Este film pulveriza la barrera que existe entre la ficción y el documental, con los escombros de esta transgresión originando un nuevo orden: la realidad. Laura Linares ha logrado una película-documental majestuosa que no solo nos obliga a mirar sino también a ver. La historia es sencilla: Valeria es una adolescente que vive en Bariloche. No reside en el Bariloche de calles bien cuidadas y chocolaterías por doquier, ella vive en la marginalidad de la ciudad turística. Lucas es un joven privado de su libertad, ha desarrollado un cambio en su moralidad y tiene poderosos motivos para creer que el robo no es un delito. Pese a sus convicciones, acepta su claustro y cumple su pena con buen comportamiento. La madre de Lucas completa este triángulo de personajes principales. Ella es una mujer, como otras tantas mujeres argentinas, que lleva el sacrificio, la responsabilidad, el trabajo y el bien-hacer incrustados en su código genético. Visita a su hijo semana a semana durante los dos años que el documental registra, llevándole comprensión pero sobre todo redención. Es una devota de la iglesia evangelista y será la que nos ayude a entrar como espectadores tambíén al mundo de la fe de aquellos que viven del otro lado de la vida. Varias amigas de Valeria comienzan a cartearse con presidiarios. La joven imita la acción y entra en contacto con Lucas. Dulce Espera es el registro de esta relación nacida en un peculiar contexto. De la calidez de una carta, hasta miradas repletas de soledad, pasando por bellos paisajes sureños sin dejar de lado las postales fílmicas del crudo invierno, vamos observando lo que Laura Linares ha decidido que observemos. El logro más importante del producto de Linares es , sin duda, su generosidad como directora. Nos ha ofrecido nada más y nada menos que la realidad, lisa, pura, llana y punzante. Y la ha recortado con audacia para otorgarnos el elixir de su análisis y nos dirige con sabíduria por este sendero creado, un camino que nos pasea por la vida de unos personajes que están siempre al costado de la realidad. Este documental tapiza nuestra conciencia con otros registros, nos plantea la posibilidad de una interesante problematización y de un ameno cuestionamiento interno. ¿Sabemos lo que somos? ¿Sabemos qué es lo que nos constituye como sociedad? ¿Una sociedad somos todos, o solo somos aquello que nos gusta mostrar?. Para comprender una realidad hay que analizarla en su totalidad, la realidad somos todos, la comprensión es para todos. La marginalidad es un terreno, que como la palabra indica, se lo olvida y destierra. Sin juzgar elecciones de vida, no hay que dejar de observar la capacidad de soportar, estas personas pueden darnos una gran lección de fortaleza, pues valientes son quienes pueden levantarse día a día en una ciudad que los ignora. La película dice poco desde su económico guión. En cambio , muestra mucho desde la talentosa perspectiva de Laura Linares, qjuien ha conseguido que la cámara se convierta en sus pupilas, y que su codificación de aquello que ve sea un agridulce licor, que se destiló hasta quedar reducido en una pequeña y poderosa gota repleta de una poderosa calidad. Esa gota invisible , es la que se queda prendida a nosotros cuando terminamos de ver el documental repletos de una sensación difícil de explicar. ¿Cómo alguien puede decir tanto, con tan poco? ¿Y cómo puede lograr que gran parte de eso sea hecho desde ímágenes, esperas y silencios? . Ese es el misterio que envuelve como un sudario al talento de Laura Linares y esperemos por el bien del buen cine, que tarde mucho tiempo en descubrirlo. Así podrá seguir buscando en sí misma y extrayendo de la realidad los elementos que la sigan perfilando como la sobresaliente directora que es.
Mientras tanto Dulce Espera (2009), película de Laura Linares que narra las peripecias de una joven marginal que espera enamorada en las frías afueras de la ciudad de Bariloche que su novio salga de la cárcel, es un film independiente que establece un juego entre descripción y narración para hacer foco en las sufridas condiciones de vida de sus protagonistas. No hay explícitamente un discurso acerca de las clases marginales y sus condiciones infrahumanas, no hay un discurso sobre el sistema carcelario o la sociedad de consumo que margina a parte de la población. Sin embargo, se advierte en el film, una intención de mostrar en inferioridad de condiciones a la clase social que representa Valeria, victimizándola por momentos. La escena que describe el baño “en palangana” de Valeria, a falta de ducha en su casa es uno de los casos. Las escenas del centro turístico de Bariloche con los paseantes comprando mercancías, o el plano inicial de Valeria caminando cuesta arriba con su bebé en brazos mientras el resto de los habitantes circulan en auto, exponen la carencia de los carenciados. Los mejores momentos del film son la discusión de Lucas -novio preso de Valeria- con su madre acerca del bien y el mal, las escenas en la iglesia -única institución de contención ante tanta desigualdad social- y la reunión de cosméticos Avon, la marca que desde su mensaje de “todos tienen las mismas oportunidades” vende ilusiones de trabajo y belleza a sus aspirantes a vendedoras. Dulce Espera corresponde así a un cine de contemplación y reflexión que deja entrever varios subtextos por debajo de la trama, llegando a ese lugar donde lo no dicho vale más que lo dicho. Funciones: Los viernes y domingos en el horario central de las 20 hs en el Malba durante el mes de febrero. A partir del jueves 10 de Febrero también en Arte Cinema - Espacio INCAA Km 3, Salta 1620. Y a partir del jueves 24 de febrero se suma el Espacio INCAA Km 0 Gaumont. Av. Rivadavia 1635.
La otra postal Hay un axioma que reza menos es más y que encuentra su mayor expresión algunas veces en el documental que tiene la capacidad de mostrar la totalidad de un fenómeno a partir del recorte de la realidad pero sin reducir el todo a la sumatoria de las partes. Por partes pueden entenderse aquellos tópicos que abarca en su microcosmos particular de detalles. Lo único que resta es saber dirigir la mirada para que el recorrido tenga una cohesión o lógica interna, capaz de revelar aspectos ocultos que a simple vista pasan desapercibidos a un ojo poco lúcido o atento a lo que pasa en el devenir de las imágenes. Todas esas cualidades son necesarias para concebir una buena película más allá de los resultados estéticos posteriores cuando el foco se concentra en la historia y en su contexto. La realizadora Laura Linares lo logra con creces en su film Dulce espera, protagonizado por tres personajes: Valeria (Valeria Quiñelen), su novio Lucas (Lucas Jaime Torre) y su madre (Ana Torre). La joven adolescente Valeria conoce a Lucas a partir de las cartas que le envía durante su estadía en prisión y producto de la visita conyugal queda embarazada, mientras él purga la condena por haber robado a pesar de los consejos y reproches de su madre, devota de la religión metodista pentecostal que cree que Dios es el único que castiga y salva con su perdón divino. Sin embargo, para Lucas la vida no debe implicar sacrificio alguno y mucho menos si de trabajo se trata por lo que su redención es prácticamente imposible. Esa a grandes rasgos es la historia que Linares desarrolla inteligentemente sin caer en el derrotero de los lugares comunes y tomando como posición ética- y porque no estética- la idea de no juzgar a sus criaturas. Tal desafío le permite inmiscuirse sin pedir permiso en la intimidad de Valeria, quien vive junto a su hermana en la parte marginal de Bariloche, completamente alejada de esas postales turísticas revisitadas por el cine una y otra vez. Su mundo se circunscribe a una habitación en ruinas y desordenada con varias esperas a cuestas: la del niño por nacer; la de la libertad del padre de la criatura; la de un futuro un poco menos sombrío que el que se le presenta día a día cuando busca consuelo en publicidades de revistas y sueña con ser otra. Todas esas coordenadas de la otra postal que definen a Valeria más allá de su pequeña historia de amor adolescente teñida de romanticismo epistolar son atravesadas por una cámara que registra momento a momento, silencio a silencio y atrapa algunas pocas frases que puedan decirse cuando la angustia escapa por las pupilas. La cámara pupila de Laura Linares observa, cuestiona, sensibiliza, reflexiona y confronta a un espectador acostumbrado al brillo de las imágenes televisivas cuando la realidad se abre a los costados del camino. Por ese lugar complejo y cruel solamente una directora que sabe lo que quiere decir transita sin perder el horizonte en declamaciones y retórica porque no hace falta más que ver, escuchar y entender.
El reverso de la postal de Bariloche Más de un guionista de Hollywood se hubiera relamido con una historia que incluye cárcel, pobreza, larga y dramática separación amorosa, fe evangélica y recaída en el delito. Pero Linares la narra, en cambio, con lacónica, precisa sequedad. “La libertad es fiebre, es ocasión/fastidio y buena suerte”, dice el graffiti que pintó algún poeta anónimo, sobre el muro de la cárcel rionegrina en la que Lucas Jaime Torre cumple una segunda condena por robo. Para su mujer, la dulce espera del título tiene doble sentido. Al mismo tiempo que la libertad de su pareja, Valeria aguarda el nacimiento de su primer hijo. Más de un guionista de Hollywood se hubiera relamido con una historia que incluye cárcel, pobreza, larga y dramática separación amorosa, fe evangélica y recaída en el delito. La marplatense Laura Linares la narra, en cambio, con lacónica sequedad, la falta de acentuación que la realidad impone. Lo cual no quiere decir, por cierto, que la realizadora no filme Dulce espera como ficción. Lo anuncian las primeras imágenes, sobre las que se inscriben los nombres de los protagonistas –como los de los actores de un film argumental–, y lo confirma el claro seguimiento de un hilo narrativo. Lo que nunca podría ser de ficción son los rostros, los gestos, el habla de esos “actores”, robados a un orden que es inconfundiblemente el de lo real. “Siempre fui consciente de que había gente de otra parte de Bariloche que la estaba pasando muy mal”, decía Linares en la entrevista publicada el miércoles en Página/12. Criada desde los tres años en la ciudad que para la clase media argentina es una postal del paraíso, la realizadora muestra una Bariloche que es antípoda de la del culopatín, el chocolate en rama y los tours de egresados. “La vida de nosotros es pura caca, nomás”, le suelta Valeria a la hermana, que con un bebé en brazos y un marido en prisión parece ella misma en el futuro. Ateniéndose al más estricto modelo observacional, Linares practica un doble movimiento en relación con lo real. Por un lado filma sólo lo que ve, lo que ocurre ante cámara, con los tiempos de espera y de vacío propios de gente a la que no le sobra el trabajo. Por otro, organiza los hechos como relato. Hasta el punto de comenzar la historia por el final, narrando de allí en más lo sucedido en los dos años que llevan hasta el momento en que Valeria va a buscar a Lucas a la comisaría, con Angel Ezequiel en brazos. Poco antes del final, Dulce espera incluye una dramática vuelta de tuerca, algo tal vez iné-dito en un film documental. Alrededor de sus tres protagonistas, Dulce espera delinea ámbitos dramáticos que determinan sendos ejes narrativos. A la espera de Valeria y las visitas “íntimas” que hace a Lucas se le suman los días de éste en prisión y las visitas de la madre, practicante Pentecostal que busca el arrepentimiento del hijo ante Dios. En una escena memorable, Lucas comienza aceptando esa idea pero termina defendiendo la opción del robo, al que confronta con la perspectiva social del trabajo mal pago. “¡Basta de hablarme de Dios!”, reacciona de pronto ante la madre. “¡Dios no está acá! ¿Dónde lo ves?”, marca con la mano los límites de la celda. A su turno, Linares encuadra la habitación de Valeria como si se tratara de otra celda, tal vez tan hermética como la de Lucas. En dos o tres imágenes demoledoras, contrapone esa Bariloche con la de la postal oficial: el paseo turístico, las chocolaterías, la reina de estación, la Fiesta Nacional de la Nieve. En los televisores, los carteles gigantes de Crónica TV, la tipografía tamaño escándalo, la crónica roja parecen esperar de Lucas que vuelva a prisión. “Rusty Freedom G”, dice la inscripción en su remera, cuando el pibe con cara de bueno sale finalmente de la tumba. Tal vez sospeche, en el fondo, que de donde se sale se puede volver a entrar. Mientras tanto, Valeria deposita toda su fe en uno de esos cursos Avon, que si algo venden es la vieja ilusión protestante de que todo esfuerzo tiene su recompensa; todo pecado, su castigo.
La Bariloche que no miramos Bariloche es una ciudad de fuertes contrastes: por un lado, es el centro turístico de tarjeta postal que fascina a los brasileños, a los esquiadores y a los adolescente que egresan de la secundaria y viajan en busca de trasgresión; por el otro, una urbe que fue la elegida como refugio por muchos nazis y un conglomerado con un cordón bastante pesado, donde se han registrado casos de gatillo fácil y la miseria crece a pocas cuadras del Centro Cívico. Así como Carlos Echeverría desentrañó en varios documentales las contradicciones y miserias de esa sociedad, Laura Linares -también nacida en el lugar- se aproxima con sensibilidad, pudor e inteligencia (contó con el aval y la generosidad de los protagonistas) a una historia de amor en medio de carencias de todo tipo (ya no sólo económica sino incluso de la misma libertad). En Dulce espera, esta realizadora/socióloga/periodista de 32 años describe con un fuerte espíritu documentalsta, pero sostenido por numerosos elementos de ficción la historia de Valeria, una joven que establece una relación afectiva con (y luego queda embarazada de) Lucas, un muchacho que ya lleva más de 7 años en la cárcel del lugar. El film va de lo íntimo a lo social y, mientras construye la historia central, va exponiendo varios fenómenos sociales (el contacto -via cartas, canciones y mensajes por la radio entre chicas de clase baja y presos, el auge de los grupos evangélicos, la duras condiciones de vida en la zona, el debate sobre la legitimidad o no del uso de la violencia y la tentación de la "plata fácil" en un contexto donde casi no hay opciones ni futuro). No todos los temas son trabajados con la misma profundidad e intensidad, no todas las situaciones fluyen con la misma naturalidad (hay algunas que lucen un poco forzadas, hay grandes momentos, como cuando Lucas se va esposado de la clínica donde acaba de nacer su hijo), pero en definitiva Dulce espera se impone como un trabajo de una gran dignidad humana y de una indudable pericia cinematográfica. Habrá que estar muy atentos, entonces, a los próximos pasos de una directora como Linares. El Sur también existe.
El amor, detrás de las paredes El filme de Laura Linares se centra en la relación de una chica con un preso en la zona de Bariloche. La película de Laura Linares funciona en una zona gris, extraña. Si uno no sabe cómo y cuáles fueron las circunstancias de su rodaje, no logrará darse cuenta si se trata o no de un documental, o si es una ficción que parece documental. El filme sigue a sus personajes tan íntimamente y los toma de manera tal, que da la impresión de que estamos allí, con ellos, atravesando sus circunstancias. Lo más probable es que el filme funcione como una reconstrucción: los mismos protagonistas de la historia reviviendo para la cámara algo que les sucedió en la realidad. De cualquier manera, es lo de menos: la impresión se logra y cala hasta los huesos. Dulce espera tiene como punto de partida una situación rara, bastante original. Valeria es una chica que le dedica temas por la radio y se cartea con un preso al que no conocía anteriormente. Así inician una relación bastante particular: puro romanticismo y galantería a distancia, la posibilidad de encuentros ocasionales y ninguna chance de otro tipo de conflictos, personales o con “la ley”. La cárcel es una metáfora bastante paradójica para una relación de pareja. Pero la relación con Lucas depara un hijo, que Valeria cuida con ayuda de amigas y de la madre de Lucas. El, en tanto, parece haber aprendido “la lección” y saldría de la cárcel en cualquier momento. Salir de allí, claro, llevará las cosas a un lugar inesperado. Esa relación armada en base a frases dichas a una radio, a cartas escritas a mano y a encuentros breves en la prisión no será igual cuando los dos deban convivir, con un hijo de por medio, y con la dificultad extra que implica ser un ex presidiario. El de Linares es un filme de observación. De las rutinas de Valeria, de su relación con sus amigas, de su “relación virtual” con Lucas. Y de Lucas, en la cárcel, tratando de entender que el camino del delito no es el más adecuado para su vida. Y también está su madre, Ana, que pone más que nada su fe religiosa en el futuro de su hijo. Como buen filme de observación, que lo es, Dulce espera crece en momentos específicos, cuando la cámara capta pequeños detalles que hacen única a la historia: el deseo de Valeria de “verse linda” para Lucas; los primeros días en la vida del hijo de ambos; el conflicto interno de Lucas a la hora de pensar en su futuro. En una Bariloche muy distinta a la de las postales turísticas, donde la nieve es más densa e incómoda que pintoresca, las historias de Valeria, Lucas y Ana quedan en la memoria.
Dulce espera nos relata dos años en la vida de Valeria Quiñelén, una chica que vive en los márgenes de Bariloche, y que queda embarazada de su novio, quien está preso por robo. La propuesta de Linares es jugar con los límites entre el documental (los personajes viven realmente las situaciones relatadas: un hijo preso, una madre evangelista, una novia embarazada) y la ficción (uso de elementos narrativos como un flashback). Ahora bien, el problema de Linares en esta hibridación, es que su marca como narradora queda virtualmente borrada. Y es precisamente esta decisión lo que más molesta del film. En primer lugar porque todos los trabajos que se están desarrollando sobre documental y ficción ponen el énfasis en que ambos son una construcción y por lo tanto esa huella narrativa del director debería cobrar importancia, y no al revés. En segundo lugar, por la temática tratada: la intención de mostrar a una familia marginal en una ciudad que generalmente se asocia al turismo y a un paisaje natural de ensueño, no es inocente. Y si no es casual, y está pensada como una crítica – como algunos planos de las familias de clase media “yendo de shopping” lo sugieren- entonces irrita aún más esa otra intención de que parezca como que la película “se cuenta sola”, que no hay una cámara puesta en allí en la intimidad de la vida de Quiñelén, mientras se baña, mientras se cambia, mientras habla con las amigas y el novio. Laura Linares elige lo menos atractivo de la ficción –el ocultamiento del dispositivo- y lo fusiona con la visión menos atractiva de lo que un documental pretende ser – una mostración de lo Real. Y en ese acto pierde sinceridad.
Una mujer y un tema no turístico, en los suburbios de Bariloche No se necesita demasiado despliegue, ni tampoco un tema trascendente, de tapa de diario, para conmover. En el caso de la no ficción, como es el de Dulce espera , de la cineasta barilochense Laura Linares, la emoción está dada por la soledad en la que se ve atrapada Valeria, una joven humilde, que sobrevive con todas sus limitaciones, con su pequeño hijo a cuestas, mientras aguarda que Lucas, su pareja y padre del niño, salga finalmente de prisión y pueda volver a su lado. En cuanto a anécdota no hay demasiado más, algunos momentos íntimos, una cámara que recorre el rostro de esta mujer envejecida por la dureza de un devenir sin demasiadas sorpresas, más que la que puede dar el clima, tan llena de contradicciones como lo es Bariloche (la imagen buscada esta vez no es precisamente la de la postal para turistas) y los suburbios. Linares elude las convenciones documentales y prefiere editar los registros de manera tal que la historia se cuente por sí misma. Más allá de un prolijo trabajo de encuadres y una fotografía realista (digital, como la proyección), otro gran mérito está en el montaje, que permite armar al personaje sin demasiadas explicaciones, sólo unas breves referencias dadas por los diálogos. Quizá lo elemental de lo que se cuenta genere una sensación de vacío angustiante, pero es precisamente ese dolor que no suele exteriorizarse el que la realizadora intenta transmitir al entrometerse en el mundo de una mujer seguida más allá de su embarazo y soledad, cuando la idea de espera cobra un sentido más amplio. No es poco.
El corazón es un cazador solitario. La película de Laura Linares se despliega marcada por el dejo de una angustia terrosa, tenuemente desconsolada. En una zona pobre de Bariloche una chica mantiene una relación epistolar con un muchacho que está preso. La primera secuencia encuentra a Valeria preparando a su niño para ir a visitarlo a la cárcel. Sin el menor rastro de afectación, animada por una pasión oblicua, un resto de misericordia que repta por los planos ajustados, de una consistencia apabullante en su desnudez, Dulce espera se desgaja en un clima simétrico de ausencia y empatía. La directora sabe mantener con sus criaturas y sus respectivas vicisitudes una distancia pulsada en un credo de incertidumbre: si es cierto que el cine verdadero mira el mundo, este debe a su vez revelarse como una sustancia insumisa, un teatro de figuras sinuosas a las que un breve relumbrón alcanza apenas, si hay suerte, a dotar de un carácter más o menos discernible. La película renuncia desde el vamos a todo didactismo y se niega, consecuentemente, a proponerse a sí misma como discurso de autoridad. En cambio, decide adoptar el cariz de una plegaria incompleta, comprometida a fondo con su tema pero acosada por el fantasma de la propia insuficiencia. La directora observa esas vidas desarrapadas como si fueran el sustrato de una injusticia cósmica: las caras resplandecientes de los turistas que transitan frente a los escaparates del centro de Bariloche, donde se ofrecen chocolates y otras mercaderías típicas, parecen destinadas a no cruzarse nunca con las caras oscuras, malogradas por la desilusión y la diaria amargura de los protagonistas de la película. Para Dulce espera el mundo se sostiene en la impostura de esa desconexión. Ojos que no se cruzan, universos que se ignoran entre sí pero que se enhebran en el laberinto de una trama subterránea. La prosperidad tiene en la otra punta, como complemento ineludible, una costra latente de miseria y desamparo. Eludiendo cualquier forma del panfleto, pero también todo entusiasmo y optimismo acerca de un sistema falsamente reconciliado en su desigualdad, Linares elige su bando y se aproxima a sus personajes sin ceder un ápice a la conmiseración ni a la épica, estos tienen nada menos que una intensidad humana, la indomable dignidad que subsiste más allá de la geografía de todo discurso, de todo olvido o requiebre. Es verdad que la película musicaliza un poco inoportunamente alguna secuencia –que dispone con un aire demasiado cercano al lenguaje del videoclip–, pero básicamente mantiene su tempo dramático como un prodigio de concisión y compromiso, acorde con la pausada aridez de su tema. Linares no desciende jamás a la tentación de alardes estéticos de ninguna clase y sin embargo, la trasparencia espartana de Dulce espera no desdeña la presencia de un foco discreto de misterio, casi como un modo de establecer la terrible inasequibilidad póstuma de lo que está de aquel lado de la lente. Es que la película no ofrece indicaciones de cómo deben leerse esas escenas en las que las mujeres se entretienen en fugaces emprendimientos domésticos o en las que el blanco de la soledad se llena provisoriamente con charlas o con simple resignación: “Lo de nosotras es pura carta”, le comenta Valeria a una amiga, armada con una media sonrisa que brota como un relámpago ante su propia ocurrencia, para definir el vacío físico de la relación amorosa que solo acierta a cubrirse con palabras que viajan de ida y vuelta, garrapateadas en hojas de cuaderno. El amor es un lujo que no se resigna. La madre del chico preso, en tanto, le saca fuerzas como puede a un dios que parece empecinarse en el ejercicio de un silencio regio. A su manera, las dos mujeres persisten en la caza impenitente de lazos de afecto capaces de ofrecer amparo a la dureza de sus días. En los momentos de mayor intimidad la película sostiene sus planos con una distancia que no termina de impugnar la certeza de una implacabilidad secreta, atonal: distancia, acá, no significa frialdad ni desapego sino un modo de evocar el carácter genuinamente singular de una experiencia, de postular, contra todo pronóstico, su naturaleza extraordinaria y en última instancia intransferible. La directora pulveriza toda sospecha de asepsia al tiempo que reniega con firmeza del menor atisbo de epifanía. Su película prefiere inclinarse por un tiempo justo que resulta ser el de la observación empática pero ligeramente desilusionada, como si la lucidez se resguardara mediante un obstinado resto de desencanto.