Estamos frente a una micro-película que en su germen no es más que una serie de fragmentos de registro casero sobre algunos momentos en la vida de una mujer y quienes la rodean. Esto que algunos podrían leer como un comentario descalificante sobre la obra es todo lo contrario, pues es ante todo el mérito absoluto de su valía cinematográfica, pues sin duda alguna lo que vemos en los 64 minutos de imagen y sonido es una cuidadosa y enorme construcción, una tarea ciclópea de montaje, preservado todo por una paciencia imaginativa que aguardó durante años para lograr crear una película casi de lo mismo que muchos tendríamos guardado en un cajón: algunas imágenes de la vida. Flora no es un canto a la vida, es un documental que narra una breve parte de la vida de Flora, la tía abuela del narrador – director Iair Said, que se rencuentra con la anciana luego de décadas de distanciamiento, de esas lejanías producidas por las cuitas familiares que rompen vínculos ad infinitum. Pero un día hay un volver a verse y la película comienza por ahí, por la vuelta. A partir de ese momento el uno y el otro parecen dispuestos a recuperar (de alguna manera) el tiempo perdido. Pero el filme así presentado podría pensarse como un relato melancólico lleno de reminiscencias penosas, lento y cansino. Y es por definición un relato ágil, fresco y vivaz, aún cuando habla de la muerte. Lo que aviva la llama de su mirada es en especial que está lleno de chispazos de humor, un humor irónico y hasta mordaz que juega con lo naif y lo tierno en algunas escenas. Lo que también se vislumbra en esta narración es una gran sensibilidad para mostrar las pequeñas cosas que habitan en la mirada de los otros, de Flora, de su pesimismo, de su tiempo detenido, de sus frustraciones y mezquindades. Se presenta muchas veces como en pura clave irónica, ya que la subtrama del narrador hace de cuenta que su acercamiento se juega con la sola motivación de quedarse con el departamento de la tía abuela el día que ella pase a “mejor vida”. Una idea picante porque todos pensamos alguna vez, ¿Qué pasará cuando mi abuelo no esté? ¿Me dejará algo cuando deje esta larga vida? Flora, es entre otras cosas la representante de una generación con ideas sobre el mundo que nos resultan tremendamente familiares, nos recuerdan a nuestros antepasados, y a su vez resultan antitéticas con nuestros valores presentes. Esa es la magia, la dualidad permanente que convive en los vínculos, en especial en los familiares. Los defectos que podemos encontrarle al filme son de orden técnico en su aspecto más primigenio, la calidad de la imagen, los encuadres que son pura improvisación, pero el contenido tan cuidadosamente elaborado borra las huellas de las imprecisiones más burdas para hacer de esta película un ejemplo joven de cómo hacer una historia genuina, un filme hecho del puro deseo de hacer lo que a un realizador lo conmueve hacer: cine y más cine. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Para poder pensar esta remake del filme de animación Dumbo (1941) como parte de nueva ola de adaptaciones que pasan del relato animado a la versión personificada por actores, podríamos prescindir de las comparaciones entre ambas películas y pensar en Dumbo (2019) tan solo como un nuevo filme de Tim Burton para Disney. Propongo en esta instancia atravesar las dos lecturas posibles, la que enlaza ambas películas desde el concepto de remake, y el filme actual en si mismo como una nueva obra del prestigioso realizador estadounidense. Comenzando el análisis entre ambas versiones de Dumbo lo primero que vale destacar como diferencia radical es una modificación argumental notoria entre la obra animada y esta. Si recordamos sucintamente el argumento de la que podemos llamar “la original” el filme proponía la historia de un pequeño elefante que nace en cautiverio y que es separado de manera irreversible de la protección de su madre. El pequeño sufre al mismo tiempo el rechazo del universo que lo rodea ya que presenta una anomalía “sus enormes orejas”. Tanto la drástica ruptura del vínculo con su madre que lo deja expuesto a la soledad y al maltrato, como su condición de “ser extraño” catapultan a Dumbo a la condición del “sujeto marginal” dejando a la vista el funcionamiento de una sociedad expulsiva y mercantilista, que descalifica lo diferente y solo busca el usufructo y el poder a cualquier precio. No hay ayudantes ni salvadores, no hay madres todopoderosas ni elefantitos heroicos, lo que hay es un retrato crítico sobre el modelo operativo de una cruenta estructura social. En el 2019, Dumbo nos ofrece otra perspectiva argumental muy lejana a esa crítica filosa y angustiante del mundo. Aquí Dumbo, el elefantito “diferente” más allá de ser separado del lazo materno, encuentra un pequeño grupo de ayudantes y de padres-madres sustitutos mientras articula sus recursos para poder volver al seno materno. Una niña con condiciones de mini científica y su hermanito menor se convierten en los ayudantes esenciales del pequeño elefante de orejas largas. A esa tarea luego se suma su padre, un ex combatiente que ha quedado manco, por lo que todos ellos son los que le otorgan a Dumbo la calificación de “virtuoso” ya que puede volar con sus orejas, más son quienes agencian que este recurso único y singular le pueda servir para liberarse de las garras del poderoso que quiere someterlo y que así pueda cumplir su deseo edípico. El mundo opresivo del capital y el poder está representado por El dueño de “Sueñolandia” (Michael Keaton) que asociado con el dueño del pequeño circo (Danny De Vitto) constituyen la idea de sociedad opresora. Lejos de atormentarnos esta estructura es grotesca y débil, un poder que hace agua por los cuatro costados. Es una parodia del poder del capital, no hay nada realmente amenazante, y ese pequeño grupo de ayudantes de Dumbo podrán revertir la situación, digamos como “los rebeldes” que logran desbaratar al malvado y su mundo de sueños. Es Dumbo el héroe y no el oprimido, por eso a lo largo del filme vemos como se va “empoderando” para lograr su objetivo de libertad y esa es la esencia de de esta remake. Lejos de la oscura y audaz perspectiva del filme clásico este relato borra toda aproximación crítica sobre la sociedad moderna y contemporánea. Si nos quiere liberar de todas las normas y opresiones lo hace a través de un argumento sobre la salvación y la libertad notoriamente endulzado y por ende débil. Ahora pensemos en el filme como una nueva propuesta de Tim Burton, una entrega nueva de su encanto estético y su capacidad imaginativa. Si hay un hallazgo clave en Dumbo (2019) es la mirada de Dumbo, los ojos narrativos de este pequeño personaje silente. Su mirada es pura expresividad, y sabemos que Burton es un gran constructor de “formas de mirar” para sus personajes y esos ojos que es capaz de crearles. Por eso no suma y en su defecto resta, cuando los personajes secundarios explican lo que Dumbo expresa con su mirar. Una sobre información que no aporta más que diálogos reiterativos para lo que el pequeño animatron puede darnos a saber en un plano. Otro elemento encantador del mundo Burtoniano es la construcción de “Sueño landia” un megalómano parque de diversiones que con la tecnología y las fantasías de Burton brilla por su esplendor. De las actuaciones es la de Danny de Vitto la más pregnante, la que juega con ese carisma que el gran actor le imprime a sus personajes. El humor corre bastante por su cuenta en las pocas escenas donde la risa podría adueñarse del momento. Colin Farrel hace el correcto papel de un personaje bastante estereotipado, pero la más inconsistente es Eva Green en un rol de “bailarina de los aires” que pasa de femme fatal al mando del malo del filme, a madre sustituta de Dumbo, en una suerte de redención inverosímil. Un personaje que aporta poco y que claramente falla por ese forzado lugar que el guion le ha construido. Hay chispas de Burton, hay destellos de su estética, de su iluminación estilizada, de las sombras y las luces que acompañan las escenas del show, de los colores vibrantes, de la presencia de los niños, y en especial en el brillo de los ojos de Dumbo. Por Victoria Leven @LevenVictoria
De la vida y obra del cantante popular Rubén Blades, sé tanto y tan poco como muchos. Fui de esas que lo escuché en los pasillos de mi casa, donde sonó alguna vez música latina, la letra de “Pedro Navaja” o la historia de la chica plástica “de esas que veo por ahí…”. De esas cosas que parecen vagas pero aún están presentes estaba hecho todo mi saber sobre esta figura carismática. Para algunos tal vez sólo se trata del cantautor de algunos famosos hits, para otros un claro referente de una época chispeante de la música del caribe que nace durante una década efervescente de la lucha popular latinoamericana. Yo no me llamo Rubén Blades se propone presentar la vida pasada del artista popular y la posibilidad de narrarla con su protagonista en vida. Crea una suerte de relato testamentario colorido y dinámico. Así vemos a lo largo del relato desfilar gran parte de la vida del reconocido artista: su historia juvenil, su carrera de abogado, su llegada a Nueva York en sus inicios anónimos y su inclusión junto a figuras como el magistral tito Puente o Celia Cruz, durante la famosa etapa del boom de la salsa en los años 60. Todo esto construido a partir de un seguimiento paso a paso de Blades en el día a día, en el aquí y ahora, sugiriendo cierta idea de cotidianeidad que se juega en las imágenes del personaje caminando y conversando a cámara por las calles Neoyorkinas, en el recorrido guiado por él a través de los recovecos de su casa estudio y en cierta frescura que se le trata de imponer el retrato de Blades para contrastar con el material de archivo que completa junto a algunas entrevistas todo el cuerpo del filme. El material de archivo está centrado en el prolijo compilado de fragmentos de los recitales que ponen en escena sus canciones más paradigmáticas, en ciertos pasajes de corte histórico de su país natal. En especial hace foco en diversos sucesos políticos que repercutieron en el imaginario del cantautor y generaron algunas de sus narraciones que luego serían letras de canciones que, al final del camino, serían cantadas por él mismo frente a miles de personas. La primera hora de este ameno relato algo televisivo discurre con cierta sorpresa para un espectador ingenuo o apenas informado y en su simpleza nos agrada su correcto formato y la dinámica ágil que le da ritmo a la narrativa liviana pero no menos cálida. Algunas pequeñas intervenciones en formato de entrevista le dan el toque de brillo de estrellas que este tipo de documentales exige, como las reflexiones lúcidas de Sting que lo nominan a Blades “como un intelectual de la salsa”, o los recuerdos de Residente (cantante de Calle 13) que lo evoca como un referente clave y rememora como tarareaba sus canciones mientras limpiaba la casa de su infancia. Simpatía es algo no le falta a este filme, ideal para los amantes de la música latina y de las pequeñas biografías. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Cuando el cine iraní no es iraní, se nos presenta frente a los ojos el fenómeno de imperialismo cultural en primera plana. En este caso es el de un híbrido entre cine comercial americano y temas de sesgo local iraní. Y les aseguro que este nuevo fenómeno del cine no es para nada grato a quienes festejan algún destello de marca autoral en la pantalla grande. Aquí el director Vahid Jalilvand emula un poco el espíritu de Asghar Farhadi, director de La separación (2011), que hace ocho años y en paralelo a los pasos del cine del gran maestro Abbas Kiarostami, planteaba un modelo de relato más comercial, pero con estilo. Una manera de narrar para todo público los temas locales morales con una presentación formal bastante moderna, precisa y convocante. Pero emular casi 10 años más tarde a Farhadi en sus primeros filmes no es un mérito muy festejable, si a eso se le adosa un clima de película legalista americana que bien podrían haber protagonizado Meryl Streep y Robert De Niro veinte años atrás, relajadamente dirigida por algún buen director anglosajón de renombre. El relato condensa un vaivén de cuestionamientos morales varios que parten de un mismo disparador. Estos interrogantes van de mano en mano por los personajes de turno pero que se centran sobre el personaje de un prestigioso médico forense. El filme abre con la escena del médico ya mencionado que manejando su auto en una noche oscura y luego de una maniobra imprudente choca a una moto que lleva a un matrimonio y dos niños. Aún cuando el choque se presenta como menor, el médico insiste en llevarlos al hospital y ante la negativa termina dejando que tomen algo de dinero para llevar al niño al hospital, lo cual los padres aceptan con simpleza, pero que frente a los ojos del médico no cumplen. Y el médico sigue su camino… Al otro día el forense se entera de que esa noche, unas horas más tarde, el niño ingresa al hospital y fallece. Pero la autopsia, realizada por su propia esposa, señala que la causa de muerte no es otra que botulismo. A partir del motor de la culpa no resuelta que el médico padece frente al suceso del accidente y su posterior consecuencia indirecta, se desencadenan una serie de hechos al estilo dominó. En estos se enlazan su tormento moral, la ira del padre frente a quien podría haberles abastecido del alimento en condiciones de riesgo de vida y así sucesivamente. Todos se superponen entre las culpas propias y las ajenas, entre los errores in crescendo y la búsqueda indirecta de un castigo justo a quien le tocara, fuera este religioso o al mismo tiempo legal. El estilo de los personajes, la caracterización y las actuaciones son más dignas de un filme angloparlante que de uno del medio oriente. Las escenas, llenas de información en los diálogos, y el espíritu inductivo de la trama no aportan nada nuevo a la pantalla de un cine iraní que fue resurgente en los años 90, aquel que era más atractivo por sus fuerzas emocionales e ideológicas controversiales que por un relato de manual sobre culpas musulmanas en formato de película. La cámara imita aquellos movimientos sueltos, de una cámara en steady o al hombro, como de una movilidad suave pero presente, tal cual los filmes de Asghar Farhadi de antaño. Y ver una copia de tamaña evidencia, más que generar la admiración del “homenaje” resulta incómodo a la vista de un espectador atento. Para quienes desconocen el cine iraní de base, este relato de pretensiones moralistas con color local sumido en una vorágine de cine de conflictos varios puede resultar más ameno que la narrativa de otros directores iraníes, ni hablar de compararlo con Kiarostami. Por eso esta propuesta de cartelera se resume como una marea de forzadas vueltas premeditadas en el guion para lograr un cuento de especulado impacto moral y narrativo que se hace totalmente previsible. Por Victoria Leven @LevenVictoria
A veces una historia pequeña intenta cómo camino narrativo crear con un mínimo argumento una gran reflexión, y ese rumbo suele ser arduo y complejo, ya que inferir con lo pequeño lo muy grande, en términos de grandes ideologías o de ideas netamente universales, no ofrece muchas certezas ni recetas a la hora de construir el drama. Es un proceso que se basa en búsquedas más personales, derivaciones más imprecisas que nos pueden resultar reveladoras o demasiado diluidas y quedar en la sola intención de querer saltar muy alto desde muy cerca. El filme, segundo del director Alejandro Rath (¿Quién mató a Mariano Ferreyra?), nos presenta una breve argumentalidad clásica en punto tramático y con intenciones modernas en un aspecto fontal. Cuenta los últimos tiempos en la vida de Alicia (Leonor Manso), la madre de Jotta (Martín Vega), este joven hombre que agencia como protagonista del filme vive un momento de preguntas existenciales frente a la muerte de su madre. En el acto de acompañarla en ese proceso se siente conminado a revisar la idea de la muerte y del duelo, tanto desde los ideales políticos que formaron parte del núcleo familiar, como desde otras perspectivas posibles, como la religiosa. Todo eso se abre en pos de hallar una respuesta sobre las formas trascendentes que hacen a la idea de la muerte y sus límites. En este camino de búsqueda Jotta va pasando de situaciones hospitalarias con su madre, a otras con la enfermera con quien traba una relación cercana y hasta encuentros con su mismo padre en charlas de todo tipo de tenor, desde las más banales hasta las profundas. Mientras, indaga sobre la muerte, recorre cementerios, iglesias varias y hasta pasa por un velatorio judío. La micro odisea que construye lo lleva a encontrarse con estos personajes representantes de un otro saber, el de las creencias religiosas que, distintas y hasta opuestas, podrán echar luz sobre la sombría perspectiva que estos interrogantes fatales presentan en su vida. En ese formato de “recorrido” se intercalan desde escenas totalmente ficcionales como las charlas con su madre o con la enfermera, hasta otras de corte cuasi documental tales como la peregrinación a Luján, su asistencia a un templo evangelista con el mismísimo Pastor Giménez predicando en plano o hasta algunas charlas entre los creyentes judaicos en medio de un velatorio a cajón cerrado. Así es que el rabino, el cura católico, o el pastor más otros habitantes de esos mundos nuevos para el protagonista proponen disertaciones varias sobre la fé, la vida después de la muerte, el alma, y el fin de la terrenalidad. Esa dinámica de formato tipo documental se presenta yuxtapuesta de otros momentos donde en distintas situaciones que parecen imaginadas por el protagonista, léase fantaseadas o soñadas, irrumpen en escena varios de los personajes ya vistos en el filme. Así se tocan los dos extremos, por un lado discurre el plano de la despojada realidad y por otro el del puro artificio que juega en contrapunto con el registro realista. La excusa más peculiar es utilizar el humor como puente entre ambos mundos. Es la excusa de darle al humor un rol más preponderante en el relato la punta más atractiva del filme, y la que más lo emparentaría con el director que el mismo realizador de esta película refiere en toda la obra con diferentes guiños: Nanni Moretti. Aún cuando esta propuesta en Alicia es despareja y poco fructífera, vale destacar que la relación entre la muerte y el humor es para nosotros históricamente atractiva y que culturalmente la vivimos como algo familiar. El estilo de tratamiento actoral, o diseño de la dirección de actores no suma lo necesario para un clima adecuado, salvo por Leonor Manso y Patricio Contreras que definen por su propia cuenta y sus vastos años de oficio la forma en que construyen sus personajes, queda muy poco homogénea y cada personaje aporta registros distintos en un filme que deambula entre lo bucólico y lo paródico. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Aún cuando podemos no conocer las interpretaciones musicales de esta figura eterna, Maria Callas se nos impone como el nombre de quién llegó a ser una diva irrepetible de la ópera, la incuestionable “número uno” y como muchos la llamaron o aún la llaman: “La Divina”. Callas fue en su época una estrella internacional, entre los años 40 y 60 se impuso como el símbolo de la perfección del bel canto, capaz de actuar sus personajes con un histrionismo trágico y seductor únicos a la que cantaba con una voz superlativa. Se eterniza su marca imborrable en óperas como: “Norma” de Bellini con su magistral aria “Casta Diva”, “Aída” y “La Traviata” de Verdi, más “Tosca” de Puccini entre otras tantas que ha representado en su intensa carrera transformando la manera de cantarlas y de representarlas hasta el presente. Este documental aborda una narración documental sobre María Callas que atrae de sobremanera ya que se instala en un relato construido desde la misma voz de la protagonista, articulando con un recorte de entrevistas diversas a la Callas contándose a sí misma, diseñando su propia identidad. No existe en la producción cinematográfica sobre Callas un relato que la narre en este registro, aun cuando hay varios documentales sobre ella y también otras ficciones que intentan arribar a una reconstrucción de su vida, no solo en el plano profesional sino el más personal e íntimo. Maria by Callas incluye una cantidad de material de archivo inédito hasta la fecha, y en algunos pasajes como sus arias más significativas estos están intervenidos por el uso del color sobre registros originales en blanco y negro. Y busca con el uso de distintos recursos no utilizados con anterioridad armar un nuevo retrato de esta artista controversial. “En total hay dos personas dentro mío. Me gustaría ser Maria pero también está La Callas a la que tengo que responder. Así que debo lidiar con ambas de la mejor manera que pueda” esta confesión que ella misma hace en una entrevista en el año 70 a David Frost y vemos en los inicios del documental de Volf, deja a la luz una compleja idea sobre si misma, un aspecto que la define a lo largo de toda su vida y que influye sobre el final anticipado de su carrera y su frustrante vida personal. Revelar este pasaje en los inicios del relato de Volf parece prometernos en parte que develaremos con profundidad los intersticios de esa dualidad, pero, el documental no logra instalarse en ese hueco que hay entre “Maria” y “La Callas” dejándonos como resultante una postal bastante uniforme sobre la vida de la gran artista. Disfrutamos del placer de escuchar sus arias completas en pantalla grande, de ver pasajes de su derrotero por el filme Medea (1969) de Pier Paolo Pasolini, contrastamos algo de su vida pública y su vida privada, pero la voz en primera persona no logra ser lo suficientemente íntima como propone el narrador. A “La Divina” la conozco desde que era muy pequeña, en mi hogar se escuchaba ópera todos los días y mi padre en honor a esa pasión me dio el nombre de Victoria de los Ángeles, la cantante contemporánea a La Callas, a la que llamaron “la segunda” ya que la perfección del canto era sólo virtud de La Divina, y de Victoria de los Ángeles, según la interpretación de mi padre, era la virtud de transmitir toda la emoción, desde la voz imperfecta. Hubiera esperado en este documental descubrir algo más de la emoción imperfecta de “La Divina”, pero esa búsqueda personal seguirá siendo una cuenta pendiente. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Border o Gräns , según su título original en sueco, es un filme de yuxtaposición de géneros que se explaya entre el fantástico, el policial y el drama con un vuelco hacia el tópico romántico de una manera bastante peculiar. Muchos llegamos al filme siguiendo los pasos del autor del relato homónimo John Ajvide Lindqvist que fue el mismo autor y guionista del filme aquí llamado Déjame entrar, de origen sueco, y dirigido por Thomas Alfredson. Esa película fue una pequeña joyita del género del terror que logró una eficiencia dramática y una tensión atrapante, todo esto con una trama muy pequeña, logrando un preciso relato y una construcción de personajes sublime. En este nuevo filme basado en la úlitma novela de Lindqvist la historia es muy diferente. Tima es una joven y extraña mujer que trabaja como “perro de aduana” en el aeropuerto ya que con su olfato puede detectar las ilegalidades de los pasajeros entre otros males o trangresiones. Mientras que por su extraordinaria capacidad es convocada para trabajar a las órdenes de una fiscal para desarmar una red de pedofilia. Tina conoce a Vore, un ser tan singular como ella, por el cual se ve fatalmente atraída, ese vínculo podrá develar otra parte hasta ahora oculta de sus orígenes y de su identidad. En Border Lindqvist transpone su nueva novela y la guiona junto al director – Abbasi- e Isabella Eklof, con resultados mucho más imprecisos, mucho más cargado de diálogos que su anterior trabajo, y exponiendo una superposición de temas que exceden a lo que relato alcanza a profundizar. Pero no todos los temas se le escapan al filme y hay dos que particularmente hechan raíces en la capa más profunda de la trama: la identidad y la otredad. Como su nombre lo indica, Border es un relato acerca de las fronteras, de los límites, de esa línea que en apariencia separa los mundos, pero que a la vez une a los opuestos, y en la misma operación acerca a los complementarios. Esa frontera como figura que divide puede devenir en una pregunta sobre cuán nítidos y fijos son los mundos a cada lado, o sea pone en evidencia la mutabilidad de la construcción identitaria. La identidad como materia metamórfica se presenta en este filme de manera constante, allí donde las definiciones acerca de lo que somos o que deberíamos ser quiere cerrar puertas, con esa perspectiva inmóvil acerca de las identidades que pareciera concebimos de manera única e inamovible. Aquí está la idea del “ser” en estado móvil y de permanente definición – indefinición que busca un lugar de pertenencia y habita en varios mundos a la vez. Hay un nexo clave entre la idea de identidad y la de pertenencia, eso que nos enlaza a lo “semejante” y contribuye a nuestra idea de ser en el mundo y de pertenecer a un universo particular. En esta historia su protagonista busca a lo largo de todo el filme su genuina semejanza, su auténtica pertenencia y lucha con las fuerzas internas que la arrastran entre las tensiones de “lo humano” y lo “no humano”. La identidad es un concepto lógico, muy empleado en filosofía, que designa: “el carácter de todo aquello que permanece único e idéntico a sí mismo, pese a que tenga diferentes apariencias o pueda ser percibido de distinta forma”. Tina tiene en su misma constitución diferentes apariencias, la humana por su capacidad de sentir empatía, piedad, vergüenza y miedo. Pero al mismo tiempo una pulsión interna la conecta con otros seres no humanos del universo, esos a los que ella biológicamente ve como semejantes, tal cual Vore que funciona como una energía hacia la pulsión sin límites. A partir del uso en el relato de la mitología escandinava en la figura de los trolls, una mítica raza antropomórfica del folklore fantástico nórdico que vive en las colinas y bajo la tierra, es que se materializa la explicación de la condición originaria de Tina. Estos seres se los conoce por dedicarse al rapto de niños que intercambian por otros seres “no humanos”, como un castigo a la raza humana en una infinita venganza ancestral. Esta criatura es la que Tina encarna en el filme, exhibiendo un aspecto entre animal y humano con es condición extraordinaria de percibir con el olfato “el mal”. Su condición antropomorfa está definida en dos o tres elementos clave: posee la capacidad de sentir y de pensar acerca del bien y del mal, de temer o avergonzarse como un humano cualquiera y elije el bien sobre el mal por lo menos hasta que la tentación de Vore la tracciona hacia el otro mundo, al que pertenece. A ese mundo de trolls su cuerpo y sus sentidos se ven totalmente enlazados, su sexualidad es fálica desde lo genital y femenina desde lo simbólico, a lo que ambas habitan la pertenencia al mundo de lo extraordinario aun manteniendo una conexión con esa humanidad que también la define. Utilizar la metáfora de la monstruosidad para hablar de la diferencia o la ajenidad no es una novedad, es en todo caso este estado de híbridos de identidad lo más atractivo del planteo. La idea de “el otro” como un monstruo permite pensar en varias formas de marginalidad la del sistema que separa por clases sociales, la de la condición de etnias que separa por razas, la de la condición de género que divide por sexo, la de la belleza o la fealdad que separa por prejuicios basados en las reglas de las apariencias. Border entra a muchos terrenos que logra habitar con solvencia, eso se suscita por su ambición narrativa al yuxtaponer tantos géneros y tantos temas en simultáneo, por lo que se le escurren varias aristas. Aunque por momentos las preguntas más existenciales quedan desdibujadas por lo anecdótico de la trama, que no es particularmente lo más original de la propuesta. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Nadine Labaki la “cuestionada” realizadora de este nuevo filme vuelve luego de varios años de ausencia para narrar otra historia nueva acerca de sus preocupaciones sobre la actualidad de su país. En esta nueva propuesta trata uno de los temas más críticos de la actualidad como foco del relato: el abandono parental en todas sus derivaciones. No sólo el abuso, el maltrato, y la des identificación hacia el universo de la infancia, sino también busca generar una pregunta mayor acerca del sentido de la paternidad y del acto del nacimiento. Cuando refiero a la realizadora como “cuestionada”, lo hago para traer al texto lo sucedido en el Festival de Cannes (2018) a la hora del estreno Cafarnaum en la Competencia Internacional en la cual fue galardonada con el Premio del Jurado. Esta película plantea con solvencia un retrato cruel sobre la marginalidad infantil, abriendo un debate acalorado entre quienes la vivenciaron como una audaz denuncia y quienes la defenestraron clasificándola como un regodeo en “la pornografía de la miseria”. Nominada al Oscar como Mejor Película en idioma extranjero, este tercer filme de Labaki es descarnado y doloroso, pero aún en ciertos subrayados que podrían pecar de innecesarios el relato se presenta como una genuina búsqueda estética y ética sobre el debate moral que plantea acerca de la condición de la infancia y de la identidad. Tanto el recurso de corte documental como los artificios más evidentes de la ficción apuestan a recrear un mundo existente, así de salvaje e insoportable a la mirada atenta. El relato entrama dos historias que se unen entroncadas a partir de la declaración en un juicio oral donde un niño de apenas 12 años, Zain, que ahora vive en prisión, demanda a sus padres por haberlo traído al mundo. Si esta demanda la formulamos como una pregunta, queda a la luz la postulación de un vacío existencial como una paradoja ¿para qué estar en este mundo sino debería haber nacido? Es así que el filme no solamente expone una realidad local y particular, sino que definitivamente se universaliza. Esta demanda de Zain, catapulta el raconto de su vida de manera que no podamos escapar de las escenas de su subsistencia y de su familia que funciona como una prisión esclavizante, ocupando en ella un espacio tortuoso y desamorado, como si a la vez en realidad su lugar fuera un no lugar. Sus padres funcionan como explotadores se ven a sí mismos como desechos sociales, como despojos hecho sujeto que se cristalizan en padres abusivos a partir de su propia impotencia. Mientras, Zain discurre en una vida donde sólo el vinculo con sus pares, como su hermana Sahar, parece ser el único nexo con el deseo de estar vivo. En este ir y venir entre su vida en pasado y el presente judicial, se revela la razón desesperada por la que el niño está preso entre las rejas que la ley le ha impuesto y se abre el segundo relato a través del cual vislumbramos otra historia. Luego de que sus padres vendan a su hermana Sahar, de 11 años, en matrimonio, Zain escapa de su hogar y conoce en un parque de diversiones a Rahil, una joven indocumentada e ilegal, nacida en Etiopía. Ella lo alberga en su humilde casa dejando en sus manos el cuidado de su pequeño hijo Yonas de apenas unos pocos meses de vida a quién mantiene a escondidas frente al temor de que se lo quiten por su condición de ilegalidad. Esos dos niños habitan en ese encierro solitario, creando un mundo de refugio imaginario para ese contexto externo hostil y amenazante. Zain ni siquiera tiene partida de nacimiento porque sus padres jamás lo anotaron, no tiene una identidad social real, al igual que la refugiada Rahil que lo intenta ayudar dándole techo y comida. Así es que Zain trata de preservar hasta las últimas consecuencias ese lugar de protector de Yonas quien todavía no entiende las reglas de esta cruel subsistencia. Cómo deviene el relato de 120 minutos no me es pertinente revelar, pero, si vale destacar la propuesta de Labaki a la hora de haberse ocupado de investigar de manera directa la vida de decenas de niños en circunstancias similares, elemento que le otorga al filme una fuerza realista esencial. En la propuesta formal la mixtura de documental con la ficción se ve reflejada en la elección de los niños y adultos no actores, que encaran sus mismos personajes tan conectados con su vida real, a los que le imprimen en cada acción una capa emocional hecha de sus propias vivencias. Horas y horas de rodaje con material filmado en cantidades notorias permite logar esa naturalidad a la hora de ver reflejada la interacción entre los niños, que sólo este trabajo minucioso en el cuidado de las escenas y un montaje riguroso podían preservar de esta manera. La cámara activa, testigo permanente de cada escena circula como un ojo móvil que sin respirar se filtra en cada acción y en cada situación de violencia o de contemplación. Se mueve bruscamente, siguiendo los hechos con cierta tosquedad elaborada y esa dura brusquedad es el reflejo de la brutalidad de los hechos narrados, de los actos cometidos y de las emociones en juego. A la vez que esta mirada de documento se apropia de casi todo el filme, otros grandes planos generales explícitamente calculados sellan la mirada ficcionalizante y estilizada. Es tal vez el único recurso que sobre satura al espectador el de la musicalización del filme, que cae en el subrayado de escenas gran tensión dramática que no necesitan de ninguna enfatización. Allí donde la imagen respira con fuerza la música muchas veces excede a las necesidades de la escena. Los recursos estéticos van en consonancia con la propuesta de la trama y de la perspectiva ética que propone la narradora. Labaki no intenta pasar desapercibida y de manera valiente es genuina en su manera de poner todas las cartas sobre la mesa. A quienes llamen esta jugada audaz una mera “pornografía de la miseria” es porque se han quedado atrapados en el efecto y no han podido develar el fondo incrustado en las formas. Ver la miseria humana con en este nivel de desnudez puede parecernos algo obsceno, pero la miseria no es pornografía, es una de las formas más desoladoras e insoportables de la violenta condición humana. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este es el segundo filme de ficción del director argentino Federico Soca (Yo se lo que envenena) que en sus casi 40 años se inclina por aceptar un proyecto por encargo, el de filmar una pequeña comedia romántica en formato de road movie. Este subgénero tan tradicional de un cine americano clásico y contemporáneo es el universo ideal para plantear un tópico que hace varios años convoca a los espectadores “la adolescencia tardía” o ese último momento en la vida de los personajes en que deben abandonar un cierto estado de ingenuidad eterna para pasar a la conciencia de la adultez y sus paradigmas. La protagonista es Lola (Paula Reca), la típica joven de casi 30 que está en planes de casarse y pasar a la vida de la madurez y sus tradiciones. Pero ese supuesto plan que ya no parece funcionar idealmente va a colapsar cuando “se entere de las verdades de su vida que aún desconocía”, como buena teenager tardía. Su padre que creía fallecido hace años en realidad ha muerto ahora y le ha dejado una herencia, de esas que para cobrar hay que hacer algún viaje intrincado, delirante y revelador. Al mismo tiempo se entera de un detalle nada menor, su edad real no es 29 sino 30, y esos 30 años simbolizan el desastre, el dato desencantado de ser grande, pero obvio, tampoco tan grande diría Lola. Para hacerse del legado de su padre debe viajar a Mar del Plata como parte de un gran recorrido que la lleva hasta el sur de la argentina. Allí se suman al viaje la pareja de su padre, Natalio (Miguel Angel Solá), y quien agenciaría de su ayudante, ya que su futuro esposo está ausente con aviso. La figura clave del binomio de la comedia romántica es Teo, su ex novio (Andrés Ciavaglia) un cineasta algo patético que lleva a su hermana Rita, una adicta en complicado proceso de recuperación (Maria Canale), y así se completan los viajantes del tour. La relación entre Lola y Leo construye una química acertada para el clima del romance. Los chisporroteos constantes que se generen entre sus dimes y diretes, dan lugar a permanentes tironeos adolescentes y dejan a la vista la complementariedad ideal de estos dos opuestos que se proponen como la pareja inevitable, en sus peleas infantiles definen lo que son, la fantasía que propone el subgénero ser “el uno para el otro” en pleno estado de pelea-reencuentro. Ambos arman un dueto cómico aceitado y mantiene un timing ágil en casi todas las situaciones, así la fluidez de la comedia circula con bastante frescura. Los personajes de contraste como Rita y Natalio traen otros matices al viaje y sus vicisitudes. No es Rita la que luce muchos grises su condición de adicta en recuperación, y tal vez aún cuando hay pasajes que podrían percibirse como de marcada sensiblería, es Natalio quien propone algunos tonos de emotividad al relato. Si la propuesta hace algo clave a favor de sí misma es que no desconoce lo que usa como herramientas: el estereotipo, las situaciones previsibles, los evidentes guiños a otros filmes, y la necesaria complicidad del espectador que sabe donde termina toda esta historia. Tampoco tan grandes no se engrandece, y eso la hace más simpática todavía. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Una película primera en la carrera de un cineasta es siempre un momento de definiciones claves. Y esta ópera prima de Lautaro García Candela es un amable acercamiento al universo cinematográfico, a su lenguaje, a sus géneros y a su particular magia hipnótica. La trama, o al menos el acto que la dispara es tan simple como la oración que puedo redactar: Francisco busca a Paula. Así de simple. Francisco viaja a través de la noche porteña manejando su auto y recorriendo las calles de nuestra ciudad, los personajes y las situaciones que “lo encuentran”, o que él encuentra van llenando su tiempo y su deseo en búsqueda. Así es su derrotero, como un romántico vagabundeo en el que su anhelo de hallar a la joven rubia de quien sabemos nada, no es ni más ni menos que una gran excusa para que el resto de la coreografía narrativa se despliegue. En esta noche errática, nuestro personaje no va por la vida como el oficinista de Después de hora (Martin Scorsese, 1985) de peligro en peligro hasta que la luz del día lo encuentre hecho trizas, todo lo contrario, en su viaje no lineal quienes conoce y con quienes se engancha a compartir un momento de su viaje parecen llenarle la vida más que el mismo objetivo que enuncia estar buscando. El variopinto mundo de la noche se hace ver en distintos submundos: los chicos que juegan al fútbol, la joven del paseo urbano en el Nacional Buenos Aires, la lata de película obtenida por azar y su extraña amiga en La Boca, el triste pibe de la estación de servicio, y ante todo y por sobre todo la música que tiñe el relato de punta a punta. Sin duda ese es el hallazgo más noble, la musicalidad incrustada en las escenas de las historias, usando las canciones como una evocación a su mismo género y al de la comedia románica. De una manera muy fresca es que aparecen los personajes en escena con la lógica del azar y lo imprevisto, e invaden el espacio del relato con su canción. Lo más peculiar es que se imbrican en lo que sucede como si fuera totalmente natural y todos siguen el juego, el juego del juego y así sucesivamente. Lo más acertado de los pasajes musicales es la elección del repertorio, a pura guitarra y voz en cuello, con letras de Sui Géneris, Leonardo Favio y las primeras épocas de Fito Páez, entre otros. La sensación que produce la propuesta fuera de moda es que ese tiempo de antaño es eternamente joven, lo que da una sensación liberadora la posibilidad de pensar que “nada muere” . Y es vívido tanto para el espectador de aquellos tiempos como para el veinteañero que evoca ese tiempo con un romanticismo seudo melancólico pero despojado de melodrama. El juego de ir hacia Paula está sustentado por otra meta, la de dispersarse de ese deseo, la de tomar otro camino con estos personajes que aparecen por fragmentos en esa ruta muy contemporánea con su estilo disgresivo, donde no mandan los actos heroicos, y no hay que correr locamente por “amor”. La película respira un aire que habla de pertenecer a un estudiante, tanto por sus homenajes al cine de ese amor juvenil que tenemos cuando estudiamos- que hasta parecen dar señales de algunos de los livianos personajes de Rohmer- como por ciertos desajustes de realización y/o actuación que son parte del mismo proceso de estar haciéndose “cineastas”. Pero el filme es transparente y muestra lo que puede ofrecer, frescura, esa brisa de juventud post moderna y fugaz, un nuevo orden del romanticismo y mucho amor al cine. Por Victoria Leven @LevenVictoria