Mosaico criollo. El film más reciente del inquieto Martín Farina (del que ya habíamos escrito algo aquí, después de haberlo visto en la última edición del BAFICI) es una suerte de mosaico, un conjunto de piezas encadenadas no de manera convencional sino como un ida y vuelta permanente, como procurando plasmar ciertos estados del sueño o de la memoria, lo cual no lo convierte en un ejercicio presuntuoso sino en una intensa experiencia para los sentidos. Si bien hay en El fulgor raptos de violencia (inesperados balazos o empleo de rifles y cuchillos), la atención no está puesta en la matanza de animales sino en ciertos hábitos del trabajo con sus restos, alternándolos con recuerdos o deseos de dos muchachos, uno de los cuales (Vilmar Paiva) participa de esas faenas, mientras que el otro (Franco Heiler) es una presencia elusiva, un ángel o un Adán –tatuado– que descansa, deambula y come una manzana en una especie de paraíso. Las rutinas en el campo abarcan momentos de contemplación de la naturaleza y van virando hacia los ensayos y estallidos de adrenalina de las comparsas del carnaval, donde ambos personajes coinciden en un momento fugaz. ¿Hay una intención de vincular la vida de los animales con la de las personas? Así podrían indicarlo determinados detalles, desde las miradas de vacas o caballos (casi interpelándonos) o las pequeñas arañas que parecen trepar al cielo hasta los bellos planos de aves vislumbradas en medio del follaje, quizás cisnes en los que parecen convertirse los jóvenes cuando se disponen a bailar en las calles. ¿El propósito final es dejarse llevar por la belleza o la seducción que pueden suscitar ciertas imágenes? Es posible, según expresan el paisaje de la carne (el cine afortunadamente priva a los espectadores del tacto y el olor, por lo cual la untuosa manipulación de tripas y huesos sólo se nos ofrece a través de la vista) y el de los movimientos y la tersura de cuerpos jóvenes masculinos (vistiéndose o desvistiéndose, adornándose con perlas, lentejuelas, purpurina y corazones recortados, más que feminizándose jugando distraídamente con cierto homoerotismo). Al respecto, resulta interesante el uso en muchos tramos del blanco y negro, que estiliza y perturba menos. ¿Farina desperdiga y combina elementos relacionados con nuestra tradición y nuestra cultura, aproximándose a lo mitológico? Es lo que sugieren la figura del joven gaucho de piel curtida inmerso en los quehaceres del campo, calentando sus alpargatas frente al fogón y lanzándose a bailar endiabladamente en medio de las comparsas, o los despojos que se arrastran y se barren, huellas de antiguos progresos, de celebraciones y quehaceres que pasan por la vida y se deslizan por la memoria. Más que en Lucrecia Martel, El fulgor parece abrevar –conscientemente o no– en Juan Moreira (la música intensa con variaciones, las fogatas al atardecer, el joven con su pelo transpirado) y otros films argentinos de los años ’70 (El familiar, La hora de María y el pájaro de oro), e incluso recuerda ciertos rasgos de la obra de Jorge Acha. Las objeciones posibles (el hecho de tomar prestado material de una película previa del aquí coproductor Marco Berger, el regodeo con la fotogenia de sus actores y no actores, la broma de un chico chistando para acallar el sonido que tal vez provenía de un sueño) son eclipsadas por la atracción que produce el rosario de imágenes y las posibles conexiones entre ellas, y, sobre todo, la excitante banda sonora: susurros, relinchos, aleteos, cacareos, zumbidos o truenos se unen y confrontan con la música (de Jorge Barilari y el propio Farina) creando un fondo sonoro que es también forma, en el que tienen cabida tanto la euforia de una batucada como un conmovedor poema escrito y dicho por El Cuchi Leguizamón.
Elegía de los cuerpos: El comienzo de El fulgor (2021) consiste en los sonidos de los animales y el cerco en primerísimo primer plano que los mantiene en el corral. La sola imagen vale tanto por su belleza fotográfica y sonora como por la plenitud de sentidos que desplegará después. Martín Farina, quien colaboró con Marco Berger en su singular documental Gualeguaychú: el país del carnaval (2021), toma algo del material de esa película y combinándolo con nuevas escenas, crea una obra nueva (con producción del propio Berger). A diferencia de aquel, Farina no se apoya en la experiencia subjetiva de esos jóvenes de campo que año a año se revisten con brillos y plumas para participar del carnaval, sino en una experiencia estética puramente visual que se sostiene en la belleza de la fotografía y en los creativos contrapuntos creados por el montaje. Por efecto del montaje y de una música que, con acierto, se ajusta al compás de los movimientos de los cuerpos, animales y hombres quedan relacionados. Los cercos que en unos son el principio del fin, en otros son los que impone la cultura como semblantes de la virilidad; el cuchillo como emblema fálico se contrapone a los brillos de purpurina y maquillaje del carnaval. En ambos casos, se trata de cuerpos privados de su plena libertad de ser. Por otro lado las plumas son, en ambos, pavoneo erótico para la mirada. La mirada del director fragmenta y disecciona los cuerpos que, realzados por el primer plano o el plano detalle, exudan erotismo. La carne troceada de los animales, que luego es adobada para la cocción, se relaciona con la preparación de los cuerpos en el vestuario. Las carnes que van a ser consumidas por la mirada y el paladar, con aquellas que en el corsódromo quedarán expuestas a la mirada deseante de los espectadores. Farina sabe que el deseo recorta el cuerpo a partir de sus zonas erógenas y lo fetichiza; desde allí compone su película. El uso de la parcialidad y de lo entrevisto en la imagen le permite dejar espacio para que el espectador se vea sorprendido por nuevos sentidos, siendo parte de la construcción del film. ¿Y qué es lo que queda cuando termina el carnaval? Los restos de los brillos, los cuerpos mortificados y abandonados a la rutina y la dureza de la vida del campo; también la nostalgia y los sueños. La mirada que tajea el cuerpo lo degrada cuando lo iguala a una mercancía, pero una mirada deseante puede dignificar los cuerpos cuando puede elevar ese fragmento de cuerpo, exaltándolo con un sentido estético, aunque sea en un destello fulgurante. El Fulgor adquiere entonces la dimensión de una suerte de ensayo póetico sobre los usos de la mirada.
Es así como en El fulgor los planos operan como versos que se van entrelazando a distancia y que en la repetición delinean un sentido. Para comprender cómo se desenvuelve la película, los planos pueden agruparse en cinco conjuntos autónomos que se yuxtaponen y cruzan en el montaje: los de animales del campo argentino; los de las máquinas (en su mayoría de campo, pero también de fábricas abandonadas o en vías de extinción); los de los cuerpos de los hombres de campo (en el trabajo, en el descanso, en la preparación de sus atuendos para bailar y también en el momento de bailar); los del carnaval (donde se alternan planos de multitud con otros de los protagonistas evanescentes que son algunos jóvenes del campo). La combinación de las cinco series forma el heterodoxo poema criollo que añade al montaje visual por distancia y repetición un trabajo sonoro admirable constituido por otras series, ahora de material sonoro: suenan el campo, las máquinas, fragmentos sinfónicos (que pertenecen a Jorge Barilari y al propio Farina) y también compases propios de las composiciones carnavalescas que nunca alcanzan a sentirse en un primer plano sonoro. El sonido general nunca alcanza a estructurarse como un todo, la síncopa es la lógica dominante.
En el pasado Bafici 2021 se estrenó Gualeguaychú, el país del carnaval. Aquel film dirigido por Marco Beger, un documental con varios rasgos de ficción, tenía por escenario al famoso Carnaval de la ciudad entrerriana y como protagonistas principales a dos jóvenes trabajadores del campo que además participan todos los años de las populares comparsas. En el guión Berger colaboraba con su amigo y socio Martin Farina, quien también fue codirector con él de Taekwondo. Un año después llega El fulgor, dirigida esta vez por Farina, mientras Berger lo acompaña desde la producción. En más de un sentido Gualeguaychú y El fulgor son películas hermanas aunque también independientes, semejantes en algunos puntos y muy diferentes en otros. Los puntos de contacto más evidentes están precisamente en el escenario y los protagonistas. El carnaval de Gualeguaychú es nuevamente uno de los ejes, aunque ya no tan exclusivo, mientras que Vilmar y Franco, personajes principales del film de Berger vuelven a los mismos escenarios y a interpretarse a sí mismos, aunque por momentos no tanto. El fulgor se podría pensar como el reverso de Gualeguaychú, donde al brillo del film de Berger, Farina le contrapone algo más de oscuridad, como un lado B un poco más misterioso. Los escenarios de El fulgor oscilan fundamentalmente entre el campo donde los trabajadores realizan sus tareas habituales, que la cámara sigue con atención al detalle, en donde Vilmar es el que adquiere más presencia sobre todo en lo que hace al sacrificio y faenado de animales, y los momentos de preparación y festejo del Carnaval esta vez con ambos en rol protagónico. A estos se les suman escenas de carácter onírico, algunas en una fábrica aparentemente abandonada y otras a las que se podría calificar como más idílicas o bucólicas con un Franco deambulando como una suerte de personaje natural e inocente. Esta presencia de lo onírico tiene un gran peso en el film y al principio Farina parece querer diferenciarla con el uso del blanco y negro, aunque luego esa distinción se va borrando y la línea entre lo supuestamente real y lo supuestamente fantástico se va haciendo intencionalmente más difusa. El fulgor es un film de corte experimental, que no sigue una narración lineal y que en su poco más de hora de duración prescinde casi completamente de los diálogos, salvo por un breve recitado. Este último rasgo es fundamental a la propuesta, aún cuando, según su realizador, esto no fue pensado así de movida, sino bastante más tarde en la producción. Esto permite a Farina realizar un trabajo muy minucioso con el sonido y con la música, compuesta por el propio Farina junto a Jorge Barilari. El sonido que al principio del film parece apegado a la imagen, por ejemplo acompañando las escenas de faena en el campo, a medida que avanza va contradiciendo esa impresión en tanto se van agregando capas de sonido, ruidos, murmullos y una música que oscila entre los climas inquietantes y los momentos disonantes. A veces estos estos elementos se suman provocando cierta crispación, algo con lo que el realizador se permite bromear cuando algún personaje reacciona inesperadamente a esa banda sonora que se suponía extradiegética. Si en el film de Berger El Carnaval era la celebración dionisiaca de los cuerpos, en el de Farina parece otra cosa. El homoerotismo, aunque presente ya no tiene la misma relevancia, y las imágenes del desfile, mayormente en blanco y negro y con sonidos y fondos musicales que se superponen a la música de las comparsas, transmiten algo que también tiene que ver con el abandono y el éxtasis pero desde un lado más perturbador y hasta siniestro. Farina, además de director, guionista y compositor, se hace cargo además de la fotografía, haciendo un trabajo igualmente minucioso con la imagen, con muy cuidados encuadres, y también del montaje en donde presta gran atención al ritmo. Se trata de un film que apunta en buena medida a lo sensorial y también a brindar varias capas de sentido, que puede ser visto como el capítulo fantasmal del díptico o como un experimento autónomo y cautivante. EL FULGOR El fulgor. Argentina, 2021. Dirección, guion y fotografía: Martin Farina. Intérpretes: Vilmar Paiva y Franco Heiler. Sonido: Martín Farina y Gabriel Santamaría. Música: Martín Farina y Jorge Barilari. Duración: 65 minutos.
Martín Farina es un artesano del cine y también un detallista, a niveles obsesivos. En su nueva propuesta, El Fulgor, no solo construye un relato por ausencia, sino que, además, realiza, gracias a una inteligente edición, una puesta reflexiva sobre el trabajo, los cuerpos, el consumo y la verdad de los sujetos. Si en sus obras anteriores la intimidad y el diálogo construían el material primigenio para plasmar a sus protagonistas, aquí, con el contraste entre materiales, día y noche, cuerpos humanos y animales, se refuerza una idea que atraviesa toda la película, que tiene que ver con el esfuerzo, la vocación y la libertad. El carnaval de Gualeguaychú es la excusa para que el fulgor, algo tan inasible como la escencia de las personas, sea el objeto de estudio de una película pensada milimétricamente para que la coralidad de voces, aún sin haber diálogos, sea lo que prima como eje estructurante de su relato. Una exquisita banda sonora acompasa los movimientos de los cuerpos, de esos cuerpos que trabajan, que faenan, que limpian, que errabundean desnudos, que se exhiben, se emborrachan, duermen, piden silencio, configuran la base para que desde allí se reflexione. No es casual que el caballo, con su potencia, se constituya como referencia para que los jóvenes y tonificados cuerpos compitan de igual a igual con los equinos, símbolo de virilidad y fuerza, pero también de esfuerzo y deseo. Los jóvenes se exhiben en el corsodromo, en el campo y en los vestuarios, imaginando que su libertad, encorsetada por normas y políticas, es la posibilidad para trascender sus existencias, las que, adoctrinadas para el trabajo, dejan al deseo en un plano secundario sin completar sus verdaderas pasiones.
Martín Farina retrata los cuerpos masculinos del carnaval El film del director de “Mujer Nómade” se apropia de las imágenes de los cuerpos masculinos y las reinventa en esta sinfonía homoerótica filmada en Gualeguaychú. Cuando Marcos Berger filmó el documental Gualeguaychú, el país del carnaval (2021) fue su colaborador de la época de Fulboy (2014) quien co-escribió el guion y se encargó de la realización. Con esas imágenes, la co-producción del propio Berger y un trabajo exquisito de montaje y musicalización, Martin Farina realiza desde su punto de vista una suerte de película hermana de aquel film, con un sentido diferente en varios aspectos. El Fulgor (2021) participa de la competencia Vanguardia y Género del 23º BAFICI y tiene todos los condimentos para hacerlo. Rompe la narración clásica para adueñarse de un sentido experimental propio de Walter Ruttmann (Berlín, sinfonía de una ciudad, 1927) o Diga Vertov (El hombre de la cámara, 1929). Como en esos realizadores, el formato del cine mudo sobrevuela un montaje que contrapone al hombre con la máquina (la bestia en este caso o el hombre en estado primitivo) y una música que genera un contrapunto orquestal magnífico. Farina recorre los cuerpos de los gauchos haciendo su tarea rutinaria con los animales del campo. El ritual de la purificación de la carne se traslada a sus propios cuerpos, transformados por la cámara en objeto de consumo. El carnaval es el otro ritual donde la “carne” de los torsos semidesnudos desfilan -y destilan- pasiones y deseos por la pasarela. Por momentos accedemos a una verdadera película de horror, con el carneo de los animales en primer plano, que el montaje debe virar al blanco y negro para quitar la impresión del rojo sangre. Mientras que en otras secuencias, estamos ante una lógica surrealista que articula imágenes de gran extrañeza de manera aleatoria. Un recurso ya utilizado por el director en El lugar de la desaparición (2018), por mencionar un caso. Hay una búsqueda constante de la cámara por captar aquel punto de vista no convencional. Una mirada que disecciona cuerpos y objetos, los fracciona y se lo apropia. El trabajo de montaje realizado por el propio Farina une los planos por semejanza figurativa o con la intención de seguir meticulosamente el ritmo sonoro de la melodía operística a cargo de Jorge Barilari y el mismo Farina. Una melodía que engrandece la fuerza sensitiva de las imágenes. El Fulgor es cine experimental en estado puro. Pero también, una experiencia sensorial que obliga a observar con otros ojos los rituales naturalizados, mientras impacta y reflexiona sobre los cuerpos varoniles (sobre todo los de Vilmar Paiva y Franco Heiler) e invita a un viaje por los sentidos.
Tiene razón el programador David Obarrio cuando, parafraseando al director de El fulgor, afirma en el catálogo del BAFICI 2022 que podría ser “la versión onírica de Gualeguaychú: El país del carnaval”, la película que codirigió el prolífico Martín Farina junto a Marco Berger y que se presentó en el festival porteño de 2021. Lo que allí eran los preparativos y la ansiedad de un grupo de jóvenes en vísperas del evento más importante de la ciudad, aquí es una aproximación poética, más periférica y elusiva, a los brillos, los trajes y las carrozas. Farina lo hace a través del seguimiento de la rutina de un grupo de gauchos para los que el carnaval trae aparejados otros rituales vinculados con los oficios rurales en general y con la carne en particular, para luego sí dar rienda suelta a los festejos. El fulgor avanza con el paso cansino de los ríos mesopotámicos, deteniéndose en detalles que definen las particularidades de un modo de vida. Los cuerpos –toda la carne, en realidad– funcionan como objetos que la cámara estudia mediante primeros planos tan detallados como sugerentes, persiguiendo esa verdad que solo puede aprehender la lente. Hombre-orquesta a cargo de prácticamente todos los rubros técnicos, Farina (Mujer nómade, Taekwondo, Fulboy, Los niños de Dios) ensaya una nueva variante de una obra que ha ido corriéndose de los carriles tradicionales para abrazar la experimentación, los relatos abiertos, la observación como acto ético y estético que requiere de un espectador activo y dispuesto a completar por su cuenta lo que ve. Una película hecha con la misma materia prima de los sueños.
La nueva película de Martin Fariña un realizador siempre personal e interesante, talentoso y dispuesto a la experimentación, es sorprendente. Este film se presentó en el BAFICI en la sección “Vanguardia y Género” y según el programador David Obarrio puede verse como la versión onírica de “Gualeguaychu, el país del Carnaval”, que Martin co-dirigio con Marcos Berger. Pero lo que propone este director tan particular es indagar sobre la carne, sobre los cuerpos y su propia luz, su brillantez, su singularidad. Por eso comienza con los rituales de la purificación de la carne, los rudos trabajos de campo que mezclan el calor, las ensoñaciones de los gauchos, el terror que aflora en los ojos de los animales en el matadero, el desgarro de la vacas, la exhibición de nuestro alimento transformado en ofrenda. Y cuando esa dura labor termina, de rutina y aprendizaje, llegan los rituales de festejo, los de la purpurina y las máscaras, el brillo prestado y la invitación a la celebración. Los cuerpos masculinos en el esplendor de su juventud, en la expansión de la sed y las ansias, en una danza que se acopla a la música con ese montaje que también realizó Fariña, para mostrar este acercamiento a mundos privados inexpugnables donde las fantasías, los sueños, los deseos están tan lejos de las palabras y tan cerca de su cine.
El fulgor, de Martín Farina, o la carne como manufactura del deseo Vilmar Paiva, ya visto en Gualeguauchú: El país del carnaval La última película del prolífico realizador de Fulboy (2015), Taekwondo (2016, en co-dirección con Marco Berger), Cuentos de chacales (2017) y Mujer nómade (2019), entre otras, retorna al universo de Gualeguaychú: El país del carnaval (Marco Berger, 2021) para ofrecer una mirada en donde conviven el registro documental y la impronta lírica. En Gualeguaychú: El país del carnaval, Martín Farina se desempeñó como co-guionista. En aquella película (presentada el año pasado en el BAFICI), Berger desplegaba su poética de observación de cuerpos masculinos en la previa y en la realización del carnaval más importante del país; factoría de cuadros de homoerotismo que el responsable de títulos como Plan B (2010) y Un rubio (2019) supo aprovechar. En El fulgor (2022), Farina hace una operación de adaptación; de registro, de puesta y en buena medida de la temática. La primera y más sobresaliente decisión estética es la supresión de los diálogos; aspecto que resemantiza el sentido puesto ya no en la corporalidad, sino en la carne, en la fisicalidad pura. La transmutación de carne en cuerpo(s) está motorizada por el deseo. Deseo de saciar el hambre, deseo puesto en suspenso, deseo que estalla en la carnavalización como procedimiento de des-subjetivación. Lo individual deviene colectivo. La cámara se conforma como dispositivo ideal para registral ese pasaje. El fulgor es un ensayo cinematográfico que va más allá de las instancias del carnaval y se instala en el universo de la vida de campo, cuyo epicentro está puesto en las actividades de Vilmar Paiva, a quien la cámara de Farina retrata con cálculo de orfebre. El director, responsable además de buena parte de los rubros técnicos, realiza una verdadera sinfonía de sonidos e imágenes; el trabajo con la carne animal, los cuerpos desnudos en el monte, la intimidad del vestuario, configuran esta red semántica envestida de un aura de misterio. Tal vez, la necesidad de dotar de intención aquello que, frente a los ojos, nos motiva a reconocernos como sujetos deseantes.
Un sueño o un poema, ambos recursos aparecen definitorios en una mano que madura cada vez más su vuelo artístico, la del joven y poderoso realizador Martín Farina. Quien, a la vez que escribe la partitura visual ejerce un rol en casi todos los mecanismos narrativos del filme, o sea, que se constituye en un creador que dirige la orquesta y que al mismo tiempo ejecuta cada uno de sus instrumentos. La narración abraza la vida campera que aquí se proyecta hacia los mágicos carnavales de Gualeguaychú, pero no como su anterior filme, Gualeguaychú el país del carnaval, sino ubicándose en la vida paralela que se crea en otro tipo de preparativos previos al festejo, el de la vida rural y sus tareas cotidianas. Es más bien una suerte de ensayo visual, de observación atenta, con una fotografía de simpleza cuidada y una mirada concentrada en el ritual de la carne como símbolo de la comunión del festejo venidero, a la vez que, como objeto material, hueso, sangre, cuchillo y trabajadores del oficio. Primeros planos como retratos, como rostros en su expresión genuina, en su forma pura. Esos que me evocan como en un homenaje a algunos de los rostros del maestro Raúl Perrone y su poderosa narrativa retratista. Medida y pausada en su progresión suave y estética. Sin apuros, el tiempo pasa como discurren los días. Los animales, los hombres, la siesta, la faena. Un discurrir como una seda que se desgaja. El fuego, los cuerpos masculinos de los trabajadores, vestidos y desnudos, la estética del cuerpo masculino observado. Una vidriera, la ciudad como manchas fuera de foco y ahí llega en la calle el palpitar de cómo germina paso a paso la fiesta. Carnaval, intensidad y vida en movimiento, lo vivimos en campo y fuera de campo, plagada de sonidos, plagada de detalles. Difusa y nítida a la vez, donde los cuerpos hablan, el sudor manda y todo se teje como las dos caras de la vida real, blanco y negro o color, los matices con los que el ojo pinta de a pinceladas libres, este relato tan real que parece moldeado dentro de un sueño.