Hacía un buen tiempo que no se sabía nada de Raúl Perrone por fuera del circuito de festivales especializados. Pero el realizador de Labios de churrasco, La mecha y 5 pal' Peso vuelve al ruedo en plena pandemia con Corsario, un nuevo eslabón de su larga cadena de películas centradas en la experimentación formal y narrativa que inició con P3ND3J05. Luego de un fallido lanzamiento en salas antes de la cuarentena, Corsario llega ahora directamente a la plataforma de streaming Cine Ar Play Como en aquella monumental película de 2013, Perrone vuelve a focalizar su atención en los jóvenes de su lugar en el mundo, Ituzaingó, donde imagina a un director de cine abiertamente inspirado en Pier Paolo Pasolini encabezando un casting para un próximo proyecto. Uno a uno irán pasando chicos y chicas para leer un poema del escritor y director Dylan Thomas, todo ante la atenta mirada de un realizador ficticio que, finalmente, termina saliendo a las calles para observar por sí mismo la juventud mientras en off se escuchan los versos de poemas que tranquilamente podrían pertenecer a su pluma. Perrone elige filmar con una cámara estenopeica –es decir, sin lente ni foco– realizada especialmente para la ocasión, dando como resultado una imagen granulada y fantasmal. Se trata de una búsqueda acorde a la última década de su prolífica carrera, dedicada casi íntegramente a abordar el carácter espectral del cine y de las criaturas que lo pueblan. Y al igual que gran parte de estas películas, el núcleo más interesante pasa justamente por el carácter libertario de una propuesta tan inclasificable como su director.
El origen de esta nueva película de Raúl Perrone estuvo un poco marcado por la casualidad. O no tanto. Probablemente ya tenía la idea de cerrar una trilogía dedicada al italiano Pier Paolo Pasolini. Entonces encontró en el parecido físico de un alumno de sus talleres la excusa perfecta. A partir de ahí empezó a construir un proyecto que terminó reafirmando su conocida voluntad para la experimentación: usó una cámara estenopeica (cámara fotográfica sin lente) con la que consiguió una imagen poco convencional que combina muy bien con un relato más bien abstracto sobre las aventuras amorosas de un artista multifacético (Pasolini fue cineasta, periodista, filósofo, novelista, dramaturgo, pintor, figura política pero sobre todo poeta, una condición que Corsario celebra con la creación de su propio lenguaje). El film también tiende un puente con este presente en el que la identidad de género se viene reconfigurando a ritmo acelerado, trabajando deliberadamente con una serie de personajes andróginos y algunos de los biotipos del conurbano que suelen poblar las historias de Perrone, instalado desde siempre en su universo personal de Ituzaingó. Funciona mucho mejor cuando el director confía en singularidad de las imágenes que supo elaborar con una inventiva notable (muchas de ellas de una belleza cautivante) que cuando apela a la voz en off para reforzar una ambición poética que igual era manifiesta.
CRÍTICA DE “CORSARIO” CORSARIO O LA OBSESIÓN DEVOTA DE UN CINÉFILO Ester Agunin Hace 24 horas 0 18 Entre las calles de una Ituzaingó natal, poemas de Verlaine y Thomas, y una jugada elección de recursos, estrena esta semana Corsario, homenaje, sin duda, a lo más censurado del cineasta Pier Paolo Passolini. Perrone dirigió más de 50 películas El fértil director de 45 películas, Raúl Perrone, estrena este jueves, 3 de septiembre, Corsario, por Cine.ar play, un filme que tiene como pilar la figura de Passolini, y que cierra su trilogía de homenaje a este destacado y debatido intelectual italiano. Ubica a un émulo de Passolini en las populares calles de su Ituzaingó natal, escenario y origen de toda su prolífica filmografía, buscando y seduciendo jóvenes, a la vez que los filma con una rústica cámara. Filmado con una cámara estenopeica -sin lente ni foco-, que requiere de la luz solar para su funcionamiento, recuerda a los pioneros, corsarios, quienes filmaban en la incerteza de la búsqueda de la luz del sol para concretar sus películas. En una estética de lo fílmico en el que los protagonistas son el juego de luces, particularmente las vistas al sol y al cielo con nubes, los sonidos: el chillón de la trompeta de jazz, de la conversación en un típico bar italiano, y de la voz del poema del francés Paul Verlaine dedicados al sexo con jóvenes, sus rasgos físicos, su procacidad al hablar, de las clases campesina y obrera, reiterados una y otra vez. En la textura desenfocada de las imágenes y en la repetición en torbellino continuo encuentra Perrone el despliegue de su arte. La narración se inicia con un “casting” realizado a cuatro jóvenes transgénero en el que deben recitar un poema de Dylan Thomas y realizar algunos movimientos, ante las indicaciones de un supuesto ayudante y de un enigmático símil de Passolini. La acción, si puede denominarse linealmente así este onírico transcurrir de imágenes, continúa en las calles barriales de Ituzaingó con el protagonista portando una vieja cámara, buscando y filmando jóvenes tatuados y plagados de piercings en una pista de Skate, con el supuesto motivo de llevarlos como actores para su nueva película. Pero escudado en sus anteojos negros, como para ocultar su lascivia y deseo. Esta recurrente aparición de jóvenes en las películas de Perrone opera como un leiv motiv para desentrañar y oponer la visión menospreciativa de la sociedad hacia las clases populares. Dialoga también con el pintor italiano Caravaggio en las escenas donde se muestra a esos mismos adolescentes desnudos, apenas cubiertos por telas multicolores, semejantes a las pinturas de motivos grecorromanos del artista plástico. El uso del blanco y negro en la casi totalidad de la película, es una elección sesentista y poética, sólo interrumpida por esporádicas vistas de flores de intenso color, vibrantes y voluptuosas, relacionadas aparentemente con lo carnal. Hecho que luego se repite en las breves escenas de los muchachos atildados como figuras de Caravaggio, o en las escenas donde se vislumbra la seducción y la pasión entre Passolini y los jóvenes. Perrone no recurre para el financiamiento de sus obras al Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales ni a grandes productoras, lo que marca una toma de posición contestataria frente a la concepción del arte. Concepción similar a los Escritos corsarios publicados por Pier Paolo Passolini en 1975, seis meses antes de su muerte, en los que reúne una serie de artículos polémicos, de una visión desesperanzada como sus filmes. Critica los valores y la economía burguesa y neocapitalista, la homologación de las culturas subalternas, el triunfo de una lengua y cultura tecnocrática, pragmática, totalitaria, basada en la autoridad de los medios de comunicación de masas y en el genocidio de las clases empobrecidas y del humanismo. Y de allí, sin duda, el título de la película y la devoción de Perrone cristalizada en sus escenas. CRÍTICA DE “CORSARIO” Dirección Montaje Arte y Fotografía Música Actuación Lo valioso es el atrevimiento a recursos de baja tecnología para plasmar una idea poética e innovadora. User Rating: No Ratings Yet !
Desenfocar en la tempestad ¿Qué filmaría Pier Paolo Pasolini en un paseo vital con una cámara por las calles de Ituzaingó?; ¿sobre cuáles ragazzi, pibes, haría foco? Y a Pier, con su camarita distintiva e intimidante, seguro alguien lo miraría como a un extraño, escudado siempre detrás de anteojos negros tal vez para que el sol no lo descubriera desprevenido en su acto de lascivia o naturaleza instintiva cuando el deseo puede y anhela más. Ese sol es el que necesitó Raúl Perrone para volver a apostar a la estética como parte de un lenguaje infinito, que recorre sus películas, Hierba, Favula, entre otras hace tiempo y que pretende prolongarse en cada una de las historias que su cámara narra. Sol porque la necesidad de la iluminación para filmar con una cámara estenofoica- que sin entrar en detalles- implica algo así como filmar sin lente es realmente novedoso, aunque a la vez nos retrotrae a la prehistoria del cine. Al acto en que esos pioneros, corsarios, experimentaban en el océano de la incerteza cuando la luz buscaba incipiente el agujero oscuro como Pier Paolo en la oscuridad del deseo, expuesto a la mirada del sol. A veces un torbellino que se entremezcla con la chillona trompeta del jazz, recorre el poema cinematográfico Corsario; otras en las estrofas de un poema que no le pertenece al director de Teorema, sino que trae la voz de Verlaine en su descripción minuciosa de los jóvenes y sus características físicas, su clase obrera y su procacidad en el hablar, para encontrar en la repetición y en la textura de la imagen, que hace del desenfocar su mayor virtud, el territorio virgen para que el Corsario Raúl Perrone deambule y despliegue su arte y su pícara y estimulante idea de “robarle” algo al cine o a la vida, en los retratos actuales de esos pibes que cada día se multiplica y se aproximan a Pier Paolo Pasolini, quien llega aquí en otro de sus viajes por la fantasmática de la cinefilia, representado y en primer lugar como observador observado. La superposición de planos en el mismo encuadre nuevamente hace estragos en lo visual y la singularidad de la textura de una imagen imperfecta desecha el homogéneo y discreto encanto del digital. Y nuevamente, las referencias directas con el arte y sus diferentes encuentros mágicos con el cine del realizador de Ituzaingó, que va desde el recuerdo de un poema de Dylan Thomas recitado a desgano por los distintos aspirantes a un casting en presencia del cazador furtivo de los anteojos oscuros, para que Marcelo Ricagno juegue un personaje de asistente y los rostros y cuerpos de los chicos-chicas o pibes-pibas también jueguen y no actúen, premisa irrenunciable del cine Anti Autor, que vuelve a reinventarse y no naufraga en el intento como tampoco la energía del color cuando domina el blanco y negro en los casi 60 minutos de metraje. Tal vez el viaje a los 60, quizás un poema sin tiempo, pero esas flores de colores fuertes forman parte de un gran jardín, el de los pibes o ragazzis de Pasolini y Perrone, ambos corsarios de ley, que no temen a las tempestades de las mareas de la cultura convencional, que arremeten con bravura y riesgo a los tifones digitados de la corrección política. Hablar de un pibe, apodado “El rata”, que se ahogó en el río también es poesía de la crueldad humana. Lo levantaron con ganchos desde los pies, dicen otros chicos en las mismas condiciones mientras el sol los ilumina y parte de su infancia derrite fragilidad y vulnerabilidad, solamente repetida en los ojos cuando el foco arremete a la estética y le gana por varios cuerpos al cine del miserabilismo que es rentable. La poesía no se mercantiliza en el pensamiento de los utópicos como esta película o poema. Simplemente, fluye con las ganas del deseo y la manera de compartirlo en una imagen fuera de foco, en un poema de otro tiempo o en los cuadros vivientes que transportan tristeza por la falta de movimiento y belleza a la vez por la perfección de los cuerpos y la luz que los baña.
El cine de Raúl Perrone es, en el contexto del cine contemporáneo de la región, el que más sorprende y conmueve. No sólo por las temáticas que aborda sino también por el modo en el que trabaja sus materiales. Su “artesanía” cinematográfica es indudable y no sólo habla de tradiciones pasadas sino que lo interesante es que esas tradiciones se proyectan hacia un futuro inmediato que él mismo como “artesano” maneja desde el presente. Su modo de representación tensiona los tiempos; el pasado confluye en sus obras y a la vez el futuro se actualiza. En el caso de Corsario, una cámara estenopeica demuestra esta idea. Cámara que puede ser casera, que data de siglos atrás, mucho antes de la invención del cinematógrafo; cámara que encarna en su propio dispositivo un modo particular de resolver la experiencia cinematográfica; desde ese pasado tan remoto se proyecta hacia un futuro que de tan inmediato se vuelve presente constante. Todos los múltiples dispositivos que el cine utiliza en la actualidad se resumen en la obra de Perrone a un manejo de la técnica artesanal que la hace más conmovedora, más sensible. Lo relevante es que en su cine la técnica es tan importante como el relato que cuenta, la coherencia entre sus materiales sensibles y los tangibles es extrema. El cine, para Perrone es acto y es proceso y a la vez es experiencia sensible del mundo; ese mundo que siempre de tan cercano se vuelve doloroso. Además, la coherencia es tan extrema que también tensiona económicamente sus materiales. Una cámara y una computadora le sirven a este director para realizar una película única; la economía de recursos es también una mirada sobre el cine actual y sobre el cine del futuro. Y esa economía de recursos es a la vez coherente con la clase que retrata; las clases populares son las que llevan a cabo la carga narrativa de sus películas. Casi como un acto de respeto, de humildad: se retrata a esa clase con la escasa economía que esa clase detenta. Esta vez Perrone se acerca y se distancia de la figura de Pier Paolo Pasolini; se acerca en el homenaje a su figura de corsario negro, de pirata sensible, de poeta inconmensurable y se aleja en el modo icónico en que lo retrata; sus caminatas por Ituzaingó, sus anteojos negros, su particular belleza, mostrándolo en sus escarceos amorosos, cada vez que enciende un cigarrillo, cada vez que mira esos cielos tan “perronianos”. En este punto de inflexión entre el acercamiento y el distanciamiento aparece uno de los sentidos probables de Corsario – y quizá de todo el cine de Perrone- filmar la cotidianeidad, filmar este presente tan convulsionado, tan político, tan enloquecido, tan repleto de vida como de muerte. Traer a PPP a la actualidad es también una toma de posición no solo política, sino estética y hasta ética. Sobresale un detalle importante en el conjunto de su obra y que se refuerza ahora en Corsario. Pareciera que al director no le interesan las catalogaciones, que no son otra cosa que cómodas manifestaciones para nombrar el mundo complaciente y ordenado que tanto PPP como Perrone reprueban. En esos chicxs que aparecen en el comienzo -gran escena con el querido crítico y poeta Alejandro Ricagno y la figura de PPP, donde se hace una especie de casting extraño- aparece el germen de esta idea; allí se mezclan género, sexo, identidad; tanto como se mistura la ficción con el documental, mientras la película se vuelve un revoltijo de cuerpos – que siempre son políticos- casi sin inventarios sexuales, cuerpos que responden a su propia libertad. Tal vez, ya a Perrone no le interesen esas antiguas nomenclaturas que de algún modo detienen el fluir del deseo, coartan la libertad individual y social, fijan sentidos y los coagulan. Corsario apuesta por imágenes libres, que a la vez son turbias en los múltiples reflejos, que otras veces se tornan difusas en las sobreimpresiones, que apelan a la eternidad de las repeticiones que siempre sugieren significados diferentes. También el concepto sonoro de la película es extraño, se leen poemas de Dylan Thomas o de Paul Verlaine (tan rebeldes y seductores como PPP o el propio Perrone), se dialoga sin palabras, se habla sin imágenes. Esta disonancia entre la imagen y el sonido es también uno de los modos de representación que piensa el cine de Perrone; esta no confluencia apela a la multiplicidad de sentidos, a las capas de significación que se agolpan en Corsario, que no necesita explicaciones ni prescripciones, ni siquiera una narración lineal. Evidentemente Corsario apela a un espectador capaz de dejarse llevar, capaz de sentir esa libertad que era que la que sintió hasta su último día Pasolini, capaz de conmoverse con esa figura sucia y transparente a la vez, esa figura mítica e icónica cuando deambula por ese descampado, dejando atrás un edificio destruido que semeja a un cuerpo horadado, un cuerpo político sin órganos pero aún en pie. CORSARIO Corsario. Argentina, 2018. Dirección, guion y edición: Raúl Perrone. Intérpretes: Martín Bermello, Nicolás Ruiz, Alejandro Ricagno y Ornella Timpanaro. Cámara y Fotografía: Raúl Perrone, Lara Seijas y Jorge Laplace. Música: Andre Villaveiran y Juan Marco Litrica. Duración: 67 minutos.
Cada vez que Raúl Perrone estrena una película la comunidad cinéfila está expectante. En este caso el cineasta, símbolo del cine independiente, creador de su propio decálogo, protagonista de una leyenda que cada vez crece más, nos interna en un homenaje, en una travesía particular. Admirador de Pier Paolo Passolini y su cine, consigue revivirlo en su mítica Ituzaingó , pero no es un fantasma. Es un ser inquieto, que recita un poema de Verlaine y que se ve, se lo siente más vital que nunca, plantándose en su deseo y en sus convicciones. Filmada con una cámara estenopeica, que nos separa de la sofisticación y es casi un homenaje a los comienzos del cine, que nos regala imágenes en blanco y negro y en color destinadas a mostrar flores, figuras en el cielo y composiciones a lo Caravaggio. Con fuera de foco, manchas, una textura única, una experimentación, un efecto para meternos en el ensueño y en la potencia de un director, el homenajeado y el realizador, que gusta de mostrarse siempre experimental, arriesgado, minimalista y único.
Una de las características más apasionantes de la obra cinematográfica en mutación de Raúl Perrone es que constantemente nos recuerda que bajo su gramática anegada (pero nunca colapsada) de texturas y por encima de su sintaxis epsteiniana-antinarrativa subyace (y se superpone: la abraza) la intención de buscar nuevo aliento para lo -sencillamente- simple. El estilo es todo en el cine y el estilo de Perrone es todo lo indiscernible que puede ser, lo que habla bien de su vocación antiautoral. ¿Es un cine de post-collage (est)ético el cine de Perrone, en tanto se para firme frente la imposición de la normatividad argumental? Preexiste en el modo de trabajo actual del cineasta una disciplina cuasi-marcial: no salirse jamás del enfoque experimental o -para decirlo más extensamente- libre en tu totalidad, pero libre de verdad, tipo pájaro libre bien hippie. El historiador que algún día se ocupe de la biografía cinematográfica de Perrone será el rey de la crónica de los volantazos estéticos y le deseo suerte en el acometimiento de cada una de las varias facetas que ha desarrollado el paladín audiovisual de Ituzaingó para contar lo que siente, desde las caricaturas que desarrolló en medios de comunicación gráficos hasta su actual intransigencia francotiradora (o francofilmadora) para re-caricaturizar, pero sin piedad, la docilidad con la que el cine se acota a una convención formal: lo poco que une verdaderamente el último corpus perroniano, el del Perrone más insólito (el que imbrica cine mudo, Pasolini, cumbia bonaerense electrónica, Bresson, aceleración de imágenes y somnolencia cinética rigurosamente vigilada como los trenes de Menzel), lo único que une ese corpus es su profanación de lo convencional. Perrone es un sabueso inteligente que sabe dónde ha escondido sus huesos para desenterrarlos en el momento apropiado, acaso cuando aqueja su hambre de cine. Otro punto neurálgico en el análisis de esta última película: entre las bisagras de su montaje caleidoscópico (aunque no tan caleidoscópico en el sentido de que el caleidoscopio reinventa sus geometrías desde la aleatoriedad, no a conciencia) y bajo el estupor que mantran sus exponenciales proliferaciones de capas tectónicas de sonidos viejos y nuevos audios de no-autor, existe, sí, un autor, pero uno que se desacredita orondamente con la presentación de la etiqueta “Antiautor”, que antepone, en mayúsculas, casi como un logotipo de insurrección, a los créditos de sus últimas excursiones en el territorio de una variable de la cultura lisérgica que podríamos pispear como “psico-aséptica”: sin consumo de drogas, sin químicos extranjeros en los mares de glóbulos endovenosos. Conjeturemos, que es gratis conjeturar: Perrone podría ser un médium inconsciente entre la masa magmática de la creación total y los filamentos sutiles de su narrativa, que va desmadejando en cada película hasta darnos la impresión de que no hay inicio ni final en la zona donde él encuentra sus historias de no-principio y no-final. David Lynch se queja de que la gente no entiende la vida pero que aún así no busca explicaciones y que cuando no entienden su cine quieren que se lo expliquen. Tiene razón. Lynch podría comer una hamburguesa con Perrone y hablar el mismo idioma, al menos en relación a sus postulados frente al espectador. Los cuadros no se explican, como dijo otro, ¿por qué tenemos que explicar las películas? Analizar, no explicar. Perrone es un habitante de Ituzaingó químicamente puro, retroalimentado por su urbe, ubre que colma su sed de hacer. Filmada con una cámara estenopeica (de la Química pasamos a la Tecnología de tiempos aristotélicos), artefacto sin lente que juega con la luz bajo otras reglas, Corsario es una de las mejores películas de este autor (lo siento, Perro) porque además consigue abstraer la fisicidad del relato gracias a una banda de sonido con vista al mar de la locura, de la locura de la que brotan poetas como Pasolini. De la locura de la que hablan aquellos guardianes cancerberos del relato en actos. El acto en cuestión aquí es sobrellevar a cuestas esta animosidad contra la linealidad narrativa o seguir fiel a un camino sobre cornisas. Y estamos seguros de que sabemos de antemano la respuesta que puede darnos este pro-autor de lo anti. En el cine de Perrone hay un “anti” y un después. El “después” se revela con cada película nueva, de las que pare sin parar.
Adorando a Pasolini Raúl Perrone se caracterizó desde sus orígenes por ser un director rupturista: opta por filmar de manera independiente -sin ningún tipo de subsidio-, sin productores, casi siempre en Ituzaingó (la localidad donde vive) y casi sin artificios técnicos. Su cine es puro y realista, usualmente en blanco y negro y con un tratamiento sonoro particular. Para muchos, Perrone da la impresión de hacer un cine amateur, pero lo de él es más experimentación y minimalismo que falta de conocimiento. Perrone quizá sea un director aún incomprendido, pero a su vez ha logrado contar con un gran número de fans a lo largo de los años. En esta oportunidad nos deleita con Corsario (2018), en la que elige un actor para ponerle el rostro de Pasolini, su director predilecto y admirado. En la película la cámara de Perrone acompaña a su protagonista desde un casting para una nueva película hasta los momentos de café en la confitería y la mirada fascinada y sexual hacia los jóvenes de una plaza, significándolos como sus amantes en un poema con voz en off y escenas que remiten a cuadros de Caravaggio. Todo esto en las calles comunes del barrio de Ituzaingó pero haciéndolas pasar por los bellos pasajes de Italia. Y además filmado con una cámara estenopeica, hecho que consigue separarnos de un cine de alta definición para encontrarnos con imágenes fuera de foco, manchas en la cinta y colores difuminados. La magia del cine de Perrone radica justamente en eso, en soñar lo que no somos y en ser lo que queremos ser. En Corsario Perrone es Pasolini y Pasolini es Perrone. Fanatismo y ficción juntos.
PERRONE, EN MOVIMIENTO Y EXPLORANDO No es la primera vez que Raúl Perrone alude a Pier Paolo Pasolini, pero lo que hace tan singular a Corsario es la posibilidad de construir una biografía icónica. Por supuesto no se trata de una sucesión de hechos cronológicos ni mucho menos, sino de la captación de dos o tres aspectos que representan la genial naturaleza del gran director italiano. El primero de ellos es la combinación del cine con la poesía. Ambos lenguajes recorren toda la película en diversas circunstancias, ya sea en un prólogo cuyo marco es un casting donde los candidatos leen versos, son observados en sus movimientos para un film potencial o en esa voz que recita en ciertas ocasiones estratégicamente incluidas. Segundo, porque allí están los raggazzi di vita comidos por la cámara a medida que caminan por la calle, dialogan y son seducidos. Tercero, porque se da cuenta también del trágico final pero en una secuencia maravillosa donde el reflejo de unos chicos en skate atraviesa el cuerpo tendido del Pasolini actor. Nuevamente Perrone sorprende y actualiza signos del universo del cineasta con las marcas del presente, no solo de la patria, Ituzaingó, sino con los chicos cuya identidad sexual se abre de un modo impensado en los setenta pero que hubiese sido celebrado por Pier Paolo. A todo ello, y tal como viene ocurriendo en esta etapa de su carrera, hay que añadir el carácter experimental de las imágenes, que oscilan entre fragmentos con el foco al límite y otros cuya nitidez naturalista contrasta fuertemente. El uso de una cámara estenopeica confirma la movilidad incesante y la exploración de Perrone, más inquieto que nunca.
En Corsario, película que el propio Perrone prefiere presentar como “poema”, la famosa distinción de Pasolini entre cine de prosa y cine de poesía adquiere una precisión epistemológica. El desplazamiento de la narración a una suerte de intensificación de la percepción se percibe ni bien culmina la escena inicial, en la que Pasolini y un asistente examinan a los candidatos para un presunto film que se habrá de rodar. De ahí en más, Corsario se entrega a motivos recurrentes donde los pibes están frente a cámara, se deslizan en skate, caminan, seducen. Pasolini mira y a veces filma. A esto se le añaden dos poesías que se leen en italiano y que se repiten en tres ocasiones, y también se agrega una misteriosa escena en la que Pasolini reproduce en un rodaje una típica situación pictórica de Caravaggio. Sobre ese esplendor pictórico se inmiscuye con frecuencia un fondo sonoro que tiene mucho de free-jazz. Son fuerzas sonoras caóticas y violentas que desajustan la armonía visual. Es una combinación perfecta. Seducción y violencia, imagen y sonido.
A través de Cine.Ar Estrenos nos llega la última película del prolífico Raúl Perrone, Corsario, un experimento dedicado a su amor por Pasolini que cierra, quizás, la trilogía de homenajes compuesta por P3nd3jo5 y Ragazzi. La última película del director Raúl Perrone es un poema audiovisual sobre Pier Paolo Passolini. La palabra poema la utiliza el mismo Perrone y ya modela una manera de verla. Corsario empieza con una escena de casting. Un director lookeado como Pasolini, junto a alguien que podría ser su asistente, les hace recitar a diferentes jóvenes “Veo a los muchachos del verano” de Dylan Thomas. Aspirantes que se caracterizan por una apariencia andrógina. El resto de la película es una especie de recorrido de este Pasolini, que va caminando las calles de Ituzaingó con su cámara, filmando a muchachos a los que les dedica unas líneas pasionales, dichas en italiano. Recita algunas frases que le pide prestadas a Paul Verlaine: que le gustan los muchachos obreros, jóvenes, dice que su deseo está cansado pero jamás vencido, se confiesa que tuvo incontable cantidad de amantes aunque nunca fueron demasiados. Al estar rodada con una cámara estenopeica, las imágenes tienen una apariencia rústica que nos trasladan a una época pasada. Perrone experimenta y parece jugar, como en aquella escena en que los planos se superponen en un mismo encuadre y le brinda una apariencia fantasmal a su protagonista. En el medio se cuelan, esta vez a color, algunas imágenes eróticas de flores. El color no volverá hasta una secuencia con recreaciones de obras pictóricas de Caravaggio. El erotismo a flor de piel. La repetición de algunos textos, las imágenes que después de un rato casi no deparan sorpresa, hacen de Corsario una película no argumental que apuesta por la experiencia. Una experiencia que trasciende lo audiovisual ya que, gracias al uso del dispositivo, se pueden sentir hasta las texturas, dejando de lado la definición y nitidez que las películas actuales siempre ofrecen. Corsario es una carta de amor a Pasolini. Austera, repetitiva, a veces erótica y otras caprichosa. El resultado de un realizador que sigue experimentando en y con su cine.
Raúl Perrone siempre sorprende. Este poema visual y sonoro imagina, de alguna manera, a Pasolini dando vueltas por Ituzaingó
Reflexionar acerca de los procedimientos técnicos usados en una película no debería ser ni una banalidad, ni una temática por pura moda, ni una enunciación de información vacía de sentido, es ante todo una clave para comprender el universo de secretos que esconde un filme en su gestación. Cuando la técnica es el elemento a través del cual se construye una búsqueda estética y no una impostura eso pasa a ser una clave de la expresión artística esencial de todo artista genuino, y si en este caso nos convoca la obra de Perrone de lo genuino es claramente de lo que vamos a hablar. Corsario es un poema, mezcla de mundos pictóricos y literarios con corpus cinematográfico, realizada con una cámara estenopeica digital lo que nos remite a una modalidad de registro primigenia en la historia del lenguaje fotográfico. Su funcionamiento es clave ya que la imagen se proyecta sobre un soporte sensible atravesando tan solo un pequeño orificio sin la existencia de una lente que modifique una percepción distinta del espacio, creando una imagen mucho más difusa que la resultante de un proceso tradicional, la pérdida de los bordes del cuadro y una textura modificada entre otras huellas formales. Perrone elige este pincel estenopeico para trazar líneas poéticas sobre una hoja en blanco donde escribe con luz su texto cinematográfico, el que se presenta como el más claro de sus autorretratos. La escena inicial es la de un pequeño casting en el que desfilan mujeres jóvenes con nombres de hombre, como los jóvenes a los que el poema que recitan refiere “Veo a los muchachos del verano” de Dylan Thomas que se repite en estrofas, con frases que flotan en el ambiente mientras ellas/ellos son observados por la cámara que es nuestra mirada cómplice, a la vez que dos hombres frente a ellas juegan de directores de un supuesto filme en cuestión. Uno de ellos de lentes oscuros y pelo azabache jugará el rol de “el doble”, el doble del cineasta italiano Pier Paolo Passolini, tan querido por el mismo Perrone, que en este breve relato no argumental será el protagonista del juego multiplicándose en varios Passolinis con distintos actores para el mismo doble imaginario. ¿Es entonces este poema un homenaje a Passolini? ¿O es Passolini un doble del cineasta de Ituzaingó? Filmar al que filma, filmar al que miramos, filmar al que se deja mirar. Este filme es sin dudas un sincero y apasionado autorretrato donde ser Passolini y ser un corsario es una definición, la de ir tras el deseo en ejercicio soberano de la libertad. El poema de Dylan Thomas desaparece de escena y da lugar al inicio del camino del viaje del doble que habita entre jóvenes por las calles anónimas de una ciudad que es ese barrio de todos sus filmes y a la vez todas las ciudades del mundo. Él los mira, los filma, los observa y es observado, mientras, las palabras de Paul Verlaine en sus versos de “Mille et tre” hacen eco en una voz que en italiano se despliega con versos de absoluta vigencia: “Mis amantes no pertenecen a las clases ricas, son obreros de barrio o peones de campo…” Y podemos ver como el doble Paolo mira su deseo, lo vemos mirar lo que desea ese objeto oscuro e infinito que todo lo puede. En colores irrumpen las imágenes de flores como el cuerpo del deseo se nos impone cuando lo convocamos, y esa forma del erotismo se yuxtapone a la figura de los jóvenes varones que lo rodean y lo surcan. El cuerpo del deseo, el goce hecho obra, y el texto del poeta maldito (Verlaine y Perrone) que enumera los encantos de sus amantes como si Perrone enumerara a sus filmes-amantes con sus cualidades únicas, mirándolas a todas, bellas, únicas, distintas y jóvenes aún. “Todos ustedes son la diáfana imagen de mis días pasados, pasiones del presente y del futuro en plenitud erguida, incontables amantes… nunca son demasiados…”. Ya son más de 40, y nunca son demasiadas. Ver el deseo como un fantasma se enlaza con esa marca autoral y plástica de destruir la nitidez digital y hacer de la imagen contorno, una imagen mancha. Tres veces el mismo poema se repite, en tres voces diferentes, en tres escenas distintas, con tres dobles y así es lo mismo todo y todo a la vez diferente, capacidad magistral de la repetición y sus resignificaciones, potente arma del cine contemporáneo y de sus decidores. Los jóvenes se multiplican, son esos y son otros nuevos, pero hay uno que hace de su imagen el reflejo perfecto de la del doble y así se abre “el otro yo” del doble, como un infinito de identidades, pero ante todo como una batalla abierta que lucha contra lo finito. Nada es finito aquí, todo vuelve a la vida otra vez, y la muerte pierde la guerra frente al arte siempre. Vemos los cuerpos en movimiento a esa velocidad distorsionada del artificio que genera el cineasta, lejos de todo naturalismo circulan espásticamente. Una luz blanca que enceguece se filtra por un ángulo del cuadro, es el poema y la fuerza de la juventud como una brutalidad poderosa. Se escuchan sonidos superpuestos y extrañas musicalidades como sesiones de free jazz que se enredan alocadas al tiempo. Hacia el último pliegue se impone el encuentro de todo y el clímax del deseo consumado es la representación, lo absoluto de ese momento eterno y efímero a la vez. Una serie de encuadres desenvuelven a los artistas ocultos y sus obras inolvidables: Caravaggio, Ferri, Caracacciolo y Batistello recreados en excelsos tableaux vivant. Imágenes de jóvenes cuerpos semidesnudos, texturas, miradas y una luz envolvente que acaricia las pieles. La imagen pictórica es tan eterna y tan pregnante que desarma todo poder absoluto del mandato digital y de cualquier mandato. Al final, cuando es hora de despedidas Passolini el viejo, el último de los dobles, se desvanece en las imágenes fantasma. El tiempo ha pasado y yace sobre una vereda de barrio donde los jóvenes pasan con sus skates y sus bicicletas. En una reimpresión fantasmal vemos como la juventud sigue su derrotero sobre el cuerpo aquel que ahora se nos hace inmortal. La vida no para, y como dice el maestro Perrone/Verlaine: “Mi cansado deseo jamás será vencido”. Por Victoria Leven @LevenVictoria
No es casual que luego de lo ocurrido con los testimonios del INCAA sobre las películas independientes, Perrone, uno de los directores mas reconocidos de ese mundo junto a Celestino Campusano o el grupo de “Pampero Cine”. Estrene un film que ya fue realizado hace dos años atrás. Corsario llega para traer de nuevo a la vida a un Pier Paolo Pasolini el cual, como todos recordamos, fue asesinado. Y asi como Tarantino el año pasado decidió artísticamente, como tambien filosoficamente si por supuesto entendemos a un film como decisiones que el autor realiza en base a sus ideologías (o no), Perrone lo revive en su film, pero sin decirlo, en ningún momento se menciona su nombre, pero se lo reconoce por el titulo del film y por su parentesco fisico. Algo fundamental en film, lo físico, las fisionomías que seducen y son atraídas entre si, donde Pasolini a veces, observara o filmara con una camara estenopeica, las cuales son útiles para que las imágenes sean mas nítidas. Como se sabe, estas cámaras no tienen foco, como el film mismo. Pasolini pasea por todo Ituzaingo observando a jovenes, sus comportamientos y divertimentos para encontrar ese pasado que fue el, a su vez, como el propio film que ya fue rodado y se esta descubriendo asi mismo. Las imágenes bellísimas junto al jazz y recorrido de los jovenes bajo la mirada de Pasolini no hacen mas que asociar el camino o obsesión en la filmografia de Perrone con “Pendejos” o “Las pibas”. La mirada hacia lo joven que a su vez nos remonta al pasado mismo. Porque tanto Pasolini como la escena de los jóvenes posando para la camara (de las pocas escenas con color), nos reafirma mas lo pasado como influencia para el mismo director, con Caravaggio y Pasolini. Pero a su vez, los jóvenes, no solo seducen y son todo lo que el poema suscitado en el film dice, no son solo el futuro, sino tambien el pasado, lo ya vivido, lo que ya paso, como esta pelicula, como Pasolini, porque estos jóvenes van a dejar de ser lo que son y perderán esa obsesión que ama Perrone o Pasolini aqui de ellos. Por eso la escena inicial de Pasolini junto a su ayudante de casting, están buscando a esos jóvenes para realizar una pelicula que todavía no se hizo, o… ya se hizo antes. Y si esto es asi, espero que aparezca un nuevo director resucitando a Perrone.
El casting de Pasolini Raúl Perrone vuelve sus orígenes al homenajear a uno de sus realizadores favoritos en en Corsario (2018), una propuesta más tradicional en cuanto a lo narrativo que experimenta con texturas, imágenes y formas en una posible continuidad de Pier Paolo Pasolini por el conurbano bonaerense para hacer una reflexión sobre el acto creativo y su correlato en la vida real. En el arranque Pasolini y un asistente entrevistan a posibles actores para una próxima película. Es inevitable no imaginar al director en la misma situación casteando a aquellos jóvenes que pasan por la prueba. También es inevitable que la idea de “casting sábana” se entremezcle aún imaginando la rigurosidad y exigencia. En el casting les dictan acciones y les hacen leer versos de Dylan Thomas en reiteradas oportunidades para evitar caer en el error de descartar por el descarte mismo a los participantes. Tras esas pruebas el realizador se aleja y comienza a transitar las calles del barrio en busca de jóvenes, seduciendo y dejándose seducir, ocultándose tras sus lentes y fumando sin parar. Corsario devuelve la frescura de un Perrone primigenio, a su propuesta radical que con el tiempo se fue multiplicando, que lo hizo perder en laberintos creativos sin salida y que hasta la fecha lo llevan a producir y producir cine sin parar. Lo novedoso en esta oportunidad es, por un lado, la utilización de un personaje real y con anclaje histórico, mientras que por el otro, el director se anima a destruir la pantalla con un elemento técnico, una cámara estenopeica (restaurada para la oportunidad) con superficies que surgen por sí solas, emergen, brotan. Entonces, ya no se podrá levantar el dedo para acusar por prejuicios, al contrario, al realizador desarrolla todo un trabajo que se desprende de cinematografías robustas, por lo que al aparecer y exigir otros formatos, las difuminaciones o sobreexposiciones forzadas (algo que sí realizaba en películas anteriores de manera deliberada), deviene en un resultado que la propia imagen vuelve artificio. Corsario disfruta de actores ignotos para envolverlos en cine, brota celuloide (aunque ya no sea el material madre) en cada escena y en la plasticidad de la suma de encuadres y cuerpos como cuadros de antaño. El cine para Raúl Perrone es un lienzo, y en él cuenta experiencias, viajes al pasado y al presente, sólo como testimonio de su fidelidad a sí mismo, con el derrotero de un realizador que además supo conectarse con la gente desde su sensibilidad y, por decisión propia, luego no hable más. No es casual que en uno de los pasajes un niño le cuente a cómo alguien se ahogó en el río, meta mención a otra de sus películas en las que los cuerpos se representaban como meros objetos de la acción y conflictos.