Un relato de época y una producción holllywodense no parece ser el binomio idoneo para el realizador griego Yorgos Lanthimos que se nos hace presente por filmes radicales como Canino (2009) producción griega y The lobster (2015) producción industrial europea y con actores de cierta popularidad . La trama de La Favorita está construida a partir de hechos biográficos sobre la vida de la Reina Ana de Inglaterra por lo que el relato está situado a principios del siglo XVIII, más allá de que uno de los aciertos fundamentales de Lanthimos es generar una sensación de cierta atemporalidad. La vida de la reina Ana puede resultarnos peculiar como la de toda soberana femenina en la historia de Europa, o sea ni tanto ni tan poco. Si hablamos de singularidades este filme toma el relato de época de base y propone a partir de él focalizarse en un mundo femenino para plantear un juego de corte satírico sobre el mundo de las pasiones, las ambiciones y los embrollos del poder, tópicos habituales en el mundo de la realeza y las ficcionalizaciones vinculadas al tema. En la Reina Ana (Olivia Colman) se centra el juego, ya desde el inicio de la película la soberana vive una situación de enfermedad, algo que será creciente y definitivamente mortal. Pero, pareciera que hay otras cuestiones que la sostienen con vitalidad, y no solo son sus riquezas y las opulencias infinitas de su reinado, sino una relación tan fuerte como el deseo solo puede ser, un amor palaciego. Es con su amiga y mano derecha Lady Sarah (Rachel Wiesz) con quien develamos ese deseo mucho más íntimo que una amistad protocolar o un acuerdo de conveniencias. El conflicto se impone entre ellas cuando la plebeya Abigail (Emma Stone) ex noble caída en desgracia que logra entrar entre las sábanas de La Reina y ganarse a la vez su confianza haciendo uso de los cuidados a su salud y la cotidiana compañía con la que logra posicionarse en el lugar de la peligrosa “favorita”. Las huellas de Lanthimos están marcadas especialmente en dos lugares clave: uno, en la puesta en escena, el uso de lentes extremadamente angulares, planos abiertos y con la perspectiva desnaturalizada, sumado a secuencias de un montaje muy moderno y dinámico para un relato de esta índole. Su audacia se hace presente imbricando elementos estéticos lejos de los cánones clásicos y generando de esta manera una mirada descontracturada y con ciertas audacias formales. Pero el contenido del filme no tiene ni la transgresión ni la fuerza suficiente como para que no se sienta que el relato es bastante estructurado más allá del decorado picante de las tres mujeres y las formas visuales del realizador griego. Por Victoria Leven @LevenVictoria
El primer debate radical que se abre frente a esta remake de libre construcción creada a partir del filme de culto del mismo nombre que Darío Argento estrenó en 1977 no solo es un cuestionamiento acerca de su condición de “fiel en cuerpo y alma a la original”, sino cuán cerca o cuán lejos está del mundo laberíntico del género del terror en todas sus dimensiones históricas. Luca Guadagnino es un director italiano de 47 años que transita su sexto filme con la creación de esta criatura demencial. Su Suspiria se propone dialogar, ni más ni menos, con el filme del maestro del giallo. Si bien la repercusión y los premios de Llamame por mí nombre (2017) le habilitan los recursos de producción, el ego y la cartelera, la decisión de arriesgarse más allá de los recaudos que posiblemente otros realizadores tomarían para abordar este caso, no es nada desdeñable. Cuarenta y un años han pasado desde la obra de Argento, aquella Suspiria que es una muestra purista del relato del sanguíneo terror. Dueña de un suspense visceral, es capaz de generar un “temblor” real, digno efecto de su manejo de la incertidumbre y la perturbación emocional. Su clave narrativa está determinada por una cámara que traza una tensión constante entre el sujeto y el espacio, herramienta expresiva que multiplica y deconstruye a la vez en cada escena de alta crisis dramática. Su paleta de colores primarios saturados a puro contrapunto es estridente y artificiosa al extremo, de forma tal que toda impresión o intención de realismo queda lejos de la perspectiva de su narración original. Es innegable que realizar una remake cuatro décadas después pide a gritos, a quien se haya atrevido a esa osadía, a tomar nuevos riesgos, sin liquidar en esa audacia la esencia del filme que lo llevó a esta instancia. Lograr que surja de la pantalla una obra nueva que converse con su original e intente expandir alguno de sus bordes. Pretendemos que intente ir más lejos de lo previsible, o que profundice a partir de los años de cine transcurridos en los cambios de pensamientos de cada época actualizando sus parámetros formales y generando de esa dialéctica imaginaria entre ambas un hijo nuevo, alguien que llevará la esencia de su padre y la gracia vital de su madre. Guadagnino puede no haberle concedido valor alguno a estas necesidades espectatoriales, pero no podemos negar que son una expectativa lógica para los espectadores avezados que esperan este relato nuevo con ansias, para destripar la obra y comérsela llena de sangre, en una escena digna de las brujas de este filme. Pero la respuesta a esta expectativa imaginaria no es la ideal, la nueva Suspiria dialoga en muy pocos aspectos con la película original, pues su vínculo más claro lo establece con el cine que le es contemporáneo, y deja en claro que en este juego genérico hay una serie de búsquedas estéticas que resuelven preocupaciones mucho más personales de Guadagnino que las de la historia del género, del Giallo, de Argento y de sus derivados. Pero para ser más específicos evaluemos que ha transpuesto y cómo lo ha hecho, que ha postergado, que ha dejado fuera de la obra, y que filme finalmente nos podremos encontrar hoy en la pantalla grande. El argumento se inicia con un núcleo disparador similar: una joven bailarina americana (Dakota Johnson) llega a la escuela de baile en Berlín, años 70, para comenzar allí una nueva vida. La gran referente del lugar será Madame Blanche (Tilda Swinton) la directora del cuerpo de baile del establecimiento que, entre otras figuras femeninas, lidera la institución. Un mundo exclusivo de mujeres y un poderío matriarcal que en manos de Guadagnino se presenta claramente como un manifiesto feminista. A este mismo disparador, el nuevo guion le superpone otra trama secundaria, la del Dr. Josef Klemperer – también caracterizado por Swinton con arduo trabajo de maquillaje – un psiquiatra de edad avanzada que se siente involucrado en la desaparición de una sus pacientes, bailarina de la “Academia Markos” en intenta investigar por sus medios sobre el destino de la joven. Esta subtrama inexistente en su versión original deriva hacia la historia personal de este personaje que lo enlaza a su pasado y a la vez a la segunda guerra. El pastiche narrativo que genera esta nueva capa no sólo no aporta al núcleo infernal de la academia maldita, sino que distrae, extiende y disgrega de manera forzada apuntando a un epílogo que es digno de un innecesario melodrama. En cuento a otras cuestiones de contenido, como el uso del sentido de la época y el contexto, este filme nuevo refuerza, o más bien dicho fuerza, la enunciación directa o indirecta del Berlín de los años 70 y sus aspectos de tensión social que hacen referencia a temas políticos hasta dar pie con el nazismo. Aún cuando darle a la nueva Suspiria una mirada más actualizada y realista fuera atractivo, el relato sobreabunda en marcas de este aspecto a diestra y siniestra , al borde del agotamiento dramático. Si hay locura, audacia e incomodidad es en otro lado. Si hay, diría, hasta prepotencia y erotismo donde antes no existía es en el universo del baile, en el foco del conflicto puesto en esos cuerpos. Todas estas mujeres en movimiento generan una suerte de fuerza dionisíaca proporcionando en esas escenas la clave estética y dramática del filme. El uso de la danza contemporánea frente a la clásica del filme de los 70, trae como correlato formal la disrupción contra la armonía y el equilibrio del clasicismo aportando coreografías intensas y hasta violentas. Allí vemos la soltura de su capacidad audiovisual, la plástica del infierno de esos cuerpos espásticos en concordancia con una fotografía de contrastes bajos, de grises densos, de colores desaturados y podemos ver la idea de “malestar” que Guadagnino quiere articular. Ahora, a la luz del suspense y la angustia que el género del terror tiene chances de proponer y materializar, no es lo que este juego de formas inquietantes, erotizadas y de a momentos perturbadoras nos puede ofrecer. Su desborde formal, su juego de sangre que estalla al final en una operística fantasía de grand finale que puede impactar por su desmesura, pero no por su perturbación terrorífica ni su patos emocional. La perla del collar es sin duda la de la Tilda Swinton que hace y deshace con su rostro un mundo de estados emocionales. Ella como centro del relato, aún cuando el centro lo ocupe Dakota Johnson, o eso intente, configura un motín de féminas en estado de poder absoluto más que un discurso de brujas, maldiciones y otras narrativas. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Existe varias formas del arte, existe un arte o muchos, existe el arte vivo ¿Qué es el arte vivo? “Vivo dito” es la expresión que define el manifiesto del artista plástico Alberto Greco como planteo de un tipo de expresión dentro del movimiento de arte conceptual y en este caso específicamente como revelación de un juego en el “arte vivo”. “Vivo dito”, podría ser traducido como “señalar vivencias con el dedo”, por eso infinidad de imágenes fotográficas dejan ver a Greco señalando “algo” que lo rodea como quien dictamina “esto es arte vivo”. Este filme está protagonizado por una joven artista, admiradora de la obra del moderno plástico argentino, que progresivamente se obsesiona con la idea de encontrar lo que un catálogo español informa que existe en algún lugar indefinido del mundo: 200 metros de un rollo de papel plagado de dibujos y escritos, la representación más grande en su obra del mismísimo “vivo dito”. Es claro que este “rollo” repleto de juegos visuales y gráficos representa para la buscadora mucho más que un hallazgo artístico, sino más bien una necesidad personal de poder trazar ese camino en dibujos y palabras extendido hacia el infinito de su propia vida. La búsqueda está presentada en varios tiempos: el presente de la protagonista, grabaciones de pocos años atrás y hermosos fragmentos en super 8 donde la vemos buscando las señales de “vivo dito” del maestro en su plena juventud. La pregunta que ronda es: ¿cuál es la relación entre la vida y el arte? ¿No es “vivo dito” una forma de trazar un vínculo entre ambas? ¿Observar y comunicar es la esencia del arte vivo? Con su amiga y cómplice de la adolescencia pone en práctica la dinámica de Greco. Así intervienen todo tipo de espacios de diversas formas: grafitis en los baños de los museos, poemas en las paredes, frases en la vereda, una línea de tiza que envuelve todo el Museo Nacional. El filme nos expone al mismo tiempo relatos sobre la vida artística de Greco, transgresor, disruptivo, complejo y audaz. Un demoledor de prejuicios, eso que separan al arte de la vida y que siguen siendo muchas veces una tensión entre la moral social y la ética del artista. “Andar siempre en dirección contraria a la que se debe ir es la única manera de llegar a alguna parte” reflexiona Alberto Greco en un fragmento de archivo. Entonces toda búsqueda encierra una dirección prohibida que es inevitablemente para el arte y sus audaces caminos, la manera indicada. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este documental es la opera prima de la joven realizadora Luz Ruciello. El filme retrata una pasión y cómo podemos hacer de ella un acto “en concreto”. Omar, es un hombre mayor, de unos 70 años, un albañil de oficio que vive con su familia en el humilde barrio de Villa Elisa. Su hogar, sus vínculos y su mundo parecen tan simples y tangibles que no podríamos saber que late en su corazón sino nos abrieran las puertas de su mundo interior. Escuchamos así su voz narradora mientras observamos su vida cotidiana. Esa voz confesional nos permite descubrir la pasión más visceral que Omar ha engendrado en su universo personal: el amor enorme al cine y sus ficciones. Su vida está atravesada por recuerdos cinematográficos, y su cinefilia no necesita de academicismos, ni textos de semiótica, es ante todo la proyección de sus sueños y sus fantasías en una pantalla grande. Como el título del filme nos infiere, Omar lleva ese amor platónico a un proyecto concreto: construir una sala de cine un piso arriba de su casa. Casi en secreto, sin revelarle a su mujer el destino final de esa obra, crea una sala para toda Villa Elisa. Su deseo más ferviente es que todos recuperen aquel hábito perdido de la cita con el cine, no puede concebir que ese ritual mágico se pierda ni por la distancia ni por el tiempo. Construye un lugar de encuentro donde plasma todas las quimeras que un hombre puede tener. Y aunque el sueño puede no ser eterno y la vida jugarle alguna mala pasada, el templo estará allí en la memoria de su pueblo, donde las verdaderas historias viven para siempre. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este es el segundo filme de Victoria Miranda, un relato coral focalizado en personajes nocturnos marcados por la decadencia, la vida marginal, las adicciones y la pulsión de muerte. La coreografía de la trama está trazada entre tres figuras centrales: Lola (Ester Goris) una actriz que vivió el fulgor del éxito y ahora solo la rodea la soledad la depresión, la adicción a los fármacos, el alcohol y alguna función donde pocos espectadores la observan. Parece evocar una ausencia, alguien que suponemos su hijo pero no sabremos bien quién es hasta el acto final de la historia. En paralelo Ana (Guadalupe Docampo) una joven que baila y se prostituye en un local de tragos en la noche, sueña con su futuro de bailarina artística mientras su realidad está construida entre el consumo de cocaína, la relación con su jefe, un tipo de negocios marginales y oscuros que la tiene bajo su ala de poder. Lucio (Alberto Bass) dueño de un bar cool en Palermo, enredado en negocios de drogas y mujeres vive aislado en su mundo alienante rodeado por los lujos que le da la vida de mini narco, mientras sepulta su tiempo consumiendo la blanca nieve que todo lo puede. Estos personajes en situaciones angustiantes, alienantes y opresivas naufragan en sus fantasmas y se chocan con sus vidas sin salida. No hay vínculos que abran al mundo una oportunidad, y cuando aparece una señal de liberación tampoco se presenta demasiado creíble. Historias de soledad y locura, el filme intenta transmitir un estado de perturbación permanente en la que sus personajes viven. Las actuaciones desparejas no alcanzan a darle la encarnadura a estos seres que el guion ha creado con grandes imprecisiones y muchos lugares comunes. Por otra parte con la cámara y la iluminación trata de crear climas de encierro y oscuridad, algo que logra en parte con prolijidad, aunque no emocione su mirada sobre este mundo desolado. El montaje no atenta contra la trama, por el contrario se presenta ordenador y cuidado acompañando la propuesta aún en sus fallas narrativas. Los más endeble es que lugares límites que propone en muchos casos no resultan lo suficientemente creíbles, ni estos mundos se ven tan complejos como para pretender funcionar como un espejo de la vida más oscura que intuimos o conocemos. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Hay un Brasil del período Lula (2003/2011) donde la configuración de clases sociales que el cine abordó como eje de análisis se vio plasmada en el icónico filme Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). Este filme que hizo de inflexión sobre la mirada sociológica desde lo cinematográfico en el gran país de Sudamérica, pisaba los albores de otra etapa socioeconómica y cultural, antes de Lula, después de Lula y todo el movimiento narrativo que el cine cristalizó en esa etapa. Gran parte del cine de esa época se ubicó en una mirada homogeneizante. Eso quedaba expuesto en un tipo de narraciones que focalizaban el mundo de la marginalidad, la ilegalidad y las tragedias exclusivamente en las favelas, en los márgenes sociales extremos, en ese estrato social como el “gen del mal”, generando un reflejo recortado de un Brasil más integral que se terminaría de intuir fuera de campo. Fuera del cuadro, velada, lejana y casi intocable se mantenía la clase social más compleja, contradictoria y fundante de todo status quo: la clase media, aquella siniestra burguesía y sus matices más oscuros. Durante el período “Lula” y con cierta resistencia finalmente apareció un cine que abría la mirada y ponía en cuestión ambas clases sociales escudriñanado en la historia compleja que unía a estos tejidos sociales en un mismo cuadro sociológico. Entre aquellos filmes estaban y están los de Lucía Murat. Lucia Murat, es una realizadora que lleva su marca autoral claramente expuesta en los temas de corte sociopolíticos que ha trabajado a lo largo de su carrera y que también pertenecen al universo de su historia personal y del íntimo compromiso con la lucha social y política. Pero en su cine no hoy banderas partidarias o características planfletarias, por el contrario, aún cuando algunos la señalen (a partir de este filme) como una “narradora de trazo grueso”. Esta es una mirada con la disiento completamente ya que Plaza París propone unir en la misma trama muchas perspectivas patológicas y destructivas de ambos grupos sociales casi con el mismo peso dramático, al punto tal que las dos mujeres que encarnan los roles protagónicos quedan tan demonizadas como rescatadas a la vez, ambas como sujetos que eligen un camino a la vez que meros sujetos funcionales del sistema, presas de una maquina maquiavélica. Gloria es una mujer que habita las favelas, una mujer dura y silente, cargada de una historia de violencia. Es la figura de quien ha sido victima y puede convertirse en victimaria ya que así funciona la dialéctica del esquema cuando no encuentra su solución. En busca de algo que descubriremos en el proceso del filme, Gloria conoce a Camila una joven de clase media, psicóloga recién recibida que atiende en la Universidad. Allí se inicia la relación paciente – profesional, vínculo que terminará saliéndose del encuadre del tratamiento canónico y generando un vínculo relacionado a de lucha de clases y de abuso de poder entre ambas mujeres. La historia de Gloria, abusada por su padre y con un hermano preso, por razones que iremos descubriendo en la trama, la exhiben ante nuestra mirada como una víctima del abuso intrafamiliar, a partir de ese recuerdo perturbador que busca a gritos una salida y no encuentra eco en su presente ni manera de resignificar tanta tragedia. Pero a Gloria no se la ve débil, ni es banal la mirada sobre su angustia o mejor dicho “su ira”, hay en ella una sustancia hecha de pura sangre, resentimiento y deseos de liberación que no sabemos a donde puede conducirla. Camila en cambio, es volátil, su juvenil estado de vida la hace más frágil que a su paciente. Aún cuando aparecen datos de su historia personal bastante complejos, particularmente en relación a su madre muerta, Camila es permeable a lo que la rodea, vulnerable, y si afirmo lo que el filme me parece proponer claramente, Camila no tiene sustancia, es un síntoma de la clase social a la que pertenece, como la imagen de una joven bella y burguesa que solo sabe algo de la vida entre los libros de la universidad, pero que no tiene ni la encarnadura y ni la fuerza que la abrumadora sociedad a la que pertenece le exigen. El poder de Camila se escurre entre sus dedos porque no tiene herramientas para sostener ese vínculo y sus derivaciones. El único poder que le queda al fin de cuentas es refugiarse en la paranoia que caracteriza a su clase social de pertenencia. Este es un retrato cruel de dos mujeres haciendo de agentes de la representación de todo un nudo social mayor, de un Brasil que hoy trae a cuestas toda la carga social que pertenece a la etapa post Lula, donde la marea de violencia intraclases e interclases, es despiadada. Murat sabe de mujeres, las conoce, ninguna de sus decisiones son azarosas o fútiles, aún los golpes más duros del relato apuntan a ver los actos de sus personajes en juego, dejando ante los ojos del espectador una reflexión nada ingenua y particularmente dolorosa pero profunda, de la compleja participación de la mujer en el tejido social latinoamericano de hoy. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Revisando toda la historia del cine americano son contados con los dedos de las manos los directores en plena producción creativa casi a los 90 años, y “Clint” el clásico americano sobreviviente hace una marca en la historia, pues hoy con 88 años aún tiene muchas cosas por decir. Con casi 40 películas dirigidas desde Play misty for me (1971) él se convirtió en una figura singularísima que habiendo comenzado su carrera como actor abrió su faceta de realizador, donde actúa en muchos de sus propios filmes sin dejar ninguna de sus pasiones en el cajón de los recuerdos. Lo recordamos como actor por ser “el bueno” en los westerns de Sergio Leone, el despiadado Harry el sucio, y también, ya entre los filmes de su autoría, Robert el amante imprevisto en el drama romántico Los puentes de Madison (1995), o el perturbado Will Munny del crepuscular western Los imperdonables (1992), que es y será una obra maestra del género. Es una evocación citar estos filmes o personajes, y no un intento de sintetizar la carrera de Eastwood en solo dos líneas. Lo que si vemos en esta referencia es como se yuxtaponen sus dos roles, dirigiendo y protagonizando sus filmes más icónicos, y no es de extrañar que La mula, una película testamentaria, repita este esquema de director y protagonista al mismo tiempo. Su imagen estilizada, su andar, su mirada y su forma de hablar siguen siendo intensamente cinematográficas. En cuanto al argumento de este estreno, y como en otras ocasiones ha sucedido, una historia real es la herramienta disparadora del relato: Leo Sharp, un octogenario americano ex combatiente de Vietnam se convierte por azar en el traficante de un Cartel Mexicano. La trama tiene dos líneas que avanzan en paralelo: la historia policial y la trama vincular. Mientras que Earl (Clint Eastwood) habiendo quedado en la quiebra, se involucra llevando “algo” en su camioneta a una dirección desconocida e inicia de manera progresiva su vínculo con el tráfico de drogas queda expuesta la subtrama familiar, la relación con su ex mujer, su hija, y su nieta. Una historia llena de cuentas pendientes afectivas, de ausencias y de necesidad de reparación. Por otro lado, la historia policial que está encabezada por Bradley Cooper como el agente encargado de atrapar al traficante anónimo, su jefe Laurence Fishburne y su ayudante. Esta línea narrativa tiene mucho menos despliegue dramático y mucha menos potencia que la trama que pone en juego los temas vinculares, y el drama del filme. En este caso el policial sirve para organizar el relato a partir de la idea de perseguir y atrapar al delincuente, recurso que permite generar urgencias en la trama. El tema de la película está puesto en el embrollo afectivo que Earl carga de toda su vida pasada, esa “deuda” que no se paga ni con todos los billetes de los narcos del mundo, es sin duda la que el protagonista busca saldar. Su apuesta más grande es “reparar” antes de no estar más en esta tierra. Da lo mismo si no estar más es ir a la cárcel o morir, la metáfora es idéntica y está puesta en la deuda amorosa. El punto es ser testigos de como Earl busca su redención. Aquel viejo que había dedicado su vida a poner el amor fuera de su hogar, en ese mundo llamado “el deber social del mandato masculino”, ahora pide a gritos plegarse sobre aquellos que llamamos “familia” y redimir esa culpa. El aspecto más significativo de esta película es que la fuerza de su narración radica en mostrar esas preocupaciones duales (deseo/deber) netamente claves del mundo más tradicional masculino, contadas de manera genuina, casi personalísima. Es para Eastwood, o al menos eso nos transmite, una reflexión íntima esta preocupación moral sobre la “deuda afectiva”, algo que deja a la luz en estos filmes últimos de su carrera. No es nada azaroso que el papel de su hija en el filme lo encarne su hija verdadera, este detalle de corte autobiográfico podría pasar como invisible, pero no es un accidente narrativo, sino más bien una huella de su propia historia. El guion estuvo a cargo del mismo escritor de Gran Torino (2008), Nick Schenk, que acierta en varios aspectos del personaje y la fluidez de la trama, pero que cae en lugares de sobre explicación de ciertos acentos en acciones o diálogos que pecan de redundantes. La actuación de Eastwood es tan emotiva y tan creíble que nos olvidamos que es tan solo un personaje de ficción. Acompañan muy a tono Dianne Weist como su exesposa, Alison Eastwood como su hija, y sorprende en su pequeña intervención un destacado Andy García como jefe narco desplegando todo su encanto. Clint fue el creador de filmes mejores, pero perdernos sus últimas películas sería realmente un pecado imperdonable. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este intento de comedia protagonizado y dirigido por reconocido actor francés Daniel Auteuil sustenta sus bases en la obra de teatro escrita por Florian Zeller, también responsable del guion cinematográfico pero con resultados muy poco efectivos. La obra de Zeller se estrenó este año en Buenos Aires con el nombre “Sin filtro” una pieza comercial protagonizada por el Puma Goity y Carola Reyna en los papeles que en el filme encarnan Auteuil y Sandrine Kiberlain. La obra teatral presentaba un recurso bastante efectivo para lo hilarante de las situaciones y para sostener el conflicto de los personajes recurso que el filme no utiliza en ningún caso. Los personajes de la obra enunciaban en voz alta sus pensamientos, como si nos leyeran el subtexto de sus diálogos, poniendo a la luz las maniobras de ocultamiento, sus pequeños engaños, y jugando con cierta parafernalia de la hipocresía socialmente habilitada, esa con la que tantas veces nos manejamos en la vida. En el filme este recurso no existe como tal por lo que el doble discurso de todos los participantes queda diluido a su mínima expresión y no hay sustituciones que lo validen de manera eficiente y cinematográfica. La trama es nuclearmente la misma en ambos formatos: un amigo (Gerard Depardieu) reaparece un poco por azar luego de haberse separado de su esposa, íntima amiga de la pareja de Auteuil / Kiberlain, y se auto invita a cenar a la casa de sus amigos con su nueva “novia”, una treinteañera joven y sensual que será la piedra fundamental de las fantasías que abruman a Daniel durante todo el evento. Así es que las situaciones que la cena dispara y en especial la inquietante belleza y juventud de Emma (Adriana Ugarte) la joven novia de Depardieu, se crisitalizan en una serie de secuencias tan solo imaginadas por Auteuil que “ratonea” toda la progresión de un vínculo imaginario con ella, desde la seducción hasta la crisis, donde la idea de la aventura, el deseo y la novedad son el factor común. No funciona este elemento para todos los participantes ya que solo entramos al imaginario del protagonista y sus desvaríos, cuadros fantasiosos que son muy obvios, clichés, poco cómicos y absolutamente previsibles. Lo que llamamos el “lugar común” y la falta de ingenio es lo que define la propuesta de esta película que no logra remontar ni siquiera con la talla de sus actores. Si la meta es poner en cuestión los temas de pareja en la mediana edad y esa dualidad que puede darse al imaginarnos atrapados entre los vínculos ya conocidos y la fantasiosa necesidad de lo nuevo como lo revelador, no hay puesta en cuestión, ya que en términos de drama el tema queda sobrevolado sin hacer pie en ninguna arista reflexiva de estos recovecos de la psiquis humana. Las actuaciones son débiles sobre un texto fallido que tampoco logra una comicidad de salón por más liviana que sea. La apuesta teatral fue claramente más efectiva, aún sin las estrellas del cine francés y sin la música de jazz que envuelve todo este filme difícilmente recordable. Por Victoria Leven @LevenVictoria
“Hay una comparación que hacían nuestros abuelos, había un lugar donde tenían encerrada a la gente, había una puerta y un monstruo y no se podía mover a ese monstruo, y ellos pensaban nosotros vamos a tener que parecernos a un animal chiquito, seremos hormigas. Y la hormiga se subió al pie del monstruo que tapaba la puerta. Y cuando llegó a la parte de arriba de él, le mordió la nalga y no lo soltó. Y ahí empezó la desesperación del monstruo que empezó a patalear hasta que no pudo aguantar el dolor y salió de la puerta así todos los hombres pudieron pasar a rescatar a la gente. Todas esas cosas que a veces se nos hacen difíciles están en esa puerta, nosotros tenemos que ser como la hormiga, armarnos de paciencia, porque esa tierra es nuestra por más que digan otra cosa”. Este es un relato alegórico que narra uno de los cinco protagonistas de distintas comunidades originarias en uno de los pasajes de este duro filme. Así plasma en forma de cuento la eterna lucha por la identidad y la pertenencia a sus coetáneos. Estos personajes reales son los que guían al equipo de realizadores, tres directores para un mismo documental, para sumergirlos en la historia de sus tierras y en los relatos de sus pares. Hablada casi en su totalidad en dialecto qom, whicí e ilagá, el filme acierta con una clave narrativa aportando una marca de autenticidad singular al documento de testimonios y a la reconstrucción de la historia de los excluidos. Así nos reencontramos con las historias de vida de comunidades antiguas y esenciales para nuestra cultura, tema que ha sido otras veces visitado por el cine de no ficción preocupado hace años por “la falsa civilización” que de manera fraudulenta y bárbara se apropia de lo ajeno y niega la presencia histórica de las comunidades aborígenes. En amables y coloridas secuencias de animación el filme despliega el relato de las masacres a los pueblos originarios en el siglo XX, como por ejemplo la masacre de Pilagá en octubre de 1947 donde 2000 aborígenes caen engañados en una trampa y cientos de ellos son linchados en una escena trágica en manos de la gendarmería. El documental se construye sobre la cadena de los testimonios de sus habitantes que van desde los más jóvenes hasta los caciques. En sus reflexiones nos exponen sus creencias, sus valores, sus historias de lucha y sus rencores. Nada más penoso que escucharlos hablar de “los blancos” o “los criollos” como figuras monstruosas que les han arrebatado su lugar de origen y que niegan su existencia. Con imágenes muy cuidadas tanto los encuadres, como en la iluminación que se abren en una armónica composición, los realizadores logran tocar este tema de áspera textura con precavida mirada, atentos testigos de una batalla sin sentido. La lucha por la identidad parece una utopía para quienes no son funcionales a ciertos aspectos perversos del sistema. “Facundo, o civilización y barbarie” escrito en 1845 por Domingo Faustino Sarmiento parece recordarnos a lo lejos que aún siguen vigentes ciertos pensamientos anacrónicos y antiprogresistas que devienen en siniestros. Me parecía estar escuchando la historia de un western perverso donde los comanches no eran actores y la película no estaba dirigida por John Ford. Era la vida real. Por Victoria Leven @LevenVictoria
La nueva aparición del genial Gus Van Sant nos llega a través de este filme con carácter de biopic libre, adaptación de la novela autobiográfica del reconocido dibujante John Callahan, figura central de este relato. A veces cuesta conectar a este Gus Van Sant de hoy, más blando que corrosivo, con el que nos ha dejado en estado de shock por propuestas de audacia radical y profunda reflexión como Paranoid Park (2007) y Elephant (2004), consagrada con la Palma de oro en Cannes, entre otros filmes que llevan su marca indeleble. La historia presenta la vida, o parte, del consagrado dibujante ya mencionado que entre otras cosas vivió marcado por su alcoholismo, situación que lo enfrentó con dos trágicos accidentes automovilísticos, por lo cual vivirá con una discapacidad severa, un estado de paraplejia irreversible. En manos de otro director, no me cabe duda de que esta trama de superación y lucha se hubiera transformado en un relato pegajoso, de golpes bajos y sensiblería de manual. En manos de Van Sant, con su creatividad y su soltura, nos encontramos con una estructura que intenta ir a contrapelo del cuento clásico del “había una vez un pobre hombre…”, ya que no solo juega con las idas y vueltas temporales que le dan respiro y vitalidad, sino que su cámara ágil y libre crean con el protagonista, un personaje casi estático, un diálogo de fuerzas donde todo pendula entre lo móvil y lo inmóvil como en una sinergia hecha de puro lenguaje. No es un detalle menor que quien encarna a Callahan sea el metamórfico Joaquín Phoenix, dotado de una fuerza expresiva singular. La gestualidad de su rostro y el manejo de su cuerpo en esa inmovilidad casi inerte son suficientes y diría aún más superan bastante los estereotipos de un personaje con la faceta depresiva del alcohólico, la euforia de algunos estados, la dolencia del estado de discapacidad y el lado más lúdico o creativo que también le es pertinente. Phoenix no sobrepasa la línea de lo que el personaje le demanda, y le pone el cuerpo en estado emocional sin caer en papelones de llanto o compasión barata. Un secundario que hace gala de sus encantos es Jonah Hill, con un estilo acorde para su perfil en escena, ya que con su chispa y seducción encarna la figura de un adinerado ex alcohólico en recuperación. Una suerte de padrino de “los 12 pasos” con quien John entabla una relación más cercana en ese submundo de outsider pero dentro del sistema. Elegir la comedia como género donde apoyarse a la hora de definir un marco genérico para el filme es inteligente ya que aleja al relato del pañuelo fácil y los golpes bajo la cintura, pero, a veces se hace excesivamente complaciente para la media del público que quiere risas antes que otra cosa. Sobreabunda el texto con humoradas, ironías, vitalidad en exceso, viajes en carretera y toda una dosis de brebajes que alivianan el derrotero de este personaje en las sombras. Un montaje dinámico se combina a una estructura desarticulada cronológicamente, un área en la que Gus Van Sant siempre está instalado trabajando hasta el final de la película ya que allí logra ensamblar toda su propuesta de cámara en movimiento con el ritmo de los cortes y la dinámica de las escenas. Es sin duda feliz este nuevo regreso a la pantalla grande del director independiente americano, algo mucho más grato que aquel mal trago llamado The sea of tres (2015) que nos paseaba por la laguna imaginaria de las mil desgracias narrativas y sus lugares más comunes. La mirada de Van Sant es de esas “miradas sobre el mundo” que esperás que vuelvan, y vuelvan, y vuelvan, para traerte un poco de toda su fuerza creadora. Esa que este realizador tiene y que claramente no se agota. Por Victoria Leven @LevenVictoria