Un cuento de invierno, la película fantástica de Akiva Goldsman, cuenta con elenco talentoso pero no supera las expectativas. Una cosa es aceptar que el fantástico se caracteriza por la intromisión de lo sobrenatural en un contexto real, y otra cosa, bien diferente, es justificar todas las fallas de un guion a través de su inscripción en un género. Esto último es lo que sucede con Un cuento de invierno. En 1895, una pareja irlandesa es deportada de Nueva York a causa de los estrictos controles sanitarios por las pestes. El matrimonio decide dejar al bebé que traían consigo. El abandono tiene lugar en el puerto y el niño queda flotando en las aguas como un Moisés moderno. Aunque esto indica que la fantasía podría legitimarse por el lado de la trayectoria bíblica, más tarde aparecen ángeles, demonios y animales mitológicos de dudosa genealogía. Unas décadas después el abandonado Peter Lake (Colin Farrell) se ha convertido en un eximio bandido. Gustosa de los saltos temporales (ya presentes la novela inspiradora de Mark Helprin) la cinta vuelve a mostrar al protagonista revelándose a las órdenes de su malvado mentor. Mientras escapa de la encarnizada persecución por las calles de principio de siglo 20 (buen trabajo de fotografía y ambientación) el héroe se choca con un mágico Pegaso que adopta la función de Deus ex machina. Todos los atolladeros del guion se resuelven cuando el mítico animal despliega sus alas. El caballo alado conduce a Lake a la casa de Beverly (Jessica Brown-Findlay), una joven tuberculosa y adinerada, hija del dueño de una prestigiosa redacción. Aquí comienza la trama amorosa: el ladrón que pensaba asaltar la casa se encuentra de repente con el corazón saqueado. La diferencia de clases y el amor acechado por la muerte inscriben al filme en la línea del romanticismo clásico, preciosista. Entonces el guion hace un circunloquio y abre una segunda historia lacrimógena, situada en la Manhattan contemporánea. Lake sigue vivo, buscando a la destinataria de su milagro, pero también siguen vivos los malos, interpretados por Russell Crowe y un Will Smith desperdiciado. Si bien este desplazamiento temporal es una apuesta que viene a hablarnos de la trascendencia del amor y de cómo la magia se cuela en los intersticios de un universo descreído, no salva a la película de un error fundamental: nunca termina de explicarse la lógica y la procedencia de ese mundo alternativo que hace interferencia con la realidad. Así, la voz en off del principio y del final, pareciera pedir disculpas por un cuento con buenas intenciones pero difícil de creer.
La vida es una tómbola Damián de Santo se puso bajo la dirección de Andrés Paternostro para interpretar a Pablo, un tipo poco afortunado, con un trabajo infravalorado y una ex mujer que no pierde oportunidad para recordarle que es un fracasado. La boleta invita a husmear en la cotidianidad de un adulto insatisfecho que deposita sus últimas esperanzas en los juegos de azar, por eso el guion y la dirección de arte apuntan a sostener un relato que parece adecuarse a los cánones del realismo. Pero luego de un fallido intento de suicidio, la película abre otros cauces y cambia de registro. Los flashbacks y los pasajes oníricos o delirantes rompen estéticamente con las primeras escenas costumbristas, convirtiendo el filme en una suerte de lotería estética donde cada nueva toma puede ser una sorpresa. Luego de recibir en sueños los seis números que le cambiarían la suerte, Pablo gasta sus últimos centavos en una boleta del Loto. Como el guion gusta de situaciones extremas, la mala suerte del protagonista será llevada al colmo: de regreso a su casa es asaltado por dos chicos de un peligroso barrio. Entregado, pero no tanto, el personaje de Damián de Santo persigue a los bandidos y se sumerge en el tipificado y grotesco universo villero. Allí aparecen los garantes de la comicidad: Claudio Rissi, Roly serrano y Marcelo Mazzarello. Travestis, narcos, secuestradores y pequeños ladrones emergen como números de una tómbola grotesca que apuesta a la acción desopilante. Con sus vaivén formal y su precisión actoral La boleta mantiene a los espectadores como entusiasmados jugadores a la espera un final que queda librado a la suerte y al azar.
Se dice el pecado... El sigilo sacramental podría haber sido un buen punto de partida para una interesante estructura argumental. Un sacerdote que vuelve luego de 10 años a su barrio recibe la visita de un penitente que acude a la iglesia a expiar su culpa luego de ejecutar un par de muertes. El Padre Santiago (Gonzalo Heredia) se encuentra, a partir de allí, en una encrucijada que debiera bastar para sostener todo el filme: ¿Romper el secreto de confesión o amparar el crimen y caer en pecado de omisión? Tal vez esa mera contradicción del sacerdote hubiese alcanzado para sustentar una historia de suspenso con inclinación al policial, sin embargo el director Marcelo Páez Cubells optó por anexar a la intriga principal una buena cantidad de fórmulas del thriller clásico. Venganzas, mentalidades patológicas, aberraciones sexuales, escenarios violentos, hechos ocurridos en el pasado que se develan hacia el final, la figura del perseguidor-perseguido son parte de una cinta que no se quiso quedar con ganas de nada (incluso hay en el medio una historia de amor no cerrada) pero que, fiel a su título, debería haber omitido ese abarrotamiento narrativo. La trama no deja piezas sueltas, las muchas partes que componen la intriga se mantienen conexas, el problema es el cómo. Carlos Belloso es un terapeuta que planea una venganza familiar y que diseña un circuito mortal de varias postas para atrapar a su presa final. Lo siguen de cerca Santiago Murray y su ex novia, ahora fiscal. La elección de las primeras víctimas es de orden religioso y moral. Arrogándose el derecho de juzgar y castigar, el terapeuta mata a pacientes que, según su óptica psicótica, no merecen vivir. El artífice de esa justicia por mano propia se devela con las primeras tomas, olvidando una máxima religiosa bien instalada en el imaginario popular: "Se dice el pecado pero no el pecador". Develar rápidamente la identidad del criminal es una opción inscripta en los horizontes del policial negro y una forma válida de afrontar un thriller. Pero si se conoce el malhechor, por regla general el espectador debe descubrir junto con el protagonista los motivos de esa peligrosa mentalidad y evitar que se siga expandiendo la serie criminal. Y ese recorrido no puede carecer de inesperados sobresaltos y momentos tensos. Y he allí el error de Omisión. Con buenas actuaciones y un guion justificado en exceso, la película no genera la atmósfera y los vaivenes necesarios para postularse como una buena película de suspenso.
En el 2003, El polaquito aparecía en la pantalla grande para mostrar que se puede generar poesía desde el horror, que la vulnerabilidad juvenil es susceptible de convertirse en materia de una bella y crítica película. Así como los protagonistas de aquel drama social argentino se enamoraban en una estación de tren, María y el Araña trazan lazos afectivos en el bajofondo del subte porteño. El trabajo a la salida de la escuela los encuentra, los pasajes oscuros de las biografías individuales amenazan con separarlos. La nueva película de María Victoria Menis se inscribe en esa línea de realismo descarnado que el cine nacional viene trazando hace rato. La cinta abre con una escena pintoresca que recrea la inocencia infantil: María mira desde afuera el juego bailantero de sus amigas. Este y otros pequeños indicios aclaran desde un principio que su infancia ha sido brutalmente perforada. La protagonista tiene una mueca triste, cuando sonríe parece que lo hace desde las entrañas. Aunque el mimetismo con la realidad se logra desde todos los costados (el guion, la elección de las locaciones y el criterio de vestuario) el gran acierto del filme está en la elección de la actriz. Florencia Salas logra un naturalismo siempre creíble valiéndose de una gestualidad mesurada y de escasas palabras. La reducción al mínimo de los diálogos es un rasgo estético deliberado. La película muestra todo sin decir casi nada, y ese todo no es para nada liviano. A pesar de sus circunstancias María es una alumna destacada, que recibe una beca para empezar la escuela secundaria. La maestra sabe que su silencio acusa más de lo que calla. Trabajar a la salida del colegio es un alivio, cuando el enemigo está adentro, la calle no es un peligro, la amenaza es la propia casa. Aunque la trama resulte un poco predecible por la profusión de indicios y la reutilización de los tópicos narrativos frecuentemente asociados a las villas de emergencia, y aunque la escasés de los diálogos hace que algunos suenen un poco impostados, María y el Araña es una película sólida, estoica y esperanzada. La pobreza, la perversión, el abandono y el maltrato forman parte de un enclave contaminado y sin embargo, gracias al amor del Araña, la protagonista subsiste a la adversidad.
Una opera prima para ver Entre los muchos estrenos de esta semana, Habi, la extranjera se destaca por su impronta festivalera (se vio en el Bafici, meses atrás) y por su singularidad de su temática: en su paso por Buenos Aires, una adolescente de provincia entra en contacto con la cultura musulmana y decide construir una nueva identidad alejada de los mandatos castradores y las estrecheces del destino familiar. El título de película no es una trampa semántica. Si bien la protagonista es argentina, su extranjerismo se configura en otras dimensiones. Ajena a la tradición laboral que le propone su mamá y desconcertada en los vericuetos de la gran ciudad, se inmiscuye como una extranjera en el mundo de las mujeres libanesas. La opción sugiere una paradoja: en el velo, accesorio que frecuentemente metaforiza las constricciones femeninas, la joven encuentra un modo de ejercer su libertad. Y así como se dejan de lado las problemáticas típicas de las mujeres de Oriente, la película se corre de las situaciones conflictivas para centrarse en el relato sosegado de la búsqueda identitaria. Esa armonía se convierte en tinte formal de una cinta parsimoniosa, de belleza parca, que opta por mantener el foco siempre cerca del rostro de la actriz Martina Juncadella. Un rostro prácticamente desconocido en el cine nacional que acaba por reforzar las ideas de extranjerismo y de vivencia marginal que la historia se propone mostrar. Decidida a quedarse a vivir en Buenos Aires, esta chica del interior comienza a visitar una mezquita, consigue trabajo en un supermercado libanés y se instala en una pensión donde otros tantos buscan redefinirse mediante cruces interculturales. En dos o tres planos la película se las ingenia para hacer zoom en personajes menores pero igualmente encantadores, como la hijita de la pensionista que recibe a los huéspedes diciendo "Hello! How are you?" y anoticiando a los humildes huéspedes de los precios de los servicios en dólares. El extranjerismo se extiende así a varias figuras del reparto, situadas físicamente en la Argentina pero con la memoria o la fantasía puesta más allá de la frontera nacional. La metamorfosis de la protagonista comienza por la búsqueda del nombre. Casi por azar decide llamarse Habiba Rafat, sin saber que esa denominación tiene una complicada biografía detrás. De allí parte el enigma secundario de la película, que esboza una situación que se presume amorosa pero que, con astucia narrativa, acaba desembocando en otra cosa. Enigma secundario al fin y al cabo, porque en Habi la extranjera (que será Habi hasta las últimas escenas en las que da a conocer su nombre original), lo verdaderamente central es la maduración del ser y la búsqueda alucinada de una identidad particular.
En lo profundo No es casual que la primera toma de Pies en la tierra la película dirigida por el villamariense Mario Pedernera muestre una ruta enmarcada por árboles. Esa ruta conduce al ojo directo al interior entrerriano que el filme reproduce con un realismo más que acertado. Diálogos justos y necesarios, naturaleza sonando al fondo, grandes y pequeños planos, delinean el entorno, mientras que el ritmo de la isla se convierte atinadamente en el tempo de la cinta. La parsimonia del inicio invita al espectador a sumergirse en la tranquila cotidianeidad del delta, a abandonarse a la contemplación de lo poquito y mucho que pasa, en dirección análoga a la que planteó Pablo Giorgelli en el largometraje titulado Las acacias. En ese ambiente exactamente representado, Juan Espósito Moreira, alias Juancho, lleva adelante su rutina de vendedor de pescado, no obstante a sus 10 años de inválido. Escueto, estoico y reservado, el personaje que compuso Francisco Cataldi, no tiene fisura por ninguno de sus lados. A partir de un manejo impecable de los pequeños gestos y de una locución exacta, el actor cordobés asume con creces su protagónico, mostrando ante la cámara a un Juancho enteramente creíble, que genera empatía inmediata y que logra transmitir con justeza la simpleza y la pureza de su alma. La muerte de la madre del protagonista y la llegada de la carta de una prima que lo invita a la comunión de la sobrina, son los disparadores del viaje que emprende Juancho por las rutas entrerrianas, tracción a sangre y a bordo de su silla de ruedas. La travesía estructura el guión, haciendo de cada parada la ocasión para una nueva interacción. El primer encuentro cruza a Juan Moreira (marginal y fuerte como el gaucho de Gutiérrez y de Favio) con un hospitalario boxeador retirado, en la próxima estación lo aguarda un dúo de campesinos, figuras de un reparto de probados dones compositivos. Aunque todos los personajes están idóneamente planteados (hay que reconocer el mérito de Diego Alonso en la dirección de actores) la película se reserva lo mejor para la última posta. El siempre efectivo Carlos Belloso es Paco Ventura, un cantante nochero que da el toque dinámico y excéntrico a la trama, y que detona la expresión de una emocionalidad a la vez profunda y mesurada. Conmovedora y ambientera como las narraciones litoraleñas de Juan José Manauta, rousseana en la confianza en la bondad primigenia de la especia humana, Pies en la tierra es una bellísima historia sobre un hombre simple cuyo deseo más ambicioso es sentir el viento rutero dándole de lleno en la cara.
Otra oportunidad Durante años las historias románticas del séptimo arte han sido capitalizadas por parejas en "la flor de la edad", pero de un tiempo a esta parte el cine se ha animado a extender la franja etaria apostando a dúos protagónicos que atravesaron el meridiano de los 50. La premiada Amour, Hope Springs, o la local Elsa y Fred son algunas de las cintas que surcaron el camino por el que también decidió aventurarse Rodolfo Duran. El director convocó a Ana María Piccio y Manuel Callau para narrar la historia de un amor que tras 36 años de interrupción se juega una segunda oportunidad. Paco vuelve a su suelo natal después de pasar más de tres décadas en España. El motivo del regreso es el casamiento de su mejor amigo, en el que Margarita presta servicio de catering junto a su joven y atractiva socia. Contrariando las predicciones por única vez, el guion no reencuentra a los protagonistas en la boda, él la reconoce a ella en un video de la fiesta que filma un sobrino pretendidamente freak. Mientras se posterga el reencuentro, la cinta gira hacia atrás en una serie de flashbacks que llevan al espectador a los escasos 20 días de relación entre Margarita y Paco, en la década de 1970. Exacerbando el estereotipo y cediendo a los clisés, la película salta al pasado de dos jóvenes con uniformes hippies, portadores de sueños que en la vuelta al presente se ven truncados. La Margarita actual es más sólida, interpretada por una Piccio que ha resignado la impronta picaresca de su registro actoral para configurar una creíble viuda desganada, que lleva el orgullo como marca central de su personalidad. Con ayuda de su hermano (encarnado por el preciso Awada), el tímido Paco se acerca finalmente a su enamorada, y el guion apresura los hechos, revelando secretos no tan secretos y cediendo al inoportuno termostato del melodrama. El elenco que secunda a la dupla protagónica aporta otros matices a la historia. La dramaticidad se incrementa en la relación madre-hija, la comicidad asoma en la lujuria de Awada y la ternura aflora en la naturalista actuación de la pequeña nieta de "Marga". Colores más, colores menos, la película no llega a ponerse al lado de otros ejemplares logrados del género. La elección musical es desacertada y el guion carece de esmero, pero valga la intención de contar y de darle otra oportunidad al amor y al cine nacional.
Al son de la música clásica No todas las óperas primas se dan el lujo de contar con un talento de exportación entre sus filas. No obstante a su condición de debutante en la pantalla grande, el director Ariel Broitman se aseguró el sí de Elena Roger para la encarnación de Ana, el personaje protagónico de la cinta basada en el libro La Maestra de canto, de Silvia Arazi. Sin esa acertada decisión de casting, La vida anterior tal vez hubiese sido sólo una película con ambiente operístico de fondo, pero con la sutileza de acción y el virtuosismo vocal de la actriz principal se convierte en un filme íntegramente marcado por la presencia de la música clásica. Esmeralda Mitre y Sergio Surraco son los otros dos vértices de un dramático triángulo amoroso. Ana y Federico llevan varios años de casados. Ella es una estudiante de canto lírico con alguna que otra incursión en los escenarios, él es una especie de artista maldito, marcado por el fracaso. Los maestros y guías de cada uno vienen a completar el reparto: Adriana Aizemberg y Juan José Camero son los otros dos pilares de una historia con elenco reducido pero efectivo. En casa de su profesora de canto, Ana conoce a Úrsula (Mitre) y queda fascinada por su talento vocálico. De a poco la misteriosa soprano hará tambalear las bases de un matrimonio aparentemente consolidado. Con juegos interesantes en cuanto a la temporalidad, la película inicia anticipando el final: Federico ha muerto, Úrsula ya no está. Las poesías del fallecido artista funcionan como una voz en off que atraviesa el relato, a veces terminando de explicarlo; otras, presagiando lo que vendrá. Este recurso sonoro es otro de los tintes de una estructuración fílmica musical particular: con poco espacio para los silencios, música de fondo casi constante, y episodios que rescatan las joyas de Shubert y Dupart. La sonoridad se convierte en pauta para la dirección de arte. La película está situada en la Buenos Aires contemporánea, pero la escenografía, la elección de las locaciones, y algunos signos de vestuario sugieren un anclaje más añejo, pictórico y casi atemporal. En esa atmósfera singular, la traición se instala sin generar el típico estruendo dramático de las relaciones quebradas. Sutil y dosificada, la película se cuida de mostrar reacciones desmesuradas, dejando las secuencias aparentemente más importantes (el engaño, la atracción mutua entre Úrsula y Ana, y la muerte de Federico) apenas insinuadas. Los diálogos plagados de adornos poéticos terminan de alejar a La vida anterior del realismo convencional, situándola más cerca de un drama experimental sin ápices de emocionalidad. Si el "pasado es un prólogo" signado por la aceptación del engaño, el epílogo de la historia muestra a una Ana mejor plantada en el escenario, más cercana a la Roger que habita en todos los escenarios.
Tenemos visitas Stephenie Meyer quiere hacerlo de nuevo. Con Crepúsculo, la escritora se trasformó en best-seller y facturó a más no poder con la adaptación de la saga para la gran pantalla. Ahora, sin vampiros ni hombres lobos, la autora creó una nueva historia que recicla algunos de los elementos de su éxito anterior y los adapta a nuevas circunstancias, actores y contexto: La huésped. El mundo se encuentra ocupado casi en su totalidad por alienígenas llamados Almas, que se meten en el cuerpo de los humanos y los controlan. Un pequeño grupo resistirá a los invasores pero tarde o temprano caerá en sus manos. Así le ocurre a Melanie, una joven que se oculta junto a su hermano y novio hasta que es capturada y le implantan un Alma, a la cual intentará controlar para reunirse con su familia. Saoirse Ronan (Hanna, Expiación) interpreta a la protagonista del filme, que se comunica con Wanderer(así se llama la extraterrestre que ocupa su cuerpo) como si de su conciencia se tratara, y buscará influir en sus acciones y pensamientos. La marcada inexpresividad y rigidez del cuerpo manejado por el Alma en constante contraste con la actitud inquieta y ocurrente de Melanie (que se manifiesta como una voz en off) funcionan bien gracias a Ronan. La actriz es de lo mejor de la película junto a William Hurt (el barbudo tío Jed). Las escenas en que la dupla toma las riendas, sus conversaciones y los giros en torno a la relación de ambos merecen ser destacados. Por el contrario, los jóvenes que cubren la cuota apuesta y musculosa del filme no corren con la misma suerte. Mientras que al novio de Melanie, Jared (Max Irons), parece difícil creerle el enojo, la tristeza o cualquier otra emoción, su competencia rubia y fachera recuerda bastante al personaje del hombre lobo en Crepúsculo. La villana interpretada por Diane Kruger, por su parte, aporta belleza pero no logra llenar las botas de "la mala de la película". Sin vampiros pero con alienígenas, el romanticismo empalagoso le gana por lejos a la historia de la ocupación extraterrestre, que parece sólo un pretexto para contar, antes con vampiros, ahora con hombres y seres de otro planeta, una historia de amor adolescente con final feliz.
Sólo un partido más No es esta la primera vez que el cine comercial se propone narrar el ocaso y la redención de un deportista retirado. Hay toda una tradición fílmica asociada a veteranos que intentan rearmar su vida laboral cerca del ser amado y no muy lejos del campo. Tampoco es original el hecho de que el protagónico sea encarnado por un probado galán. El mismísimo Kevin Costner se puso dos veces en ese lugar, primero para la taquillera Bull Durham, junto a Susan Sarandon, en la que interpretaba a un exitoso catcher devenido en entrenador de nuevas estrellas; y en una segunda oportunidad, encarando a un beisbolista cuarentón y lesionado al que le pasaron retiro forzado, en la más dramática Entre el juego y el amor. Pese a que no tiene la contundencia y la sorpresa de un gol de media cancha, Jugando por amor tampoco puede equipararse a esos partidos aburridos en los que no pasa absolutamente nada. George Dryer es un guapo futbolista desempleado, en apuros económicos, que llega a Virginia para pedirle una revancha a su pequeño hijo y su ex esposa. Un guión predecible que se mantiene pegado a jugadas estratégicas, pero llevado adelante por un equipo sólido, con más de un jugador estrella. Gerard Butler (también productor del filme) y la actriz y modelo americana Jessica Biel son la dupla delantera que capitanea la historia, con el apoyo de tres defensores de lujo: Uma Thurman, Catherine Zeta- Jones y Dennis Quaid. Cansado de mirar su fracaso desde el banco, Dryer se reivindica como hombre y como padre convirtiéndose en el entrenador del equipo de su hijo Lewis. La comedia se dispara cuando las madres de los pequeños jugadores comienzan a orbitar como planetas alrededor del astro del fútbol que, en el entretiempo entre su nueva y su vieja vida, se permitirá clavarla dos o tres veces más en el ángulo. Sin sobresaltos que hagan levantar a la tribuna de su asiento, la cinta mantiene atentos a los espectadores hasta la hora de la definición gracias al magnetismo que ejercen sus actores protagónicos y sus figuras de reparto. La química de la pareja es altamente verosímil, y el espectador ansía el encuentro pasional entre ambos, que sin embargo queda postergado para un invisible y no filmado tiempo complementario. Con el vínculo padre e hijo finalmente restaurado, al protagonista sólo le resta jugarse el último trofeo contra su rival Matt, actual pareja de Stacie. La gran final, dos desproporcionales adversarios y un resultado cantado.