Alejandro Chomski vuelve a la dirección después de 4 años, para llevar a la pantalla grande una novela de Paul Auster. El nuevo trabajo del director de «Maldito Seas Waterfall» (2016) presenta esta adaptación de la novela distopía de Paul Auster («La Trilogía de New York»), publicada en 1987, tratando de representar una realidad que viendo el panorama sociopolítico global cada vez parece alejarse más de la ficción y acercarse más a nuestra realidad. Chomski tuvo la oportunidad de realizar la película con la atenta mirada de Auster e incluso ambos trabajaron juntos en el guion del film. El largometraje se sitúa en un país imaginario y sigue a Anna (Jazmín Diz), una joven que viaja para encontrar a su hermano desaparecido. Ella intenta adaptarse al caos reinante en este desolado territorio donde las personas forman facciones y luchan por su supervivencia. En el transcurso de la búsqueda, conocerá a Sam (Christopher Von Uckermann), un periodista extranjero que busca salvar la mayor cantidad de información de la cultura del lugar. Estas dos personas comenzarán una improbable relación que empieza como algo superficial para convertirse en la prueba de que el amor surge de forma inesperada aún en las circunstancias más adversas. Filmada casi íntegramente en blanco y negro (las secuencias oníricas están en color, un recurso atractivo y fundamental para los temas que toca el film), la película resulta un relato elocuente de las miserias humanas, pero también de la empatía y la solidaridad. Un relato que se beneficia de la solvencia narrativa de Chomski y que sabe aprovechar los elementos enriquecedores de la novela. Se nota un que hay un gran trabajo en el guion y en cómo fue adaptado el relato original. Pese a algún que otro desajuste en el desarrollo de ciertas subtramas, «El País de las Últimas Cosas» es un film potente, que se beneficia de una visión clara de su director, un guion sólido y unas decisiones artísticas bastante acertadas (la fotografía, por ejemplo). Con algunos puntos altos en lo interpretativo, especialmente en el personaje de María de Medeiros, el film de Alejandro Chomski viene a plantear un par de interesantes reflexiones sobre la frágil condición humana, algo de lo cual fuimos viendo un poco en el marco pandémico de 2020.
Crítica a “El País de las Últimas Cosas” En el marco del Festival de Mar del Plata, la película de Chomski se estrenó en la Selección Oficial Fuera de Competencia Agustina Erquiaga Hace 1 semana 0 46 El País de las últimas cosas es la nueva película de Alejandro Chomski basado en el exitoso libro de Paul Auster, y presentado en el Festival de Cine de Mar del Plata, que logra transformar a la ciudad de Buenos Aires en el catastrófico mundo que Auster creó. Anna Blume es una joven que viaja para encontrar a su hermano desaparecido. Relata en una carta a su novio, enviada desde una ciudad sin nombre, lo que sucede en “El país de las últimas cosas, y describe una tierra en la que la búsqueda de la muerte ha reemplazado a los avatares y negocios de la vida. En el transcurso, conocerá y se enamorará de Sam, un periodista extranjero que busca salvar la mayor cantidad de información de la cultura del lugar. Luego de llevar al cine la novela de Adolfo Bioy Casares, Alejandro Chomski se sumerge en un desafío: adaptar la novela de ciencia ficción que Paul Auster publicó en 1987 a la pantalla grande. Hace 15 años, cuando el director y el escritor se conocieron, decidieron que la realizarían en el país. En el 35° Festival de Mar del Plata, lograron estrenarla, convirtiendo a la ciudad de Buenos Aires en un espacio caótico irreconocible. El director de fotografía, con planos muy originales y dinámicos, junto con la escenografía propuesta por arte crearon un mundo en blanco y negro donde la esperanza y la vida desapareció, excepto para la protagonista. Todo en la película indica que gobierna el miedo, la tristeza y soledad; pero los momentos de sueños de Anna, donde predomina nuevamente el color, hacen que despiertes esa chispa de fe de que todo va a estar bien. Jazmín Diz, Christopher Von Uckermann y María de Medeiros aportan con sus actuaciones a la historia para que atraviese la pantalla hasta llegar al espectador. El film de ficción estrenado en el Festival logra transformar a la ciudad en un catastrófico mundo, y provoca sentimientos encontrados entre la esperanza y rendición. Acompañando a Anna en todo momento, el espectador se conecta con los actores y la historia para ser parte de la misma e intentar buscar una solución al problema.
Los orígenes de esta película datan de 2001, en tiempos donde Argentina vivía una realidad análoga al relato que plantea el libro de Paul Auster, en el cual se basa esta flamante película de Alejandro Chomski (“Existir sin Vos, una noche con Charly García”, 2013). El concepto abstracto y atemporal de la pérdida de las libertades personales nos arroja hacia un halo imaginario y distópico rodado en blanco y negro, con el cual muchos países podrían identificarse en la actualidad. El traslado de la literatura al cine siempre presenta obstáculos y desafíos sumamente estimulantes. El concepto primario que viene desde la palabra escrita y cobra vida en el formato audiovisual, obliga a tomar decisiones para lograr que ese concepto reformulado funcione correctamente. Aquí, la búsqueda de equilibrio entre la fidelidad a la obra y la marca de autor, resguarda la idea de esta totalidad macro universal. En “El País de las Últimas Cosas”, el acento idiomático representa una cultura y un país, pero su abordaje excede las fronteras y nos hablan de la condición humana. Despojarse de las etiquetas también acusa recibo en su faceta genérica: abandonar las ropas de la ciencia ficción nos coloca en el plano atemporal que contiene a la historia. En su génesis podría encumbrarse una nueva torre de babel, o construirse la próxima arca de Noé. No resulta un aspecto menor, observaremos un diseño musical sumamente cuidado, que sirve de atmósfera a este lugar mutante: una ciudad en movimiento, tal vez un espacio sin ubicación geográfica. Una travesía como disparador narrativo, una búsqueda como ancla argumental. Sin embargo, en las profundidades subyace cierta mirada acerca de la devastación del espacio habitado, cobrando magnitud metafórica.
FRAGMENTOS EN RUINAS El país de las últimas cosas es la última película de Alejandro Chomski, pero también la adaptación de una novela epistolar de Paul Auster. Quien haya leído al notable autor norteamericano sabe que, como la mayoría de los autores posmodernos, adaptarlos al cine puede ser una odisea imposible en función de su fragmentación estilística y ambigüedad narrativa. También tiene su lado positivo: esta misma ambigüedad puede adaptarse a distintos contextos si el guion está pulido. Pues hay otro problema, esta novela es, como dijimos, epistolar, y la construcción del punto de vista puede resultar problemático en función de hilvanar una narración y no perder detalles importantes. Esto es para decir que el film de Chomski, que fue presentado en el último Festival de Cine de Mar del Plata en la sección “Fuera de competencia”, tiene notables irregularidades narrativas a pesar de sus buenas intenciones y una primera parte atmosférica y sofocante. El país de las últimas cosas es una distopía y como tal tiene un eco más presente en el panorama actual que en 1987, cuando fue editada la novela original. Cómo Chomski construye este escenario desde un blanco y negro sobrio, con ocasionales retazos de color, es inmersivo. A diferencia de otros films distópicos, hay aquí un marco de ruinas y desesperación que se palpita en cada plano elegido quirúrgicamente, en particular al describir el panorama urbano. El sonido ambiente contribuye a darle personalidad a esa ciudad perdida sin una identidad definida (además del español es frecuente escuchar otros idiomas dando directivas de convivencia), con el constante ruido de maquinarias a la distancia. Allí se nos pone en el lugar de Anna (Jazmín Diz), que busca desesperadamente a su hermano desaparecido mientras trata de sobrevivir en un pequeño monoblock. Tras sufrir acoso y hostigamiento escapa y en el transcurso conoce a Sam (Christopher von Uckermann), un periodista que intenta conectar información y escribir un libro sobre la ciudad refugiado en una biblioteca. No hay una clara identidad estatal o paramilitar, ni un empresario malvado con cigarro que mira todo desde la cima de algún rascacielos, pero la persecución en ese mundo donde gobierna el más fuerte es constante. El vínculo entre Sam y Anna evoluciona en un amorío que les da fuerza para sobrevivir en ese ambiente hostil, pero una trampa pondrá en riesgo la vida de la joven, que apenas sobrevive gracias a un grupo de samaritanos que rescata gente de las calles. Y podríamos partir en dos la película de una forma tangencial, porque es aquí donde comienza a derrumbarse. A pesar de no perder la sordidez descriptiva, la casa no ofrece un marco tan sólido como las ruinas de la ciudad o la biblioteca, además de enmarañarse en presentar personajes que nunca toman relevancia y son claves para el desenlace de la historia. En este punto el film se vuelve disperso, confuso y el punto de vista se maneja arbitrariamente. Apenas da vigor a esta segunda parte el personaje de Victoria (María de Medeiros) y su vínculo con Anna. En el film como en el relato la sexualidad es representada como el último refugio en un mundo donde uno no es dueño ni de sus propios restos. El final abierto le da a este film errático una imagen contundente para despedirse, pero no logra conectar con todas las partes de la historia. Hay sin lugar a dudas una buena construcción de climas, pero el relato no termina de atravesarnos con el sufrimiento y la supervivencia de Anna.
Basada en la novela homónima de Paul Auster, Alejandro Chomski construye una potente distopía en donde el valor de la vida está asociado a la explotación de cuerpos y cualquiera puede morir por un par de zapatos. Correcta propuesta con una interpretación única de Jazmín Diz.
Cuenta la historia de Anna, una joven que viaja para encontrar a su hermano desaparecido. En el transcurso de la búsqueda, conocerá y se enamorará de Sam, un periodista extranjero que busca salvar la mayor cantidad de información de la cultura del lugar. En medio de este desolado y caótico lugar, la búsqueda incansable de estas dos personas probará que aún, en las peores circunstancias, el amor es posible.
En una ciudad sin nombre donde todo lleva años desmoronándose lentamente, para sus habitantes ya no queda ni siquiera la esperanza y la mayoría sabe que lo único que tiene como futuro es la muerte. Hasta allí viajó Anna (Jazmín Diz), buscando a su hermano desaparecido entre las grietas de ese sistema colapsado. Y ella misma fue quedando enredada en la desesperanza reinante. Recién después de meses sobreviviendo recolectando cosas de la calle para vender, logró dar con su su única pista y contactar a Sam (Christopher Von Uckermann), un colega periodista de su hermano que también se suponía que lo estaba buscando, pero que al ver la realidad que lo esperaba en la decadente metrópolis se dedicó a recolectar todos los testimonios que pudiera de sus habitantes. Un esfuerzo tan enorme como fútil de intentar salvar del olvido algo de la cultura local, con la esperanza de que algún día logre recomponerse. Buscar Alta Peli CRÍTICASEl País de las Últimas Cosas (REVIEW) por Matías Seoane publicada el 16/02/2022 El país de las Últimas Cosas, diario de la desolación. Crítica a Continuación. En una ciudad sin nombre donde todo lleva años desmoronándose lentamente, para sus habitantes ya no queda ni siquiera la esperanza y la mayoría sabe que lo único que tiene como futuro es la muerte. Hasta allí viajó Anna (Jazmín Diz), buscando a su hermano desaparecido entre las grietas de ese sistema colapsado. Y ella misma fue quedando enredada en la desesperanza reinante. Recién después de meses sobreviviendo recolectando cosas de la calle para vender, logró dar con su su única pista y contactar a Sam (Christopher Von Uckermann), un colega periodista de su hermano que también se suponía que lo estaba buscando, pero que al ver la realidad que lo esperaba en la decadente metrópolis se dedicó a recolectar todos los testimonios que pudiera de sus habitantes. Un esfuerzo tan enorme como fútil de intentar salvar del olvido algo de la cultura local, con la esperanza de que algún día logre recomponerse. El País de las últimas Cosas, un presente continuo Tras un proceso de casi dos décadas, Alejandro Chomski (Dormir al sol, Maldito Seas Waterfall!) trae a la pantalla la adaptación de la novela El País de las Últimas Cosas (In the Country of Last Things) de Paul Auster, una propuesta atípica que lucha por narrar conceptos antes que acciones. No sabemos casi nada de la historia de esta tierra sin nombre donde se asienta El País de las Últimas Cosas. No importan los detalles de cómo llegó a este estado de desintegración, donde el único combustible capaz de producir la escasa energía disponible parece venir de los cadáveres de sus ciudadanos, incluyendo a algunos que comienzan a ver el buscar la muerte casi como un deber cívico. O al menos como la única forma de lograr que su paso por esa tierra sirva para algo. La desesperanza es infecciosa y se mete en las mentes de quienes viven en El País de las Últimas Cosas, aunque vinieran del exterior como Anna y Sam. No hay mucho para hacer quedándose ni es fácil irse, pero además ni siquiera parece que les quede voluntad como para intentarlo, como si olvidaran que fuera siquiera una opción. Buscar Alta Peli CRÍTICASEl País de las Últimas Cosas (REVIEW) por Matías Seoane publicada el 16/02/2022 El país de las Últimas Cosas, diario de la desolación. Crítica a Continuación. En una ciudad sin nombre donde todo lleva años desmoronándose lentamente, para sus habitantes ya no queda ni siquiera la esperanza y la mayoría sabe que lo único que tiene como futuro es la muerte. Hasta allí viajó Anna (Jazmín Diz), buscando a su hermano desaparecido entre las grietas de ese sistema colapsado. Y ella misma fue quedando enredada en la desesperanza reinante. Recién después de meses sobreviviendo recolectando cosas de la calle para vender, logró dar con su su única pista y contactar a Sam (Christopher Von Uckermann), un colega periodista de su hermano que también se suponía que lo estaba buscando, pero que al ver la realidad que lo esperaba en la decadente metrópolis se dedicó a recolectar todos los testimonios que pudiera de sus habitantes. Un esfuerzo tan enorme como fútil de intentar salvar del olvido algo de la cultura local, con la esperanza de que algún día logre recomponerse. El País de las últimas Cosas, un presente continuo Tras un proceso de casi dos décadas, Alejandro Chomski (Dormir al sol, Maldito Seas Waterfall!) trae a la pantalla la adaptación de la novela El País de las Últimas Cosas (In the Country of Last Things) de Paul Auster, una propuesta atípica que lucha por narrar conceptos antes que acciones. No sabemos casi nada de la historia de esta tierra sin nombre donde se asienta El País de las Últimas Cosas. No importan los detalles de cómo llegó a este estado de desintegración, donde el único combustible capaz de producir la escasa energía disponible parece venir de los cadáveres de sus ciudadanos, incluyendo a algunos que comienzan a ver el buscar la muerte casi como un deber cívico. O al menos como la única forma de lograr que su paso por esa tierra sirva para algo. La desesperanza es infecciosa y se mete en las mentes de quienes viven en El País de las Últimas Cosas, aunque vinieran del exterior como Anna y Sam. No hay mucho para hacer quedándose ni es fácil irse, pero además ni siquiera parece que les quede voluntad como para intentarlo, como si olvidaran que fuera siquiera una opción. Hay muchas ideas flotando en el aire de El País de las Últimas Cosas, entretejidas en el clima opresivo remarcado por la falta de color y algunos ambientes claustrofóbicos. Con bastante éxito, logra que se filtren fuera de la pantalla, aunque sin preocuparse demasiado por desarrollar una trama o a sus personajes, de los que sabremos apenas lo elemental y casi siempre porque alguien lo explica. Todo esto, combinado con interpretaciones poco lucidas ya sea por fallas en la interpretación o en su marcación actoral, los vuelve casi intercambiables o descartables, pues el punto de vista los trata con el mismo nivel de desapego que la población de El País de las Últimas Cosas trata a su existencia. No transmiten algún sentimiento a través de la pantalla, como si el ojo por el que espiamos se sintiera tan ajeno a todo que ni siquiera intenta fingir que le interesa lo que mira. Hay ideas interesantes que aparecen como flashes a lo largo de El País de las Últimas Cosas, especialmente desde el trabajo de fotografía y ambientación. Lamentablemente, y como no es raro que suceda con algunas adaptaciones literarias, esos destellos de creatividad en la propuesta visual no alcanzan para evitar que grandes pasajes de El País de las Últimas Cosas sean prácticamente un audiolibro, donde la voz de Anna se dedica a contarnos con detallados y desapasionados monólogos todo aquello que no puede mostrarnos con imágenes. Incluso lo hace con algunas cosas que estamos viendo o a punto de ver, porque una vez que se embarca en la lectura parece difícil abandonarla.
Desconocemos las razones de la aversión del cine argentino por la ciencia-ficción. O tal vez no sea eso aversión o rechazo algo peor: desidia, ignorancia, falta de interés. Como sea, una película como El país de las últimas cosas es un evento extrañísimo para una cinematografía como la argentina. Y acá sí intuímos algunas de las razones: primero, porque es una adaptación de la novela de Paul Auster; segundo, porque la catástrofe que narra la película no tiene claves ni marcas nacionales que faciliten un acercamiento con el público; tercero, porque El país mezcla la distopía con la catástrofe y se aleja de los resplandores siempre cautivantes de la ciencia-ficción que imagina futuros, aparatos, criaturas y viajes por el espacio (o por el tiempo). Y una cuarta razón, que excede al género, tiene que ver con que El país es menos un relato que un paisaje, es decir,que a Alejandro Chomski le interesa menos seguir las peripecias de la protagonista que filmar y mostrar la degradación de un mundo en el que todo se consume. Ese paisaje, ese fondo, un poco como sucedía en el libro, puede llegar a ser bastante más interesante que la trayectoria más o menos previsible de una protagonista protípica que busca a su hermano. La aparición de los personajes restantes respeta ese sistema: ninguno resulta muy fascinante ni muy complejo; todos de naciones y acentos distintos, se integran al relato sin producir grandes transformaciones, sin pisarse unos a otros, como si supieran que cada uno debe cumplir con su trabajo sin interrumpir lo que sucede alrededor de ellos. Chomski, que ya es algo así como un adaptador literario profesional, filma una película que mira a los lejos y con ambición, que ve una extensión de gran escala. Eso la sitúa inmediatamente enfrente de las películas argentinas que entienden la ciencia-ficción como vehículo que permite en verdad concentrarse en el desarrollo de personajes y de un universo propio (como lo hizo casi siempre Luis Ortega). La película se filmó toda en Repúbica Dominicana. La mezcla de insumos con los que cuenta la película reproduce en la filmación algo del drama babélico de la historia donde un montón de seres enloquecidos están entregados a la tarea frenética de sobrevivir, a veces solos y a veces en grupo, a veces mal y a veces peor. ¿Cuántas películas argentinas existen que se le atrevan no solo a la ciencia-ficción sino a este formato extra large, a una historia sobre el fin de todo? Se me ocurre una hipótesis incomprobable (y, por eso mismo, también incontrastable), aunque tampoco sea demasiado original, y es que el éxito del Nuevo Cine Argentino obturó durante décadas la productividad de los géneros fuertes sostenida en el tiempo. Algunos, como el policial o el terror, fueron encontrando grietas. Pero la ciencia-ficción sigue ahí, en estasis, revivida ocasionalmente por algún director arrojado o falto de cálculo que parece enamorarse del futuro o de la ruina, que descubre los placeres de los relatos que narran alguna forma de fin del mundo y de la disolución de los lazos sociales. Chosmki, sin demasiado presupuesto, pero pertrechado con la experiencia personal de transposiciones literarias (que incluye dos veces a Bioy), sale a filmar una novela consagrada sin temor reverencial por el original, sin introducir grandes cambios ni marcas nacionales, lo que supone medirse con el libro sin apoyaturas ni atajos creativos. El hombre se va a filmar nada menos a que a República Dominicana, y las imágenes que trae de ahí no se parecen a ningún lugar que conozcamos o, mejor, se parecen a muchos, pero sin latioamericanismos, sin el refugio que provee lo autóctono, el recurso del “color local”. La disparidad de las actuaciones y algunos pasajes más bien grises que hacen chirriar el relato no afectan en gran cosa la ambición de la película ni su sed de ficción.
Entre las ruinas de lo humano: “Cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con sueños, pequeña fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobrevivir.” El epígrafe de este texto corresponde a El país de las últimas cosas, novela que el norteamericano Paul Auster escribió en 1987 y que tiene las marcas propias de los temas que ha abordado asiduamente a lo largo de su obra, como la identidad, la desposesión y el vagabundeo; incluso también la contingencia como bifurcación de un camino. Pero su verdadera genialidad está en haber logrado inventar un territorio abstracto post-apocalíptico, que puede leerse como anticipación de los efectos del capitalismo cuando es llevado a su máxima expresión. Así, la ciudad derruida y en ruinas es metáfora de la degradación de lo humano cuando se ve reducido a su mera función de subsistencia, cuando queda reducido a un puro desecho que sobrevive de restos. El director argentino Alejandro Chomski se propuso la tarea de llevar esta novela al cine luego de su encuentro con Paul Auster cuando el escritor vino a la Argentina invitado para la Feria del Libro en el año 2002, escenario post-crisis del 2001 que, en vistas a los saqueos o a los desclasados revolviendo basura, resonaba con el imaginario de esa novela. Del mismo modo hoy, concretándose veinte años después su estreno comercial, resulta inevitable no hallar sus resonancias con los comienzos de la pandemia del Covid y el aura fantasmal que habían cobrado las ciudades en distintas latitudes. Así las cosas, la película transcurre en un país innominado en un futuro distópico posible, sin que se sepan las causas del apocalipsis en cuestión (más allá de la mención al pasar de que “es culpa de los políticos”). Narra la historia de Anna Blume (Jazmín Diz), quien llega a una ciudad destruida en busca de su hermano William, corresponsal extranjero que ha desaparecido sin dejar rastro alguno hace 4 años. La protagonista se ve entonces tomada por la locura de esa ciudad a la que debe adaptarse como puede para sobrevivir, atrapada en esa suerte de laberinto oscuro y sin salida. En El país de las últimas cosas están los llamados “corredores” que no se detienen hasta morir de agotamiento y los “saltadores” que, tomados por la desesperanza, se arrojan desde lo alto de los edificios. También hay un gobierno dictatorial y militarizado que ha tomado el control y que ha prohibido los entierros, ya que los cadáveres son utilizados como combustible para el funcionamiento de la ciudad. Nada menos que los entierros, característica por excelencia de lo humano. En la errante búsqueda de su hermano, Anna va encontrándose con distintos personajes junto a los cuales intentará sobrevivir y, de esa manera, evitar la desaparición de su condición de humana. De ahí que, si todo lo que se conocía ha desaparecido para quedar reducido a sus restos y si la vida misma está a punto de desaparecer en cualquier momento, uno de los soportes principales de Anna (además del amor que se consuma con Sam) sea la escritura de una larga carta-diario que dirige a un amigo en el exterior como testimonio, como marca indeleble de su existencia en la tierra. El realizador Alejandro Chomski realiza una trasposición bastante solemne de la novela de Auster cuyo colmo es que el retrato del Dr Woburn, fundador de la residencia de asistencia a los desposeídos y desesperados, sea el del propio escritor. El director respeta la primera persona de la narradora, que se deja ver en los varios pasajes en voz en off (extraídos literalmente de la novela al borde del audiolibro) y que tienen el efecto de reponer el espíritu literario y la emoción del original, pero que hubiera sido más interesante elaborar mediante imágenes. Incluso se narran todas las situaciones de la novela (incluído el epígrafe de Hawthorne), con mínimas variaciones (como el hecho de que la escritura de la carta en la novela se inicia hacia el tramo final, mientras que en la película está presente desde el comienzo). Entonces, en el lapso de una hora y veinte minutos, ocurre que los distintos personajes, encarnados por un elenco de actores de distintas nacionalidades, no alcanzan a tener la profundidad interpretativa y dramática, que sí adquieren en la novela por su propia temporalidad narrativa. En este contexto no puede soslayarse que Paul Auster participó en la película como productor ejecutivo, que colaboró en el guión (aunque no figure acreditado) y que también tomo un papel relevante en la selección de los cortes finales. El resultado entonces es una película que no denota una apropiación por parte del director. Acaso una versión más libre, que ofreciera su propia lectura de la novela, habría funcionado mejor en términos de llegada emocional con el espectador. Sin embargo, lo que no consigue desde lo dramático, Chomsky logra transmitirlo desde lo técnico, donde la fotografía en blanco y negro, los contraluces, el diseño de arte y la música contribuyen a recrear visualmente ese abstracto país devastado que inventó la imaginación de Paul Auster. El uso del blanco y negro, los edificios derruidos y los restos desperdigados en las calles ofrecen el tono de lo gris, lo sórdido y la degradación moral, un tono propio de esa tierra de nadie donde reinan la crueldad y ley del más fuerte. El uso de la luz, por su parte, cifra la atmósfera oscura y opresiva de ciertos ambientes por los que deambula Anna, en oposición a la luminosidad de ciertos encuentros o personajes (como la generosidad de Isabel, el amor por Sam o la beneficencia de Victoria), donde los lazos afectivos y de solidaridad son la huella de la fuerza de la unión humana, que resiste a la depredación animal. Hay además un uso interesante de la ventana de la biblioteca por la que observa Anna, la cual permite el doble juego de un pequeño refugio de esperanza frente al paisaje desolador del exterior. Ese refugio se halla, al mismo tiempo, acechado por la incertidumbre de un futuro incierto que se divisa amenazante cada vez que se cubre por el humo negro de las chimeneas en el cielo. Todo esto se encuentra bien puntuado por los climax musicales, que oscilan entre lo melancólico, la tensión en los momentos de peligro y cierto toque de sosiego y alegría en la amorosidad del encuentro. Es una pena entonces que tamaño esfuerzo no se vea acompañado por interpretaciones actorales más convincentes, que puedan desplegar matices dramáticos acordes a las situaciones que atraviesan sus personajes.
Potenciado por un furioso blanco y negro, en El País de las Últimas Cosas, Alejandro Chomski logra construir un entorno cargado y agobiante que le da al film un derroche de pesimismo, de amargura y de dolor.
La vida después del apocalipsis El film se centra en lo que marcó los principales hitos del libro y opera más por acumulación que por sedimentación. A Alejandro Chomski le gustan los desafíos. Luego de haber adaptado la novela de Adolfo Bioy Casares Dormir al sol (2012) y de incursionar en la comedia con la extraña Maldito seas, Waterfall (2016), el realizador lleva al lenguaje de las imágenes y los sonidos El país de las últimas cosas, la novela distópica que Paul Auster publicó en 1987 y, desde entonces, integró la lista de textos a priori imposibles de filmar. Escrita a la manera de una extensa carta en la que una mujer resume sus meses en una ciudad innominada destruida por una crisis total, El país…fue interpretada como una alegoría sobre las consecuencias del capitalismo salvaje, como la consumación definitiva de un “sálvese quien pueda”. Resonancias que no aparecen en esta película que, ante la inevitable necesidad de recortar, opta por centrarse en las situaciones que marcan los principales hitos de la novela. Si en el libro todo transcurría en un lugar sin tiempo ni ubicación definidos, aquí la acción tiene lugar en una Buenos Aires atemporal cuya escenografía luce como Stalingrado durante 1943: una ciudad rebosante de incendios, y hombres y mujeres que vagan sin rumbo, ganándose el (poco) pan como pueden, y donde los límites éticos y morales brillan por su ausencia. Un diseño post-apocalíptico representado mediante un correcto trabajo visual, en un estilizado blanco y negro, y con tomas áreas donde se aprecia la ruina generalizada en que se ha convertido la ciudad portuaria. Hasta esa tierra donde hay recolectores de cadáveres de la calle, y los suicidas se dividen en “corredores” -que corren hasta caer redondos- y “voladores” -que se tiran de cabeza al pavimento desde terrazas-, llega Anne Blume (Jazmín Diz) en busca de su hermano periodista, quien partió para una cobertura de la que no envió ni una palabra. Una tarea imposible, en tanto es probable que haya muerto hace tiempo y, por lo tanto, terminado en uno de los crematorios usados para generar la poca energía eléctrica que abastece las ruinas. El guion –escrito por Chomski con la tutela de Auster, según la información oficial– recurre a una voz en off para resumir las rugosidades de los primeros tiempos de Anne allí, para luego concentrarse en los tres puntos centrales de la novela: su convivencia con una anciana avezada en el arte de la recolección de objetos para revender y su libidinoso marido, su posterior llegada a una biblioteca timoneada por rabinos donde conoce a Sam (el mexicano Christopher Von Uckerman), un periodista enviado para averiguar el destino del hermano de Anne, y una parte final en un caserón que opera como refugio temporal de desamparados y en el que ella termina trabajando como asistente de quien regentea el lugar, Victoria (la portuguesa María De Medeiros). Concentración es un término clave, pues el film opera más por acumulación que por sedimentación, impidiendo que Anne adquiera un gramaje emotivo suficiente para que el espectador se preocupe por ella: no hay contradicción entre el instinto de supervivencia y el deseo de rendirse que atraviesa el texto original, así como tampoco esa sensación de pestilencia ubicua, de desesperanza crepuscular. Es, más bien, un grupo de personajes con múltiples acentos que entran y salen de su vida sin dejar huella, pasajeros de un tren cuya última estación, sin embargo, es la posibilidad de un futuro mejor.
Nada despreciable la intención -y sobre todo, la ambición- de adaptar una obra de Paul Auster. Nada despreciable la recreación de un mundo imaginario, post apocalíptico, en lujoso blanco y negro. El país... es una película que se destaca por todos estos elementos, sobre todo gráficos, visuales, a los que se les presta una atención enorme; también por el guión: la historia (una joven busca en un país en disolución donde no todo lo que ocurre es racional a un hermano desaparecido) está escrita con cuidado, de un modo equilibrado. Quizás no todas las actuaciones estén al nivel de lo que podemos llamar “producción”, pero funciona. Sin embargo, lo que mata aquí es la prolijidad, el cuidado de que todo esté “bien” técnicamente. Eso genera un problema: sabemos que estamos viendo una película bien hecha. Vale, de todas maneras, acercarse a espiar este mundo.
Lo primero que hay que decir sobre El país de las últimas cosas no está referido a cuestiones artísticas (ya nos ocuparemos de ellas) sino a la perserverancia de Chomski para no darse por vencido en su idea de adaptar la novela publicada en 1987 por Paul Auster. El director se acercó al autor neoyorquino hace casi dos décadas y lo convenció de que sería una buena idea rodar la transposición en Argentina (las devastadoras secuelas de la crisis de 2001 la convertían en una decisión lógica). En el mientras tanto el director de Hoy y mañana hizo un poco de todo: desde encargos como Feel the Noise y Una vida hermosa hasta una incursión en el universo de Adolfo Bioy Casares como Dormir al sol, pasando por la comedia Maldito Seas Waterfall o un documental como Existir sin vos. Una noche con Charly García. Y finalmente llegó el momento de filmar esta novela apocalíptica y distópica sobre un universo sórdido, degradado y con niveles de violencia y miseria extremos. Entre explosiones, derrumbes, robos y francotirados que disparan sin miramientos se acumulan los cadáveres, que luego se utilizan en “centros de transformación! para producir combustible. La descripción del ambiente es notable. En ese sentido, hay que destacar que la fotografía en blanco y negro de Diego Poleri, la dirección de arte de Wilhem Pérez, los efectos visuales, la música del gran Christian Basso y el sonido de Fernando Soldevilla le dan al film una dimensión audiovisual fascinante. El problema, sin embargo, es que los conflictos íntimos de la protagonista, la Anna Blume de Jazmín Diz, no están a la altura de ese entorno subyugante. Construida como una larga carta, un diario íntimo, El país de las últimas cosas (que encuentra algunos puntos de contacto con el cine de Alejandro Agresti y de Hugo Santiago) propone una historia de amor con Sam (Christopher Von Uckermann) y de resiliencia en medio de un contexto desolador y deseperanzado de saqueos, peleas y gente sin techo que revuelve la basura, un mundo multiculural donde conviven diversos idiomas, pero donde también impera la traición y ley del más fuerte. Cierta solemnidad y frialdad que se desprenden del relato conspiran contra la empatía y la potencia dramática de un relato construido con indudable destreza y profesionalismo, pero al que resulta mucho más fácil admirar que sentir.
Por un país al que es difícil llegar y mucho más vivir en él se halla Anna, una joven dispuesta a hallar a su hermano desaparecido. Para ello deberá enfrentarse con hombres y mujeres inmersos en la suciedad de esa ciudad en la que domina el dolor de la incomprensión junto a la necesidad, por parte de sus habitantes, de recomponer sus miserables existencias. En el transcurso de esa búsqueda la muchacha conocerá y se enamorará de Sam, un periodista extranjero que intentará hallar informaciones de ese lúgubre lugar. En medio de la búsqueda incesante de la pareja perdurará la noción de que el amor es posible y siempre dispuesto a enfrentarse a las más crudas adversidades. Adaptado de la novela homónima de Paul Auster por el propio escritor norteamericano y Chomsky, en un proyecto que abarcó décadas, el film logra construir una cálida y, a la vez, dura historia que habla del mundo del futuro en el que sus protagonistas intentarán salir indemnes de sus respectivas y nada fáciles circunstancias. Todo en esta trama fija su mirada en la necesidad de escapar de un micromundo en el que todo es cotidianamente tan absurdo como doloroso. Un más que correcto elenco, encabezado por Jazmín Diz, una música que acierta en sus emotivos trazos y una impecable fotografía apoyan el entramado de esta historia plena de sugestión, de emotividad y de intensidad dramática.
El realizador argentino Alejandro Chomski, se lanza a su proyecto más ambicioso: la adaptación de la novela apocalíptica de Paul Auster. Luego de varios años de trabajo, que incluye la participación en el guión del escritor, El país de las últimas cosas se presenta como una propuesta oscura, demoledora, con momentos impactantes y otros que presentan cierta desconexión narrativa. Un extraño recorrido por un mundo que se cae a pedazos. Hacer una lectura crítica de una película apocalíptica que está basada en una novela del reconocido escritor de “La invención de la soledad” y otras, es una tarea delicada más que difícil. En principio, el texto original es de 1987 y en términos de narraciones de catástrofes mucho ha ocurrido en los últimos 30 años. Lo cierto es que la idea de relacionar lo apocalíptico con la emergencia de regímenes totalitarios, en los que se agudizan las desigualdades sociales y en donde la escasez empuja a acciones bajas, está relativamente asentada en la literatura y el cine. Y, sin embargo, siempre es posible algún giro o novedad narrativa en relación a la repetición del motivo. Forzando un poco las cosas, El país de las últimas cosas sigue la línea de películas como Children of Men (2006, Alfonso Cuarón) o Le temps du loup (2003, Michael Haneke). Aunque habría que hacer alguna aclaración al respecto. Las tres películas en principio no se parecen en nada en términos de costos de producción, despliegue de la acción, interpretaciones actorales, los motivos narrativos que encadenan la trama, etc. Pero en todos los casos, se ha trazado una línea en la que el fin no se ha instalado totalmente, sino que se trata más bien de atravesar esa transición entre lo que resta y la nada. Además, en las tres es prioritario el vacío de información. No se sabe exactamente hacia dónde uno se dirige, que opciones reales tiene y en algunos casos, cómo se llegó a esa instancia de “últimas cosas”. Respecto de esto, Jameson señalaba en Las semillas del capitalismo (1997) que “hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo”. Esta idea es, por cierto, la contracara de otra: para que el capitalismo deje de asediarnos, es necesario que el mundo se termine por causas inmanejables a los seres humanos: sequía, falta de recursos, incluso una plaga zombie. Y ahí es donde la narración ancla en la debacle de un sistema social, económico y político, en donde las acciones del Estado comienzan a estar reducidas a tareas militares, policiales y, en el mejor de los casos, a proveer, siempre en términos de una repartición inequitativa, recursos básicos como agua o electricidad. Las “últimas cosas” siempre es los últimos vestigios del capitalismo. En esta película y en todas. Lo que anima la historia en este caso particular es el deseo de Anna Blume por reencontrar a su hermano en esa ciudad que no sabemos su nombre y que se encuentra en un territorio que tampoco está etiquetado. Cuando las cosas fallecen y nadie va a quedar ahí para recordarlas, los nombres y las fronteras –provinciales, nacionales- comienzan a resultar insignificantes. El escenario que recorre la protagonista es demoledor y retratado por Alejandro Chomski con un contrastante blanco y negro. Edificios destruidos, focos de incendios, sectas movidas por el deseo de muerte entre los que se encuentran los corredores y los saltadores (en ambos casos acciones elegidas para el suicidio), basura y cadáveres, necesidad y trueque. Y en medio de ese panorama emerge, como en toda película apocalíptica primero un refugio y luego un espacio posible para una resistencia. Aquí es la Biblioteca Nacional, solo accesible a través de un pase especial y luego la clínica devenida albergue para los más necesitados. Acompañando las imágenes, cada tanto escuchamos la fría voz en off que narra estas desventuras. La película de Chomski tiene momentos interesantes, algunos producto del texto original de Paul Auster y otros ganados gracias al trabajo de trasposición audiovisual. Sin embargo, resulta una historia fría, distante, con la que es difícil relacionarse empáticamente. Eso que veo parece sucederle a alguien muy lejano, que no tiene nada que ver con nuestra existencia. Las actuaciones un tanto solemnes parecen no colaborar en el verosímil que se construye, lo que hace que las dramáticas escenas de El país de las últimas cosas se digieran sin ningún inconveniente. Y la verdad, ¿qué podría ser más dramático que la muerte de todo? EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS El país de las últimas cosas, 2020. Guión y dirección: Alejandro Chomski. Música: Christian Basso. Montaje: Andrés Tamborino. Dirección de fotografía: Diego Peleri. Sonido: Fernando Soldevila. Intérpretes: Jazmín Diz, Christopher Von Vakermann, Maria de Medeiros, Juan Fernández. Duración: 89 minutos.
Basado en la novela homónima y distópica, de Paul Auster, con quien el director, Alejandro Chomski, comparte la autoría del guion. El filme, rodado en blanco y negro, nos introduce en una ciudad apocalíptica y en ruinas, en la que la protagonista, Anna Blume, busca a su hermano, un periodista desaparecido… EL PAÍS… Cuenta la historia que Paul Auster de visita en Buenos Aires en el año 2002, invitado a la Feria del Libro, desde el ventanal de su hotel ubicado sobre la avenida 9 de julio, ve junto a Chomski, a cartoneros con caballos, un ejército de indigentes revolviendo y recogiendo cartones de la basura. Esa fue la primera imagen que lo decidió a elegir a Buenos Aires para rodar el filme. Ya que Chomski le propuso filmar la novela en la ciudad como una forma de capturar el momento de crisis que vivía la Argentina por entonces. DE LAS ÚLTIMAS COSAS… Anna Blume (Jazmín Diz) busca por las calles de la ciudad demolida y ruinosa, entre explosiones y derrumbes, a su hermano, periodista que ha desaparecido hace cuatro años. En su recorrido, Anna, pertrechada de un diario seguirá la rutina de dejar registrado por medio de la escritura sus sentimientos, observaciones y vivencias en medio de la desesperada búsqueda. No sabemos qué ha ocurrido, ni qué es lo que produjo la devastación del paisaje y de la gente que merodea arruinada, hambrienta y empobrecida por las calles desoladas y desiertas. Tampoco se hacen referencias a un lugar ni a un tiempo determinado. Se trata de la supervivencia en todos sus aspectos y variantes. No hay alimentos, hay que conformarse con las sobras o las raciones que uno pueda agenciarse. La gente busca en la basura y anda con carros de supermercado recogiendo lo que encuentre para seguir sobreviviendo. Anna se enamorará de Sam (Christopher Von Uckermann), quedará embarazada, y terminará alojada en una clínica alemana que da alimento y refugio a los desposeídos variopintos de la ciudad. Sus encuentros con gente de distintos estratos y procedencias como los judíos ortodoxos en una biblioteca, o las tribus suicidas como los corredores que corren hasta caer muertos y los saltadores, que se arrojan al vacío desde altos edificios, le aportan a la atmósfera un dejo de extrañeza y ajenidad que produce más distancia que identificación con los personajes y con el paisaje. La decisión que tomara Paul Auster, en consonancia con el director Alejandro Chomski, de que el filme no hablé de ninguna ciudad en particular ni de ningún tiempo definido debería aportar, en opinión de ambos, cierto imaginario abstracto, y a la vez universal. Con voluntad crítica, tanto Auster como Chomski se oponen a la idea de que la modernidad tiene que traer progreso, en vez de pobreza y muerte, como en verdad está ocurriendo, y como bien lo describe el universo del filme. En palabras del director, “un mundo en el que las instituciones del capitalismo ya no funcionan”. DE LA NOVELA AL FILME Uno de los inconvenientes de la transposición de un género a otro, digamos el pasaje del soporte literario al soporte cinematográfico, es la pérdida de multiplicidad de sentidos en el paso de uno a otro, del texto fuente, en este caso, la novela de Auster, al filme de Chomski. Esta pérdida de sentidos, que se da en el pasaje de un soporte a otro, es quizás lo que termine empobreciendo al filme, convirtiéndolo en un relato visualmente bello gracias al despliegue fenomenal de los rubros técnicos, pero narrativamente resulte mecánico, y carente de pathos, esa potencia dramática con la que los griegos creaban sus tragedias. Por otra parte, la voluntad del autor y director de desanclar el relato cinematográfico de un tiempo y un lugar determinados, con el fin de lograr cierto imaginario abstracto, y por eso universal, que en la novela, por sus características, tolera y resiste, en el universo del filme a duras penas logra llevar adelante. Por esta misma razón, todo el relato se convierte en una descripción artificial de un mundo de difícil acceso, y en una experiencia que apenas llegue a conmovernos.
El amor en un mundo en vías de desaparición Transformar literatura en lenguaje audiovisual siempre es un desafío, pero el director Alejandro Chomski asumió el riesgo y logró un buen resultado con su adaptación de la novela “El país de las últimas cosas”, escrita por Paul Auster en 1987. Otro desafío es el narrador en off, sobre todo cuando se expresa en primera persona, un recurso que le quita, en parte, la posibilidad al espectador de sumergirse libremente en la trama. En el caso de este filme que es como una larga reflexión sobre la desolación de un mundo acabado, el tono bajo, sombrío y monocorde de la actriz protagonista contribuye a la atmósfera de una adaptación tanto o más difícil que la que hizo Chomski con la novela “Dormir al sol”, de Adolfo Bioy Casares. La protagonista es Anna, una joven que viaja a una ciudad casi en ruinas -en parte por las demoliciones y en mayor medida por la desidia- en busca de su hermano, un periodista desaparecido en medio del caos político y social. Una cita de Nathaniel Hawthorne introduce al espectador en el inicio de la película en lo que verá a continuación: “No hace mucho tiempo, penetrando a través del portal de los sueños, visité aquella ciudad de la Tierra donde se encuentran la famosa ciudad de la destrucción”. Esa destrucción es extensiva objetos, personas y cualquier tipo de organización social que fue reemplazada por un poder autoritario e inhumano, al punto que los cadáveres son usados como combustible para hacer funcionar la ciudad y donde predominan dos sectas, la de los que corren hasta caer muertos y la de los que se suicidan arrojándose desde los techos para luego ser cargados en un camión recolector de basura.
El país de las últimas cosas (In the Country of Last Things, Argentina/República Dominicana, 2020) es un largometraje escrito y dirigido por Alejandro Chomski, basado en la novela del mismo nombre escrita por Paul Auster. Esta fantasía distópica sigue los pasos de Anna, una joven que viaja para encontrar a su hermano desaparecido. Ella está en una ciudad sin nombre y la voz en off es el relato de los eventos que ella vivió. Filmada mayormente en un cuidado y bello blanco y negro, la película se ve lujosa en ese aspecto pero bastante obvia y pobre en la construcción de ese mundo destruido en el cual transcurre la historia. Aunque Anna parece estar condenada a un derrotero solitario, ella conoce en la biblioteca a Sam, un periodista extranjero que busca conservar la mayor cantidad de información de la cultura del lugar. A pesar de estar narrada con estilo, la película no puede escapar de las referencias visuales más evidentes, 1984 de Michael Radford y El proceso de Orson Welles. De este último ojalá hubiera tomado la astucia para hacer una película inolvidable con un presupuesto limitado. Todo el largometraje está teñido por su carga literaria, lo único que explica su voz en off pesada y forzada. Como película es solemne, alegórica y bastante antigua. El cuidado estético y el amor por el libro no alcanzan para construir una obra que valga la pena. Hay, sin que sume nada, algún homenaje a Auster con un retrato en la pared o a Siri Hustvedt, pero son tonterías para los fans del matrimonio y nada más.