La revolución socialista Al momento de su asesinato en 1969 a los 21 años a manos de una fuerza conjunta que incluía a la Fiscalía del Condado de Cook, el Departamento de Policía de Chicago y el Buró Federal de Investigaciones o FBI, Fred Hampton era uno de los principales oradores y uno de los más radicales y cultos del Partido Pantera Negra, organización revolucionaria de izquierda fundada en 1966 en Oakland, California, por Bobby Seale y Huey P. Newton con vistas a garantizar una autodefensa armada de la comunidad negra contra la policía fascista, desquiciada y racista de siempre, grupo que no sólo fue creciendo exponencialmente hasta abarcar a todo el país sino que vio ampliar su ideología para autosituarse como vanguardia del proletariado en pos de una revolución socialista que termine con el régimen imperial/ capitalista/ policial, programa ambicioso que en la práctica se redujo a dar desayunos a los niños de zonas pobres de las grandes ciudades estadounidenses y a ofrecer una cobertura médica integral a los afroamericanos, dos detalles -comida y salud gratuitas- realmente insólitos en el reino de la plutocracia más salvaje como yanquilandia. Hampton tenía las ideas mucho más claras que sus colegas, llamados coloquialmente los Panteras Negras, porque abrazaba sin medias tintas el discurso revolucionario ejemplar de líderes lejanos como Ernesto “Che” Guevara, Mao Zedong y Hồ Chí Minh y de otros más cercanos como Martin Luther King y sobre todo Malcolm X, gran pivote ideológico del partido porque a contrapelo del pacifismo de King y sus sucesores el movimiento de Seale y Newton, del que Hampton fue vicepresidente nacional y presidente de la sede del Estado de Illinois con base en Chicago, abogaba por defenderse enérgicamente de la avanzada denigratoria, torturadora y homicida de los medios de comunicación del mainstream, de la policía, del gobierno norteamericano, del ciudadano promedio chauvinista y en especial del FBI del execrable J. Edgar Hoover, el cual desarrolló un ambicioso Programa de Contrainteligencia o COINTELPRO (Counter Intelligence Program) desde 1956 hasta 1971 para desbaratar, desacreditar o anular al movimiento por los derechos civiles, los grupos que estaban en contra del servicio militar, todos los objetores de conciencia a la Guerra de Vietnam, las organizaciones de orgullo racial símil Black Power, las coaliciones marxistas/ leninistas de cadencia revolucionaria y cualquier persona o colectivo simpatizante de la Nueva Izquierda o la contracultura o considerada “peligrosa” por el establishment conservador y paranoico. Utilizando métodos varios entre legales e ilegales como la infiltración progresiva, la guerra psicológica mediante periodistas amigos, el acoso del aparato burocrático judicial y las palizas, los asaltos, las torturas y los asesinatos hechos y derechos como el que nos ocupa, el COINTELPRO de Hoover determinó que, incluso dentro de una organización ya tachada como enemiga del Estado como los Panteras Negras, Hampton debía morir no sólo por su maratónico y merecido ascenso dentro de la comunidad de color sino debido a que había logrado algo muy inusual para su tiempo, aquella denominada Coalición Arcoíris, un movimiento multicultural y heterogéneo de izquierda de apoyo recíproco constituido en la Chicago de 1969 y conformado por el Partido Pantera Negra de Fred, por la Organización de Jóvenes Patriotas de William “Preacherman” Fesperman, grupo de sureños blancos orientado a brindar apoyo y recursos a los inmigrantes de la región de Appalachia en busca de evitarles la pobreza y la discriminación habituales, y por los Jóvenes Lores de José “Cha Cha” Jiménez, un colectivo callejero de defensa de derechos humanos y civiles destinado al empoderamiento y la autodeterminación de los puertorriqueños y los latinos en general y la retirada de todas las bases militares yanquis de Puerto Rico; en esencia tres pandillas de idiosincrasia étnica, antifascista, revolucionaria y antirracista de Chicago que unieron fuerzas para contrarrestar los ataques reiterados de los puercos de la policía y el gobierno antidemocrático central. Judas y el Mesías Negro (Judas and the Black Messiah, 2021), sin duda una de las mejores películas de los últimos años, retrata este estado de cosas haciendo foco tanto en la militancia de Hampton (Daniel Kaluuya) como en las tácticas del FBI para eliminarlo sirviéndose de un topo/ soplón/ puta institucional llamado Bill O’Neal (LaKeith Stanfield), un delincuente de lo más lastimoso que solía robar automóviles haciéndose pasar, precisamente, como un agente del FBI para “incautar” el coche en cuestión sin que el responsable del vehículo sospechase de que se trataba de un atraco, fluir engañoso burdo que no sólo reproduce sino que expande considerablemente cuando termina en las fauces de un esbirro del buró, Roy Mitchell (Jesse Plemons), quien le suspende los 18 meses de cárcel por un auto robado y los cinco años por personificar a un oficial federal a cambio de que se infiltre de inmediato en la oficina de Chicago de los Panteras Negras y se convierta en un militante de confianza de Hampton, llegando a la posición de Capitán de Seguridad. Mientras Hampton trata de ganarse el respeto de los principales pandilleros de la metrópoli, los Crowns, mecanismo para que todos los grupos negros marginados puedan unirse bajo un mismo puño alzado que incluiría a los Panteras, los Stones y los Discípulos, y el susodicho empieza una relación romántica con otra militante del partido, Deborah Johnson (Dominique Fishback), la cual eventualmente termina embarazada, O’Neal comienza a pasarle información a Mitchell acerca de la estructura, organización y movimientos de los Panteras Negras de Chicago con este último manipulándolo de lo lindo diciéndole que el movimiento Black Power del período está al mismo nivel del Ku Klux Klan y la violencia segregacionista que llevó al asesinato en 1964 de tres activistas por los derechos civiles en Mississippi, James Chaney, Andrew Goodman y Michael Schwerner, movida discursiva que le sirve para mantener a su perro faldero en línea y a su vez complemento de esos escasos billetitos que le pasa cada vez que se encuentran en un restaurant elegante para los soplos reglamentarios. La Coalición Arcoíris es la gota que colma el vaso de la derecha en el poder, esa adepta a pasarse la libertad de expresión por el traste, y por ello le inventan a Fred un ridículo cargo vinculado a haber robado 70 dólares en helados y lo sentencian a dos a cinco años de prisión, para colmo el asunto empieza a caldearse porque un afroamericano del partido, Jimmy Palmer (Ashton Sanders), le saca un arma a dos policías racistas, se produce un tiroteo y la yuta después responde poniendo patrulleros adelante de la sede de la organización y provocando otra balacera que deriva en que incendien sin piedad el edificio. Hoover (Martin Sheen) presiona a Mitchell y a Leslie Carlyle (Robert Longstreet), otro agente del FBI, para que desarticulen la sede de Chicago del Partido Pantera Negra, una de las más poderosas del país, y Mitchell descubre hasta dónde puede llegar la manipulación maquiavélica de la contrainsurgencia cuando se entera por Carlyle de que un tal George Sams (Terayle Hill), Capitán de Seguridad de la filial de New Haven, es un infiltrado del buró que mató y acusó a un don nadie de Nueva York, Alex Rackley, de ser un topo para desviar sospechas y conseguir órdenes de registro y arrestos en cada una de las oficinas y “lugares seguros” de los Panteras Negras en los que lo alojen para protegerlo de las mismas autoridades para las que trabaja, sin que le importe al FBI que Rackley haya sido torturado a golpes, con muchas quemaduras de cigarrillo y vía agua hirviendo arrojada sobre su pene. La maravillosa película, dirigida por Shaka King y escrita por el director y Will Berson a partir de una historia original de ambos junto a los hermanos Keith y Kenneth Lucas, retoma la complejidad símil espionaje del averno de los dramas de topos en la mafia o de informantes/ ratas en general, pensemos en Pacto Criminal (Black Mass, 2015), de Scott Cooper, y en Los Infiltrados (The Departed, 2006), de Martin Scorsese, la denuncia de izquierda de las estratagemas más espurias de la administración pública y el statu quo empresario para mantener y expandir su poder, en este caso vienen a la mente obras como El Informante (The Insider, 1999), de Michael Mann, y Secretos de Estado (Official Secrets, 2019), de Gavin Hood, y finalmente el motivo de la perfidia, la deslealtad y el abuso de confianza de tantas películas semejantes que van desde Pat Garrett & Billy the Kid (1973), de Sam Peckinpah, hasta El Asesinato de Jesse James por el Cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007), de Andrew Dominik, por supuesto en esta oportunidad haciendo eje en el Terrorismo de Estado y el acto alevoso de la semi amistad traicionada por parte de un O’Neal hiper pusilánime que se escapa tanto en ocasión del tiroteo y quema de la sede de los Panteras Negras como en materia del fusilamiento del desenlace de Hampton, a quien encima drogó para que no pudiese huir de una redada brutal en la que los sicarios estatales también mataron a Mark Clark, otro militante negro que estaba como encargado de seguridad en la casa de Fred. La propuesta asimismo presenta y desarrolla de manera magistral las múltiples subtramas como la relación de Hampton con Johnson, todo el episodio tragicómico en torno a George Sams, la cruzada de venganza de Jake Winters (Algee Smith), un amigo del prontamente asesinado por la policía Jimmy Palmer, contra los cerdos de azul, los intentos fallidos y patéticos de O’Neal de reproducir la jugada de Sams denunciando él mismo la presencia de un soplón entre los Panteras y de tratar de convencer -y grabar con un micrófono oculto- a Hampton de que lo mejor sería desquitarse de los esbirros del Estado poniendo explosivos en el ayuntamiento, y ni hablar del derrotero en sí de la figura del personaje de Stanfield y su sumisión desvergonzada ante Mitchell, el cual afloja o tensa la correa a conveniencia y valiéndose del dinero que le pasa regularmente y de la doble amenaza en lo que respecta a meterlo preso por la condena en suspenso o señalarlo como infiltrado ante sus “colegas”. Más allá de la alusión cristiana del título y el rol de raudo “entregador” del delincuente menor con problemas de conciencia que sin embargo no le impiden recibir su pago y hacer exactamente lo que las autoridades pretenden que haga, Judas y el Mesías Negro es por supuesto un mucho mejor y más certero retrato del funcionamiento y el ideario de máxima del Partido Pantera Negra y de las estrategias de represión de la derecha genocida que El Juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7, 2020), opus algo esquemático y/ o incompleto aunque muy interesante de Aaron Sorkin, en el que Hampton también aparecía (compuesto por Kelvin Harrison Jr.) pero en un rol mucho menor dentro de un relato más macro que giraba alrededor del proceso judicial farsesco seguido contra los Chicago Seven o líderes de las protestas y manifestaciones en relación a aquella Convención Nacional Demócrata de 1968, la que generó serios disturbios con la policía y la elección de Hubert H. Humphrey como candidato a presidente, quien de todos modos terminaría perdiendo la elección contra el republicano Richard Nixon en medio de un descontento generalizado de la población en materia de la interminable Guerra de Vietnam; en suma un caso con cargos de conspiración y perturbar la paz social que en un principio incluyó al propio fundador de los Panteras Negras, Seale, quien después de llamar en repetidas ocasiones “cerdo fascista y racista” al impresentable juez Julius Hoffman (en pantalla Frank Langella) fue apartado y sentenciado a cuatro años de cárcel por desacato al tribunal, lo que dejó al resto de los acusados -Abbie Hoffman, Jerry Rubin, John Froines, Tom Hayden, Rennie Davis, David Dellinger y Lee Weiner- transformados en un mismo bloque a demonizar en representación de la Nueva Izquierda de entonces. King, aquí en su segundo largometraje a posteriori de Newlyweeds (2013), le saca todo el jugo posible a las prodigiosas actuaciones de Daniel Kaluuya, visto en las geniales Sicario (2015), de Denis Villeneuve, ¡Huye! (Get Out, 2017), de Jordan Peele, Viudas (Widows, 2018), de Steve McQueen, y Queen & Slim (2019), de Melina Matsoukas, y LaKeith Stanfield, un actor un poco más afectado y de segunda línea conocido por Straight Outta Compton (2015), de F. Gary Gray, Miles Ahead (2015), de Don Cheadle, Snowden (2016), de Oliver Stone, Death Note (2017), de Adam Wingard, La Chica en la Telaraña (The Girl in the Spider’s Web, 2018), de Fede Álvarez, Uncut Gems (2019), de Benny y Josh Safdie, y Entre Navajas y Secretos (Knives Out, 2019), de Rian Johnson, intérpretes que humanizan a sus respectivos personajes en una faena apasionante en la que Kaluuya en especial descuella en el discurso posterior a su salida de prisión por una apelación ante un público en éxtasis, aquel hermoso de “mata a unos cuantos puercos y obtén un poco de satisfacción, mata a más puercos y obtén más satisfacción, ¡mátalos a todos y obtén una satisfacción completa! No es una cuestión de violencia o no violencia, es una cuestión de resistencia al fascismo o de no existir dentro del fascismo: puedes asesinar a un liberador pero no puedes asesinar la liberación, se puede asesinar a un revolucionario pero no se puede asesinar una revolución, y puedes asesinar a un luchador por la libertad pero no puedes asesinar a la libertad”. Al combinar lo mejor del cine testimonial y de los thrillers políticos y de espionaje el film consigue ser una rara avis en el mainstream actual que pondera la gran revolución socialista desde la honestidad más fervorosa y altisonante…
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Una lograda e intensa historia de revolución y traición La película nominada al Oscar, Judas y el mesías negro, es un auspicioso debut en Hollywood del director Shaka King que, con las solventes interpretaciones de Daniel Kaluuya y Lakeith Stanfield, desarrolla la historia real de Fred Hampton, presidente del Black Panther Party en Illinois, y William O’ Neal, un ladrón de poca monta convertido en informante del FBI. Desde ya, cabe aclarar que el margen para no incurrir en spoilers a la hora de hablar de esta película es, prácticamente, nulo. Desde el título de la obra, donde la dualidad Judas/Mesías augura un destino ineludible; por ser una historia conocida y que, en caso de desconocerse, es inevitable comprender en ínfimas líneas tras una superflua investigación previa del film o, simplemente, porque la incorporada comprensión del lenguaje cinematográfico vaticina desde antes de los créditos iniciales un final inexcusable. Aclarado este punto, que comprendemos –en esta ocasión- debería resultar intrascendente, se libera el camino para detenerse en el desarrollo de la película, que, aun careciendo de la tan sobrevalorada sorpresa, otorga un criterioso thriller biográfico, dotado de un notable desarrollo en sus protagonistas (o secundarios, si nos adherimos al inexplicable criterio de La Academia para desplazar de la categoría principal tanto a Kaluuya como Stanfield) y una permanente intensidad, sustentada en la dinámica narración y en una puesta que no requiere de golpes bajos o explicitud para inquietar al espectador. La historia transcurre a fines de la década del 60 y se detiene en Fred Hampton (Kaluuya, protagonista de Huye), miembro de los Panteras Negras tanto a nivel local en la ciudad de Chicago (Illinois) como a nivel nacional, ocupando el cargo de Vicepresidente del partido. Tras las violentas muertes de exponentes de la lucha racial como Malcolm X (1965) y Martin Luther King (1968), organizaciones afroamericanas como los Panteras, sin ignorar el énfasis en el trabajo social en sectores vulnerables carentes de alimentación, salud y educación, comenzaron a consolidar la idea de la lucha revolucionaria. En ese contexto, figuras como Hampton se apoyaron en la doctrina marxista-leninista, profesando a líderes de izquierda como Ernesto Guevara y Mao Tse-Tung. Ante la inminencia de una revolución armada incontrolable, el por aquel entonces indeclinable director del FBI, J. Edgar Hoover (Martin Sheen) busca neutralizar la amenaza bajo cualquier costo, oportunidad en la que el agente Roy Mitchell (Jeese Plemons, AKA el Matt Damon villanesco) encuentra el as perfecto para el inicio de la operación en William O’ Neal (Stanfield, mano derecha de Benoit Blanc en Knives Out), un precario delincuente afroamericano de automóviles que utiliza como principal ardid hacerse pasar por agente federal para concretar sus robos. Mitchell ofrece a O’Neil una alternativa que, instantáneamente, parece irresistible: infiltrarse en la organización dirigida por Hampton para evitar la prisión. El preludio del film no solo anticipa el eje de la historia, sino que además dota de signos notorios a un antagonista repleto de conflictos internos. Desde el vamos, el “Judas”, más allá de su potencial condición de traidor, se presenta como un sujeto pasivo que reconoce el poder de una placa y cede ante él, además de irradiar una indiferencia tan particular que va desde admitir no haber pensado en la muerte de Luther King o, por total insinuación de un blanco, creer que la muerte de Malcolm X “pudo” llegar a molestarle. Un gran punto a favor de Judas y el mesías negro es el logrado equilibrio final en el desarrollo de los dos –insistimos- protagonistas. Hampton, retratado como un impecable orador y vehemente revolucionario (con todo lo bueno y lo malo que ello pudiese implicar) en ningún momento es utilizado como un elemento panfletario propio de tiempos del Black Lives Matter. Claro está que tanto su rol de mesías como los inescrupulosos rasgos que recaen en el agente Mitchell o el mismísimo Hoover afirman la empatía del espectador hacia el personaje de Kaluuya. Sin embargo, más allá de la obviedad, en ningún momento nos encontramos ante una oda a la revolución armada. De hecho, la historia de amor de Hampton y Deborah Johnson (Dominique Fishback), de gran peso en la película, evidencia las consecuencias del rol asumido por el líder revolucionario. Por otra parte, alrededor del personaje de O’Neil se presentan las evidentes situaciones propias del género, casi como un Donnie Brasco, de Mike Newell (1997), pero a la inversa: mientras aquel icónico personaje de Johnny Depp se batía entre la dicotomía trabajo/vínculo emocional, el que interpreta aquí Stanfield repudia cualquier tipo de conexión con Hampton o la causa por la que este lucha. Las motivaciones, únicamente, pasan por temor y el sueño de un estilo vida inalcanzable, aunque… ¿no forma parte de un problema estructural el hecho de anhelar a cualquier precio la vida de un blanco privilegiado? Judas y el mesías negro, aun contando con todos los requisitos necesarios para ser una nominada a la estatuilla principal (al igual que El juicio de los 7 de Chicago, con la cual hasta podría realizarse un doble programa teniendo en cuenta el contexto socio-político que aborda) en ningún momento pierde la identidad de un gran thriller, hecho que, en tiempos donde el énfasis en lo explícito tiene un rol preponderante, implica un gran debut de Shaka King en las ligas hollywoodenses.
Nuevamente una película que revela una realidad social, política e histórica vuelve a estar postulada a los Premios Oscar. “Judas y el Mesías Negro” está nominada a 6 categorías: "Mejor Película", "Mejor Actor de Reparto", "Mejor Guion Original", "Mejor Fotografía" y "Mejor Canción Original". Bill O'Neal (Lakeith Stanfield) debe saldar deudas con la ley y para ello se infiltra en el partido social y político "Panteras Negras" donde deberá espiar a su líder Fred Hampton (Daniel Kaluuya) para enviarle información al FBI. La historia refleja a la perfección las desigualdades sociales, políticas y la discriminación racial que existía en Estados Unidos a finales de los años '60. El guion y la dirección (Shaka King) se encargan de tratar estos temas con sumo cuidado, respetando aquel proceso histórico. Todo el trabajo interpretativo es excelente. El cast estuvo perfectamente estudiado, la elección de estos actores y actrices (Lakeith Stanfield, Daniel Kaluuya y Dominique Fishback) es sumamente precisa en cuanto a sus parecidos con los verdaderos personajes históricos que protagonizaron esta historia. Quiero hacer un apartado para destacar la actuación de Daniel Kaluuya que logró captar la esencia del joven revolucionario Fred Hampton y gracias a ello su interpretación se encuentra entre las más destacadas del año. La fotografía es muy correcta. Sin sobresalir demasiado, logra recuadrar de manera calcada algunos acontecimientos que marcaron un antes y un después en la historia estadounidense. La película logra todo lo que se propone, da a conocer una historia contando detalladamente los sucesos y contextualizando al espectador, a través de las ambientaciones, en los alocados años '60. Si existe una manera ideal de realizar un film basado en hechos reales, es esta. Nos empapa de contexto histórico y nos refleja las injusticias que rondaban en aquellos años y que lamentablemente hoy siguen latentes. Por Leandro Gioia
LUCHA INTERNA DE GÉNEROS Dentro del grupo de las nominadas al Oscar que abordan temáticas raciales, Judas y el Mesías Negro es la única que utiliza realmente al cine como herramienta. Tanto La madre del blues como Una noche en Miami son vehículos asentados firmemente en la materialidad teatral, con apenas algunos trazos que las pueden vincular con los componentes cinematográficos. En cambio, el film de Shaka King se aferra a instrumentos genéricos, pero también al movimiento y al montaje para construir su relato, aunque eso no le termine de alcanzar para armar una propuesta verdaderamente atrapante. Ciertamente la historia de Judas y el Mesías Negro es apasionante: la película sigue el derrotero de Bill O´Neal (LaKeith Stanfield), un criminal que, para eludir una condena por robo y por fingir ser un agente federal, termina aceptando el mandato del FBI para infiltrase en el Partido de las Panteras Negras. Progresivamente, se va ganando la confianza del ascendente Jefe del Partido, Fred Hampton (Daniel Kaluuya), aunque al precio de que crezca dentro suyo la culpa por socavar desde adentro una causa con la que no puede evitar identificarse. En esa estructuración, propia del policial, el relato tiene un referente cercano prácticamente ineludible, que es Los infiltrados, aquel gran film de Martin Scorsese plagado de identidades encubiertas, pistas falsas, trampas y momentos donde todo parece a punto de estallar. Tanto desde el guión (que coescribe) como desde la puesta en escena, King se hace cargo y abraza esa referencia scorsesiana, y es desde donde delinea los mejores pasajes de la película. De hecho, consigue por momentos, desde el conflicto interno que aqueja a O´Neal, retratar una época de visiones en violenta colisión: en sus comportamientos erráticos vemos a esa América negra oprimida y con deseos de rebelarse frente a un sistema que la persigue y castiga, pero también con la necesidad de un refugio institucional que la proteja y le dé otra clase de sentido de pertenencia. En eso es clave la estupenda actuación de Stanfield, quien construye a O´Neal mayormente desde la introspección pero también desde un par de gestos puntuales, cercanos al patetismo, esa dependencia e inseguridad que se trasladan a sus vínculos personales no solo con Hampton -Kaluuya encuentra aquí una inesperada y productiva intensidad-, sino también con el agente federal Roy Mitchell (Jesse Plemons, excelente como siempre), que acciona en muchas ocasiones en un doble rol de mentor y vigilador. El problema surge cuando Judas y el Mesías Negro se aleja del policial para adentrarse con mayor decisión en el alegato político, rozando incluso lo partidario. Y si de la mano del policial había transmitido una importante dosis de ambigüedad y construido personajes plagados de contradicciones, en cuanto empieza a preocuparse por bajar línea, no solo pierde consistencia sino también relevancia. Los últimos minutos están dominados por una mecánica narrativa de buenos y malos, de víctimas y victimarios, en la que se destaca la pureza casi irreal de Hampton en contraposición a los dichos entre repugnantes e inverosímiles de un J. Edgar Hoover (Martin Sheen) que bordea lo caricaturesco. La forma en que el film resuelve los conflictos termina transmitiendo una angustia efímera que es, finalmente, tranquilizadora, porque evita las preguntas incómodas. Si Judas y el Mesías Negro arranca preguntándose sobre cómo construimos las categorías del Bien y el Mal, las respuestas a las que termina arribando son excesivamente facilistas.
Judas y el mesías negro, basada en hechos reales, cuenta cómo Bill O’Neal se infiltró en las filas de los Panteras Negras cuando Fred Hampton empezó a surgir como líder de la organización. Ya se sabe, el tema de la traición se remonta hasta, por lo menos, Julio César, pasando por la Biblia. En la historia de la humanidad siempre hubo un traidor y un héroe. Muchas veces, el traidor y el héroe pueden ser la misma persona, aunque no es el caso de esta película, en la que todo funciona correctamente y en la que nadie puede negar la lucha de los Panteras contra el racismo en los Estados Unidos. La película dirigida por Shaka King, nominada como mejor película en la última edición de los premios Oscar (no se llevó ese premio, pero sí otros dos: a mejor actor de reparto y por la música), está ambientada a fines de la década de 1960, cuando un joven Fred Hampton, interpretado por Daniel Kaluuya (¡Huye!), empieza a cobrar notoriedad en los Panteras. La situación con la brutalidad policial de Chicago está cada vez más delicada. Martin Luther King y Malcolm X fueron asesinados. Solo un nuevo líder radical puede ser la esperanza de una lucha que se complica cada vez más. El papel de Bill O’Neal está a cargo de LaKeith Stanfield, quien, de ladrón de autos, pasa a ser chofer de Hampton y jefe de seguridad de los Panteras. El que arregla con Bill para infiltrarse es el agente del FBI Roy Mitchell, interpretado por Jesse Plemons, con su típico personaje de gringo siniestro. A cambio de dinero, y de que no lo metan preso, Mitchell le pide a Bill que se meta en el núcleo duro de los Panteras y se le pegue a Hampton para sacarle información. Por supuesto, el capo máximo del FBI, J. Edgar Hoover, interpretado en piloto automático por Martin Sheen, lo quiere a Hampton muerto. La película contextualiza con claridad la historia del líder, y maneja, en clave de thriller político, el suspenso y el ritmo con firmeza, al compás de una música que le da los tonos justos de emotividad a la trama. Sin embargo, el problema de la película es que no cuenta nada que no se haya contado muchas veces (ver, por ejemplo, la filmografía de Spike Lee), y tampoco se anima a hacer con lo que ya se hizo una historia que dramatice un hecho puntual de manera novedosa, algo que sí supo hacer Kathryn Bigelow en Detroit, una película que se arriesga mucho más en la puesta en escena. En Judas y el mesías negro es como si todo fuera de una tibieza cumplidora, de fórmula. La actuación de Kaluuya, quien cumple con su función de discursista vehemente y convencido, no tiene demasiadas luces, manteniéndose siempre en un registro rutinario, de oficinista. Con Stanfield pasa lo mismo: el traidor vive con culpa y queriéndose arrepentir a cada momento, pero lleva hasta el final su misión para salvar su pellejo, en un registro igual de monocorde y profesional. Lo que falta es salirse un poco más de la historia que ya sabemos, rehacer el subgénero, o al menos, proponer caminos menos trillados. Judas y el mesías negro da toda la impresión de ser un producto hecho para la coyuntura. Bien hecho, por supuesto, bien narrado, bien actuado, bien filmado, pero sin eso que el cine siempre exige: que haya una segunda historia, paralela a la primera, que saque a la película de la superficialidad unidimensional en la que termina junto con su protagonista principal.
Cuando era un simple estafador y ladrón de autos que se hacía pasar por agente del FBI para salirse con la suya, Bill O’Neal (LaKeith Stanfield) no tenía mucho interés por la política. Quizás nunca lo hubiera tenido de no ser porque, cuando finalmente es arrestado, el agente Roy Mitchell (Jesse Plemons) lo extorsiona para infiltrarse en la sección local de Las Panteras Negras y actuar como informante del FBI a cambio de no ir a la cárcel. Su objetivo principal es mantener bajo vigilancia a Fred Hampton (Daniel Kaluuya), un joven líder carismático de Chicago que acaba de ser nombrado presidente de la sección de Illinois del Partido de los Panteras Negras y que tiene un gran futuro como referente social y político de la comunidad negra a nivel nacional. Para el FBI es una gran amenaza no solo por su lucha antirracista y por los derechos civiles, sino principalmente por su discurso abiertamente socialista y revolucionario en plena guerra fría con la Unión Soviética. Sin mucho margen para negarse, pero también tentado por las recompensas económicas que le ofrece el FBI, Bill asciende rápidamente dentro del partido hasta convertirse en un hombre de confianza de Fred y encargado de la seguridad de toda la sección, una posición de privilegio desde donde oficiar como informante y saboteador de las actividades del partido. Es una actividad tan lucrativa como riesgosa, pero además poco a poco Bill comienza a poner en cuestionamiento sus lealtades al generar vínculos reales con la gente que está espiando al servicio de un gobierno que también lo oprime a él. Judas y el Mesías Negro revolucionario La decisión de nominar ambas estrellas de Judas y el Mesías Negro a los premios Oscar como actores de reparto fue bastante cuestionada, pero hay algo en la propuesta narrativa que parece darle sentido a que ninguno de los dos lograra suficientes votos como protagonista: es que no queda demasiado claro qué historia pretende contar Judas y el Mesías Negro. Esta película podría haber sido narrada como la historia de Bill o como la de Fred contada desde la perspectiva de Bill. Ambas decisiones hubieran sido igualmente posibles y válidas, llevando a resultados diferentes, pero Judas y el Mesías Negro parece querer ser ambas en simultáneo. Con esa decisión ambiciosa, que no le sale del todo bien, se queda en la superficialidad de ambas. Los dos personajes protagónicos son interesantes en similar medida y ambos dejan la sensación de que tenían bastante más para contar que lo que finalmente ofrece Judas y el Mesías Negro, especialmente Bill y los conflictos que le genera estar traicionando a los Panteras, por más que no tiene una afinidad política profunda con ellos. Ocurre también con Fred Hampton como un líder político capaz de ampliar su mirada por fuera de su comunidad afro y apuntar a problemas estructurales de más amplio espectro, los que incluso son quienes empujan a Bill a cometer su traición. Es probable que profundizar en este punto hubiera llevado al film a un resultado más interesante pero también más polémico, pues hubiera necesitado hacer aún más hincapié en la mirada de Fred Hampton sobre que el racismo es una parte intrínseca del capitalismo más que un efecto secundario no buscado, el cual puede ser corregido con algunas acciones pacíficas. Esta “tibieza” es un problema con el que tienen que lidiar muchas veces las películas basadas en hechos reales cuando deben balancear la precisión histórica con el trabajo de contar una buena historia. Para compensar, en general se apoyan en un elenco que pueda darle suficiente carisma a los personajes: es justamente lo que ocurre en Judas y el Mesías Negro, siendo rescatada por el gran oficio de sus dos protagonistas pero también del resto de los secundarios que los rodean, por más que todos aparentan tener diez años más que los personajes casi adolescentes que interpretan.
"Judas y el mesías negro": crónica de una muerte anunciada. La película dirigida por Shaka King narra vida y muerte del activista revolucionario Fred Hampton, vicepresidente a nivel nacional de las Panteras Negras a finales de la década de 1960, asesinado a los 21 años. Premiada con dos estatuillas en la última entrega de los Oscar (uno por su banda sonora y el otro, algo controvertido, como Mejor Actor de Reparto para Daniel Kaluuya, que en realidad es uno de sus protagonistas), Judas y el mesías negro es una película típica en más de un sentido. Es una típica película política; es un típico retrato de época de los Estados Unidos a finales de los ’60; es un típico exponente del cine contemporáneo, marcado por la necesidad coyuntural de darle pantalla a los relatos de las minorías históricamente relegadas, en este caso la comunidad negra. Y reuniendo a todos esos elementos, también es un típico retrato de la segregación étnica que rigió (y todavía signa) la vida social en el país norteamericano. Todos estos elementos funcionan como anclajes, cuyo conjunto le va dando forma a una especie de mapa que le permite al espectador adentrarse en el relato como quien avanza en terreno conocido. Que en este caso es la vida del activista revolucionario Fred Hampton, vicepresidente a nivel nacional del Partido de las Panteras Negras a finales de la década de 1960. Y la de su contracara, Bill O’Neal, un ladrón de poca monta obligado a convertirse en informante del FBI y a infiltrarse en el núcleo duro del grupo de Hampton. Dirigida por Shaka King, Judas y el mesías negro aborda los hechos que tuvieron lugar a partir del momento en el que los caminos de ambos se cruzaron, dando lugar a un trágico desenlace en 1969, cuando el primero de ellos se sumó a la lista de líderes sociales negros asesinados, junto a los más notorios Malcolm X y Martin Luther King. A diferencia de ambos, cuyas muertes ocurrieron a los 39 años de edad, Hampton solo tenía 21 cuando un grupo de agentes del FBI, que todavía era dirigido por el nefasto J. Edgar Hoover, lo fusiló en su casa mientras dormía, apenas días antes de ser encarcelado. Narrada con eficiencia y de forma clara, Judas y el mesías negro puede ser comparada con un embudo por la forma en que avanza su relato, haciendo que los hechos se vayan organizando de tal modo que su resolución ocurra por simple decantación. Y en el único sentido posible: el de la lógica violenta de su época. El trabajo de todo el elenco es superlativo, aunque tanto Kaluuya como LaKeith Stanfield, encargado de interpretar a O’Neal (y también nominado a los Oscar como actor de reparto siendo protagonista), aparentan bastante más que los 20 años que sus personajes tenían por entonces. Tal vez el mayor lastre de la película es su obvia intención de militancia política, que genera subrayados tanto en el desarrollo como en la necesidad de expresar un mensaje aleccionador demasiado evidente. Lo mejor: la forma en la que se va construyendo el personaje de O’Neal, cuyas contradicciones lo convierten en una especie de juego de espejos invertido que la película abraza intentando no juzgar.
Sigilosa durante todo el 2021, "Judas y el mesías negro" sorprendió a propios y extraños cuando se alzó con nada más y nada menos que 6 nominaciones a los premios de @theacademy . Quitando las 10 nominaciones de Mank, integrará el lote de las películas más destacadas del año. Enmarcada dentro de un proceso revisionista respecto al racismo encarado por Hollywood, la película dirigida por Shaka King, realiza un respetuoso abordaje respecto a los sucesos ocurridos en los '60, que en su corrección política se olvida de valerse de todas las posibilidades que habilita la ficción. • Daniel Kaluuya y Lakeith Stanfield son los protagonistas de esta historia y quienes se ponen en la piel de dos de los integrantes más importantes del Partido Pantera Negra. Kaluuya es ni más ni menos que su presidente, Fred Hampton, y Stanfield hace de Bill, aquél traidor que se infiltraría en la organización por órdenes del FBI. Ambos nominados en la categoría de Actor de Reparto (forzadamente), consiguen realizar performances de alto nivel con las cuales sobresalen durante todo el film (en especial, Kaluuya) Si bien la historia de los Panteras Negras, su apogeo y su crisis, son más bien conocidas, resultaba interesante ver la forma en que esa historia era trasladada a la pantalla grande. Siendo justos con la propuesta, podríamos sintetizar que "Judas y el mesías negro" es una película excesivamente sobria. Y lo es tanto que resigna algo muy importante para estos relatos, como lo es la carga emotiva. Su prolijidad y linealidad, producen cierta disociación entre lo revolucionario que proclaman los personajes y lo que el film expresa. Hay tanto cuidado en la rigurosidad que lo pasional aparece a cuentagotas. Y es una lástima realmente, porque los mimbres están. Puede verse en el último discurso de Hampton, escena configurada a la perfección, potente y conmovedora. * A "Judas y el mesías negro" le falta épica para que su mensaje sea todo lo poderoso que podría ser. Coquetea tanto con los fáctico, que por momentos termina enamorándose del documental.
La nominada a 6 Premios Oscar mantiene un gran nivel gracias a dos de las mejores actuaciones del año con Daniel Kaluuya y LaKeith Stanfield al mando. Esta película sirve como un drama biográfico de ficción, con momentos dramáticos y fervientes discursos subversivos que dan vida a una historia verídica y a un testimonio de un documental bien informado, que realmente existió, como fue la docuserie Eyes on the Prize (1987), de la cual Judas and the Black Messiah saca algunos fragmentos.
Reseña emitida al aire
Valientes retratos de la realidad afroamericana en Norteamérica, a lo largo del siglo XX, han sido llevados a la gran pantalla con encomiable entereza. El talento de insurgentes cineastas, como Barry Jenkins, Ava DuVernay, Jordan Peele, Ryan Coogler y Nate Parker, se ha establecido en la industria, como estandartes de una camada dueña de unas convicciones estéticas e ideológicas francamente poderosas. Hay cine de color en Hollywood después de Spike Lee. Y existen valiosos eslabones que han actuado de elemento de cohesión, como Lee Daniels, Antoine Fuqua, John Singleton o Denzel Washington. Brillantes visionarios que, detrás de cámara, han testimoniado el padecimiento, la segregación y la xenofobia sufrida por su comunidad, de generación en generación. En búsqueda de la igualdad y la integración, en tiempos del Black Live Matters, el orgullo negro alza su puño y voz al cine hegemónico: es hora de que conozcamos la otra cara de la historia. El presente film ofrece una justa perspectiva a la polémica coyuntura política, social y cultural que rodeara los años de proliferación del partido de las Panteras Negras, organización revolucionaria que se mantuviera activa desde 1966 a 1982. Centrándose en su líder, el activista Fred Hampton, el relato se inmiscuye en la implacable persecución que realizara el FBI, perpetrando arrestos, manipulando confesiones, forzando delaciones y cometiendo asesinatos. Relato profano de intención documental, crónica electrizante de un tiempo violento, “Judas y el Mesías Negro” se conforma como una arriesgada mirada hacia el volcánico epicentro de un país que destilaba el primitivismo de la supremacía blanca, al tiempo que patriarcas negros como Martin Luther King o Malcolm X caían acribillados a balazos. El realizador Shaka King se muestra como un vibrante y laborioso artesano del lenguaje cinematográfico, llevando a cabo un retrato que exuda crudeza y salvajismo. Sus elecciones estéticas recuerdan a la osadía que ostentaban ciertos ejemplares del Neo-Hollywood, fértil usina vanguardista que coloca las coordenadas espacio-temporales en idéntico emplazamiento a esta historia real: el núcleo social de una potencia mundial resquebrajada en lo moral y enferma de intolerancia. Por su retrato del revolucionario Hampton, el intérprete Daniel Kaluuya obtuvo el Premio Oscar al Mejor Actor de Reparto, continuando la senda trazada por el afroamericano Mahershala Ali, quien alcanzara dos de dichas estatuillas a lo largo de las anteriores cinco ceremonias. Un reconocimiento que contempla la apertura con la que la Academia lava sus culpas pasadas, mensura el revisionismo y compensa la honestidad intelectual de la hermandad artística negra como aporte inestimable a su fragmentado presente cinematográfico.