Ganadora del último Bafici como “mejor película”, esta ópera prima de Lucio Castro resulta un film fascinante y por momentos misterioso. Muestra el comienzo de una relación entre dos hombres. Pero lo que parece ser una historia más se transforma en única. Porque esa relación le permite al realizador ir y venir en el tiempo durante veinte años, en enlaces en un principio confusos, pero que luego derivan en elegantes pasos del tiempo. Pero no se queda ahí. Ese ir y venir temporal da lugar a planteos profundos, dolores y miedos, egoísmos y temores. El rechazo al compromiso, el dejar pasar la oportunidad al amor, la característica humana enfrentada a un destino de soledad por cobardía o por naturaleza. Y también los cambios en la sociedad. Sucede en Barcelona, entre un español encarnado por Ramón Pujol y un argentino Juan Barberini. Ellos danzan entre los tiempos transcurridos mostrando cómo se plantean desde la falta del deseo a la paternidad entre gays, con contradicciones constantes. Dilemas, seducciones, desencantos y encantos. El espectador queda prendado de la estructura tan atrayente e inteligente del film. Un talentoso director que toma riesgos y gana.
Ocho (Juan Barberini), un argentino que vive en Nueva York (el guionista y director Lucio Castro, egresado del CIC, también está radicado en la Gran Manzana), y Javi (Ramon Pujol), un español afincado en Berlín, se conocen en Barcelona y tienen un apasionado romance durante una intensa jornada. Hasta aquí Fin de siglo no es más (ni menos) que una historia de amor gay con una ciudad bella, friendly y cosmopolita de fondo e inevitables ecos de Antes del amanecer, de Richard Linklater (esta última en versión heterosexual, claro). Sin embargo, la ópera prima de Castro va más allá y se arriesga con una estructura dominada por saltos temporales (al principio cuesta un poco desentrañarlos) con distintas épocas, facetas y situaciones de estos dos personajes que le confieren al film un tono entre épico y fantástico. Con mucha libertad (tanto narrativa como en la descripción íntima de sus protagonistas), Castro trasciende lo que ya era un atrapante retrato sobre cuestiones como la sexualidad, la estabilidad y la pérdida de deseo en la pareja y la paternidad entre los gays para convertirse en una exploración que abarca dos décadas, dos universos personales que se cruzan y dos personajes con sus dilemas, contradicciones, traumas y encantos. Una grata y bienvenida sorpresa.
En su ópera prima, Lucio Castro desarma la historia de amor de Ocho (Juan Barberini) con la ciudad de Barcelona para explorar con notables sutilezas las tensiones entre el deseo, los miedos y el tiempo que ya no regresa. Ligera y geométrica, su puesta en escena recuerda la de los directores de juventudes y ciudades como Eric Rohmer, que mostraba el movimiento de sus personajes en el espacio, libres para el azar y agitados por el destino. Poeta argentino en plan de regreso a Nueva York, Ocho deambula unos días por las calles de Barcelona como parte de una impasse en sus deberes. Visita sus playas, sus recovecos, llevando a cuestas esa soledad propia de los viajeros. Desde el balcón de su casa de alquiler divisa una remera de Kiss e invita a subir a su portador. Ese encuentro con Javi (Ramón Pujol) será la puerta a inesperadas confesiones, a un ejercicio de memoria que convierte toda posible epifanía en virtud cinematográfica. Castro se atreve a conjugar el sexo, la soledad y la responsabilidad de ser padre en charlas al pasar, vividas a lo largo de 20 años, en ese extraño pasaje entre un mundo abierto de posibilidades y el devenir que exigen todas las decisiones. Aún en el peso literario de las conversaciones, en las citas a la pintura y las referencias al arte, sus personajes encuentran su única presencia en cámara, en el rumbo que emprenden más allá de nuestros ojos.
“Recuerdos inesperados” La película ganadora del BAFICI 2019, crea su propio ritmo y lugar. Se desvincula de la estructura clásica a la que suele acostumbrarse el cine y cuenta una historia que traspasa las barreras del tiempo y espacio. Fin de Siglo (2019) es una historia de encuentros y desencuentros. Ocho (Juan Barberini), un argentino que se halla trabajando temporalmente en Madrid, decide viajar a Barcelona por unos días y conoce a Javi (Ramón Pujol). El catalán y el argentino sienten una conexión, que luego de compartir un día, descubrirán no es instantánea. Entre conversaciones, anécdotas y sensaciones de familiaridad mutua; los protagonistas recuerdan que ya hace veinte años se habían conocido en la misma ciudad en la que se reencuentran tiempo después. Así es como Ocho y Javi emprenden un recorrido de aquellos años que le sucedieron a su primer coincidencia y los caminos de vida que cada uno de ellos decidió tomar, desnudando detalles que parecían ocultos u olvidados. El guion está cargado del alma poética de sus personajes con una dirección que acompaña mano a mano, creando una obra con tono propio que se impregna de la ciudad catalana. Barcelona es protagonista y así se muestra; las calles del Barrio Gótico, la Barceloneta y sus rincones se convierten en el corazón de esta historia en la que dos personas exploran una conexión intensa. "El film escrito y dirigido por Lucio Castro comienza con una apariencia de simpleza, una historia que suena familiar en el cine hasta que toma forma y expone una mirada profunda sobre las decisiones personales, los recuerdos indeterminados y las posibilidades que nos rodean." Calificación: 8/10 Título original: Fin de siglo Año: 2019 Duración: 84 min. País: Argentina Dirección: Lucio Castro Guion: Lucio Castro Música: Robert Lombardo Fotografía: Bernat Mestres Reparto: Juan Barberini, Ramon Pujol, Mía Maestro, Mariano Lopez Seoane, Helen Celia Castro-Wood
Ocho (Juan Barberini) llega a Barcelona, se instala en un departamento, mira por el balcón, va a la playa… y siempre aparece aquel hombre como de su edad, con la remera de Kiss. Ocho y Javi (Ramón Pujol) -el individuo en cuestión- se hablan, ríen, tienen sexo, charlan más, y está la sensación de que ya se conocen. Este es apenas el punto de partida de Fin de siglo, ópera prima de Lucio Castro. Una historia del amor centrada en dos personajes, pero que juega con los tiempos, con épocas bien distintas en la vida de la pareja, sin que se indique el paso de un período a otro. Un recurso que puede confundir al espectador desprevenido, aunque la desorientación es momentánea y la historia sigue fluyendo sin problemas. Castro elije no ponerse explicativo para justiciar los repentinos cambios, y a la larga es un acierto de su parte. El director acumula más méritos. Uno es el de seguir a los protagonistas por las calles barcelonesas evitando los lugares turísticos, priorizando en el estado de ánimo de Ocho y de Javi, lejos de toda postal turística. Por otro lado, no teme plasmar escenas de sexo realistas, directas, por momentos al borde de lo pornográfico, pero sin caer en el mal gusto; queda claro que la idea es mostrar la intimidad de la pareja, con sus deseos y pasiones, sin culpa y sin complejos. La película se apoya en la presencia de Juan Barberini, ya que está contada desde su punto de vista, y el actor sostiene la historia sin inconvenientes. No menos destacada es la participación del catalán Ramón Pujol como el amante, que también tiene sus propios sueños y conflictos. Mía Maestro es la menos aprovechada del elenco, aunque sus pocas escenas funcionan como un nexo importante entre sus compañeros. Fin de siglo integra la corriente de cine queer nacional, que tiene como principal estandarte a Marco Berger en films como Plan B y Taekwondo. Pero, al igual que la obra de Berger, el debut de Lucio Castro nunca deja de funcionar como una historia de amor a secas, que lleva a pensar en el devenir de cualquier relación sentimental, sin importar el género de cada persona.
"Fin de siglo": juego de cruces temporales Premiado en el último Bafici, fue uno de los títulos nacionales con mayor circulación en festivales LGBTQ durante 2019. La escena inicial de Fin de siglo deja en claro que las palabras tienen un peso mucho menor que los silencios, las miradas y el lenguaje del cuerpo. Todo arranca con un joven argentino radicado en Nueva York, al que apodan Ocho por una anécdota de la infancia, de vacaciones en Barcelona sin demasiado que hacer. Sus días transcurren entre visitas a museos, caminatas sin rumbo fijo ni apuro por distintos puntos turísticos, tiempos muertos en su departamento alquilado y tardes de solcito tibio en la playa. Es allí donde clava la mirada en otro hombre que, lejos de amilanarse, se la devuelve con seguridad y firmeza. Ambos inician un solapado flirteo gestual con el mar y la arena como testigos silenciosos: uno se va a nadar y el otro inmediatamente lo sigue, aunque manteniéndose a prudente distancia. Sus ojos seguirán buscándose en el agua y una vez afuera, hasta que la partida de uno deja en suspenso el juego de seducción. Pero un nuevo cruce, esta vez con el argentino desde el balcón de su departamento y el otro caminando “casualmente” por esa calle, abre las puertas para la materialización del deseo. Que todo ocurra en una ciudad europea hermosa, cosmopolita, pensada para la postal y gay friendly invita a suponer que la elegida como Mejor Película de la Competencia Argentina del último Bafici –y uno de los títulos nacionales con mayor circulación en festivales LGBTQdurante 2019– abordará un romance veraniego intenso, efímero y liberado de ataduras, un vínculo afirmado en una indudable química sexual antes que espiritual. El director Lucio Castro prefiere los planos fijos y largos antes que los movimientos bruscos de cámara y la manipulación excesiva en la sala de edición, como si quisiera aportar una dosis de fluidez y naturalidad a una relación en principio fría, trababa, distante. Pero apenas los muchachos empiecen a charlar en la intimidad de las sábanas esa distancia se esfuma, la película adquiere nuevas capas de sentido abriéndose a un juego de cruces temporales donde todo podría ser tanto el recuerdo de una experiencia pasada como una proyección hervida al calor de la fantasía. O, por qué no, el fruto de alguna alucinación insolada. El recurso es inicialmente confuso y por momentos da la sensación que el resultado final no cambiaría demasiado si se siguiera un orden cronológico. Sin embargo, y a medida que se evidencia que una pata del relato se apoya en lo real y otra en lo imaginado, queda claro que Fin de siglo es mucho más que la historia de amor gay que circula en su superficie. Podría pensarse al primer largometraje de Castro como una exploración de los alcances y la incidencia de lo pulsional en las acciones terrenales, un relato en el que, a diferencia de los de Marco Berger, la concreción del deseo entre ese argentino itinerante (Juan Barberini) y el español (Ramón Pujol) radicado en Berlín por cuestiones laborales que está de regreso en la ciudad para visitar a sus parientes no es un punto de llegada sino de partida para nuevas experiencias y sentires. A la encamada inicial le seguirá un buen tiempo de charlas y paseos sin hoja de ruta determinada, encausadas únicamente por la curiosidad del uno para con el otro, como si se tratara de remedo en clave gay de Antes del amanecer, de Richard Linklater. Los comportamientos y los dichos de ambos revelan sus auténticos núcleos internos, desnudando un andamiaje en el que se intersectan las aspiraciones, la fragilidad, los mandatos familiares, la soledad, las expectativas afectivas y las distintas aristas de las libertades personales. Desde ya que esas libertades involucran la faceta sexual, en tanto que para Ocho la playa es un punto de encuentro para relaciones casuales y silentes, donde basta con algunas señas para un rapidito entre los árboles: como en El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, el agua opera como marco de una liberación plena. Las libertades y esos seres anónimos que quieren dejar de serlo son, pues, la materia prima de una película solapadamente emotiva que deja flotando en el aire respuestas que cada espectador aprehenderá según su propia subjetividad.
Un relato disruptivo que juega con las temporalides es la propuesta deLucio Castro en Fin de siglo (2019), película de temática LGBTQI filmada en Barcelona que aborda tópicos como la sexualidad, la familia, la enfermedad, el deseo y la transformación del amor a través del tiempo. Juan Barberini y Ramón Pujol interpretan a dos muchachos que “aparentemente” se conocen en Barcelona. Uno radicado en Nueva York y el otro en Berlín se encuentran por cuestiones personales que iremos descubriendo a lo largo de la historia en la ciudad gay friendly de la península ibérica. Ambos están de paso y tras un histeriqueo manifiesto terminan teniendo una increíble escena de sexo (filmada de manera brillante). Caminan por las calles, se cuentan su pasado y un salto narrativo y temporal ubica a los mismos personajes a finales de los años 90 en la misma ciudad cuando aún no se habían conocido. Como si se tratara de la trilogía de Richard Linklater (Antes del amanecer, Antes del atardecer, Antes de la medianoche) pero en una sola película, Castro juega de manera sorprendente con el tiempo y el espacio para adentrarnos en un relato sobre la evolución y transformación del amor a través de los años, como así también en la construcción de la familia homoparental, y lo hace asumiendo una serie de riesgos que de manera hábil no pierde el tiempo en explicar los por qué de dicha elección. La historia sucede en tres temporalidades diferentes pero utilizando a los mismos actores, como si para ellos el tiempo no avanzara ni retrocediera. Lo que en un principio puede llegar a confundir se vuelve uno de los tantos desafíos a los que el director se enfrenta para romper con ciertos paradigmas de una historia que trasciende más allá de su forma y de la capa superficial que parece recubrirla en un primer momento.
Historia de amor entre un argentino que vive en Nueva York y un español que reside en Berlín. Se encuentran en una noche en Barcelona y lo que podría ser un breve encuentro antes del amanecer se transforma en un vínculo que atraviesa décadas. Los saltos temporales, ambiciosos, contrastan con una puesta en escena sobria y minimalista. Es como si la trilogía de Richard Linklater de Before Sunrise se hubiera condensado en una sola película aunque sin el encanto de sus protagonistas y la elegancia en el trabajo del director. Interesante por momentos, pero finalmente demasiado parecida a otras películas, sin un aporte que haga la diferencia ni la coloque por delante de otros títulos del cine contemporáneo.
“Fin de Siglo” de Lucio Castro. Una historia de amor desenfocada en el tiempo. Ganadora de la Competencia Argentina en el BAFICI 2019 y elegida como la mejor del año pasado en esta página, llega a los cines la ópera prima de Lucio Castro. Por Bruno Calabrese. Con el tiempo las formas de relacionarse han cambiado. La sociedad mira con otros ojos la forma de interactuar con el otro. La sexualidad ya no es como en finales de los noventa. Con el paso de los años ha progresado en la forma de ver al otro. A pesar que algunos se niegan al cambio, el ser humano evolucionó en estos aspectos. En su ópera prima, Lucio Castro indaga sobre el tema y hace visible esos cambios. “Fin de Siglo” comienza con la llegada de Ocho (Julián Barberini), un escritor de poemas, a Barcelona. A modo de retiro literal, vaga por las calles sin relacionarse con nadie. Por las noches reprime su deseo de interactuar por Grindr, masturbándose. Solo con un libro (Alrededor de la Luna de Julio Verne), el cual encontró en el departamento alquilado por Airbnb, se va a la playa. Allí es donde se produce el primer vistazo con Javi (Ramón Pujol) pero el acercamiento no se lleva a cabo. Al asomarse al balcón ve que vuelve a pasar con una remera de Kiss. Lo invita a pasar y tienen sexo. Pasan el día juntos, tienen charlas profundas sobre la soledad, la paternidad y conectan de una manera llamativa, hasta que se dan cuenta que se conocieron veinte años atrás. A partir de ese instante la película se traslada al momento de ese encuentro. El salto temporal nos mostrará el contexto del fines de los noventa. El director logra plasmar de manera eficaz la diferencia sobre como se vivía la sexualidad veinte años atrás. Como era reprimida por mandatos sociales, como el temor a descubrirse a uno mismo lleva a tomar decisiones de las que luego se puede arrepentir. Barcelona mostrada a través de planos generales, con una estética admirable, una paleta de colores que combina a la perfección, generan en el espectador un placer visual. La sensualidad que destilan algunas escenas (la de Javi y Ocho bailando al ritmo de la canción “Space Age Love Song” de A Flock of Seagulls es para destacar), diálogos que no suenan forzados y la química entre los protagonista; acompañado de un montaje impecable para diferenciar los dos espacios temporales. Todo hace de “Fin de Siglo” una historia de amor desenfocada en el tiempo, sin fisuras, de primera calidad, para ver una y mil veces. Puntaje 100/100 *Crítica realizada en el marco del BAFICI 2019 *Seleccionada en el el 1° Puesto del Top Ten del Cine Argentino 2019
LAS VIDAS QUE IMAGINAMOS Una tarde de verano en Barcelona. Ocho, argentino, poeta que vive en Nueva York, conoce a Javi, que vive en Berlín pero está visitando a sus padres. El encuentro inicia en la playa pero no prospera. Más tarde, Ocho ve a Javi desde el balcón, y como no conoce su nombre lo llama por la remera que tiene puesta. “¡Ey, Kiss!”, le grita. Después viene la intimidad, las charlas, el vino, el atardecer, hasta que Ocho comenta, con algo de pudor, que tiene la extraña sensación de que se conocen de antes. Y Javi, sin dudarlo, le dice que es verdad: que ya se habían conocido. Así arranca Fin de siglo, la ópera prima de Lucio Castro, una historia de amor entre dos hombres que parece comenzar de manera convencional, para convertirse luego en un juego con el tiempo y el destino, que es a su vez una reflexión y una pregunta sobre las vidas posibles que se ganan o se pierden con cada decisión. Juan Barberini encarna a Ocho, un personaje al que el director nos introduce mediante silencios y la rutina clásica del turista aburrido, pero que va ganando espesura a medida que su experiencia se cruza con la de Javi, interpretado por el español Ramón Pujol. En las conversaciones que mantienen, salen a la luz las contradicciones de un entramado complejo como es el de las relaciones amorosas, donde se ponen en crisis las propias identidades, la sexualidad y los anhelos de cada uno. Castro elige contar su historia a través de tres episodios que desafían el paso del tiempo, y es de ese modo que los actores interpretan a sus personajes en momentos separados por veinte años (o más, en el caso del tercer segmento), y su apariencia nunca varía. No hay envejecimiento porque quizás lo que vemos nunca pasó, pero el director plantea la duda y de manera acertada no da la respuesta. No sabemos si Ocho y Javi efectivamente se conocieron veinte años atrás, o si terminaron casados y tuvieron una hija, o si Ocho se imaginó todo mientras miraba desde el balcón a Javi, que se alejaba con una sonrisa. Lo que podría pasar por fantástico en el cambio de escenarios fluye de manera natural a través de un gesto, o de un acto mínimo como pisar un patito de goma, y sólo una leve desorientación por parte de Ocho hace temblar el verosímil. Castro tampoco evita poner la cámara sobre el cuerpo de sus protagonistas y su intimidad, pero evade cualquier manipulación ausentando la música y los lugares comunes en este tipo de escenas. La película podría apuntar a la nostalgia o a la derrota, pero prefiere ubicarse en un lugar intermedio, agridulce, un espacio de oportunidades donde no todo está dicho. Tal vez la participación de Mía Maestro en el rol de Sonia no llega a encajar del todo en la propuesta, porque detiene el relato en una larga reflexión que, más allá de sus méritos interpretativos (más cercanos al teatro), termina por alejarse del tono general. En suma, Fin de siglo es una película ágil (a pesar de cierta pose indie, de tomas largas con un personaje comiendo), que se permite reflexionar sin vocación aforística sobre el amor, la paternidad, la familia y también la amistad, con dos actores cuya química crece hasta volverse entrañable, y con un resultado final que, sin ser brillante, es atendible y no decepciona.
Ocho (Juan Barberini) es un joven argentino que viaja a España, más precisamente a Barcelona, para pasar allí sus vacaciones. Los primeros días de estadía transcurren sin demasiada emoción. No dialoga con otras personas, come algo dentro del departamento en el que se hospeda o en algún bar lindante, deambula por la ciudad, contempla el paisaje y el andar de los transeúntes desde el balcón, o se masturba mirando algunas fotos en Grindr -una aplicación de citas destinada a hombres homosexuales, bisexuales y transexuales-. Su situación se modifica a partir del encuentro con Javi (Ramón Pujol), un español de una edad cercana a la suya a quien ve pasar a diario -distinguiéndolo principalmente por lucir una inconfundible remera de Kiss-. Luego de un primer avistamiento desde su ventana, y de un segundo acercamiento en la playa, Ocho finalmente invita a Javi a subir a su departamento. Tras una breve charla se produce un intenso encuentro sexual que concluye con una despedida un tanto fría, en la que de todos modos terminan pasándose sus respectivos números de celular. A la brevedad, los protagonistas planifican una salida en la que salen a comer. En esta situación descubrimos, a través de la charla que mantienen, que ya se habían conocido en el año 1999.
Todos los kilos de deseo y de tensión erótica que aparecen en varias películas similares son obviados en la ópera prima de Lucio Castro. Un joven llega a Barcelona y parece ver la vida desde un balcón. Pasea, observa, saca fotos. Más adelante sabremos que es un poeta y que viene desde Nueva York. Cuando elige usar sus ojos como una cámara, distingue a un flaco con una remera de Kiss. Curten sin ceremonias que dilaten la cuestión. Cuando no tienen sexo, hablan de sus vidas en una terraza con una vista envidiable. Es otro jugo el que se le exprime a la ciudad española y que no se nutre necesariamente de la postal turística. En todo caso parte de la subjetividad de un viajero y del pacto de fidelidad implícito en el habla de dos seres que recién se conocen. Del intercambio verbal, también sale el jugo. Así de concisa se presenta Fin de siglo, con naturalidad en cada plano, sin personajes forzados ni conductas histéricas. Lo que se ve es lo que hay. Sin embargo, detrás de esa lámina transparente cierta información dosificada sobre los protagonistas pone a la trama en una órbita de misterio productivo, pero siempre sin afectar la calma ni el control. Casi imperceptiblemente y sin perder de vista que se trata de una historia de amor, lo fantástico cotidiano comenzará a adueñarse de la atmósfera del relato a través de idas y vueltas en el tiempo que confirman un interesante trabajo de montaje. Entonces aparecen las preguntas sin formularse, lo cual no es un dato menor. Asumir ese riesgo se convierte en una marca diferencial con respecto a otros exponentes de tenor semejante. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
https://cinemasonor.com/2020/02/18/un-pibe-con-la-remera-de-kiss-fin-de-siglo-castro/
Un film de encuentros azarosos y de deseos postergados que construye a partir de la ambigüedad narrativa una interesante y entretenida propuesta que se alzó con el premio a Mejor Película en la Competencia Argentina del Bafici 2019. Ocho (Juan Barberini), un argentino que vive en Nueva York, recorre las calles de Barcelona como un turista, de visita en sus lugares de postal. Un cruce en la playa, que se repite desde el balcón de su departamento de alquiler, lo lía con Javi (Ramón Pujol) -un español viviendo en Berlín, en plan visita familiar-, en un encuentro sexual fogoso y con todo el aspecto de ser efímero. Pero se continúa en un almuerzo tardío con charla sobre deseos y decisiones de vida. Hasta que uno le dice al otro que se conocían de antes, veinte años atrás. La película nos lleva a ese tiempo y lo que vimos busca reacomodarse pero sembrado de dudas e incertezas. Otro salto temporal directamente cambia todo. Fin de siglo cuenta un melodrama romántico -gay (esto es apenas un dato descriptivo porque la universalidad de lo que trata trasciende el deseo sexual), desarrollando los temas propios de esta época pero también aquellos atemporales: fidelidad, familia, mandatos propios y ajenos, miedos, soledad y pareja, de manera inteligente y a través de una forma cinematográfica que, sin abandonar ni renegar del clasicismo, apuesta por el riesgo de las escenas sexuales “jugadas” y adultas y complejiza lo contado con una especie de flashbacks que incorporan la ambigüedad, el extrañamiento y el desconcierto del espectador, a la mejor manera del cine moderno. Sin salirse del realismo (como lo hiciera en su filmografía Antín con la obra de Cortázar), el film recapitula la narración, nos hace dudar de todo y de todos y volver a replantear lo visto para pensar una vida y sus variadas posibilidades, las elecciones y sus consecuencias, los nuevos comienzos, las contradicciones vividas y la mente haciéndonos malas jugadas frente a los sentimientos. Las sensibles y logradas actuaciones de los protagonistas, a las que hay que sumar a Mía Maestro, redondean un film atrapante.
Una historia de amor pequeña, sencilla, austera y breve se desarrolla en Barcelona. Esa popular ciudad española es el escenario elegido para filmarla. Es una parte importante de la obra por sus calles, bares, comercios y la playa. Allí va a pasar unos días Ocho (Juan Barberini), quien trabaja y vive en Nueva York. Está solo y conoce a Javi (Ramón Pujol), un español que encontró su lugar en el mundo en Alemania. Luego de intercambiar unas pocas palabras, van derecho a la cama. Así de expeditivos resultaron los muchachos. Sin dudas ni prejuicios. Dejaron volar sus deseos sin resquemores. La ópera prima de Lucio Castro se centra en la vida de ellos, dos treintañeros que priorizan estar bien y no traicionar sus sentimientos, por sobre todas las cosas. Aunque, no todo es color de rosa. La estructura dramática es un tanto atípica, o tal vez no. Porque el director es argentino, aunque vive en los Estados Unidos, y la parsimonia predomina. El ritmo del relato es lento y pasan muy pocas cosas. Tal es así que durante los primeros diez minutos de proyección vemos a Ocho en el departamento que alquila, paseando, comiendo, o en la playa. Algo importante que altere la rutina sucede mucho tiempo después que los manuales de guión indican. Sobre esta base se desarrolla la narración. Pretende ser original con el modo de contarlo, porque hace un flashback para ir veinte años atrás. Pero, la verosimilitud no se sostiene porque ninguno de los dos es rejuvenecido. Mantienen el mismo corte de pelo y ni siquiera les afeitaron las barbas. Parecen un milagro de la naturaleza estar tanto tiempo con la misma apariencia física. Otro aspecto negativo es la imposibilidad de justificar la falta de memoria que acarrea Ocho. Como si hubiesen reseteado su cerebro y sufrido un ataque de amnesia. No se acuerda de que se habían conocido hace dos décadas. Otra incongruencia es la actitud de Javi, que al principio no lo conoce y, más tarde, dice que sí lo reconoció inmediatamente. Desde mi punto de vista es una falta de respeto jugar con la inteligencia del espectador. El realizador pretende construir una genialidad y desestimar ciertos criterios, sólo para que la película fluya y finalice a su gusto. Solamente salvan la ropa de esta producción los actores que interpretan bien sus papeles. Sonia (Mía Maestro) interviene poco. Es la novia de Javi y canta música lírica. Esta canción, junto a otra que sale de un disco de vinilo, es la única música que se escucha. El film carece de banda sonora. Sólo hay sonido ambiental. Es correcto el manejo de cámara y las puestas en escena. Pero no hay tensión, ni conflictos. Todo transcurre dentro de una densa y empalagosa placidez
Esta opera prima, elegida mejor película en la competencia argentina del BAFICI, parte de un encuentro sexual ocasional en Barcelona entre dos hombres para luego derivar en una inteligente y sutil historia de amores posibles. Protagonizada por Juan Barberini y Ramón Pujol, el film se exhibe en la Sala Lugones todos los días a las 19. Por algún motivo, FIN DE SIGLO, la opera prima de Lucio Castro, no ha tenido aún en la Argentina el reconocimiento que merece. Si bien ganó el premio como mejor película en la competencia nacional del BAFICI, me da la impresión que esta bellísima y melancólica historia de amor ha sido más reconocida en los Estados Unidos (país en el que vive su director) que en el resto del mundo o aquí. Es muy probable que esto empiece a cambiar a partir del estreno del film, hoy, en la Sala Lugones del Teatro San Martín. Es una película pequeña, delicada y emotiva, que comienza como una simple historia de amor y luego toma dimensiones, si se quiere, existenciales. El punto de partida es muy simple. Ocho (Juan Barberini) es un argentino que vive en Nueva York y que está de paseo por Barcelona. Recorriendo la ciudad (algo que Castro hace sin excesivas indulgencias turísticas y manteniendo un total silencio durante los primeros doce minutos del film) se topa con Javi (Ramón Pujol), un catalán que también está de visita en su ciudad natal ya que vive en Berlín. Cruce de miradas, invitación a subir a su piso y en unos minutos Ocho y Javi están teniendo una historia que no parece tener más relevancia que la de una noche ocasional de sexo. Al día siguiente, mientras beben vino y conversan en la terraza sobre sus respectivas vidas –Ocho acaba de separarse tras una relación de veinte años, Javier está hace cuatro en pareja y tiene con su marido una niña–, Ocho le dice a Javier que tiene «una sensación extraña» y que cree que se conocen de antes. Javier, que lo supo todo el tiempo, lo confirma. Y allí la película se mueve a un extenso flashback que cuenta lo que sucedió antes. Pero eso es solo el principio de un hilo que se volverá a enredar en el momento menos pensado, de algún modo mezclando pasado y presente, realidad y sueño, de una manera no solo muy original sino capaz de generar una inmediata sensación de melancolía. Hay algo de la película –para mí, destinada a convertirse en un clásico de culto y no solo dentro de cierto «nicho de cine gay», por llamarlo de algún modo– que resuena de un modo profundo y que hace recordar a esas historias de amor esquivas, que son, que pudieron haber sido, que de algún modo siempre están siendo. Esas relaciones flotantes que sucedieron (o no) y que, en la cabeza de cualquiera que las haya vivido, seguramente generan ejes de tiempo alternativos, realidades paralelas. Una suerte de «¿qué habría pasado si hubiera…? que nos toca a todos en cualquier aspecto de la vida. Castro –que estudió cine pero se dedica al diseño de ropa– tiene la inteligencia de hacer que los dos actores tengan el mismo aspecto tanto en la actualidad como en el flashback al que, quizás, se refiere el título. FIN DE SIGLO logra, de esa manera, hacer que los tiempos (presente, pasado o posibles líneas paralelas) convivan, como en una suerte de presente continuo, como en un sueño en el que las cosas suceden de manera muchas veces indescifrable. Barberini (EL INCENDIO, entre muchas otras actuaciones para cine y teatro) y Pujol (conocido por su rol en la versión española de la tira televisiva CIEGA A CITAS) consiguen transmitir la sensación, a la vez, de ser dos personas que recién se conocen y otras que, posiblemente, tengan una larga historia en común. Mía Maestro tiene un rol pequeño pero clave en una película reflexiva y tierna, pero también realista y honesta, aún dentro de ese micro-universo de gente que vive, alternativamente, en Nueva York, Berlín, Barcelona o California. Quizás tengan una vida más acomodada que la de la mayoría de los espectadores, pero las emociones y sentimientos que atraviesan pueden ser muy similares. FIN DE SIGLO no es solo una historia de amor gay ni una sobre segundas oportunidades, a lo CALL ME BY YOUR NAME. Sutilmente, la película logra ser una reflexión sobre los inciertos y movedizos derroteros de nuestras vidas ligados a nuestros deseos, nuestras decisiones, nuestras equivocaciones y, también, al propio azar que nos suele llevar por donde tiene ganas. En una escena del film, Ocho le deja a Javi un libro de David Wojnarowicz («Close to the Knives»). Y Castro elige poner una cita de ese libro escrita directamente en la pantalla, un texto que habla de tránsitos y destinos, de una idea de libertad ligada a la sorpresa y a lo inesperado pero también a la desconexión emocional. Y de esa extraña e irresoluble dualidad habla esta fascinante película.