El cineasta palestino Elia Suleiman un día salió de su país por un tiempo. Fue a París y Nueva York. Se dedicó a recorrer esas ciudades y, sobre todo, a observarlas. No tanto las construcciones o museos. Lo que más le llamó la atención es la gente que la habita y su comportamiento. Así, el realizador, que también es el protagonista absoluto de esta ficción, nos relata en formato de comedia un viaje a dos de las urbes más importantes del mundo, que no resultará un viaje tradicional. Suleiman vive solo. en una casa grande de Palestina. Interactúa con vecinos y conocidos. Cuando va a Europa y los Estados Unidos hace lo mismo. Los demás le hablan y antes de que pueda responderles corta la escena y continúa con otra. Elia no dice nada, permanece mudo durante todo el film, sólo en un momento dice dos palabras, que es de Nazaret y vive en Palestina. Todo su recorrido lo hace en silencio, interrumpido por varias canciones cantadas en distintos idiomas y el sonido ambiente de fondo. Contado lentamente lo que le interesa mostrar es lo que hace el ser humano en la vía pública o en el interior de un edificio de oficinas. Arma escenas, muchas de ellas coreografiadas, en las que no interviene, actúa como un incrédulo espectador de la ridiculización de la policía, el ejército, barrenderos, auxilio médico, etc., casi siempre bebiendo alcohol y fumando. Constantemente viste el mismo saco y sombrero que se los cambia recién cuando aterriza en América. Pero lo que permanece inalterable, es su cara de impávido. Con esa actitud de paso cansino y sus manos cruzadas detrás del cuerpo deambula por varios lugares. Luego nos enteramos que su objetivo es la búsqueda de apoyo económico en un par de productoras cinematográficas para poder filmar una película. Amigos espectadores, si quieren ver a una desconocida París, porque está vacía, no hay gente ni autos particulares, es un estímulo que los ayudarán a decidir ver esta película, pero si pretenden que haya conflictos, diálogos inteligentes, vueltas de tuerca, romances, peleas y todos los condimentos que sirven para aderezar una comedia, este no es el caso. Porque el manejo de la ironía, de tan sutil, elegante, inteligente y absurda como la presenta, no causa gracia, ni entretiene, simplemente aburre, y mucho.
¿Quién iba a decir que su descendiente más fiel ha nacido en Nazaret y ahora se le ocurrió visitar el país de su predecesor?
Crítica a “De repente, el paraíso” de Elia Suleiman El director palestino Elia Suleiman se despacha con una comedia irónica que lleva el absurdo al extremo, criticando y desnaturalizando las situaciones que vivimos día a día en occidente, sin emitir casi palabras nos demuestra el absurdo social de París, Nueva York y Nazaret. “De repente, el paraíso” de Elia Suleiman “De repente, el paraíso” está protagonizada por su director, Elia Suleiman, quién sale de su Nazaret natal para conseguir fondos para financiar su nueva película. Las secuencias a lo largo de todo el film son de un humor absurdo increíble y a lo largo de toda la cinta, desde policías que hacen una coreografía a la hora de perseguir a un ladrón o un supermercado en pleno corazón de Nueva York con personas portando lanza misiles y fusiles de asalto. Elia Suleiman no emite palabras hasta la hora y media de película. Cuando finalmente dice algo, es para contar de donde viene. “Nazaret” y “Soy palestino” es su único dialogo, es casi un espectador de todas las situaciones insólitas que ocurren a su alrededor a lo largo del viaje. El absurdo siempre fue utilizado como una forma de crítica al mundo, así en una especie de Chaplin en “Tiempos modernos”, Suleiman nos regala una mirada absurda de occidente siendo occidente, de occidente mirando a oriente, de oriente siendo oriente y de oriente mirando a occidente. Después de este trabalenguas no queda más que recomendar que veas “De repente, el paraíso” para que saques tus propias conclusiones y además encuentres tus significados a los sin sentidos de Suleiman. SPOILER: La escena final y la del subte son las mejores sin duda. Desde este 20 de febrero se podrá ver “De repente, el paraíso” en los diferentes cines del país.
“El silencio de lo absurdo” El ritmo acelerado y desordenado de la modernidad, se ve interrumpido por un alma descolocada It Must be Heaven (2019), film escrito y dirigido por Elia Suleiman, explora los tiempos modernos a través de un relato colmado de la propia personalidad del director palestino. El creador de la comedia seleccionada en Cannes, actúa de sí mismo y registra el mundo de una manera muy particular. La historia es sencilla a la par que compleja: el protagonista no hace más que observar. Con tintes suavizados, los conflictos como la injusticia y la violencia, se presentan a través de situaciones burlescas que atraviesan e irrumpen el espacio personal del personaje principal. Vecinos invasivos, policías ineptos y gente que corre sin parar, son algunos de los motivos que incomodan a Suleiman hasta el punto que decide tomar sus cosas y largarse al mundo para encontrar otro rumbo y, porque no, un hogar pacífico. Y es lejos de casa entonces, cuando el nómade descubre que aunque recorra miles de kilómetros, Palestina y sus conflictos no lo abandonarán. Filmada en Nazaret, París y Nueva York; la película expone, con una fotografía exquisita, el espíritu de cada destino que recibe al viajero. Tomas amplias envuelven y hacen pequeño al protagonista que se siente en un mar avasallante de momentos que superan a la razón. De Repente, el Paraíso se siente de otra época. Suleiman presta atención a cada detalle que lo rodea, percibe la incomodidad de lo ridículo de la humanidad y lo transmite a través de elementos que remiten al cine clásico de comedia. Pueden faltar palabras para quienes las necesiten, ya que los diálogos tienen tan sólo algunos minutos de pantalla. Pero es en ese silencio que brilla la expresividad del actor y director: lo bizarro o absurdo se resalta gracias a la ausencia de conversaciones triviales. El protagonista que observa, intenta entender y transmitir lo inentendible, no transformarlo. "Lo interesante del film, reside en gran parte en la sutileza y belleza con la que Elia Suleiman decide hablar de conflictos serios; buscando sonrisas y contagiando calidez en todo momento."
Un lugar en el mundo Elia Suleiman vuelve a interpretar a una versión apocada de sí mismo, que asiste confundido a la realidad caótica que lo rodea. Sus películas suelen contener toques de Jacques Tati y Buster Keaton en el tono y en el estilo; y este nuevo trabajo, con una puesta escena semejante a un cuadro, tiene elementos de Roy Andersson. De repente, el paraíso (It Must Be Heaven, 2019) es su película más divertida y menos críptica, en gran parte porque el director sale de su Palestina natal después del primer acto y desplaza la acción a París y Nueva York. Pero Suleiman no trata directamente el conflicto Israel-Palestina, sino que prefiere plantearse algunas preguntas pertinentes: ¿Qué significa ser palestino? ¿A los demás les va mejor? La película empieza en los alrededores de Nazaret. Suleiman ve cómo una persona roba limones del árbol de su vecino mientras afirma que puede hacerlo porque le ha dado permiso: “No estoy robando”. Sin embargo, cada día se aprovecha más, y empieza a talar los árboles y a cultivar la tierra, por lo que uno llega a preguntarse si es en realidad el dueño. Es una situación divertida de por sí pero también sienta las bases de una película plagada de bromas con doble sentido. El director sabe que ya ha estado en esta situación, por lo que en lugar de enfrentar la amenaza directamente, hace lo que muchos palestinos han hecho: irse del país. Como director, tiene el privilegio de ir y volver, y no tener que exiliarse. Cuando llega a París, se sienta en un café y presencia la belle vie. Modelos atractivas caminan por la calle y la ciudad parece una postal hecha por una marca de moda. Pero esa sensación cambia a medida que Suleiman pasa más tiempo en la capital francesa. Las calles están siniestramente vacías por la mañana, y lo único que ve son trabajadores de la limpieza negros, burocracia policial y presencia militar. Cuando habla sobre su película con un productor francés, éste le comenta que no es lo suficientemente palestina. Decide irse a Nueva York, donde ni siquiera consigue superar la presión de una productora para lanzar su película. A donde quiera que mire, ve personas armadas, una situación tan mala como la que dejó en Palestina. Suleiman apunta a Trump y al imperialismo estadounidense con armas en los coches o colgadas de los hombros. Los toques absurdos y los gags visuales en De repente, el paraíso son los mejores de la trayectoria de Suleiman, que hacen de ésta su mejor y más divertida película.
Quienes disfrutamos de Crónica de una desaparición, Intervención divina y El tiempo que queda sabemos de lo que es capaz Elia Suleiman, el Buster Keaton, el Jacques Tati, el Charles Chaplin palestino a la hora del humor, pero también de su acidez como despiadado retratista de la realidad sociopolítica en Medio Oriente sin por eso caer en el lugar común de la denuncia horrorizada a pura bajada de línea. Para Suleiman bastan (sobran) las ideas para dar una mirada pesimista (sin perder el humanismo) sobre la violencia, la incomprensión, las contradicciones, los contrasentidos y las paradojas en su tierra y en otros lugares del planeta (De repente, el paraíso transcurre no solo en Nazareth sino también en París y en Nueva York). Suleiman está casi siempre en pantalla, pero prácticamente no habla (solo le dice “Soy palestino” a un taxista neoyorquino). Se limita a observar (atribulado, sorprendido) las situaciones que ocurren a su alrededor y que él -en su faceta de guionista y director- trabaja con ese humor absurdo y asordinado. Es decir, es tremendamente político y contestatario sin que en la película haya diálogos, ni voz en off, ni citas. Lo más cercano a un lugar común es que cuando empiezan los créditos de cierre de De repente, el paraíso aparece una dedicatoria a Palestina y a sus padres. Aunque no hay ninguna información concreta, parece que Suleiman ha perdido precisamente a sus padres. Lo intuimos porque dona a un servicio de ayuda múltiples pertenencias, incluidas una silla de ruedas y un andador, y hace una visita a un cementerio. Hasta allí lo más personal de un film en el que lo veremos lidiar con los patéticos y encantadores vecinos, tomar algo en distintos bares y cafés, observar la violencia callejera, la represión policial, el accionar de la burocracia, el excesivo control sobre el ciudadano. Los aviones, los monopatines, los pájaros, las calles muchas veces vacías, el fuera de campo, las simetrías en los planos, las hermosas canciones (I Put a Spell on You, por Nina Simone; Darkness, de Leonard Cohen): todas obsesiones y encantos de un cineasta único y por momentos (casi siempre) genial que construye viñetas únicas. Heredero del cine mudo, hermano artístico de otro satirista como el sueco Roy Andersson, Suleiman dice mucho con poco, hace de la austeridad un culto y de la inteligencia un arma poderosa. También se atreve contra el mundillo del cine (sobre todo de las coproducciones) y cuenta, en ese sentido, con dos aliados de lujo como el productor Vincent Maraval, que le suelta un discurso en el que dice que su compañía “simpatiza con la causa palestina”, pero sus películas no son “lo suficientemente palestinas”. En otro pasaje, se encuentra con el mexicano Gael García Bernal, quien le cuenta un vergonzoso proyecto que le han propuesto sobre la llegada a América en la que Cortés y los demás conquistadores hablan en inglés. Una escena hilarante... y ponzoñosa. Larga vida, entonces, a Suleiman y un brindis para que pueda filmar mucho más seguido.
Israelí de origen palestino decidido a combatir los estereotipos que suelen castigar a su pueblo, inmigrante ilegal en Nueva York, amigo del prestigioso escritor y crítico de arte John Berger -a quien está dedicado este largo, muy celebrado en la última edición del Festival de Cannes-, Elia Suleiman es, no caben dudas, un personaje singular. Su cine (recordar la fantástica Intervención divina, de 2002) es anómalo, muy personal y está casi siempre teñido de un humor ingenuo en la superficie, pero corrosivo en la profundidad. "A mayor desesperación, mayor humor", declaró el director cuando le preguntaron sobre la lógica de este film inusual que comienza en Palestina y continúa en París y Nueva York. Su espíritu explorador y poético es muy similar al de El paseo, la magnífica pieza literaria del suizo Robert Walser dedicada a la observación del gran espectáculo del mundo, con su belleza y su absurdo. El protagonista del relato, un alter ego del cineasta excéntrico, melancólico y, sobre todo, entregado obstinadamente al silencio, busca financiación para un proyecto cinematográfico destinado a promover la paz en Medio Oriente. En el trayecto que recorre persiguiendo ese objetivo se encuentra con situaciones y lugares que aparecen en la película a la manera de atractivas viñetas, siempre cargadas de gracia, sugestión y belleza, tres cualidades que en cine son invalorables.
“Es palestino, pero hace películas cómicas”. A través de uno de sus personajes, Elia Suleiman se ríe de sí mismo y de los preconceptos que rodean a su origen. Si su filmografía (con títulos como Intervención divina o El tiempo que queda) se desmarca del típico cine político, de denuncia o drama social que podría esperarse de un cineasta de Oriente Medio, en De repente, el paraíso da un paso más hacia el absurdo, con viñetas en apariencia desconectadas entre sí, que funcionan como poemas visuales. Algunos con un significado claro, otros más libradas a la interpretación, pero siempre atravesados por el humor y una mirada piadosa al sinsentido de la existencia humana. Esa mirada es la del propio Suleiman, protagonista casi mudo -sólo pronuncia un par de frases- de un periplo por las ciudades de su vida: la natal (Nazaret) y las adoptivas (París, donde reside actualmente, y Nueva York, donde vivió en su juventud). Sin sacarse jamás los anteojos y el sombrero Panamá que le dan un aire inocente, su personaje -un director llamado Elia Suleiman- observa situaciones cotidianas curiosas, líricas, o lisa y llanamente ridículas, que pueden causar tanta gracia como exasperación. Un vecino que se apropia de su limonero. Otro que le cuenta cómo una serpiente agradecida lo ayudó a inflar un neumático. Policías patinadores persiguiendo prófugos en una París desierta. Recolectores de residuos jugando al golf con una escoba, una latita y la alcantarilla como hoyo. Neoyorquinos de toda edad cumpliendo quehaceres cotidianos armados hasta los dientes. Madres empujando cochecitos de bebés ensayan una coreografía en el Central Park. Por su impasividad -por momentos irritante-, a Suleiman se lo suele comparar con Buster Keaton o Jacques Tati, aunque, a diferencia de ellos, en general él no protagoniza los gags, sino que se limita a cumplir un rol de testigo del mundo. Un mundo de una violencia subyacente apenas contenida, ante la que, parece decirnos, sólo nos queda contemplar la belleza y bailar.
El film de Elia Suleiman es una mirada sobre un mundo globalizado donde las armas, el control policial, la vigilancia, las persecuciones, la soledad, la incomprensión se perciben claramente y no solo en supuestas zonas de conflicto. El director palestino, nacido en Nazareth, ciudadano israelí, residente en Paris tiene una mirada aparentemente ingenua, disfrazada de humor y absurdo pero siempre inteligente, talentosa y profunda. Por supuesto que el ser “palestino” ya es una curiosidad del mundo hacia él, y el sueño de un estado propio le es presagiado en una consulta de tarot: “será una realidad pero él no llegará a verlo”, el deseo de una profecía, la añoranza de un paraíso propio. La radiografía de un sueño y una aspiración a la que no renuncia. Su mirada de Nazareth tiene que ver con vecinos enloquecidos, ladrones, bondades y violencia, policías banales llevando a una jovencita con los ojos vendados. No necesita nada más para revelar su pensamiento. Y en Paris y Nueva York, esa pasividad aparente que muchos comparan con Jacques Tati , o con Buster Keaton, nos hace ver ciudadanos armados hasta los dientes, policías haciendo coreografías pero siempre amenazantes o corriendo a una adolescente vestida de ángel con la bandera palestina pintada sobre sus pechos desnudos. Desfiles militares sin público, calles desiertas, un mundo universalmente amenazador que muchos prefieren ignorar bailando frenéticamente. Filmada con planos precisos que ubican al protagonista y director como un espectador en el centro de la escena, mostrando esplendores, humor, y una mirada crítica única. Disfrutable en cada detalle, en cada chispazo de crítico y gracioso, en cada melancolía instalada.
"De repente el paraíso": viñetas conectadas por el silencio En todas las escenas, Suleiman hace de un director de cine cuya película más reciente se llama...De repente el Paraíso “¿Usted es Brigitte?”, le pregunta una pareja de turistas japoneses en París a Elia Suleiman, que hace de Elia Suleiman en la última película de Elia Suleiman. Por las dudas que algún lector lo ignore, y dado que el nombre de pila se presta a confusiones, es conveniente aclarar que el señor Suleiman es un señor. La comunicación no es una cuestión sencilla en De repente el paraíso: el protagonista no habla, se relaciona con las cosas a la distancia y más de una persona se dirige a él en lenguas extranjeras, que no sabemos si Suleiman (el personaje) domina. Siempre tendió al mutismo el personaje de Suleiman (en Crónica de una desaparición, en Intervención divina, en El tiempo que resta) pero en esta ocasión ya directamente no habla, salvo dos o tres palabras intercambiadas con un taxista negro en Nueva York. Habida cuenta de que el taxista es tal vez el único personaje que demuestra un genuino interés por él, de allí podría empezar a tirarse del hilo que explicaría por qué el Suleiman de ficción se niega a hablar. Porque está claro que puede. Como los films anteriores, De repente el paraíso es una suma de viñetas, cuya única conexión es que todas están protagonizadas por el propio Suleiman, que hace de un director de cine cuya película más reciente se llama… De repente el paraíso (It Must Be Heaven es el nombre con que se la conoce internacionalmente). En ellas Suleiman se pasea (por Nazareth, que es su ciudad, y también por París y Nueva York) o se asoma al balcón de su casa, y en todos los casos observa. En el más absoluto silencio. Se lo ve triste. Carga una muerte reciente, que no está el todo claro si es la de su madre o su esposa (la mudez del personaje a veces afecta también la comunicación con el espectador), y esa pérdida asoma a su rostro, aunque en otras ocasiones deja ver una característica mirada pícara. Suleiman (el personaje y el realizador se funden aquí) es como ese otro observador mudo que es el espectador de cine. Entre las cosas que el personaje Suleiman observa sin abrir la boca hay un cazador tan imaginativo como dicen que son los pescadores, un grupo de choque (¿israelí?) que deja a un hombre herido, dos palestinos muy tradicionalistas que cuidan que su hermana no se alcoholice con pollo al vino blanco, un vecino que se apropia de su limonero, dos soldados que llevan a una prisionera. Todo ello en Nazareth. En París mira, claro, una sarta de chicas espectaculares (con la espectacular versión de Nina Simone de “I put a spell on you” como fondo), mucha gente andando en velocísimos monociclos del futuro (incluidos tres policías), un servicio de atención al indigente que incluye comida de avión pero no alojamiento ni rescate… y así sucesivamente. Un productor francés le explica muy amablemente que no puede participar de su película más reciente (que, se supone, es la que estamos viendo) porque “no es suficientemente palestina”, y en Nueva York Suleiman sueña que toda la gente anda armada hasta los dientes, incluyendo señoras con carrito y hasta niños. Se podría imaginar que toda una línea de actores cómicos --Keaton, Chaplin, Harpo Marx y Pierre Étaix-- son parientes lejanos del personaje. Pero al que más se parece es a Jacques Tati. Tal vez por eso va a París. Se parece por el absurdo, por la mecanicidad de lo que lo rodea y por los largos planos fijos con que asiste a ello. Aunque el personaje Tati era un ser tan activo como lo es todo cómico, mientras que el personaje Suleiman es de una pasividad absoluta. Al punto de no responder a la pregunta sobre Brigitte, o a la larga y elaborada excusa del productor (tal vez el mejor gag de todos), o de ni siquiera defenderse cuando cree que los patoreros tal vez israelíes vienen a dársela a él. Como los anteriores, De repente el paraíso puede ser considerado un film cómico. Y también político. Aunque la película parecería no sentirse del todo cómoda en ninguna de esas categorías, y quizás por eso se busca un espacio de libertad en el que no hay obligación de ser ni cómico ni político. Un espacio que tal vez se parezca a un Estado que todavía no existe. Y que no se sabe si el día de mañana lo hará.
¿Qué significa ser palestino? De repente, el paraíso, es la película más divertida y más accesible hasta la fecha de Elia Suleiman, en gran parte porque el director sale de su Palestina natal después del primer acto y desplaza la acción a París y Nueva York. Pero Suleiman no trata directamente el conflicto Israel-Palestina, sino que prefiere plantearse algunas preguntas pertinentes: ¿Qué significa ser palestino? ¿A los demás les va mejor? La película empieza en los alrededores de Nazaret. Vestido con un sombrero de marca y una gabardina, Suleiman bebe vino mientras ve cómo una persona roba limones del árbol de su vecino y afirma que puede hacerlo porque le ha dado permiso: “No estoy robando”. Sin embargo, cada día se aprovecha más, y empieza a talar los árboles y a cultivar la tierra, por lo que uno llega a preguntarse si es en realidad el dueño. Es una situación divertida de por sí pero también sienta las bases de una película plagada de bromas con doble sentido. El director sabe que ya ha estado en esta situación, por lo que en lugar de enfrentar la amenaza directamente, hace lo que muchos palestinos han hecho: irse del país. Como director, tiene el privilegio de ir y volver, y no tener que exiliarse. Cuando llega a París, se sienta en un café y presencia la belle vie. Modelos atractivas caminan por la calle y la ciudad parece una postal hecha por una marca de moda. Pero esa sensación cambia a medida que Suleiman pasa más tiempo en la capital francesa. Las calles están siniestramente vacías por la mañana, y lo único que ve son trabajadores de la limpieza negros, burocracia policial y presencia militar. Cuando habla sobre su película con un productor francés, éste le comenta que no es lo suficientemente palestina. Decide irse a Nueva York, donde ni siquiera consigue superar la presión de una productora para lanzar su película. A donde quiera que mire, ve personas armadas, una situación tan mala como la que dejó en Palestina. Suleiman apunta a Trump y al imperialismo estadounidense con armas en los coches o colgadas de los hombros. Los absurdos y los gags visuales de De repente, el paraíso son los mejores de la trayectoria de Suleiman, que hacen de esta su mejor y más divertida película con diferencia.
Elia Suleiman detras y delante de cámaras construye un apasionante relato sobre la identidad y aquello que no se puede evitar y ocultar. En su intento de escapar de Palestina, en todos los sentidos posibles, se teje una historia sobre un hombre, sus costumbres, el entorno que lo rodea, y sobre una cultura que nunca lo dejará. La vigilancia, la globalización y sus avances, una elegante y simpática película con participaciones especiales en cada escena.
¿Qué es la patria? ¿Qué es el país de uno? ¿Qué llevamos cuando no ya no vivimos donde nacimos? Elia Suleiman, de esos realizadores autorreflexivos y humorísticos (de la especie de Avi Mograbi, Nanni Moretti o cierto Woody Allen), nos habla de la experiencia palestina como algo personal, y viaja en busca de esa experiencia o lo que puede obtener de ella. Una joya que muestra para qué sirve el cine cuando se ejerce con inteligencia y humor.
El realizador de origen palestino recorre el mundo tratando de buscar financiamiento para hacer «una comedia sobre la Paz en Medio Oriente» solo para descubrir que en todos lados ya se vive la misma tensión y violencia que en su lugar natal. Una comedia sobre la paz en Medio Oriente», le dice a una productora su amigo, el actor/director Gael García Bernal (interpretándose aquí a sí mismo), al intentar «venderle» lo que Elia Suleiman quiere dirigir en su siguiente película. Y para eso necesita productores como ella. Pero no parece fácil convencerlos. DE REPENTE, EL PARAISO (IT MUST BE HEAVEN) acaso sea la versión altamente ficcionalizada de los esfuerzos del cineasta por conseguir dinero para financiar esa película, su primer largo de ficción en una década. Recorriendo París y Nueva York, tratando de mantener reuniones para lograr financiación, observando un mundo cada vez más absurdo y violento, Suleiman encuentra, acaso, que el planeta entero se ha convertido en una enorme Palestina. Acaso la comedia humana está en la experiencia de sobrevivir aquí y ahora. Donde sea. El realizador de DIVINE INTERVENTION vuelve a hacer las veces de protagonista casi mudo de sus propias películas. En ese ya patentado estilo que bebe tanto de clásicos como Keaton y Chaplin como de realizadores/actores modernistas como Jacques Tati, Suleiman hace del plano/contraplano su comentario sobre el mundo. Conocen el sistema: plano del hombre que observa, plano de situación/objeto/persona observada, plano de regreso al observador cuyo mínimo cambio de expresión (o falta de ella) funciona como mirada sobre el mundo. En el caso de Suleiman, suele ser una mirada de asombro, sorpresa, miedo, fascinación y repulsión. O acaso todo junto en el mismo rostro que no parece decir nada. La película tiene una escena de inicio fantástica y muy graciosa en una ceremonia religiosa interrumpida, que está armada de manera más tradicional. Pero ese comienzo luego dará paso al sistema mencionado. Suleiman, con su sombrerito y camisa suelta, observando el mundo que parece actuar solo para él. Su alter ego cinematográfico recorre en DE REPENTE, EL PARAISO tres grandes locaciones: Nazaret (ciudad natal del realizador y una de las pocas palabras, junto con «Palestina», que su personaje dice en la película), una vacía y casi desolada París, y una militarizada Nueva York. La excusa puede ser la de conseguir dinero para filmar, pero la película está en el propio proceso de búsqueda. No tiene demasiado sentido narrar las situaciones que vive su personaje en la película porque revelar algunos momentos puede ser spoilear buena parte de la diversión, de la risa franca y el reconocimiento a la observación realizada. Hay encuentros con vecinos que le cuentan historias, otros que se meten en su jardín y, ya fuera de su país, cruces con productores, con pajaritos molestos, con turistas, con borrachos, con gente muy armada y así. Cada observación, en algún punto, le hace sentir que pese a las diferencias arquitectónicas o culturales, el mundo entero se ha vuelto una versión maximalista de su pequeño lugar en el mundo. Un universo violento, ridículo e inmanejable en el que se intenta vigilar y controlar todo, desde un auto estacionado a una chica con alas. Si bien algunas metáforas e imágenes de la película pueden ser un tanto obvias, en el formato en el que Suleiman las pone son igualmente muy graciosas. Ver a neoyorquinos ir de compras armados puede parecer un chiste puramente televisivo, casi un sketch de un programa tipo «Saturday Night Live» pero, observado desde el lugar de Suleiman, esa misma situación cobra otro sentido, tiene otro peso. La radicalización política de Occidente es otra historia cuando el que la observa y la cuenta es alguien de Medio Oriente. En ese sentido es interesante pensar cómo IT MUST BE HEAVEN dialoga con SYNONYMES, la película del israelí Nadav Lapid que ganó en la Berlinale y que se centra en un israelí que se va a vivir a Francia y no puede dejar de ser israelí. En aquel film es el personaje el que nota su propia distancia con su nuevo lugar y se da cuenta que uno se lleva puesto al país y a la identidad cultural con la que creció a todos lados. En éste, es el planeta entero el que ha empezado a parecerse al país de uno. Son mecánicas y miradas distintas pero el objeto es el mismo: trabajar ese desplazamiento de la identidad de dos países en conflicto desde el humor. La comedia acaso no resuelva los problemas de nadie, pero hace maravillas para seguir tolerando los males de este mundo.
Elia Suleiman es un director desconocido fuera del ámbito de los festivales, esto no es ni bueno ni malo, es el lugar que ocupa. Incluso la presencia de Gael García Bernal en esta película muestra la pertenencia a ese mundo endogámico de un cine que apenas se asoma en las salas comerciales. Pero Suleiman, aun en películas pequeñas como esta, merece ser tomado en cuenta. Su mirada de Medio Oriente acá se vuelve un poco más abarcadora y llega a Paris y Nueva York. Observador asombrado y silencioso, Suleiman hereda mucho de Jacques Tati, no solo por el elemento de ser testigo de un mundo absurdo, sino por las ideas de puesta en escena. Las bajadas de línea nunca son excesivas, aunque algún tropezón obvio hay en el camino. La película fluctúa entre momentos muy inspirados y situaciones obvias y bastante pueriles. El estilo del director lo lleva por momentos a jugar al límite y es natural que a veces falle. De repente, el paraíso no es ni una obra genial ni nada que se le parezca. Es un retrato cómico dramático sobre el absurdo mundo que nos rodea, con especial énfasis en criticar países idealizados, mientras pasa por alto los puntos más oscuros de oriente medio.
Un observador de gestos bellos y absurdos. La humorada inicial expresa cabalmente el admirable estilo del director: el enojo de un sacerdote ante quienes obstaculizan una ceremonia religiosa podría filmarse de muchas maneras, pero el tratamiento del color, la distribución de los personajes en el plano, el uso del fuera de campo y los planos detalle hacen de una simple broma algo más elaborado y disfrutable, en términos visuales y sonoros. Director y autor del guión, el palestino Elia Suleiman –de quien se había estrenado en salas de Argentina, en 2003, la notable Intervención divina– es también el actor protagonista, si bien puede decirse que se interpreta a sí mismo, viajando de su ciudad Nazaret a París y Nueva York. El motivo de ese itinerario parece ser un proyecto cinematográfico (tal vez el mismo film al que nos estamos refiriendo), pero también su interés por ver cómo se vive en otras ciudades del mundo. Ver: de eso se trata, precisamente. O mirar, mejor dicho. Como un chico tratando de comprender el mundo que lo rodea, mientras camina, bebe en distintos bares o se asoma por un balcón o una ventana, casi sin hablar, Suleiman contempla una sucesión de gestos y acciones a veces desconcertantes, que lo llevan –a él y, asimismo, al espectador– a reflexionar. Los episodios van produciéndose uno tras otro, volviéndose ocasionalmente a alguno de ellos, casi como en un juego. O como en la memoria. Suscitando pensamientos pero también sorpresa y sonrisas, esa cadena de pequeños eventos y sensaciones abarca apuntes irónicos sobre el hecho de ser ciudadano palestino, sobre cerradas tradiciones, sobre la violencia y el control en las ciudades (aviones, tanques y móviles policiales atraviesan el plano o la banda de sonido a cada momento), sobre los franceses (el glamour dulzón de sus mujeres, la limitada hospitalidad con los desamparados) y los estadounidenses (el uso de armas en la vida cotidiana, la apariencia displicente y diversa de los estudiantes), y hasta sobre las dificultades para financiar películas como ésta. Algunas situaciones, como la del vecino apropiándose progresivamente del limonero, apuestan al absurdo, con una gracia que probablemente no aprecien quienes sólo se divierten con películas en la que todo aparece sobreexplicado. Las que incluyen al actor francés Grégoire Colin y a su par mexicano Gael García Bernal no son precisamente las más estimulantes (en este último caso porque el sarcasmo es expresado en voz alta, a través de una comunicación telefónica), en tanto otras exhiben una sutileza y encanto singulares, como la imagen que reúne perspicazmente a una mujer limpiando y a un desfile de modelos, la ocurrencia para no extender con aplausos una larguísima mesa de expositores, o el repetido movimiento del protagonista apartando un pajarito que interfiere en su trabajo (como si fuera el rodillo de una máquina de escribir). El modo elegido por Suleiman para expresar sus cuestionamientos, sus temores o sus dudas lo llevó a ser comparado, razonablemente, con Chaplin, Keaton, Pierre Étaix o Jacques Tati. Vuelca lo que piensa con ingenio, sin ceder en ningún momento a consignas exaltadas o a la didáctica televisiva: bien puede decirse que en cada uno de los planos fijos de De repente, el paraíso, en la manera de articularlos o de hacerlos cruzar por personas o vehículos, o en el uso mismo de la música, hay cine auténtico.
Apenas comienza, De repente el paraíso muestra un muro graffiteado con una reproducción de Handala. Con este único plano, Elia Suleiman consigue tres cosas: llevarnos directo a su tierra natal, adelantar uno de los temas centrales de su nueva película, invitarnos a imaginar una encarnación madura del niño que Naji al-Ali dibujó a fines de los años ’60 y que se convirtió en símbolo de la paciencia y resistencia palestinas. A priori Suleiman encarna una versión de sí mismo en este largometraje que ganó el premio FIPRESCI y una mención especial en la 72ª edición del Festival de Cannes. Sin embargo, la conducta de mero espectador, callado, las manos tomadas detrás de la espalda, parecen anunciar un Handala adulto que contempla las facetas local y globalizada de nuestro presente. Por si el graffiti observado no alcanzara para sostener esta hipótesis, vale llamar la atención sobre la foto devenida en afiche. En esta imagen con el mar de fondo, el alter ego de Elia nos da la espalda como el nene silente que a mediados de los años ’80 saltó de las viñetas a los muros de Gaza y Cisjordania. Elia después de… … Handala. El fotograma excepcional constituye el último eslabón entre el Handala original y un posible Handala entrado en años que muestra, no sólo aquéllo que ve, sino su propio rostro mientras mira. Décadas atrás, Naji al-Ali dijo de su personaje que «sólo crecerá cuando retorne a Palestina»; curiosamente este regreso está contemplado –y narrado– en el viaje que el Suleiman de celuloide emprende de Nazaret a París y de la capital francesa a Nueva York. Como Naji al-Ali, el cineasta aborda el «problema palestino» como el problema que las potencias occidentales, Israel e incluso algunos países árabes tienen con Palestina. A diferencia del dibujante asesinado en Londres, el también director de El tiempo que queda e Intervención divina prefiere explotar el humor absurdo que remite a la obra de Buster Keaton y Jacques Tati. A no confundir este estilo con una aproximación naïve. Suleiman es certero a la hora de describir una sociedad cada vez más individualista, superficial, y a la vez sometida a la vigilancia, a la militarización, a la deshumanización. De repente el paraíso es un exponente del cine que sabe explotar la capacidad alegórica de lo visual, y que por lo tanto no necesita decir, mucho menos pontificar o subrayar. Se trata además de una película escrita y dirigida con lucidez, sensibilidad y criterio estético, poético, incluso coreográfico. En su hermoso film, Suleiman expresa amor profundo por la Matria palestina (el uso de este sustantivo no es caprichoso) y por quien mejor la acompaña: el siempre vigente –y vaya que también quisieron invisibilizarlo– Handala.
Es uno de los realizadores más extraños. Nacido en Nazaret, de nacionalidad palestino israelí y viajero del mundo desde la adolescencia, Elia Suleiman dibuja el mundo desde la observación de un personaje mudo que puede llegar a pronunciar en una película como ésta sólo dos palabras: "Soy palestino". Su humor es ingenuo y ancestral, vitriólico a veces, escéptico otras. Su materia: el futuro de Palestina. En "De repente el Paraíso", Suleiman aparece como lo que es, un hombre de casi sesenta años, observador extremo y que desde su tierra natal mira todo y convierte en metáfora la realidad. Porque qué es ese vecino sino un invasor que una y otra vez abusa del invadido y lo relega a la calidad de objeto, invadiendo su jardín y disponiendo de sus frutos. La violencia constante, la necesidad de recurrir a apólogos milenarios para justificar actitudes actuales, son el preámbulo antes de un viaje que lleva al protagonista a París y Nueva York, de las que va a dar su interpretación simplemente mostrándolas, sin añadir una palabra. Así, la constante de la violencia, la acumulación de armas, la existencia de la miseria en el Primer Mundo, sólo lo hacen sonreír con el sistema social galo o el sistema policial americano, incapaz de capturar lo que creen que es una manifestación de la divinidad y puede ser simplemente una pícara imaginativa de alas artificiales Escenas imperdibles como la del gorrión invasor, la de la violencia en el subte, la servidumbre en la casa de Alta Costura compiten con la de las mujeres empoderadas con sus carritos de bebé en el parque o la escuela de cine y sus alumnos disfrazados. ELEGANTE ESTILO Pura sátira de alto vuelo, con exquisito estilo formal de planos simétricos y situaciones con policías persiguiendo en la línea de las comedias de Max Linder. Suleiman junta antítesis y similitudes para criticar incluso con una sonrisa el mundo del cine (García Bernal buscando apoyo para su producción sobre el descubrimiento de América) Un filme rico, perfecto, no para el público risueño del pochoclo en bandeja. Cine de reflexión, escéptico pero con un final esperanzado en la juventud y el destino.
Elia Suleiman estrena su nuevo film, De repente, el paraíso, una excelente observación de los contrastes culturales y sociales en tres países, aparentemente opuestos. Llena de ideas y humor, desborda creatividad y cinefilia. El conflicto palestino-israelí es el punto de partida de la nueva película de Elia Suleiman (El tiempo que queda), guionista, actor y director que, a partir de un humor que remite a los grandes comediantes del cine mudo, se propone reflexionar sobre el estado del mundo, los prejuicios religiosos y la paranoia policial-militar. Suleiman se interpreta a sí mismo contemplando diferentes viñetas sociales que simbolizan la ocupación israelí en territorio palestino. Las situaciones parten de la convivencia cotidiana (el conflicto con un vecino por un limonero) hasta llegar a la persecución militar a civiles. La segunda parte del film refleja las experiencias del protagonista en París. Los contrastes con la sociedad y cultura palestinas, especialmente con la vestimenta de las mujeres, son expuestas sin subrayados, con sutileza y humor. Las viñetas tienen una base realista, que deriva a situaciones absurdas y fantásticas, que se proponen satirizar la forma en que el sistema discrimina a los marginados e inmigrantes. El tercer segmento sucede en Nueva York. Suleiman es testigo de la diversidad racial y cultural cosmopolita, y se burla de la política armamentista estadounidense. Cada escena es una demostración de creatividad e ideas. El director es un perfeccionista del lenguaje cinematográfico. Cada plano tiene una simetría perfecta en su concepción visual. Cada intérprete se mueve en forma coreográfica. El espacio se vuelve un protagonista esencial de cada secuencia. La relación objeto-fondo forma parte del efecto humorístico que propone el director, a nivel estético y moralizador. Sin discursos ni redundancias. Suleiman es un actor completamente expresivo, sucesor de Tati o Keaton. La influencia de la comedia muda es palpable a través del homenaje a los Keystone Cops, de Mack Sennett. El humor se concibe para ridiculizar la ineptitud policial y los contrastes tecnológicos para trasladarse. El protagonista exhibe estas situaciones expresando mínimamente una respuesta. Apenas moviendo la boca, a través de sus cejas o abriendo un poco los ojos. El miedo, el asombro, la bronca se expresan sin diálogos, totalmente desde el gesto. El resto de personajes secundarios (entre los que se encuentra Gael García Bernal en una especie de cameo) dialogan en diversos idiomas, pero el mensaje de injusticia e hipocresía es el mismo. La excusa narrativa del viaje del protagonista es intentar vender una película palestina política, pero que no exhibe la geografía regional de la manera que buscan los productores internacionales a la hora de vender el “conflicto” en cuestión. Es una inteligente forma de exhibir las adversidades que tiene Suleiman para vender sus obras y conseguir financiación. Es una mirada metacinematográfica y completamente autoconsciente de la película que se filma al mismo tiempo que se narra. Los ojos de Suleiman son los ojos del espectador, la cámara y el punto de vista del realizador, a la vez. Aun cuando nunca deja de ser sutil, el humor es efectivo. La elección de los encuadres, especialmente los planos generales, se justifican por la generación de gags cargados de slapticks. Fundamental es el contraste con los primeros planos del realizador que es testigo de estas ridículas situaciones. La fotografía es perfecta cómplice en este aspecto. Cada encuadre es equilibrado. Para destacar, la secuencia con el pájaro (un original homenaje a un clásico gag de Jerry Lewis), la persecución del ángel por Champs Elysées y la absurda escena en una esquina neoyorquina donde cada extra cumple una función destacada en la visión crítica de Suleiman. También es un retrato transgeneracional y multiétnico que propone una reflexión sobre la juventud y la relación del mundo con la tecnología. De repente, el paraíso es una sorpresa minuto a minuto. Un tributo a la comedia clásica y un elegante e ingenioso discurso de un conflicto que parece no tener fin, y para el que Suleiman propone una solución pacífica a través del humor y el arte. De repente, el paraíso es un verdadero tesoro dentro de la cartelera. Una lección de puesta en escena y cine político, sin bajada de línea. Inteligente y bellamente interpretada por el propio director, es una acumulación de ideas precisamente ejecutadas, con mirada íntima, personal y autoral.
1- Suleiman es un hombre máquina. Cada mirada pone en funcionamiento su cámara. En la primera parte, que transcurre en su comunidad palestina, los vecinos y los lugareños son observados y escuchados como si fueran niños traviesos a los cuales se les presta una oreja para que cuenten una historia o se los acompaña en medio de una lluvia torrencial, como ocurre con un anciano vecino. A no confundir. La distancia de Suleiman no es la de miles de criaturas que pululan por el cine contemporáneo con la frialdad de adolescentes angustiados y crueles. En todo caso, se trata de mirar el mundo con asombro como si se necesitara entender que, más allá de la rutina, hay otras cosas (insólitas) por descubrir. Y para ello se necesita tiempo: sentarse, tomar un vino, fumar un cigarrillo y observar los movimientos de la gente encapsulada en sus obligaciones, como si se tratara de coreografías. Ahora, ¿es el mundo así o es la mirada/cámara del creador que la transforma? Los contraplanos resultantes son a menudo pura poesía. Allí están esas imágenes de reposo, de paz, de serenidad, donde una noche o un cielo estrellado son descubiertos más allá del devenir temporal. Y la mirada acerca de la despersonalización que genera el mundo moderno nunca desdeña un componente de fascinación y perplejidad a la vez. En It Must Be Heaven se abren hiatos en medio de la cotidianeidad y por allí se cuela la mirada, porque al mundo, tal como lo concebimos, le sobran las palabras. ¿Qué determina el motor de la mirada? Esa curiosidad aristotélica que se convierte en una esponja. El tema es dónde buscar y dónde escuchar. Un plano nos muestra a Suleiman de espaldas frente a un mar azul e inconmensurable. En el plano siguiente un auto con secuestradores parece ser el contrapunto, aunque el ojo curioso sea el mismo. La vida no es una cosa u otra. La vida es aquello que transcurre mientras Suleiman mira. 2- La primera secuencia instaura una continuidad que rompe la lógica causa/efecto según las expectativas. Y será una hermosa constante. Una procesión, un cardenal que intenta ingresar con sus fieles a un recinto y los monaguillos que se niegan a abrirle. El Padre se dirige enojado y los caga a palos. Esto, fuera de campo, mientras la gente mira. Suleiman filma las reacciones impávidas con planos frontales y amplifica la sensación de incomodidad cuyo destino es el absurdo, modalidad que recorre toda la película. De igual modo, una relación entre el individuo y la gente permite un duelo de miradas que no necesariamente conducen a una pelea, como si el resto del mundo pasara lateralmente por el protagonista. Cada plano respira por sí mismo. Generalmente, los sujetos aparecen en el centro y se establece un tiempo para observar el espacio circundante. Hay una concepción geométrica que resulta de la disposición visual de los elementos en el cuadro, con figuras triangulares, romboidales y rectangulares, cuando las personas se suman a su itinerario o lo interfieren. La armonía es un hecho fundamental en It Must Be Heaven y funciona con la perfección de un reloj suizo. El realizador es un ingeniero de la puesta en escena, dueño de la técnica. El mismo Suleiman, con su cara inmóvil, aspira a ser un mecanismo perfecto. 3- La escena en el avión ofrece, más allá de su carácter musical, otro momento antológico en el que los contrastes entre el hombre de sombrero y el resto se hacen evidentes. Allí donde hay placer para los otros, el miedo por las turbulencias se apodera de él y deriva en el típico gag de una tradición que ha explotado el accidente y la lucha con los objetos como leimotiv. Ya en París, a la procesión del inicio se la sustituye por un desfile de hermosas mujeres que Suleiman mira desde la mesa de un café con una mezcla de gracia, deseo y perplejidad. Las caminatas por la ciudad la revelan ajena al turismo y gobernada por lapsos de silencios o signos amenazantes (un tanque pasea impunemente por las calles). Esta latencia bélica no se elige desde la obviedad de las consignas y es un elemento más en mundo que se dice civilizado pero que es regido por el miedo a los otros. De este modo, una señora es perseguida coreográficamente por la policía o un café es medido meticulosamente por los agentes del Estado para corroborar que no exista la más mínima falla. Pero más adelante, en un supermercado en Nueva York la gente elige sus productos mientras cuelgan sus armas. Sin embargo, allí donde otros directores tirarían la biblioteca entera de Foucault, Suleiman sugiere y ve la vida como un musical donde, vigilar, controlar y castigar, es parte del patético entramado. El cine es sueño para Suleiman y la lógica admite el absurdo como componente principal y deja la puerta abierta siempre a la pesadilla existencial. El corolario es la mejor secuencia de la película cuyo montaje coreográfico musicalizado con Leonard Cohen muestra la persecución policial a una joven disfrazada de ángel. La violencia de la situación y la opresión concluyen en las corridas típicas de slapstick. El discurso político, la frivolidad y la contaminación del poder se cuelan por las pantallas y no demandan más de unos pocos minutos. 4- La entrevista con el productor donde le rechazan el proyecto por no “ser suficientemente palestino” es desopilante. Primero, por la evidencia de los argumentos esgrimidos por un hombre cuya remera es un dibujo con una caja de papas fritas, que conducen a la idea de un cine complaciente con la mirada europea: si la cosa proviene de Palestina, no se puede obviar el conflicto y el horror. Pero como Suleiman no reduce su cine a la crítica fácil, hace derivar el orden verbal a un desarrollo gestual y físico en el que ensaya unos pasos coreografiados mientras lo despachan elegantemente del lugar. También en este punto las expectativas de los oportunistas van a parar al diablo. 5- Suleiman y un nuevo homenaje al mudo en su pose de Nosferatu mezclado con Buster Keaton. Al igual que el maestro, la comicidad de su personaje se basa en gran parte en su seriedad. Este hombre de sombrero y ojos saltones, como el otro, no recurre al exotismo y la gracia está dada por la naturaleza de su personaje, por su estatismo, por su mutismo, entre tanto movimiento y palabras. La mirada es de extrañamiento, de rituales que se repiten en su andar por zonas laterales de las grandes ciudades, donde el sujeto (prolongación de la cámara) observa detenidamente a su entorno. Mientras toda la humanidad está en otros lados, éste recorre lugares, se abre al azar y muestra su incomodidad en un lugar que no le pertenece (aunque no le quita una profunda curiosidad) y del cual no logra entender la conducta de los pocos habitantes que se cruza. Suleiman es gigante en su aparente pequeñez y It Must Be Heaven una película luminosa. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
El árbol y el pájaro La nueva película Elia Suleiman es un maravilloso tratado sobre las formas de ver. Cada escena está organizada para que los espectadores vean de nuevo lo que ya creen conocer. El cineasta vuelve a demostrar su capacidad para diseccionar situaciones absurdas en la vida cotidiana y luego hacerlas brillar en todas las direcciones posibles. La lentitud, el silencio y el humor son las armas que utiliza incansablemente desde hace veinticinco años: el humor de los débiles, sutiles y desesperados. Con una mezcla singular de Jacques Tati y Nanni Moretti, Suleiman crea y encarna un personaje de ojos tristes, custodio de una ira interior que lo ha hecho mudo: un observador impávido, aunque poderosamente subversivo, de un mundo elevado a la omnipotente estupidez de los check-points de los aeropuertos. Creíamos que el cine de Elia estaba restringido a ese territorio tan real como fantástico llamado Palestina, pero esta vez se va volando a otra parte. De repente, el paraíso comienza nuevamente en Nazaret con una sucesión de escenas cómicas que cuentan al mismo tiempo lo absurdo del mundo contemporáneo, la opresión israelí, los delirios guerreros y la mezquindad humana. La búsqueda de subsidios dirige el trayecto de la película y le permite a Suleiman esclarecer su idea acerca de que el mundo se ha convertido en un microcosmos de Palestina. Las disputas de barrio y la violencia apenas sugerida en la primera parte encuentran ecos en las dedicadas a los dos polos del mundo occidental. La familiaridad aterradora de una París vaciada de sus habitantes e invadida por tanques y aviones militares para el 14 de julio, o Nueva York convertida en un desfile de monstruos en una noche de Halloween. El cineasta comienza a observar al mundo del mismo modo que el mundo mira a los palestinos. Suleiman crea una forma expresiva perfectamente adaptada a un personaje obligado a vivir al margen de su vida: un contrapunto mudo que expresa todo su desconcierto con un leve movimiento de cejas. Las máscaras, los signos, los disfraces y los logos susurran el descenso a una mediocridad sumisa. El protagonista está inmerso en una sucesión de gags lúcidos y sutiles en los que por momentos observa y otras veces se ve atrapado en algún engranaje. Una coreografía de cuerpos y miradas, una geometría risueña al límite la tragedia, un onirismo extraño que dice la verdad con los recursos del fantástico. Pero la verdadera naturaleza dual de nuestro héroe se manifiesta a través de dos protagonistas importantes que tampoco utilizan la palabra: un increíble pájaro bromista y un limonero que a pesar de los saqueos mantiene sus raíces. Pocas veces el cine, con una ligereza y un humor tan singulares, logra transmitir un sentimiento de exilio interior sin dejar de mirar a los ojos una realidad pavorosa.