La poesía de lo simple Nuevamente el director Paolo Zucca (El árbitro) apela al costumbrismo y a las diferencias culturales para sacar a relucir, desde el humor salpicado de ironía, el primer objetivo de su película El hombre que compró la luna que no es otro que el de la diversión. Pero en la ironía no se queda corto cuando introduce -siempre en un tono liviano- una crítica punzante sobre ciertas prácticas del imperialismo Yankee bajo el pretexto de contar una historia que gana más desde el terreno de la alegoría que desde su verosímilitud. La premisa ubica al satélite natural en un territorio de disputa, donde la desigualdad de fuerzas es contundente. Al llegar a las altas esferas del poder imperialista la noticia que en Cerdeña hay un pescador que dice ser dueño de la luna, el operativo de recuperación del cuerpo celeste se pone en marcha. Para hacerlo, Italia subordinada a los intereses de Estados Unidos recluta a un agente encubierto, un joven de pocas luces que reniega de sus orígenes y se hace pasar por milanés cuando en realidad pertenece a la tradición de los sardos. En la primera mitad, el film transita por los lugares comunes de todo retrato cultural con el contrapunto de matices entre el joven milanés y un viejo sardo, quien debe enseñarle las costumbres, los códigos y la propia esencia de ese singular grupo humano a pesar de descubrir en pocos días el disfraz y la falsedad del joven. Por momentos llega el recuerdo de la película Ocho apellidos vascos, con un procedimiento y humor similares, aunque la diferencia con esta co producción entre Argentina e Italia reside en la mezcla de comedia con drama, matizado con alguna dosis de absurdo y otra de grotesco. Sin embargo, es en la segunda mitad donde la película de Zucca busca el territorio de la fantasía, anclada en una esfera poética que resuelve a veces con mayor acierto que otro un planteo que desde la trama inicial requería la toma de algún rumbo para cobrar sentido y que la propuesta integral terminase por convencer. En síntesis, El hombre que compró la luna es un film entretenido, irregular, pero que encuentra su propia lógica y dinámica siempre que el espectador se deje seducir por sus personajes, sus modos y sus historias de vida antes que por las intenciones del guión y los propósitos implícitos detrás de la anécdota, que construye de manera superficial el camino del héroe como estructura narrativa troncal cumpliendo a rajatabla cada uno de los postulados de un relato de transformación y de recuperación de identidad, una de las pocas cosas que no pertenecen a nadie más que a uno mismo.
Si no tuviera una pata de su coproducción en la Argentina a través de la compañía de Daniel Burman, sería imposible no pensar en la enorme influencia italiana en la cultura argentina como la principal razón del estreno en estas tierras de El hombre que compró la Luna. Es que el nuevo film de Paolo Zucca (El árbitro) apuesta por un relato que cruza la fábula romántica con elementos propios de la tradición peninsular. La historia es disparada por un hecho absurdo. Un hombre de Cerdeña afirma ser el dueño de la Luna, desatando así una locura en los servicios secretos de todo el mundo. Sin datos concretos sobre el presunto comprador, una agencia de seguridad internacional traza un plan que consiste en enviar a un agente de origen sardo camuflado al núcleo de la comunidad. Claro que para camuflarse primero deberá manejar a la perfección los usos y costumbres de la comunidad, lo que da pie a un entrenamiento en el que no faltarán múltiples referencias a la cultura local: algo así como que en una película argentina se hicieran chistes sobre el acento cordobés o la siesta santiagueña. Lo que sigue es un film que lentamente irá mutando hacia el surrealismo y la metáfora, no sin antes coquetear con los descubrimientos personales del agente encubierto ligados a sus orígenes, todo matizado con pequeñas dosis de humor que irán extinguiéndose a medida que avance el relato. El resultado es un film irregular e indeciso, cuyo principal pecado es abarcar mucho y apretar poco.
Pablo Zucca propone lo imposible, que un hombre compre la luna como parte de una promesa. Aquello que olvida el director, es el contrato de lectura con el espectador, quien si bien se divertirá con una primera parte dinámica y entretenida, termina cayendo rápidamente en el tedio que alguien que tuvo mal sexo.
Lo que uno hace por amor Una comedia coproducida entre Italia y Argentina nos demuestra que las promesas, por más disparatadas que sean, están hechas para cumplirse. ¿Quién no ha prometido cualquier cosa por amor? Desde escalar montañas, atravesar mares o tal vez bajar estrellas. Siempre, este tipo de dichos, resultan inconclusos. El amor, por más que todo lo pueda, presenta barreras muy alejadas a la realidad. El hombre que compró la luna (L'uomo che comprò la luna, 2018) parte de una promesa, pero su resultado es el opuesto a lo que se acostumbra. Un pescador es el encargado de semejante travesía por su amada. Dirigida por Pablo Zucca (El arbitro) y producida por Daniel Burman (La suerte en tus manos), entre otros, esta comedia hablada de manera íntegra en el idioma italiano, nos embarca en un mundo donde, a pesar de la realidad en la que vivimos, todavía se puede tener la capacidad de soñar. Sostenida por un clima de humor irónico, la gracia de la obra se sugiere en escenas donde lo grotesco rompe el silencio. Quizás un juego competitivo, el cual consiste en contar con las manos (con las reglas más absurdas), pudiera resultar burdo o inconexo, pero El hombre que compró la luna se encarga de que todo tenga un porque en la historia. La premisa es de lo más desopilante. Todos los gobernantes del mundo se movilizan por la noticia de que un sujeto fue el encargado de hacerse dueño de la luna. La escena post inauguración de la obra es una sumatoria de declaraciones de las más altas esferas gubernamentales (como también otros supuestos emblemas del poder) sobre la sorpresa de semejante acto y el disparador exacto para pergeñar la recuperación del satélite de la Tierra. Con una primera media hora con un guión dispuesto a entretener a partir del duelo de los no soñadores (gente enojada que quiere recuperar la Luna) versus los soñadores (aquel que la compró), los silencios son intencionales, el humor físico se perfecciona en los momentos claves y la introducción de semejante acto que le da el título al largometraje queda planteado. A partir de allí, la acción comienza a tomar otro rumbo. El film se vuelca a su parte más emocional, dejando de lado la sorpresa de la comicidad absurda de la primera parte y transforma lo terrenal por la excesiva utopía. La película de Zucca se precipita con la manera de acceder a lo fantástico, resultando un traspié en la prolijidad de la obra. El hombre que compró la luna nos invita a reír, soñar y cumplir nuestras promesas. Estrenar el mismo día que El primer hombre en la luna (First man, 2018), la película protagonizada por Ryan Gosling, no resulta nada sorprendente. Un ser humano se adueña de algo, incrementa su dominio y no permite que otro de su especie, tal vez un simple pescador, ponga en riesgo su poder por no poseer el don de soñar.
Una historia que tiene que ver con lo esencialmente absurdo y práctico, pero también lo poético y la reivindicación de una cultura, la sarda. Para el espectador, primero el desconcierto, en especial si desconoce las características de los habitantes de Córcega –allí nació el director y guionista Paolo Zucca- y luego una segunda parte que apuesta, poética y bella, a ganarse la emoción entre lo absurdo y reivindicatorio. Los servicios secretos detectan que un sardo se compró la luna y les ganó un negocio a los norteamericanos que por llegar primero al satélite solo tiene un porcentaje mínimo de su superficie. Dispuestos a descubrir y destruir a ese dueño, primero detectan a un sardo entre sus filas, en realidad un renegado que debe ser reeducado para cumplir su misión. Una vez puesto a punto, entre el absurdo y gracioso descubre su objetivo y sabe que partido tomar. Así como en el filme “El árbitro” usaba al futbol para pintar a todos en un pueblo, aquí se mete en sus orígenes y salda, según sus declaraciones, sus propios sueños de niño en una región árida parecida a la luna, perfecta para imaginar lo imposible. Una mirada sarcástica y bella sobre los valores populares y una justicia nunca mejor aplicada como la poética. Con enérgicos actores, belleza y un final donde la gracia cede paso a lo lírico. Disfrutable. Para un director que entre sus fuentes de inspiración reconoce hasta el mismísimo Asterix en tierra de corsos.
Desafortunadamente, en los últimos años no ha sido para nada habitual que llegue a la Argentina cine producido en Italia. Por eso es una auténtica curiosidad que los dos únicos largometrajes de un director de Cagliari que ni siquiera es muy popular en su propio país ya se hayan estrenado aquí. Esta segunda película de Paolo Zucca mantiene el tono de humor grotesco de su debut ( El árbitro, de 2013), pero le agrega a la comedia de trazos gruesos la rutinaria historia de autodescubrimiento de su protagonista, un atípico agente secreto que debe lidiar con su torpeza para cumplir con cierta eficacia una misión especial: encontrar al presunto comprador de la Luna (¡!) afincado en Cerdeña.
Neil Armstrong nunca llegó tan lejos Si la historia está o no basada en el caso real del abogado y poeta chileno Jenaro Gajardo Vera, que un buen día de 1954 se proclamó propietario legal de la Luna, es algo que la película de Paolo Zucca no aclara. Ni falta que hace. El hombre que compró la Luna, nuevo largometraje del director de El árbitro –como aquella, una coproducción entre Italia y Argentina (cortesía de Daniel Burman), más algo de apoyo albanés– utiliza ese punto de partida absurdo para construir una típica comedia étnica, como también lo eran las recientes Ocho apellidos vascos y su secuela catalana. Aquí la lógica humorística gira en un porcentaje mayúsculo alrededor del idioma, los usos y costumbres y la imagen arquetípica de aquellos nacidos en la isla de Cerdeña. En particular los hombres, ya que las mujeres prácticamente no tienen lugar en la construcción de la trama. El disparate está presente desde un inicio, cuando un importante llamado a un bunker del departamento de inteligencia del gobierno italiano pone en marcha una misión encubierta: descubrir el paradero de ese atrevido sardo que se ha declarado dueño del satélite natural terrestre. Jacopo Cullin es el encargado de darle vida a Kevin, alias Gavino Zoccheddu, un soldado sardo de pura cepa que a puro exilio logró sacarse de encima todos los pelos y señales de su ascendencia cultural. Es el objetivo de un tal Badore (el comediante y cantante Benito Urgu) “enderezar” al joven y devolverle todos los rasgos de un verdadero hijo de la isla italiana, antes de dar comienzo a la secreta tarea. A partir de ese momento el truco narrativo de la Luna queda relegado al olvido y el film insiste en el chiste étnico durante más de un tercio de metraje. La postura corporal, la forma de hablar, la práctica de la morra (juego que los sardos genuinos parecen jugar hasta en el baño), la manera de consumir alcohol y un sinnúmero de gags visuales y verbales que pueden llegar a perderse en la traducción. Terminado el entrenamiento, llega el bis en un bar de pueblo, ya en el teatro de operaciones, que avanza por buen camino hasta que la identidad del héroe es descubierta. Ese segmento bien podría aislarse y observarse como un cortometraje en sí mismo, nada extraordinario pero sí efectivo. En el último tramo aparecen la española Angela Molina y el serbio Lazar Ristovski (recordado por su papel en Underground, de Kusturika) como una pareja de pescadores aislados en la costa de Cerdeña. La Luna vuelve a aparecer y, con ella, una fantasía cursi que recubre de gallardía y delicadeza a los sardos, que hasta ese momento sólo parecían ser feos, sucios y malos. El humor de Paolo Zucca es de trazo grueso, aunque nunca cae en el grotesco, y está diseñado para un público lo más amplio posible, rozando a veces la incorrección política, pero sin caer nunca en ella. Como en el mundo de la publicidad, no hay crítica, apenas sometimiento al estereotipo. Y un aprendizaje moral impuesto por la trama como condición sine qua non. La imagen de un astronauta plantando la particular bandera de Cerdeña –con su Cruz de San Jorge y cuatro cabezas de moro– posee, sin embargo, cierta gracia surrealista.
En verdad no la compró. Se la había prometido a la novia y, hechas las debidas consultas, se la quedó más o menos legalmente por aquello de la res nullius, salvo donde Neil Armstrong clavó la bandera. “Le escribí por si quería vender esa parte pero no me respondió. Maleducado”, dice ahora, en una escena entre romántica y humorística. Quien habla es un viejo pescador de Cuccurumalu, Cerdeña, isla de gente hosca pero de una sola pieza. Hasta allí va el agente Kevin Pirelli, milanés, pero sardo de nacimiento. Su nombre real es Gavino Zoccheddu. Para llegar al misterioso dueño de la Luna, cuya propiedad completa reclama EE.UU., el agente debe aprender primero a portarse como un sardo. Pero lo que empieza como una imitación se irá convirtiendo en la incorporación de otra mirada sobre las cosas. Un espíritu. Pocos lo saben, pero parece que la Luna es el lugar de descanso de los grandes héroes sardos, desde Hampsicora, Leonora d’Arborea y Paskedda Zau hasta el camarada Antonio Gramsci. Eso, y otras cosas, irá sabiendo el susodicho Kevin. Comedia irregular pero amable, con toques de farsa, absurdo y poesía, la obra incluye garas, ballus y otras expresiones folklóricas, la bienvenida aparición de Ángela Molina, ya venerable diosa mediterránea, unos 50 técnicos argentinos (se trata de una coproducción), y los cameos de Andrea Prodan, Claudio Rissi, el productor Amedeo Pagani (un cardenal) y el distribuidor Pascual Condito, haciendo de mafioso. Director, Paolo Zucca, el de “El árbitro”, que califica a sus obras como “comedias étnicas”.
Una compañía internacional embarcada en un emprendimiento inmobiliario que tiene como objetivo La Luna, descubre que ya esta comprada legalmente por un individuo de la isla de Cerdeña. Obsesionados con la noticia deciden enviar un agente secreto para terminar con quien obstaculiza el negocio. Luego de instruir al agente secreto (Kevin, un sardo que se hace pasar por nacido en Milán), con un puro habitante de la Cerdeña, Badore, cuidador de caballos afincado en esa ciudad, el muchacho parte a Cerdeña, donde deberá hacerse pasar como nacido en la isla, impregnado de su cultura y dispuesto a acabar con quien se opone a los proyectos de la empresa internacional que lo contrató. HUMOR SARDO "El hombre que compró la Luna" es una desopilante comedia italiana que incorpora al clásico humor peninsular, el estilo y el regionalismo de un director nacido en la capital de Cerdeña, Paolo Zucca, ya conocido en Buenos Aires por el estreno de "El árbitro". No sabemos si Zucca tomó en cuenta datos actuales sobre el pueblo sardo, pero indudablemente ese estilo duro, amachietado, irreverente de sus personajes parecen revelarlo. Partiendo de la base científica reciente que establece un diferenciación genética de la población de Cerdeña con otras poblaciones europeas y del resto del mundo, sumado a la consideración de una población actual derivada en gran parte de la Edad de Piedra y con un idioma en extinción, la estilización del prototipo sardo en una comunidad rural como la que establece Zucca, asume características hiperbólicas. Así, luego de la increíble secuencia de la instrucción del agente secreto por Badore, un sardo puro (el notable actor de carácter Benito Urgu), el espectador debe prepararse para un increíble viaje hacia la noche de los tiempos, en algo así como una comunidad fantástica más cercana al Neolítico que al período contemporáneo actual. Humor directo, actores de reparto increíbles (algunos no actores), alusiones al universo de la recordada Angela Wertmuller y su "Pascualino Siete Bellezas" y hasta al spaghetti western en la notable escena de la cantina (ver Claudio Rissi), más la unión de la realidad y la fantasía con el encuentro del pescador y su mujer (Angela Molina), culminan en una suerte de Universo Lunar convertido en Paraíso mítico donde conviven Gramsci y diosas y heroínas refugiadas de la sociedad capitalista. Un divertimento con interesantes efectos especiales en el final y actores que el público argentino desconoce y merece conocer como el notable Benito Urgu, venerado en Cerdeña y capaz de manejar como un maestro el tempo de la comedia en verdaderos contrapuntos escénicos con el muy joven Jacopo Cullin, el sardo renegado.
Lo nuevo del director Paolo Zucca (El árbitro) es una comedia ligera con toques absurdos, esta vez en torno a un hombre que compró la luna para regalársela a su amada. Alguien de Cerdeña compró la Luna. Cuando el gobierno se entera manda a un agente secreto a infiltrarse en ese pueblo. El elegido es el agente Kevin, alguien cuyas raíces se encuentran en Cerdeña pero que reniega del origen al que ahora lo obligan a regresar. Más allá de la premisa en torno al hombre que compró la luna, casi la mitad de la película tiene como protagonista a Kevin aprendiendo las costumbres de Cerdeña y luego la puesta a prueba de ellas una vez en el lugar. Con un peculiar personaje haciéndole de profesor, el film apuesta a un tono cómico absurdo, cuando éste le enseña cosas que parecen ridículas y luego, al poner un pie en esa tierra, descubre que son tal como le enseñaron. Acá Zucca aprovecha para hacer un retrato pueblerino tal como ya había hecho un poco, en menor dosis, en El árbitro, y la trama principal parece ser más bien una excusa para pintarlo. Es en la última parte donde la narración vuelve a ponerse en eje y aparece el famoso pescador que compró la luna, ya con mayor entidad. A esta altura, Kevin no es más la persona que era o que creía que era, más allá de que el cambio de look se dio más temprano. La película está escrita junto a Barbara Alberti y Geppi Cucciari y no parece ubicarse en una época temporal precisa. Su tono de comedia por momentos está teñido de cierto drama que le imprime un poco de melancolía. Más allá de este tono particular, extraño, que funciona como hallazgo para la historia que se quiere contar, lo que no termina de funcionar es la trama. Quizás porque navega por ríos muy distintos y eso la hace quedarse como a la deriva.
Conocimos el cine que propone Paolo Zucca, unos años atrás cuando nos llegó a salas comerciales, un film suyo prometedor, "El árbitro" (2013). En aquella oportunidad, utilizó el histrionismo del gran comediante Stefano Accorsi como bandera, para mostrar cómo la vida en los pequeños pueblos de Italia, tienen una pintoresca lógica particular. Esta idea regresa, con otro envase (mucho más político, por así decirlo), con "L'uomo che comprò la luna". Zucca intenta explorar la vida en los pueblos del interior del país y elige sumergirse en la idiosincracia de una determinada región, con la intensión de mostrar contrastes, ópticas, ideas. El lugar, Cerdeña. La historia es bastante simplona. Tanto, que me costó ubicarla en algún tipo de contexto. Digamos, que hay que dejarse llevar (en su anterior trabajo, todo era menos simbólico y más visible) por la trama, sin buscarle demasiado sentido. Los servicios de inteligencia (bue, digamos) tienen la data de alguien compró la luna. Y saben que hoy en día no hay que dejarse madrugar con los negocios. No amigos! Hay un sardo que se declara dueño de la luna. Peligro. Danger. ¿Qué pueden hacer los agentes del recontraespionaje (Maxwell Smart dixit)? Pues buscar al hombre en cuestión en su propio terruño. Y para eso hay que prepararlo para que pueda llevar adelante su misión, con todo lo que ello signifca. Es entonces cuando aparece Kevin, (Jacopo Cullin) un soldado impresentable, y se lo empieza a adiestrar para que parezca un sardo de verdad. De ahí que arranca cómodamente un relato de humor regional, donde se hace hincapié en la postura, los gestos, las costumbres y los modismos que debe tener un buen habitante de Cerdeña. Una vez que el protagonista está listo para su desafío, deberá ir al terreno y tratar de encontrar a Badore (Benito Urgu), para verificar qué sucedió con la compra de la luna. Lo que vendrá luego (ah, el amor), mejor no anticiparlo. Zucca trabaja en espacios reducidos con habilidad. Elige perfiles interesantes, y monta una historia sencilla. No se precibe un guión con gancho. No, y creo que no todos las comedias que giran sobre lo cultural, tienen el mismo impacto en función de lo que presentan. Acá todo es muy austero. Ingenioso, si. Pero no un festival de originalidad. Lejos de eso estamos. Debo reconocerle al director italiano, su habilidad para contar historias simples. Creo, sin embargo, que en esta oportunidad, el guión no logró traccionar una comedia divertida. Apenas, una colorida postal de los sardos, muestra cabal de la riqueza de su cultura para quienes no estamos en tema.