El país que no miramos Ganador del prestigioso festival suizo Visions du Reel de Nyon y premiado también en Locarno y Yamagata, Homeland -que nada tiene que ver con la popular serie homónima- es un documental estremecedor, que cambia por completo la perspectiva sobre el conflicto de Irak. Una experiencia de casi seis horas que constituye uno de los eventos cinéfilos insoslayables de este año. Abbas Fahdel filmó con su precaria camarita durante 17 meses, a partir de febrero de 2002, a su familia, a su barrio y a Bagdad en general antes y después de la invasión estadounidense a Irak. Con todo ese material construyó lo que en definitva es una pequeña obra maestra del cinéma-verité, un registro de una intensidad, una potencia y una crudeza desgarradora como pocas veces se vio incluso dentro de los documentales de guerra. El resultado de tantos meses de filmar tanto en la casa familiar como en las calles (el viejo recurso de salir con un auto para rodar y tomar testimonios adquiere aquí unas dimensiones inusitadas) es una película de casi 6 horas divididas en dos partes: Before the Fall (que muestra los preparativos de la población ante la ya inminente invasión norteamericana en medio del aparato propagandístico de Saddam Hussein) y After the Battle (que expone las consecuencias del ataque, el caos social incluso con el control estadounidense que incluye saqueos y secuestros por parte de bandas criminales). La película está llena de situaciones extremas (que incluyen el asesinato de Haidar, el querible sobrino de 12 años del director) y de otras no menos conmovedoras como apreciar lo que quedó (escombros) de la radio o del archivo fílmico de los Baghdad Cinema Studios, pero con recorrer las calles desoladas, las viviendas arrasadas o un mercado popular alcanza para comprender que sobre Irak hasta ahora sólo habíamos conocido una de las campanas, la de los “vencedores”. Es tiempo, con este magnífico trabajo -épico y artesanal a la vez- de apreciar la otra mirada: la de los vencidos, la de las víctimas, la de los invisibles.
“Homeland (IRAQ YEAR ZERO): parte 1 Antes de la Caída” Señalada por el FICIC como LA PELICULA DEL FESTIVAL, este desgarrador relato de Abbas Fahdel sobre la amenaza de guerra y las repercusiones que una familia tiene antes del hecho. El registro documental del director habla de todo aquello que se tiene y que la imposibilidad de poder frenar lo inevitable hace que se peligre la continuidad de todo. La contemplación activa, vaya paradoja, proponen un relato que en sus 160 minutos no hace otra cosa que hablar del hombre y su naturaleza asesina a pesar de conocer las consecuencias.
¿Qué sabíamos de los iraquíes? Prácticamente nada. Lo último que habíamos visto sobre ellos era una película de un gran director estadounidense que los retrataba a la distancia y casi siempre por la mira de una sofisticada metralleta. Los iraquíes eran pura maldad o su correlativa inversión, personas dóciles, tal vez inocentes. Lo cierto es que en Francotirador apenas tenían un rostro y la voz era inaudible. Por suerte existen películas extraordinarias como Homeland: Iraq Year Zero, de Abbas Fahdel, en la que todo lo que creíamos saber se cancela y la característica ignorancia occidental es conjurada por la gracia de una puesta en escena admirable y un punto de vista que no necesita injuriar al invasor pero sí entender las relaciones complejas que se establecen con él. Fahdel arranca su country home movie filmando la cotidianidad de toda su familia, y en la medida en que lo hace va incorporando paulatinamente el barrio, la ciudad y las afueras de Bagdad. Sin darnos cuenta, en las primeras dos horas y media se aprende muchísimo sobre las costumbres y el orden doméstico, las formas de intercambio afectivo familiar y la cultura general de toda una región, que parece más secular que religiosa. El contexto histórico inicial es el previo a la invasión estadounidense, un poco antes de marzo de 2003, y no faltará algún comentario y una exposición precisa, incluyendo sus consecuencias, acerca de la Guerra del Golfo en 1991. La primera parte culmina ahí y el “guía turístico” es Haidar, el sobrino del director, a quien vemos crecer y cuyo vitalismo y curiosidad constituyen la ubicua dignidad de esta obra maestra de Fahdel. La invasión quedará en fuera de campo, una elipsis conveniente, y toda la segunda parte se circunscribe a observar estructuralmente los efectos colaterales de la incursión de Bush hijo en esas tierras lejanas y supuestamente pletóricas de armas de destrucción masiva. Resulta revelador cómo desde la presencia estadounidense en adelante toda una forma de vida es arrasada mientras cunde la corrupción, la destrucción de la Historia y sus archivos (incluyendo un instituto de cine y todas sus películas) y la instauración de una especie de Lejano Oeste en el que todos los ciudadanos de un país se ven obligados a llevar armas por su seguridad. En el desenlace, sucederá algo que sintetiza la abyección de las guerras y el absurdo de la racionalidad que pretende justificar estas empresas “civilizatorias” como un bien para la paz global; impugnación absoluta de un régimen, instante en que, como decía Serge Daney, la película nos mira de frente y por siempre.
Tal vez la película definitiva sobre la invasión a Iraq desde el lado invadido, este documental de casi cinco horas y media de duracion describe la vida en Bagdad y algunas otras ciudades previa y posterior a la invasión estadounidense desde el punto de vista, principalmente, de una familia iraquí que se va preparando para la anunciada invasión y, en la segunda parte del filme, contando y mostrando lo que pasó después. Fahdel filma principalmente a miembros de su familia, primos, hermanos y sobrinos, y durante la primera parte vemos cómo continúan su vida cotidiana mientras se preparan para la llegada de aviones y misiles. Especialmente en la mirada de los niños, que por momentos lo toman casi como un juego, es donde el filme va cobrando más y más fuerza. Filmado como diario familiar, Abbas saca de ellos sus reacciones honestas y “políticamente incorrectas” a lo que está por suceder mientras muestra sus actividades cotidianas: ver fútbol por TV, estudiar, ir a casamientos, comer, etc. Fahdel toma una decisión que considero la mejor de toda la película y tal vez un ejemplo a ser tomado en cuenta por otros documentalistas: con mínimos textos que aparecen a lo largo del filme nos informa sobre la muerte (posterior) de algunos de los personajes que estamos viendo, sacándose de encima cualquier tipo de situación potencialmente morbosa ni queriendo aprovechar la cronología del relato para luego impactarnos con un golpe bajo. Sabemos quien muere –y es doloroso– pero se nos informa con la coherencia ética de un cineasta que no quiere “aprovecharse” ni explotar la situación de ninguna manera. La segunda parte pierde un poco de fuerza por el lado familiar ya que la narración se dedica a mostrar las consecuencias cotidianas de la invasión de modo más amplio y genera algunas imágenes que, si bien son durísimas y perturbadoras (como la destrucción de hogares, hospitales, radios, el archivo cinematográfico, etc) también son más típicas de este tipo de registro documental. Pero lo que queda de la familia del director sigue ocupando su lugar central y sobreviviendo –con muchas más complicaciones, tragedias y dolores, pero sin perder del todo cierto optimismo– ante la ciudad sitiada y constantemente en tensión. El secreto está en encontrar aun en esas situaciones, momentos que permitan identificarse con los protagonistas, en especial los chicos y adolescentes que la protagonizan, testigos y víctimas de una guerra que les cae, literalmente, encima de sus cabezas…
“No sabes nada de Hiroshima”, decía el protagonista del gran clásico de Resnais. La película de Abbas Fahdel nos interpela del mismo modo: no sabemos nada de Irak ni de los iraquíes, más allá de los lugares comunes forjados por años de noticieros y propaganda. Homeland es un retrato sensible en el que esta visión simplista se desvanece para dar lugar a hombres, mujeres y niños que se convierten en nuestros semejantes. La película es un testimonio único de la vida en Irak antes y después de la invasión norteamericana, con el extraordinario valor de archivo de unas imágenes que conjugan la violencia absurda con el entorno íntimo del cineasta, mezclando la novela familiar y la épica, el diario y la guerra, la pequeña y la gran Historia. Fahdel filma sabiendo de antemano que todo va a desaparecer. La primera parte de la película es una crónica de la espera en un clima inquietante donde paradójicamente hay cierta ligereza. Mientras la televisión vierte las imágenes para la gloria de Saddam Hussein, la cotidianeidad está marcada por los preparativos: se instala una bomba en el jardín para que la familia tenga agua potable durante el conflicto; una montaña de panes se almacenan en una gran bolsa; los vidrios de las ventanas del living se refuerzan con una gruesa cinta de embalaje mientras todavía pueden verse los rastros de la que fue utilizada durante la última guerra. El subtítulo Irak año cero es más que un guiño a Rossellini. Para filmar después de la guerra, Fahdel filma a un niño: su sobrino Haidar. El niño es testigo, mártir y heredero de la guerra. Desde el comienzo, el espectador sabe de su muerte próxima. Será una víctima de tiradores desconocidos, en medio del caos provocado por la intervención norteamericana. El autor se fusiona con su obra, el proceso creativo depende en parte de una herida íntima. “Me tomó diez años hacer el duelo de Haidar”, comenta sobriamente Abbas Fahdel luego de proyección. En la segunda parte, la cámara sale de la casa y filma la destrucción, la angustia y la rabia de la gente que deviene aún más pobre. Abundan los saqueadores, la policía no hace su trabajo, la población comienza a armarse y las chicas no salen de su casa por temor a los secuestros. El cineasta instala su cámara en el auto de su cuñado, que es conductor y protagonista. A pesar de la catástrofe, Homeland conserva una energía singular. La película se contagia de la felicidad del director por estar con los suyos. La intimidad se extiende a personas desconocidas que encuentran en la calle. Y sin embargo, Irak es inhabitable. La tragedia llega al cine y nos estremece. El popular actor y director Sami Kaftan nos permite acceder a las ruinas de los estudios de cine de Bagdad: entre mesas de montaje inservibles y montañas de películas abandonadas, el viejo tema de “la muerte del cine” se materializa de una manera desgarradora.
Una película de seis horas es todo un desafío. Desde el vamos, tenemos que controlar nuestra ansiedad, abandonar nuestras pretensiones de productividad, permanecer sentados durante un largo período de tiempo que normalmente ocuparíamos con otras actividades, quizás remuneradas. Pero los 334 minutos de Homeland: Iraq Year Zero (2015) no son ni una provocación ni el resultado de un capricho. Nos permiten zambullirnos en la intimidad de una familia iraquí, la del mismo director, que atraviesa como puede la ocupación estadounidense. La primera mitad del documental fue grabada justo antes de la invasión. Asistimos a la cotidianeidad doméstica de los protagonistas, a sus almuerzos y cenas, a los preparativos que llevan a cabo para sobrevivir la ineludible guerra. De lo que no hablan es de política. La figura de Saddam Hussein es ubicua, se cuela por todos lados. Pero nadie lo menciona, ni para criticarlo ni para alabarlo, salvo durante los festejos por su cumpleaños. Estos tramos del film son tan tranquilos como perturbadores: no solo porque sabemos que se avecina el caos sino también porque notamos que algo falta, que algo no se está diciendo, que algo turbio se esconde detrás de los constantes y grotescos clips musicales dedicados al líder que se emiten por televisión. La segunda mitad, en cambio, se filmó cuando el ejército estadounidense ya estaba instalado en territorio iraquí, y es desesperanzadora. Vemos un país desordenado, acéfalo. Los soldados norteamericanos disparan y matan por cualquier motivo, generan resentimiento, y no logran controlar a las bandas armadas de iraquíes, que también son una pesadilla para sus coterráneos. Visitamos estaciones de radio bombardeadas, estudios de cine saqueados, ciudades en ruinas. Ni siquiera el pasado sirve de horizonte edénico para encarrilar el país. Al ser destronado Saddam Hussein, se vuelven a mencionar los asesinatos durante el régimen, las fosas comunes repletas de disidentes. Hay que empezar casi de cero, desde un presente de ocupación extranjera y nula autonomía económica e institucional, ante la falta de partidos políticos fuertes, con una población divida y un legado cultural enterrado.
Entre las ruinas Las primeras imágenes de Homeland (Iraq Year Zero), el monumental –en más de un sentido– documental de Abbas Fahdel, logran transmitir una sensación de normalidad, de tranquilidad incluso. Pero el lugar es Bagdad y el año 2002, poco antes de que los “americanos” –como los llaman los iraquíes– invadan y ocupen esa ciudad y el resto del país. La inminencia de la guerra es evidente en los rostros y, particularmente, en los diálogos que se establecen entre los miembros de una típica familia de clase media de la capital de Irak. Que no son otros que el hermano del realizador, su esposa y sus hijos. Alguien comenta que se han comprado una buena cantidad de botellas de agua ante la posibilidad de que escasee en el futuro inmediato; a pesar de ello, el pequeño jardín de la casa se ve revolucionado por la puesta en funcionamiento de una bomba a la vieja usanza, que el pequeño de la casa, Haidar (el sobrino de doce años del realizador), comienza a palanquear como si se tratara de un juego. Ese niño, adelanta un título algunos minutos más tarde, morirá algunos meses después del inicio de la ocupación. Fahdel anticipa ese hecho de manera tal que el espectador no sea sorprendido sobre el final con un golpe debajo del cinturón, pero también para instalar la idea de la fragilidad de la vida humana en situaciones límite como la que está por volverse cotidiana en la vida de aquellos retratados en su película. “Antes de la caída”, la primera parte de Homeland, acompaña al clan en una visita a la ciudad de Hit, ubicada en los márgenes del Éufrates, donde habitan algunos de sus familiares, y entrelaza varias escenas dedicadas a explorar la belleza del lugar con otras que ilustran a la perfección las consecuencias que trajo aparejadas el duro embargo impuesto al gobierno iraquí. Como así también –aunque nadie lo diga en ese momento– aquellas otras derivadas del gobierno de Saddam Hussein por su propia ineficiencia y corrupción, ambas de un nivel estrafalario. De regreso a la capital, cuando no hay cortes de luz inesperados, la televisión no deja de transmitir enfervorizados discursos y canciones propagandísticas, observadas por la familia en un silencio sepulcral que, se revelará en la segunda parte, no era otra cosa que el resultado del temor al régimen. El realizador observa y registra a partir de allí algunos retazos de una sociedad mucho más secularizada de lo que el espectador occidental suele imaginar, a pesar de la innegable fuerza cultural del islam. Calles, comercios, ferias, locales de comida, un casamiento, muestran a una sociedad vivaz, rica y diversa, alejada del estereotipo. Una sociedad que sobrevive. El trabajo de montaje puede suponerse trabajoso, titánico. Es precisamente en la posproducción donde Fahdel termina de darle forma a un documento que posee una duración extensa no por lujo o capricho sino por necesidad: sólo de esa manera, parece decirnos el film, es posible convivir con los personajes, comprenderlos, generar una empatía que vaya más allá de la superficie. “Después de la batalla” comienza luego de una elipsis que coincide con la llegada del ejército estadounidense, el fin del gobierno de Hussein y el comienzo de otra clase de padecimientos. La descripción que hace Fahdel de este nuevo Irak es agobiante a pesar de la tibia esperanza que flota en el aire. Los saqueos y secuestros son cosa de todos los días, la gente ha comenzado a comprar armas para defenderse, parte del acervo cultural se ha perdido (uno de los segmentos más penosos es la visita a los incendiados estudios de cine de Bagdad). Ahora se habla de aquellos que fueron asesinados por el régimen anterior, pueden verse señales de tv de todo el mundo y la posibilidad de expresarse libremente es mayor. Al mismo tiempo, un misil puede destruir sorpresivamente una manzana entera de hogares y a sus habitantes y cualquier ciudadano sufrir una detención ante la menor sospecha de las nuevas autoridades. Ese “año cero” del título, que remite al famoso film de Rossellini, indica un estadio de destrucción, pero también una vuelta a foja cero, aunque la propia película se encarga de aclarar que la esperanza o el optimismo no suelen ser sinónimos de fe ciega. La grieta entre los iraquíes comienza a hacerse evidente y algunos ya extrañan los tiempos de Saddam. Homeland sintetiza esa idea en una escena chocante por su franqueza: Haidar, el chico de doce años, discute de igual a igual con un vendedor callejero acerca del estado de las cosas, del pasado, de las tumbas colectivas de Saddam, mientras el hombre continúa con su faena comercial: vender armas en la vía pública, su pequeño mostrador poblado de revólveres, fusiles y balas de los calibres más variados. Por ese camino, la película logra –con herramientas tan genuinas como pacientemente construidas– armar un complejo mosaico a partir de una de sus pequeñas teselas, iluminar la humanidad oculta detrás del conglomerado de cifras vomitadas en los informes periodísticos. Con Homeland, uno de los documentales más estimulantes y devastadores de los últimos años, Fahdel ha conseguido que el espectador comprenda cabalmente no sólo las consecuencias de las políticas globales sobre los grupos humanos y los individuos sino, además, algunas de las causas de la violenta forma que el mundo ha adquirido en la actualidad, trece años después del mortuorio plano que cierra el film.
Escuchá el audio haciendo clic en "ver crítica original". Los domingos de 21 a 24 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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El cine como acontecimiento Seguramente no sea lo mejor insistir –a riesgo de subrayar- la importancia de una oportunidad única. La oportunidad por definición efímera de ser testigo de una experiencia que no suele presentarse con frecuencia: cuando el cine se convierte en un acontecimiento revelador. Cuando una película permite el encuentro del espectador con una realidad absolutamente desconocida. Una experiencia que puede llegar a amenazar, al menos por un instante -pero un instante radical por su obstinada persistencia en el tiempo-, con promover una transformación inesperada. O, lo que es igual, una alteración fugaz –como la fugacidad de un último plano brutal- de nuestro punto de vista. Acaso sea eso a lo que deba aspirar una película. Acaso no sea otra la motivación por la cual meternos en una sala. La experiencia que ofrecería el cine sería en definitiva la posibilidad de percibir el mundo de otra manera. El cine como acontecimiento: se estrena en Buenos Aires Homeland: Iraq Year Zero , el descomunal trabajo documental realizado por el director iraquí Abbas Fahdel. Desde febrero de 2002, Fahdel registró con precisión y con una fortaleza inaudita la terrible realidad de su país. Mediante una simple cámara –simpleza que no condicionará su puesta, sino que al contrario, la fundamentará- filmó el cotidiano devenir de familiares, amigos y vecinos de Bagdad durante diecisiete meses. La película está dividida en dos partes. La primera, Before the Fall, exhibirá el estado de situación social previo a la caída de Sadam Hussein y la inminente invasión norteamericana. Una televisión invariablemente encendida reflejará la omnipresencia de Hussein. Sus reiteradas apariciones públicas ofrecerán la posibilidad de dar cuenta de un poder que pronto se acabará. A su vez, podremos observar los preparativos de los habitantes de una ciudad a punto de ser invadida. Cómo disponer sus casas –atravesados por el recuerdo de invasiones y conflictos anteriores-, cómo hacerse de provisiones y conseguir recursos elementales para sobrevivir el ataque. La segunda parte, After the Battle, se concentrará en las terribles consecuencias de la invasión del ejército estadounidense. Escenas cotidianas de la destrucción. La locura generalizada. La evidencia de un presente desolador. Fahdel recorrerá con su cámara los despojos. Registrará viviendas destruidas por los bombazos, la disputa interna por el territorio, la presencia de los marines patrullando en las calles.El constante y ensordecedor ruido de balas anónimas. La desesperación de la pobreza. Fahdel estará acompañado desde el comienzo por Haidar, su sobrino de doce años. Junto a él, a partir de diversos testimonios, pondrá en escena la complejidad de un contexto sombrío. Una pregunta atravesará el conjunto del documental: cómo filmar la violencia de un país literalmente destruido. Un país arrasado en todo nivel. Fahdel en ningún momento exhibirá escenas que activen en el espectador truculencia y morbosidad. De entrada frustrará ese horizonte de expectativa condicionado por el discurso occidental. La duración del film –cada parte dura tres horas- obedecerá precisamente a esa determinación del director: mostrar la cotidianeidad más adusta y elemental. Y evidenciar, desde la perspectiva de las propias víctimas, una realidad que estremece. Justo aquello que el orden de representación dominante esconde: el terror de un ejército visto de cerca. Homeland: Iraq Year Zero es un documental sin precedentes. Posee en sí mismo un valor histórico difícil de precisar. Al menos por ahora. No alcanzan –no pueden siquiera aproximarse- las palabras para describir el trabajo que realizó Abbas Fahdel con tanto sufrimiento pero también con una convicción asombrosa. Como nadie, el director iraquí se propuso filmar la barbarie que provocó y sigue provocando, en su afán civilizador, el imperialismo. Y entonces tal vez sí, tal vez lo mejor sea insistir. No dejar de insistir. El domingo se estrena en Buenos Aires Homeland: Iraq Year Zero . Un verdadero acontecimiento cinematográfico.