Crecer, crecer Excursiones (2009), tercera película de Ezequiel Acuña, se corre del sello adolescente que caracterizó al director, en sus anteriores trabajos, para centrar el eje de la trama en el mundo adulto de los treintañeros. Partiendo como una continuación del corto Rocío (2000), el film retoma la amistad interrumpida de Marcos y Martín, después de 10 años de ausencias y desencuentros. La realización, filmada en blanco y negro, se nutre de una sutileza irónica que carga al film de un humor mordaz, que logra imprimirle a la historia cierto aire de cambio y alejarla de la solemnidad. Este ejemplo puede verse cuando uno de los personajes, al hacer la crítica de un cuento, sostiene que hay demasiados diálogos que no conducen a ninguna parte. Sin duda, Acuña se toma una licencia para reírse de sí mismo y de las (no) narrativas del Nuevo Cine Argentino. Excursiones mantiene los tópicos que caracterizaron el cine de Ezequiel Acuña: bellas y melosas canciones pop, ausencia de la figura paterna, cierta ambigüedad y asexualidad en la construcción de los personajes, carencia de roce físico y una relación homo-erótica oculta en cada uno de los personajes. Matías Castelli y Alberto Rojas Apel le aportan a sus interpretaciones el histrionismo necesario que necesitan para no caer en estereotipos, ni maniqueísmos. El elenco se completa con Santiago Pedrero, Martín Piroyansky, Martina Juncadella e Ignacio Rogers (la nueva cara del cine argentino independiente). Excursiones es la menos indiferente de las películas de Ezequiel Acuña y, sin duda, la más narrativa. Lejos está de la apatía del Nuevo Cine Argentino, pero muy cerca de las historias que el público tiene ganas de ver. Bienvenida sea.
Dulce y melancólico Para su tercer largometraje -luego de Nadar solo y Como un avión estrellado- Ezequiel Acuña regresó a su propia historia artística para ahondar en el pasado -y en el presente, claro- de los personajes de su corto Rocío (1999) interpretados por los mismos actores (Alberto Rojas Apel, su habitual coguionista, y Matías Castelli). No se trata de una fórmula novedosa (sin ir más lejos, hasta Raúl Perrone hizo algo similar), pero en el universo de nostalgia precoz de Acuña funciona muy bien el reencuentro -una década después- entre dos ex compañeros de escuela: uno de ellos, Marcos, intenta retener su puesto en una fábrica de golosinas; mientras que el otro, Martín, es un exitoso guionista televisivo. La posibilidad de trabajar juntos en una puesta teatral es la excusa para que ambos recuerden el pasado (que incluye la muerte de un amigo cercano) e intenten sostener una nueva relación. Rodada en 16mm, en un blanco y negro granulado, Excursiones tiene todos los elementos de los seres que habitan el universo Acuña (el paso de la adolescencia a la adultez, la aceptación de los compromisos, la sensibilidad, la inseguridad, la torpeza, la inocencia, la melancolía y mucha buena música), pero le agrega mayores (y mejores) dosis de humor y una significativa evolución en la marcación actoral. La película no logra sostener la intensidad y el interés a lo largo de todo el proceso de ensayo y la presencia de terceros personajes (como los de Martín Piroyansky y Santiago Pedrero), que se entrometen en la relación entre los dos protagonistas, hacen más forzada y obvia la explosión de celos de Marcos. De todas maneras, Acuña -siempre coherente con sus búsquedas temáticas, narrativas y estéticas- termina concibiendo un más que interesante tercer film. (Esta crítica fue publicada durante el BAFICI 2009)
Un soplo en el corazón Una comedia sobre la amistad de Ezequiel Acuña. Los vaivenes de una relación amistosa son, probablemente, los más difíciles de captar para un medio como el cine. Sin los componentes dramáticos más obvios de las relaciones filiales o de pareja, la complejidad, idas y vueltas, los detalles que arman y de-sarman amistades necesitan de un grado de sutileza que no muchos cineastas poseen. Esa sutileza es la que hace de Excursiones una gran película, capaz de captar la intensidad, la desazón, las pequeñas traiciones y los momentos divertidos en la vida de dos amigos. No hablamos aquí de la típica "buddy movie" americana, sobre dos hombres diferentes que terminan haciéndose amigos pese a tener personalidades opuestas. En Excursiones, Marcos y Martín eran amigos de la secundaria, pero cada uno tomó un camino separado y se dejaron de ver. Unos diez años después de esa "separación", Marcos (Matías Castelli), que trabaja en una fábrica de golosinas, decide terminar una obra teatral que había empezado en el colegio y llama a Martín (Alberto Rojas Apel), que se ha convertido en un guionista profesional, para que lo ayude. La obra teatral es la excusa para retomar esa relación, la que les sirve para reunirse semanalmente, para saber uno del otro y para hablar de esos otros amigos que Martín dejó de ver pero que Marcos aún frecuenta. Y para lidiar, además, con un fantasma del que casi no hablan: Lucas, un amigo de ambos que murió en un accidente, acaso la situación más evidentemente "guionada" de la película. El filme -que se construye a partir de los encuentros entre ambos- funciona por momentos como una muy ensamblada comedia: los diálogos, los reproches ("es la mía", le dice Marcos a Matías cuando lo ve usando una remera de Morrissey, "es large y vos no usás large") y las confusiones suelen ser muy graciosas, con los actores consiguiendo un timing perfecto en el que casi nunca se nota el armado. Se siente real, verdadera, honesta. El filme da espacio a la aparición de terceros, personajes que van a ejercer divisiones entre ambos y que permitirán que el espectador note que, pese al cariño que los une, ambos han armado universos bastante diferentes. Está la hermana vivaz de Marcos, Luciana (Martina Juncadella) y el hermano pedante de Matías, Ignacio (Ignacio Rogers); un actor que ayuda en los ensayos, pero que termina entrometiéndose demasiado (Martín Piroyansky) y un director teatral algo peculiar (Santiago Pedrero). Rodada en un bello blanco y negro que imprime al filme un tono nostálgico y le da cierta filiación con la comedia indie americana de Jim Jarmusch o Kevin Smith; con esas secuencias musicales, casi separadores, a los que el director de Nadar solo es tan afin (la música de la banda uruguaya La Foca es otro aporte al tono pop melanco que tiene el filme), Excursiones es una de las mejores películas argentinas que se han hecho sobre la amistad, sobre cómo el paso del tiempo modifica a las personas pero, a la vez, nunca termina por romper ciertos lazos. Y esos lazos, al traspasar a la platea, conectan al espectador con Marcos, con Matías, y con la experiencia casi sensorial de la amistad verdadera, hecha de experiencias, alegrías y penas compartidas... y no de contactos en Facebook.
Sátira disfuncional El reencuentro entre dos viejos amigos está lejos de ser ideal: afectados por pequeños resquemores y viejas deudas, Marcos y Martín se mueven bajo una luz siempre irónica. François Truffaut confió alguna vez su método para no repetirse: filmar cada película en contra de la anterior. A la luz de su carrera hasta la fecha, parecería que Ezequiel Acuña (Buenos Aires, 1976) comparte ese secreto. Sin parecer del todo convencido, el monosilábico protagonista de Nadar solo (2003) emprendía un viaje en busca del hermano mayor, y en el camino era asistido por su mejor, tal vez único amigo. Frente a ese lánguido solipsismo en blanco y negro, Como un avión estrellado (2005) daba la impresión de ser un mundo entero abriéndose de golpe, en todas direcciones. Presentada, fuera de competencia, en el Bafici 2009, Excursiones plantea un nuevo regreso y una nueva ruptura. Regreso de Acuña a uno de sus cortos iniciales, ruptura del tono entre tristón y abrumado de los largos anteriores. El resultado es una sátira disfuncional, tan poco previsible desde la obra previa del realizador como infrecuente para el cine argentino. Marcos (Matías Castelli) y Martín (Alberto Rojas Apel, coguionista de todas las películas de Acuña) eran los protagonistas de Rocío (2000), uno de los primeros cortos de Acuña. Diez años más tarde, como quien sale de un largo ostracismo, Marcos llama a su amigo para que lo ayude. En aquella época Marcos quería ser actor. Terminó trabajando en una fábrica de golosinas. Ahora, como acaban de despedirlo, se acordó de su vocación. No suena muy convincente, pero dice tener la posibilidad de presentar un unipersonal en un local. Martín, que escribe guiones para la tele, podría darle una mano. O no: no es tan seguro que ninguno de los dos sea dueño de alguna capacidad artística. Además ambos tuvieron sus razones para dejar de verse y esas razones aflorarán en cada encuentro, bajo la forma de una serie interminable de resquemores mínimos, de hipersensibilidades y zancadillas mutuas. Regreso también de Acuña tras un exilio autoimpuesto –luego del fracaso de público de Como un avión estrellado–, Excursiones pudo haberse llamado Exclusiones. No sólo porque hay un tercero eliminado (Lucas, cuya muerte en un accidente apuró la disolución grupal), sino porque Marcos parece sentirse todo el tiempo en esa condición frente a Martín. A éste, por su parte, nunca se lo ve muy copado con el reencuentro. Siguiendo el canon más clásico de la comedia, a ambos los rodea una pequeña constelación de secundarios, todos vistos bajo una luz irónica. Están, por un lado, los hermanos menores de Marcos y Martín (Martina Juncadella, como estudiante de teatro convencida de que Molière es la obra más famosa de Shakespeare, e Ignacio Rogers, como rocker en-pose-de-Birabent) y, por otro, dos improbables gurúes artísticos: un actor-bailarín, Martín Piroyansky, y un director de teatro cuya fama parecería provenir de su autorreclusión, Santiago Pedrero. Corrosiones pudo haber sido otro título para Excursiones, teniendo en cuenta no sólo la mirada que la película echa sobre toda esta galaxia más bien trucha, sino también el modo en que el recelo mutuo erosiona la relación entre Marcos y Martín. Como ciertos matrimonios, este gordo y este flaco viven pasándose facturitas impagas. Un matrimonio, sí: hay que ver los nervios que le entran a Marcos cuando su amigo se pone a jugar con el avioncito del bailarín-aeromodelista. Producida por Matanza Cine (compañía que dirigen Pablo Trapero y su mujer, Martina Gusman) y extraordinariamente fotografiada, en súper-16 blanco y negro, por Fernando Lockett (ver Otra vuelta, Música nocturna, El hombre robado), el opus 3 de Acuña opone, al hermetismo de los protagonistas de las películas previas, un edificio dramático casi enteramente hecho de diálogos. Lo que importa allí es lo no dicho o lo dicho a medias. Las interrupciones y los destiempos. Coautores de la película, Rojas Apel y Castelli abordan esa esgrima verbal con la clase de timing y la soltura que sólo los que “se tienen” de memoria pueden lograr. Antes que como alguna clase de combate dialéctico, los diálogos de Excursiones funcionan como ballet sonoro, como música hipnótica. Teniendo en cuenta el oído musical de Acuña, no es raro que sea así. Tras “descubrir” a los Jaime sin Tierra en Nadar solo, y a Mi pequeña muerte en Como un avión estrellado, el realizador hace ahora lo propio con el grupo uruguayo La Foca. Pero no sólo de diálogos está hecha Excursiones (¿o Extorsiones?). En los intersticios que la balbuceante verborragia de Marcos y Martín deja libres, Acuña, Lockett y La Foca se ponen a patinar con la magnética Martina Juncadella, en escenas que aportan otra clase de música: abstracta, extática, puramente visual.
El discreto encanto de la melancolía alegre El tercer largometraje de Ezequiel Acuña vira más decididamente hacia la comedia y transforma cierta angustia de juventud de sus primeras películas en una mirada más amplia y más humorística. Actores perfectos. Es así: dos amigos que hace mucho que no se ven vuelven a encontrarse. Uno de ellos ha quedado sin trabajo en una fábrica de golosinas; el otro es guionista televisivo. El primero quiere escribir una obra de teatro y quiere que el otro lo ayude. El segundo, reticente primero pero misteriosamente incapaz de decir “no”, agarra viaje. Ese viaje es lo que retrata Excursiones, tercer largo de Ezequiel Acuña y su película más luminosa, más amable –en el sentido literal- y aquella donde el fuerte sentimiento de melancolía y nostalgia que campeaba en Nadar solo y Como un avión estrellado cambia de rumbo. En aquellas películas, la cámara encontraba la angustia interior de los personajes (a veces a su pesar). Y es cierto que se formaban pequeñas comunidades entre los protagonistas como en Excursiones. Sin embargo, había algo entre ellos que no podía comunicarse y que generaba aquella angustia, que podía quedar en suspenso o estallar incluso en tragedia. Aquí ya no hay angustia sino una melancolía intermitente que parece ceder espacio a una alegría reconquistada. Acuña tiene un ojo muy preciso para encontrar lo que vale la pena mostrar. Los ciegos que le han criticado –muchas veces escudados en la cobardía de no nombrar sus films- los vagabundeos o digresiones de sus personajes nunca han observado que son producto de una idea muy precisa respecto del mundo que rodea al realizador. Y que su arte como cineasta, como narrador, consiste en exprimir ese spleen para generar gotas de lo extraordinario, lo que termina conformando sus películas. En Excursiones, cuyo tono es pura comedia (la comedia es ese género donde, si pasa algo terrible, está en el pasado o en el principio: la risa y la sonrisa curan), esta precisión es mayor. Es cierto que el film luce, respecto de los anteriores, más “armado”, pero es prerrogativa del género. Sin embargo, los mejores momentos tienen el exacto aire de cosa nueva, “en vivo y sin red”, que le da su fuerza. Acuña muestra que es un muy buen director y que, si bien sus películas nacen de un material personal –pero no autobiográfico- puede tomar la distancia justa para volverlo universal. Y cómico. Seamos claros: Excursiones tiene joyas cómicas en su transcurso, verdaderos raptos de gran humor cuyo mérito Acuña comparte con sus dos actores (geniales ambos, Alberto Rojas Apel y Matías Castelli), que le exprimen toda clase de emociones a cada secuencia y a cada diálogo. En ese departamento, el de la palabra, también Acuña logra una rara precisión, encontrando el costado ridículo a los lugares comunes. Jugando, de hecho, porque el film es, ni más ni menos, una apelación al juego, una descripción precisa de cómo se construye la amistad a partir de cierta fantasía compartida, de ciertos recuerdos y de un lenguaje común. Ahí aparece la melancolía pero también, en estos personajes que terminan sanando las heridas de una tragedia de adolescencia –el film “cura” la situación de Como un avión...- para enfrentarse a una adultez que los reclama y a la que entran pero no del todo, sino guardando un espacio para la libertad y la alegría de la infancia y la adolescencia. Sí, Excursiones es un film menos lírico en cierto sentido que los otros films de Acuña, justamente por esa ausencia de angustia. Pero es, también, un film más maduro, realizado por un artista que ve el mundo con una perspectiva mayor, con una mirada que nunca es desencantada pero que no excluye la ironía. Sabe –ha descubierto- que a pesar de sus momentos terribles, la vida es una comedia. Y lo pone en pantalla como si manejara todos los resortes de ese arte dificilísimo. Excursiones es un paseo por nuestros propios recuerdos, retratados como aquella vereda donde se jugaba a la escondida.
Los días felices aquí y ahora Cuando los años pasan y la adolescencia queda definitivamente atrás, cuando los problemas de la adultez se convierten en la cuestión central y cotidiana de cualquiera, rápidamente, casi sin aviso, muchas relaciones centrales de la juventud son un recuerdo brumoso que no merece atención. Pues bien, Ezequiel Acuña, un director que viene explorando su propio universo de crecimiento (Como un avión estrellado, Nadar solo), toma la cuestión de la amistad temprana, el reencuentro 10 años después – con los personajes del corto Rocío –, y hace una lectura de la amistad que alguno podría confundir con una mirada naif, pero que sin embargo es una visión conmovedora, delicada y cariñosa sobre la amistad, en una película tierna y esperanzadora. Excursiones, que fue uno de los hitos del Bafici 2009, habla de la relación de Marcos (Matías Castelli) y Martín (Alberto Rojas Apel). El primero trabaja en una fábrica de golosinas y decide retomar una obra de teatro de la secundaria y le pide ayuda a Martín, actual guionista. A partir de allí, la obra, que funciona casi como un único nexo para el reencuentro, pasa a un segundo plano en una amistad con que vuelve con reproches, roces, nostalgia y la constatación de que a pesar de los años, de la muerte de otro amigo, sigue ahí, indestructible. Lo cierto es que a pesar de la melancolía que atraviesa el relato, que es además una especie de mapa generacional, Excursiones es un recorrido divertido y amable sobre los protagonistas –y del resto de los personajes, como el aquí extraordinario Santiago Pedrero como un director teatral atormentado, Martín Piroyansky, como un actor que funciona como “consultor” de la obra en progreso-, definidos en profundidad y con un hondo cariño. Para decirlo sin vueltas: Acuña logra crear una galería de personajes inolvidables del cine argentino. Lo cierto es que Excursiones es una de las películas más importantes de 2010, aunque falte recorrerlo casi en su totalidad. Cualquiera que le guste el cine tiene que ver la película de Acuña y empezar el año de la mejor manera.
Compañeros, siempre fuimos compañeros... Con Excursiones, tercer opus de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado) el realizador pasa de la adolescencia a la madurez con la que es sin lugar a dudas su obra más sólida. Si en los dos primeros trabajos su propuesta se caracterizaba por crear atmósferas sugestivas en las que siempre se destacaba el aporte musical, sumado a la calidad para construir diálogos que hacen de la banalidad una fiesta, aquí no sólo el director confirma que su talento sigue intacto sino que se supera planteándole al mismo elenco (todos ellos excelentes, por cierto) de sus anteriores proyectos una trama que entra en constante interrelación con sus antecesoras; propone un universo cargado de humor, sensibilidad y profundidad. El de Acuña es un cine vital, personal y necesario. Esa vitalidad paradójicamente se respira en cada plano de este relato sólido cuando el trasfondo de la historia es la muerte de un personaje que provoca entre dos amigos un distanciamiento por diez años. También es un lindo pretexto para un buen reencuentro y de ahí parte esta historia, en la que la rivalidad, la nostalgia por una infancia que ya pasó, la lealtad y la camaradería ocupan el núcleo temático. Sin embargo, hay otra muerte simbólica: la adolescencia o el tránsito a la adultez. Quizá en ese tono blanco y negro melancólico con el que se tiñe cada imagen la idea se resignifique. Cabe aclarar a nuestros estimados lectores que el ultralimitado estreno que confina a esta gran película argentina a una sala en el Malba seguramente le quite la cantidad de espectadores que merece. No obstante, es justo agradecer a este complejo cultural la chance de poder descubrirla, aunque requiera del público una predisposición particular ante tanta oferta en la cartelera.
La fiesta del reencuentro La tercera película de Ezequiel Acuña es la primera en la que sus protagonistas son adultos. Como ya se dijo muchas veces, sus personajes (¿alter egos de él mismo?) en Nadar solo o en Como un avión estrellado eran adolescentes que estaban en busca de su identidad. Tanto el personaje de Nicolás Mateo como el de Ignacio Rogers eran chicos que luchaban contra la torpeza de su propio cuerpo, contra la timidez y la imposibilidad de comunicarse que no los dejaba ser. En Excursiones (una continuación de su primer corto, Rocío) Acuña creció y sus personajes también. Atrás quedaron las excusas para encontrarse con la chica de la que se está enamorado, o el miedo a que los padres descubran que te expulsaron del colegio. A los treinta los problemas son otros, pero esa incapacidad para acercarse a quien realmente importa es la misma. Marcos y Martín son dos amigos que se reencuentran después de diez años sin verse y todo lo que no se dijeron en aquel entonces sigue abriendo un abismo entre los dos. En una escena Marcos (Matías Castelli), mientras están ensayando la obra de teatro que quieren presentar, le cuenta a un amigo de Martín (Alberto Rojas Apel) que si bien hace diez años que no se encontraban es como si se hubiesen visto ayer. Martín no es tan optimista, se sorprende y le dice que no, que el reencuentro fue un poco raro. Sabe que diez años es mucho tiempo, pero a pesar de haber crecido, la adolescencia sigue siendo para Acuña el momento clave de la vida, aquel que es la base de sus anteriores películas y que en Excusiones los personajes evocan en un intento de recuperar aquellos buenos viejos tiempos. Para demostrarles que eso no es nada fácil está un amigo de Martín (uno que apareció en su vida durante la década en que se suspendió su relación con Marcos) que va a imponer la incomodidad entre los dos. Mientras él comparte nuevos códigos de amistad con Martín, Marcos se va a quedar afuera. De esta incomodidad resultan las situaciones más cómicas de la película (a la cabeza va la escena en la que vuelan el modelo de aeroplano mientras Marcos llama la atención como un nene) y es ahí donde gana, porque es casi imposible pasarla mal mientras se la está viendo. Pero por otro lado esa comicidad no está exenta de cierta angustia y nostalgia que la sobrevuelan, y que se hace explícita al final cuando la película abandona el blanco y negro para mostrarnos un pasado en colores en el que los amigos se abrazan y se divierten vestidos con sus uniformes del secundario. Porque esta especie de historia de amor y de reencuentro entre dos amigos ya no reflexiona sobre lo que está por venir, como sí lo hacían las películas anteriores de Acuña, sino sobre lo que se perdió (ya sea amistad, sueños o remeras de Morrissey), pero al mismo tiempo y también en contraste con Nadar solo y Como un avión estrellado, es una película optimista. La desolación, el nudo en la garganta y lo que no se dijo pueden ahora dar paso a partidos de ping pong en la terraza y a quién sabe cuántas excursiones más.
Hay que ver Excursiones Estaba casi terminando mi lista comentada de las diez mejores de 2009 cuando se me cruzó la esplendorosa Avatar e interrumpí el balance. Hoy debería comentar las tres mejores (y la peor) de mi lista pero se me cruza el estreno de otra película que hay que ver. Así que completo el listado rápidamente y luego les hablo de Excursiones. La que obtuvo el tercer lugar en mis preferencias de lo estrenado en 2009 fue Los amantes, de James Gray. Escribí para Hipercrítico aquí y agregué esto en el número balance de El Amante (en los kioscos desde el jueves 7 de enero): “No suena ningún tango en ella, pero Los amantes es una película tanguera. Bah, es ella misma un tango. Amores mal llevados, pasiones truncas, resignaciones varias, muchas cicatrices (algunas visibles). Tardes grises, alguna noche de esperanza y un final con un plano magistral que incluye ‘de fondo’ una bicicleta fija. Ese objeto, sin embargo, es un detalle que revela todo un mundo. Los grandes directores pueden hacer esas revelaciones. Y pueden dirigir y montar a cada actor para sacar lo mejor de cada uno de ellos. Joaquin Phoenix hizo el papel de su vida, y si –tal como dice– se ha retirado de la actuación, se despidió a lo grande.” El segundo lugar de las mejores de 2009 es para Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino. Escribí para Hipercrítico acá y también una nota más larga para El Amante (número 208, septiembre). Y el primer lugar es para Adventureland, de Greg Mottola, una película para atesorar y que fracasó estrepitosamente en los cines argentinos), de la que escribí para Hipercrítico acá y una larga nota para El Amante (número 205, junio). Ah, la peor del año fue El curioso caso de Benjamin Button, de David Fincher, una película pavota, inconsistente, pretenciosa y que engañó a no pocos críticos. Y ahora, vamos a 2010, para hablar del estreno de una película argentina de 2009 (la mejor nacional de 2009, pero se estrena recién ahora): Excursiones, tercer largometraje de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado), una película argentina independiente con humor, muchos diálogos y emociones a flor de piel. Una película graciosa, certera y valiente que se anima a los sentimientos agridulces que pueden aflorar al revisar una amistad abandonada hace años. Excursiones es una película noble que nos protege, incluso cuando nos impone el dolor de ciertos recuerdos y la conciencia del inexorable paso del tiempo. No se la pierdan, se dará en el Malba los viernes y los sábados a las 22:00 (y, por ahora, también en los espacios INCAA de Rosario y Unquillo).
Martín y Marcos fueron amigos, de esos Amigos inseparables, hasta por lo menos los 20 o 21 años. Después se distanciaron y no volvieron a cruzarse ni verse. Diez años pasaron. Marcos es actor pero trabaja en una empresa de golosinas en el departamento creativo. Está de novio con Luciana que tiene 18 años y está en la secundaria. Cesanteado de su empleo ahora se encuentra con el tiempo libre para dedicarse al unipersonal que tiene colgado desde hace varios años. Para eso su pareja le sugiere que convoque a Martín. Martín es guionista de televisión, con algunos éxitos en su haber y poca seguridad en sí mismo. El encuentro permitirá volver a conocerse retomando una relación que parecía muy lejana. Excursiones es un viaje. Un transitar espacios, tiempos y afectos que fueron en otro tiempo y a los que hay que acomodar en el cuerpo, la mente y el sentir. Amoldarse, desplegarlos, enfrentarlos. Además de los personajes citados andan por ahí, un actor bailarín con ideas de puesta en escena, un músico adolescente con una frase expeditiva y siempre a mano, un director paranoico con ínfulas de geniecillo. Con ese material y la sensibilidad a la que ya nos tiene acostumbrados, Ezequiel Acuña vuelva a desplegar un rompecabezas generacional que trasciende su franja etaria. Mientras el humor salpica las situaciones cotidianas fruto del regreso y las indecisiones ante los riesgos que se presentan, una densa capa sumergida (de pasados, culpas y silencios) asoma flotando lentamente hasta mostrarse más natural y fluyente que definitiva y perentoria. Excursos como disgresiones, apartados del tema central. Esas sendas fuera de la dirección establecida. Ese avión que retorna planeando a control remoto, esa playa de ciudad balnearia fuera de temporada. La cadencia rítmica es fruto evidente de una banda sonora que sabiamente se utiliza sin forzamientos ni canchereadas posmodernas y que muestra que la misma escritura fílmica parece haberse estructurado en torno a ella. Filmada en blanco y negro, los aciertos de Excursiones pasan tanto por el reparto descollante como por el guión, el montaje y la musicalización donde la mano del novel director vuelve a mostrar un pulso seguro para desarrollar un mundo propio.
Algunos de los pocos que vimos Como un avión estrellado, la anterior película de Ezequiel Acuña, no podemos olvidarla. Se trató, a partir del golpe de esa visión gloriosa, de recomendarla con el mayor fervor del que fuimos capaces, de prestarla, de copiarla, de conseguir adeptos incluso a la fuerza; de hacer de ella, en definitiva, algo así como una causa. Acuña quizás no estaba tan solo pero parecía que sí: su película, mal estrenada, peor lanzada, incomprendida casi desde el principio (eso seguro), se asemejaba inopinadamente a un objeto abandonado al que nadie parecía interesado en echar siquiera una mirada. Daba toda la impresión, después de todo, de que se cumplía a rajatabla aquello de la maldición de la segunda película, ese momento de terrible algidez en el que el entusiasmo crítico cosechado con un primer largometraje se convierte ante la visión del segundo en desencanto y enseguida en desdén (desprecio, inclusive) en cuanto se presenta el primer escollo. El mar rugiente de palabras y emoción desatada que azotaba Como un avión estrellado era la primera sorpresa, aunque no sería la única. Los adolescentes protagonistas de Nadar solo, debut del director, prácticamente no hablan y cuando lo hacen es con una especie de desgano, de pesadez mortal, como si el mutismo casi absoluto en el que se la pasan inmersos fuera su casa, un refugio del que son arrancados por la fuerza. El habla parece ser allí de exclusivo uso de los padres, de las autoridades, en todo caso de los mayores; el habla es el vehículo en el que se expresa el orden del mundo con una violencia que apenas se esconde, que adopta como mucho la forma de los buenos modales y de una cortesía mal simulada. Al centrar la mirada en los chicos protagonistas, y hacer coincidir esa mirada con la propia, el director construye su película sobre una tensión subterránea acerca de la cual ya ha tomado partido. La música de Jaime Sin Tierra, una remera de Morrissey que debe ser rescatada del tacho de basura, Mar del Plata en invierno, parecen operar como cifras secretas, verdaderas contraseñas de un mapa mental. El inesperado triunfo de la película consiste en desplegar con desusada precisión esos signos, en volverlos reconocibles y universalmente elocuentes. Abrazando una dramaturgia nueva, expansiva, Como un avión estrellado parecía decidida a mostrase como antítesis de Nadar solo. Pero, ¿era un truco de prestidigitación lo que intentaba hacer Acuña? ¿Un mero llenar lo que antes estaba vacío, hablar donde se callaba, hacer manifiesto lo latente? En definitiva, ¿hacer surgir el conflicto que antes apenas se insinuaba, como un leve temblor? En parte, pero no solamente eso. Si en Nadar solo los adultos tenían voz pero eran al fin poco más que figurantes (Manuel Callau como el padre y Marcelo Zanelli como el profesor, sobre todo ellos), en Como un avión estrellado han desaparecido directamente de la escena y solo funcionan como presencia fantasmal: los padres de Nico, muertos en un accidente de aviación, seguro. Pero también, inesperadamente, los músicos de rock norteamericanos Tim y Jeff Buckley, respectivamente padre e hijo, suicidados ambos y cuyas figuras parecen oficiar como oscuros númenes para Santi, el amigo de Nico que resulta ser también su doble, su verdadero lado oscuro, adepto a las pastillas y a los pequeños robos. El único personaje que debería vivir en la adultez, aunque sea porque su biología se lo demanda, es el hermano mayor de Nico, que en cambio prefiere instalarse en una especie de limbo, refugiado en un pliegue de su historia personal, apegado a las amistades de sus progenitores como un animalito doméstico (trabaja de veterinario, por lo demás) y negándose a vender la casa que la familia posee en Chile. Al revés que en Nadar solo, centrada exclusivamente en su joven protagonista, y demostrando que a veces más es más, en esta película Acuña dispone una constelación de tragedias íntimas en la que cada una de ellas podría constituir una historia por sí misma. Henchida de palabras y de estallidos, bellamente desequilibrada y angustiante, la película terminaba con un suicidio fuera de campo y una desconcertante elipsis tras la que se situaba al espectador en un final en el que el protagonista parecía alcanzar un instante de sosiego merced al efecto engañosamente redentor de una canción de Mi pequeña muerte. Bañada de una oscuridad verdaderamente notable, Como un avión estrellado planteaba un desafío al director pero que se podía muy bien dirigir también a la secta que constituimos (a esta altura) sus seguidores. Es como la pregunta que se hizo alguna vez Lenin: ¿qué hacer? ¿Quizá perseverar allí, en ese viaje de ultratumba, hablándoles a los muertos, o (peor todavía, mucho más atemorizante) dejar que hablen ellos, oírlos susurrar, filtrar sus palabras en las canciones de rock que engalanan sus películas, esas melodías que Acuña se empeña en encontrar una y otra vez, siempre distintas pero parecidas? ¿Dar en cambio un paso atrás y volver a pulsar la (a fin de cuentas) amable melancolía de Nadar solo, ese confortable refugio para solitarios en el que uno se podía acurrucar cuando la muerte todavía no nos había tocado de cerca? Ni una cosa ni la otra. Demasiado noble como para ser astuto, y convertido en cartógrafo de su propia sensibilidad (acaso a su pesar), Acuña empieza de nuevo y reinventa para el cine argentino la comedia triste. Asumida al fin la edad de su director, su cine no es que se vuelva nostálgico pero cede un poco a la tentación de atesorar ciertas imágenes, cierta emoción que parecía parte de un tiempo ido pero cuyos restos aun pueden juntarse y disponerse amorosamente en una repisa, aunque sea en forma de fósiles un tanto grotescos: uno de los momentos más hermosos de Excursiones muestra a los dos protagonistas (Alberto Rojas Apel y Matías Castelli, excelentes), muchachos treintañeros ya, vestidos con el uniforme del colegio posando para la cámara. Construida enteramente alrededor de la idea de la pérdida, la película parece condensar en ese plano (fuera de la diégesis, fuera del tiempo), parte de su verdadera vocación a la vez que establece la dolorosa conciencia de su imposibilidad: rastrear una felicidad pasada para traerla de vuelta y actualizarla, hacer entrar figuras en ropas que no les quedan. Con secuencias que constituyen prácticamente cada una un sketch, Excursiones despliega una comicidad liberadora dispuesta a asumir plenamente sus efectos: la risa es en la película la orgullosa respuesta a la constatación del desamparo y de la desdicha. En tanto, las bellas secuencias en cámara lenta, que parecen diseñadas como complemento de la comedia llena de palabras que constituye el grueso del metraje, se encargan de proporcionar esos breves y espléndidos momentos de cine puro que aparecían en Como un avión estrellado pero que aquí alcanzan picos de radiante felicidad, casi siempre con la sorprendente Martina Juncadella como protagonista principal (en el cine de Acuña las mujeres parecen existir solo como idealización, como figuras vaporosas a las que se contempla con extática veneración). Pero lo notable es que nada parece del todo preparado en la primera comedia del director, muy a pesar del perfecto timing de las escenas nada en verdad luce pergeñado en un laboratorio como en esos intentos tan toscos de comedia a la americana del cine argentino reciente que se dan a sala llena. La imprevista gracia y la elegancia de Excursiones, película orlada de pequeños hallazgos a cada paso, parecen finalmente sugerir que hay un mundo esperando ser descubierto.
Tercer largometraje del cineasta argentino Ezequiel Acuña (Nadar Solo, Como un Avión Estrellado), filmada en B&N. Volviendo a personajes de su corto Rocío, -que, puede apreciarse dentro de la sección de extras de la edición en formato dvd del film Nadar Solo, editada por AVH- dos amigos, Marcos y Martin, vuelven a encontrarse luego de 10 años de ausencia, compañeros de infancia y escolares, uno convertido en un consagrado guionista y el siguiente ya con hija, trabajando en el mercado de las golosinas. El reencuentro se establece frente al pedido de Marcos de solicitar invadiendo arduamente el espacio de Martin, ser el corrector de guion de un proyecto de obra teatral, excusa que los volverá a juntar, redescubriéndose, deshilvanando interrogantes de la infancia y pormenores con un gran uso de comicidad. Un reencuentro atípico, con grandes diferencias que los delimitan, tales que con el desarrollo de algunos intercambios vuelve por momentos a unirlos como carne y uña. Si hay algo que sobrepasa lo agradable que me resultó la experiencia de ver éste film, ha sido la evidencial gran aptitud de Acuña para dirigir actores y delinear personajes. Marcos logra ser caracterizado con gran convicción hasta en menores aspectos y tics referentes de su personaje. En el film abundan momentos de comicidad pertenecientes a un guión muy eficaz, con una muy buena elección de temas musicales que acentúan el recorrido de tan apreciable trayecto. El largo contó con gran aceptación del público en el pasado BAFICI, aunque fuera de competencia. Critica anteriormente publicada en www.cronicasdelbafici.blogspot.com
Cualquier aproximación artística sobre lo real, sea lo que fuere lo que este último vocablo signifique, conlleva una perspectiva de clase y generacional, una mirada pletórica de (pre)jucios inevitables y concepciones diversas, que se expresan en un lenguaje, en una indumentaria, en una relación con la música, el cuerpo, el ocio y el trabajo, como también en la construcción vincular, y revelan además cómo se posiciona un artista (aquí un cineasta) respecto del tiempo histórico en el que vive y elige, eventualmente, representar. El prodigio de Excursiones, la tercera película de Ezequiel Acuña, es precisamente ofrecer un acabado retrato de clase y generacional, sin por esto excluir a quienes pueden no verse reflejados en la vida de los personajes del filme. La amistad y el paso del tiempo, por otra parte, son dos tópicos universales, y Excursiones, más allá de que se circunscribe a una “especie” (la clase media porteña casi treintañera asociada a las artes), posee la sensibilidad e inteligencia necesarias para sortear los peligros del ombliguismo y los intereses específicos de un grupo. Retomando la vida de dos viejos personajes del corto Rocío (1999), Acuña sigue las instancias de un reencuentro, el de Martín y Marcos. El primero trabaja en una fábrica de golosinas, pero desea retomar un unipersonal teatral, algo que le entusiasma mucho más que vender dulces; el segundo es un reconocido guionista que además disfruta de hacer magia, y no tiene un proyecto en ciernes. La propuesta de Martín consiste en que su amigo lo ayude con la letra y puesta de su obra. “Está bueno”, dicen ambos, tanto por la obra como por volver a estar juntos. Volver a verse y reinventar la amistad es para ambos personajes también medir y revisar lo que ya se ha sido respecto de aquello en lo que se han convertido, o constatar cómo el pasado constituye secretamente parte de su presente. La escena en donde “reviven” a un viejo amigo (a propósito de una discusión que se mantiene en un bosque después de la visita a un pedante y desequilibrado director de teatro) es ejemplar al respecto, y un pasaje en el que se puede apreciar la destreza formal del realizador (que elige destituir imperceptiblemente con un virtuoso plano circular la lógica del campo-contracampo con la que empieza el registro de la confrontación). Que Excursiones esté rodada en blanco y negro le imprime al relato cierto tono de nostalgia, y es una elección a contramano de la convención dominante según la cual el pasado se representa sin colores y el presente se colorea, es lo que cuenta, es lo que prevalece: el emotivo plano final convalida la desobediencia. Otro acierto de Acuña pasa por cómo entiende la inserción de la música en su película, a cargo de la banda uruguaya La Foca, cuya función es dar sonoridad a cierto estado de ánimo general a través de pasajes que no tienen carácter dramático y ligan las escenas entre sí. En un sentido heterodoxo, es música de ambiente, y predispone a escuchar una manera de estar en el mundo. Y no se puede omitir la calidad dramática de todo el elenco. Con Excursiones, Acuña abandona el fin de la adolescencia, tema central de sus dos primeras películas, y rastrea las primeras impresiones de la vida adulta, aunque subordinando su mirada a un grupo social reconocible. Su descripción de la subjetividad colectiva es sorprendente y precisa: el léxico devela una actitud; las acciones y decisiones de los personajes, una escala de valores. Son criaturas volátiles y ahistóricas, distanciadas ligeramente de la realidad que los rodea. Signos vivientes de un tiempo histórico en el que el arte es una cuestión de expresión personal.
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Siempre me gustó espiar la cara de los espectadores mientras miran la pantalla; en una de esas incursiones visuales noto que un pibe de mi edad se corre unos lugares acercándose a mí. Claro que me dio miedo, porque no había tanta gente en la sala. Aunque había que temerle a la gente grande que un desconocido se te acercara era algo peligroso, y como para escapar había que salir corriendo desde el centro de la fila, uno se exponía a que los demás lo chiflen por interrumpir el espectáculo. Así que me quedé quietito en mi asiento mientras el pibe se acercaba hasta sentarse a mi lado y me extendía la bolsita con caramelos que llevaba en la diestra. Le acerté a un Media Hora instintivamente. “Es la primera vez que vengo solo al cine”, confesó en voz baja sin que le preguntara nada; “tenía miedo de la gente”. “¿Después vamos al Rubí a comer pizza?”, le pregunté, y me hizo que sí con la cabeza. A partir de ahí empezó la mejor parte de La última aventura, la de la batalla de Little Big Horn que perfilaba la muerte de Custer y del Séptimo de Caballería a manos del jefe indio Caballo Loco. Mario también esperaba con más entusiasmo la proyección de Maciste contra el Sheik, y eso significaba que ya éramos amigos. Mario Botti fue mi amigo del cine durante todo ese año hasta que se mudó de barrio y nunca más nos volvimos a ver. Y si entre todos los amigos que tuve en mi vida tuviera que elegir uno para ir a ver EXCURSIONES, sin dudar lo elijo a Mario, porque a esta altura del partido nos hubiéramos emocionado del mismo modo. Bah, creo. EXCURSIONES tiene un título que me trajo a la memoria el Parque Pereyra Iraola en Berazategui o SOMISA en San Nicolás, algunos de los sitios más lejanos a casa que haya visitado con mis compañeros de la primaria o de la secundaria. Y los mayores recuerdos no tienen que ver con anécdotas puntuales sino con esos tiempos compartidos que quedaron encerrados en una foto y que Ezequiel Acuña transformó en una película. Porque de eso se trata EXCURSIONES, de Martín y Marcos patinando en el hielo, de Martín y Marcos tomando la merienda o de Martín y Marcos pasándose factura de algunos dolores, siempre con la excusa de montar una obra de teatro de la que no sabemos nada o con el pretexto de volver frente al mar, allí donde iban de chicos y tan bien la pasaban con Lucas, ese otro amigo que se fue. La película está conformada por momentos mínimos de Martín y Marcos, esos momentos mínimos que en un guión debieran hacer explotar el conflicto pero que en este caso son el conflicto mismo. Trabajada en planos cortos, con apuntes musicales que refuerzan la intimidad que transmiten las imágenes y que le dan al montaje un ritmo sin vértigo, EXCURSIONES vale por la aparente desprolijidad de sus nostálgicos cuadros en blanco y negro y por el contorno agridulce en el trazo de sus personajes. Ni Martín ni Marcos serían lo que son sin ese tiránico hermano indie rocker y sin esa hermana artista que plagia a Chécob, a los que se suman un peligroso performer encantador de serpientes y un atrabiliario teatrista destructor de ilusiones. Es en ese juego de imposible maniqueísmo que Martín y Marcos (sobre todo Marcos) se nos hacen creíbles, cercanos y se permiten reflejarnos hasta transformarse, alternativamente, en nuestros alter ego. Si Martín tiene la impronta de un avión estrellado es Marcos quien tratará de unir sus piezas para darle coherencia a la trama de una amistad a la que de tanto dormir casi se le rompen los sueños. Para esta conclusión son elocuentes dos imágenes: Marcos manejando, solo, el control remoto del prototipo que planea sin ir a ningún lado y sin que nadie lo admire, y Marcos cayendo en la cuenta, junto a una pileta a la que no está invitado, de que aún en la amargura siempre hay tiempo para volver a trabajar en la fábrica de golosinas. En este sentido, además del buen trabajo de dirección y del sólido guión que firman Acuña y Alberto Rojas Apel (Martín), la película descansa en el rostro de Matías Castelli, cuya triste mirada podría convertirse en el ícono de una generación: la de los actuales treintañeros que viven en un aparente vacío y que de alguna forma se emparienta con los años en los que se formaron, esos ’90 que de a poco van quedando lejos pero cuyas cicatrices son cada vez más evidentes. La mirada de Marcos retrata su época sin discursos y transforma a EXCURSIONES en un clásico instantáneo, uno que más allá de las lecturas posibles, aunque cambien las modas, las inflexiones de voz o los acontecimientos, dice que los amigos siempre son esenciales. Si no que lo digan esas últimas imágenes en Eastmancolor que el tiempo amenaza con desteñir pero que de todas formas mantendrán una sonrisa inalterable, la misma sonrisa que teníamos Mario y yo después de comer pizza recordando a Maciste la tarde esa en la que nos hicimos hombrecitos y dejamos de tenerle miedo a la soledad en una sala de cine que ya no existe.