible. En el camino rutero y desértico diversos personajes de la iconografía del western clásico se le presentan: el viejo borracho ayudante, la mujer armada que le da alimento, el predicador delirante, el niño sin hogar, y hasta el hombre oráculo que le vaticina su futuro. Toda esa road movie westerniana no es a caballo pero podría serlo sin duda ya que transitan el territorio sin fronteras a puro deseo y sin marcaciones claras, en estas imaginarias tierras de nadie. La narración está incrustada en el marco pampeano de una geografía llana, semi desértica, como un infinito que podría María recorrer sin llegar a ningún lugar. Solo la necesidad de huir del infierno de su hogar y la búsqueda de su pueblo natal la mueven hacia adelante en camioneta o a pie, de día y de noche, cargando un niño en su vientre y un fusil en su hombro. El formato que le imprime este género tan noble y tan moralista como el western va como anillo al dedo con las intenciones de poner en escena un mundo sin reglas y en decadencia que se amalgama con la idea de crear un viaje transformador para su heroína. Los estereotipos elegidos están bien elaborados para cumplir su función como personajes secundarios que circundan la ruta y el desierto demarcando el derrotero de María y dándole distintos significados al viaje. Lo más destacable es aquello que va un paso más allá del posible realismo del género, ya que desde el inicio de manera progresiva se incrustan situaciones y apariciones que contaminan el realismo posible del relato. Lo llevan al terreno de una fábula si quisiéramos pensar en una forma ya conocida de narrar la irrupción de lo fantástico en lo real con moraleja incluida, pero aquí más que certificarnos que es solo una fábula y que estos sucesos no realistas se atienen a eso, el guion logra desarmar la certeza de lo reconocible y proponer así algo más irregular, sinuoso y simbólico. Son acertadas las caracterizaciones de los personajes que rodean el viaje, nada realistas en sus formas evidencian a que clave de relato pertenecen. No sucede lo mismo con el “antagonista” del filme Alberto Ajaka que propone una caracterización costumbrista, su forma de hablar con acento de “campo”, su remarcada maldad en gestualidad y textos que sobre acentúan lo perverso del personaje, cuando más que su dimensión realista como sujeto es menos interesante que el concepto de lo que representa “la opresión, el abuso” y eso no necesita de costumbrismos maniqueos. El desempeño de Guadalupe Docampo, no es de esas puestas en acción que nos encandilan pero lleva con una buena sinergia la dinámica con el resto de sus personajes del filme. La fotografía luce su elección de género, tanto en los exteriores día, los atardeceres y las noches profundas alrededor del fuego ardiente. No es un detalle menor porque la luz hace a este filme, lo que hace al cine. Le da sentido. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Oliver Assayas lleva dirigidas y escritas una treintena de filmes desde los 80 hasta la actualidad. Su filmografía presenta variaciones de estilo dentro de ciertas temáticas reiterativas como la del universo de los vínculos amorosos. Con tamaña trayectoria sorprender al espectador es un desafío que no siempre se cumple. Doubles vies hace honor a esta conflictiva instancia: no sorprende en nada. Los primeros minutos son fluidos, dialogados y con personajes seductores que predicen lo que se viene en el resto del relato que será casi una repetición del mismo juego. Y como tal reiteración, aburre. La trama va de la mano de actores empáticos para el espectador que con trabajos de gran calidad se imponen. Guillaume Canet y Juliette Binoche, entre otros, le otorgan calidez y verosímil a sus caracterizaciones, pero no es suficiente para que la película se destaque o nos hipnotice por eso. Esta vez Assayas retorna a la comedia y se juega a poner en debate a varios personajes enredados por el amor y otras cuestiones como el arribo de la era digital y como cada uno se posiciona frente a ello. Por un lado hay una pareja él es editor y se debate entre el libro en papel y sumergirse en la transmedia que todo lo puede; ella su esposa, es actriz, y se debate entre su trabajo de protagonista en una serie o volver a las tablas, y cerramos el triángulo amoroso con el escritor frustrado que dirime su destino entre las redes sociales y su escritura autoral. Los vínculos amorosos fallidos disponen el terreno para largos diálogos sobre la profesión, el nuevo mundo tecnologizado, el amor que se termina, las mentiras, los secretos, las ansias de triunfar, el deseo inexorable de ser felices a como dé lugar. Ese clima se esparce a lo largo de los 107 minutos, difusos, livianos. El relato discurre gentilmente sin que sea demasiado grave, eventualmente, poder perderle la pista. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Diez años más tarde de la premiada El secreto de sus ojos, Juan José Campanella ofrece una remake del clásico filme de culto Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976) dirigida por el emblemático José Martínez Suárez y protagonizada por Mecha Ortiz, Arturo García Buhr, Narciso Ibáñez Menta, Mario Soffici y Bárbara Mújica. Lo primero que me pregunté antes de ver el filme representa el abordaje de mi nota sobre esta película: ¿Porque abordar una remake de este filme? ¿Qué relectura podría proponerse hoy de esa trama que la resignifique radicalmente en manos de Campanella? En su época Los muchachos de antes… no fue un éxito, pero su condición de comedia negra en pleno inicio de la dictadura militar le otorgó con el tiempo una lectura filosa y profunda donde el filme puede funcionar como una metáfora de ciertos aspectos de nuestro esquema de funcionamiento social de aquel momento, aún con su propuesta de puro artificio. Tópicos como la decadencia de un mundo que ya no es, las falsas apariencias, el oscuro tejido del poder, el cinismo, el doble discurso, la usurpación y la muerte, discurre todo en un lazo único todo narrado en su original versión con un tono de sarcasmo esencial y de alegoría originalísima construida sobre unos pocos personajes encerrados en una casa detenida en el tiempo. La trama de la cual parte Campanella es la de tres amigos ex cineastas, hoy fuera del juego, que conviven en la casa de la mujer de uno de ellos, que es quien parece tener la sartén por el mango en cuestiones de cierto poder sobre este seudo hogar: la ex estrella del cine Mara Ordaz. La diva un día decide que deben vender esa casa y por ende la vida simbiótica de estos tres amigotes se acabaría definitivamente. A partir de ahí los amigos planean como detener el plan dándole fin a los días de Mara Ordaz. Y ese es el nudo central de ambos filmes, pero, contado de maneras opuestas. Campanella intenta rescatar la fuerza que tuvo en la original el reparto de grandes actores, poniendo en el tablero a Graciela Borges como Mara y como el trío de señores peligrosos a Oscar Martínez, Marcos Mundstock y Luis Brandoni. Pero más allá de que la meta aparente de la trama sea la misma para estos oscuros personajes, en el filme de Campanella son más bien tres viejitos irónicos y delirantes, que de peligrosos tienen bastante poco y nada. La oposición real de antagonismos está desplazado a los jóvenes, a la nueva generación de estafadores que buscan comprar la casa para hacer un negocio mal habido. Estos jóvenes, Nicolás Francella y Clara Lago, dos agentes de inmobiliaria hoy, son más bien una suerte de malos de caricatura mal hecha más que siniestros seres que rodean a la diva para sacarle el caserón. Mara Ordaz que sería la víctima, como en ambos filmes se propone de manera diferente, mantiene con muy buen tino ese estilo de diosa decadente, insoportable y trágica inspirada en la genial Gloria Swanson de Billy Wilder en su obra maestra Sunset Boulevard / El ocaso de una vida (1950), pero el problema que no pasa por las maneras de la Borges para con su personaje, sino en los procedimientos de construcción de ese carácter ficcional, ya que entre otros desaciertos la presentan con cierto nivel de estupidez e ingenuidad que no dan con el tono del personaje emblemático capaz de disparar el odio radical de los tres amigos. El centro del huracán en la película de Martínez Suárez pasa por el engaño a la diva de manera sórdida y perversa en el marco de un humor magistral, lo cual es toda una crítica social inteligentísima. En cambio en el filme de Campanella, con temor a la incorreción política de mostrar a tres hombres abrumando a una mujer de manera realmente amenazante, se ablandan los caracteres, se quita el sarcasmo, se endulza la narrativa y hasta busca conmovernos con procedimientos de manual de emociones básicas, cosa que da como resultado un relato lavado de lado a lado. Por otra parte el estilo de iluminación, puesta de cámara y actuaciones de una teatralidad vetusta sugiere más una idea de “old fashioned” más que de atemporalidad y clasicismo si esa era la meta buscada. El cast del trío de cineastas seudo asesinos y la diva en cuestión son los que tratan de sostener la cohesión del relato. Quienes no vieron ni conocen la original y gustan del cine de Campanella podrán disfrutar un poco más de los desaciertos incluidos, porque “ojos que no ven corazón que no siente”. Por Victoria Leven @LevenVictoria
El cine de encierro es un subyugante recurso narrativo para crear tensión a la hora de narrar historias que centran su drama en conflictos internos más que en fuerzas externas. El encierro asfixia las almas de los personajes y parece empujarlos hacia sus demonios internos que muchas veces ganan la batalla y sus protagonistas vencidos se hunden en las aguas de la oscuridad que subyace en sus vidas internas. El filme La culpa apela a este procedimiento histórico para darle marco y sostén a una trama hilada tan solo entre dos personajes conectados por una línea telefónica y un conflicto circunstancial que los lleva hacia esos fantasmas íntimos. Asger Holm es un telefonista de la central de policía de Copenhague. Una noche recibe una llamada inusual, la voz de una mujer que le habla en primera persona de manera incomprensible lo deja estupefacto. Luego de intentos de decodificar que es lo que sucede, Asger descubre que esa mujer está secuestrada en una camioneta y busca auxilio a como de lugar. Pero la situación de ese rescate se va complejizando y más aún se va haciendo cada vez más confusa, pues la secuestrada no es la simple víctima que parece. El filme completo discurre en el recuadro que ocupan Asger, su butaca y le tablero de operaciones. Del espacio circundante vemos poco y se adivinan fragmentos fuera de campo. La meta de generar un encierro en la narración es la clave de la inmóvil tensión del filme que con una cámara móvil se ocupa de asfixiar al protagonista en su tarea dejando flotar en aire la voz de esa mujer que entra y sale de escena hecha de puro sonido sin imagen. La apuesta formal es ambiciosa, pues sostener el filme con tan pocos recursos visuales y sonoros roza muchas veces la sensación de empantanamiento dramático y discursivo. Aunque la fotografía es acertada y colabora en la oscura opresión del mundo oficinístico que es todo lo que opera en escena muchas veces lo asfixiante puede ser abúlico. Como el título de la película reza, La culpa, o más claramente como su traducción en inglés refiere “El culpable”, el tema del filme gira sobre la historia de Asger y de cómo ha llegado a su trabajo de telefonista dejando su tarea de policía en la calle. La línea temática que abre la puerta a la idea de culpa es la que determina la relación entre estos personajes y como cada uno de ellos padecen cierta condición de culpabilidad en sus propias historias de vida. La culpabilidad es la matriz subtextual de este filme. Qué es ser culpable y cómo soportar esa condición enlaza los oscuros sufrimientos de ambos personajes del relato. La meta es revisar como un hecho pone en crisis la estructura moral de un sujeto, como la condición de culpable opera como un castigo social y como un trauma no resuelto son las marcas narrativas de esta opera prima de Gustav Moller. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Stephane Brizé el realizador francés, compone junto a Laurent Cantet, Robert Guédiguian, Philippe Lioret y Abdellatif Kechiche – entre otros –un grupo de cineastas francófonos que se avocan a la narración de los temas que llamamos “urgentes”. Esta elección narrativa tiene como contraparte la trampa que ofrece todo discursivo cargado de ideologías, “quedarnos de un solo lado de la mirada”. Y describir un conflicto de corte sociológico con la fuerza dramática del punto de vista volcada solamente en un ángulo del relato. Brizé es un investigador de estos bordes de la narración, ya se ve nítidamente en su filme El precio de un hombre (2015) que se preocupa y ocupa de focalizar la información y las emociones en el personaje que vive sojuzgado por un sistema opresor. De manera más intimista y silenciosa que en La guerra silenciosa en el filme anterior la construcción del mundo se ubica casi exclusivamente desde la perspectiva de su protagonista y sus vivencias. En La guerra silenciosa nuestro guía es Laurent, en la piel de Vicent Lindon, el líder obrero que lleva el rol directivo de una protesta – huelga de más de 1000 trabajadores frente al cierre inminente de una fábrica automotriz. Desde este disparador simple y contundente se pone en marcha la maquinaria de lucha de clases: el poder versus el proletariado. Nuestra mirada está ubicada desde todo lo vivido por Laurent en la lucha cotidiana que es la “lucha de la resistencia”. Marchas, protestas, reuniones, debates, asambleas, observadas en un registro visual con intenciones documentales. Palpita sus planos con una cámara móvil, casi desprovista de cuidados estéticos preciosistas y que narra las escenas que componen el filme como en bloques de tiempo real. La ira que reina en la clase obrera contrasta con la frialdad especulativa del núcleo que compone el poder empresarial. Eso se yuxtapone a un rol del Estado inocuo, casi inútil, que se desarma en retórica pero que genera un vacío a la hora de actuar con solvencia. Este cuadro narrativo expone en su dialéctica esas fuerzas que ya conocemos como las del modelo neoliberal salvaje. En el filme solo lo podemos palpar desde el universo de Laurent, por lo que la mirada que el poder tiene más íntimamente sobre sus antagonistas, los obreros, es algo a lo que no tenemos acceso. Nuestros personajes de identificación son los que vemos desde el lugar de los oprimidos, y aún cuando ese recurso nos permite una mayor identificación emocional, se hace en varios pasajes algo tendencioso. No podemos, ni es necesario juzgar si lo que lleva en acción Laurent nuestro héroe trágico está bien o mal, es ante todo el valor de ese personaje el de la fuerza del deseo, los ideales y sus radicales contradicciones. Vincent Lindon le pone el cuerpo, con esa fuerza en su mirada, esa densidad en su kinesia, y ese poco conocimiento que tenemos de su mundo íntimo. Son su histrionismo y su crudeza las claves de la credibilidad de este líder, aún cuando lo vemos caer en el abismo del imposible. “Humano, demasiado humano”, diría Niestzche en su texto donde reflexiona sobre esta doble instancia que nos constituye: la voluntad de poder y la vulnerabilidad. Algunos personajes que arman el coro griego de ayudantes y opositores en el mismo núcleo obrero se destacan, en especial la sindicalista Melanie que es su fiel compañera de lucha. Recuerdo que en un momento, casi llegado el final, cuando Laurent sale caminando, derrotado de la fábrica a la que ya no tiene acceso, la cámara lo sigue de espaldas en un travelling de acompañamiento cómplice de su andar silencioso. En ese instante creí que con ese final abierto y a la vez cerrado todo concluía. Me hubiera encantado que así fuera. Sin duda hubiera querido otro destino para mi héroe trágico, menos irreversible que el que eligió Brizé. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Esta historia se instala en la construcción imaginaria de una estrella pop, de un tipo de diva millenial, cínica, torturada y ególatra. Este personaje que vemos a lo largo de su juventud es encarnado en su etapa adulta por la actriz Natalie Portman y este es uno de los posibles ganchos más evidentes de la propuesta de Corbet. No dejo de lado el posible anzuelo de que está dirigida por Brady Corbet, joven cineasta que se hizo notar con su ópera prima hace unos años en el Festival de Venecia al presentar su filme La infancia de un líder (2015) un relato muy superior en su elaboración narrativa, tanto por sus referencias literarias, como por las cinematográficas a otros grandes narradores, como por ejemplo Michael Haneke, pero todo esto no parece brillar en la propuesta de presente, Vox Lux. La historia de este filme comienza con una masacre estudiantil que tiene lugar en los Estados Unidos durante el año 2000, donde una de las víctimas heridas, pero sobre viviente, es la protagonista de este relato: la joven Celeste. Esta masacre no es la misma que la de Columbine (1999), pero remite a ella sin duda alguna por el espacio y el tipo de violencia que imprime. A partir de quedar convaleciente y hospitalizada durante un largo período debido a una afección en la columna vertebral, luego de recibir un disparo, se genera allí, en habitación de hospital, un espacio de “creatividad”. Con un teclado hogareño y un simple cuaderno compone canciones para pasar su tiempo, pero, ¡oh sorpresa! entre todas sus canciones surge una que la convertirá en una compositora exitosa. Es una canción de unión y humanidad , y esta letra que la empuja a la popularidad es el primer paso hacia los escenarios que la verán convertirse en una estrella. El filme se ocupa durante un largo tramo sobre su estadío infanto juvenil y sus primeros derroteros hacia la fama internacional. Lento, abúlico y poco profundo el modelo narrativo del filme extiende en dos horas una trama carente de sorpresas. Estructurada en capítulos que van del “Génesis” hacia el infinito, por lo que la estructura pretenciosa evidencia aún más la falta de riqueza del guion y de sus personajes. Entrada la etapa de su adultez vemos una Natalie Portman que no luce lo más atractivo de su oficio, su histrionismo espástico y su excesiva actitud de diva en tamaño pequeño no favorecen a la seducción del personaje. La diva del canto se instala sobre una mirada insatisfecha y cínica acerca del mundo circundante. Sus reflexiones van desde el cliché mediático de una posible estrella actual a las sentencias donde la cantante valida que el público: “solo quiere vacío y novedad” , “y cada vez canto peores cosas pero que gustan”, y así se la pasa articulando en todo momento su mirada narcisista y cínica en versión barata. Esta estrella inmadura y egocéntrica hasta la médula es el posible reflejo, mal trazado, de una cultura banal y primermundista que ha vaciado de sentido todo lo que la rodea. Por Victoria Leven @LevenVictoria