Documental sobre otredades en donde la mirada de una extranjera reposa en la figura de unos hermanos la posibilidad de ser uno más en medio de una cultura completamente diferente.
Salir al mundo Retrato observacional sobre una comunidad budista en el Himalaya es la propuesta de Georgina Barreiro en La huella de Tara (2018), documental de una elegancia visual poco habitual que tuvo su premier mundial en la Semana de la Crítica del prestigioso Festival de Locarno. Tras filmar Ícaros (2014) en una comunidad de la Amazonía peruana, Barreiro sigue trabajando el documental antropológico. En La huella de Tara retrata la cotidianidad de una comunidad budista en Sikkim, India, siguiendo a varios personajes, pero centrándose en una familia, para explorar como se relacionan con el pasado ancestral y el presente tecnológico. A través del seguimiento de cuatro hermanos, Barreiro propone un diálogo entre el pasado, el presente y el futuro de una comunidad que se debate entre seguir atrapada en el tiempo o salir al mundo. Los diálogos entre sus personajes nos acercan a las contradicciones y choques generacionales de aquellos que quieren mantener la tradición y quienes buscan romper con los mandatos preestablecidos. La fluidez con la que captura cada momento es asombrosa, todo irradia desde la naturalidad donde el artificio está ausente. Barreriro apuesta a un documental observacional a través de imágenes preciosistas, donde más allá de la construcción de cada plano, está captada la impronta de una comunidad colorida y alegre. La belleza es parte del lugar y la muestra como tal, sin por eso caer en un regodeo puramente estético o etnográfico. La huella de Tara propone una mirada sobre una comunidad, sin juzgarla ni buscar empatía, simplemente observando y mostrando lo que son, como piensan y cuáles son las contradicciones a las que se enfrentan en el día a día.
Tras explorar en Ícaros (2014) el universo espiritual del pueblo Shipibo en la Amazonia peruana, la realizadora porteña Georgina Barreiro se propuso un desafío todavía más ambicioso y complicado: retratar en La huella de Tara-película presentada en prestigiosos festivales como los de Locarno y Mar del Plata- la dinámica del pueblo Bhutia que mantiene sus tradiciones ancestrales en medio de los Himalayas, en una región como la de Sikkim que hoy pertenece a la India, pero que también está muy cercana a Bangladesh, Bután, el Tíbet y Nepal. El resultado es un registro que, más allá de sus valores estéticos (la belleza de muchos de sus planos es sobrecogedora sin por eso regodearse en el pintoresquismo) y etnográficos (nos sumerge en una comunidad como la de Khechuperi que está a orillas de un lago sagrado y parece perdida en el mapa y anclada en el tiempo), expone a través de las vivencias cotidianas de cuatro hermanos que a su vez son los representantes más jóvenes de una familia numerosa, las múltiples facetas artísticas, religiosas (fuerte presencia del budismo tibetano), ecológicas (es una zona protegida) y socioculturales de la zona, las contradicciones generacionales, y las frustraciones, carencias y desafíos para aquellos que quieren encontrar nuevos caminos personales y profesionales en un mundo cada vez más globalizado. Honesta, respetuosa y sensible, se trata de una auténtica rareza en el contexto actual del documental argentino.
Un singular documental de la realizadora Georgina Barreiro, que retrata las costumbres y los choques generacionales de un pueblo, Khechuperi, una comunidad situada a orillas de un lago sagrado, de ahí el título, ubicado en la india, pero con una etnia más cercana a Nepal ,Tíbet y Bután, en Dajerling, más precisamente en Sikkim en los Himalayas. La película se sumerge en la vida de cuatro hermanos y en lo que ocurre con un festival de música y canto que convoca a todas las comunidades vecinas y las autoridades, con un jurado exigente. Y allí se mezclan los ritmos modernos con las tradiciones ancestrales, la música que acompaña los rezos con los sueños de fama de algunos participantes. La mirada inteligente de la directora se detiene en la belleza por momentos surreal del lugar, con las caras de niños, adolescentes y adultos. Sus diálogos y preocupaciones, lo sagrado y lo profano. Un trabajo realmente fascinante.
La huella de Tara: un viaje a la sorpresa Instalada en una pequeña comunidad budista ubicada a los pies del Himalaya, la directora de Icaros vuelve a explorar la compleja convivencia entre tradición y modernidad. El cine puede ser una herramienta perfecta para explorar los pliegues de las culturas ancestrales, siempre y cuando quien empuñe la cámara lo haga despojado de los vicios de la comprobación etnográfica tan arraigada en los realizadores latinoamericanos: viaje y cine, entonces, como terrenos abiertos a la sorpresa, a la irrupción de lo inesperado, a la generación de preguntas antes que a la enunciación de respuestas. Caso contrario, el resultado será un recorrido turístico atravesado por el exotismo y la estilización, como bien demuestra una buena porción de las películas sobre esa temática que circulan (mayormente con éxito de crítica) por los festivales más importantes de Europa. La directora Georgina Barreiro –cuya ópera prima, Ícaro, indagaba en el universo espiritual de un grupo indígena de la Amazonia peruana– se instaló durante un tiempo en el núcleo del pueblo Bhutia, una pequeña comunidad budista ubicada en Sikkim, a los pies del Himalaya, bien cerca de un lago que la tradición local señala como sagrado. Al igual que la reciente Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, de Renée Nader Messora y João Salaviza, La huella de Taraexplora la compleja convivencia entre tradición y contemporaneidad. Estrenada en el Festival de Locarno y parte de la Competencia Nacional del de Mar del Plata, La huella… inicia con un plano general de una selva frondosa, dominada por las infinitas tonalidades verdes que caracterizan las regiones más húmedas de Asia y el ruido ensordecedor de su fauna. Es una imagen bella e imponente pero no fascinada: lo de Barreiro no es el pintoresquismo sino la comprensión de un entorno y de cómo éste se relaciona con los Bhutia. A ellos encuentra en vísperas de un festival de talentos musicales que hará las veces de hilo conductor del relato. Que los intereses artísticos de los participantes –en su mayoría chicos y grupos escolares– abarquen desde la música tradicional nepalí hasta el pop hindú moderno habla de la tensión cultural como elemento central del pueblo y de la película. El de Barreiro es un film por momentos hipnótico, siempre sensorial, hecho con las armas más clásicas del documental de observación: un dispositivo cinematográfico no intrusivo, la adaptación del tempo narrativo a la fluidez de las acciones y un oído atento a los diálogos de sus personajes. Diálogos que recién unos cuantos minutos después de aquella primera escena permiten vislumbrar el cauce del relato, como si al guion le costara encontrar tierra firme donde pisar. Donde sí pisa firme desde el comienzo es en la construcción de un vínculo de confianza entre quien filma y los filmados, un grupo de hermanos relacionados al pueblo de diferentes formas. A través de ellos Barreiro ilustra las inquietudes de una generación que percibe el mundo con ojos globalizados. Una percepción que entra en conflicto con la de los adultos mayores que crecieron allí pensando que el futuro era poco más que encontrar un espacio funcional a la dinámica comunitaria. La elección de los protagonistas responde a ese choque y muestra cómo se posicionan los jóvenes ante él: no parece casual que si el hermano mayor se dedica al turismo y empiece a pensar seriamente en los próximos pasos de su vida; el menor incursione en la idea del budismo tibetano predominante como pilar espiritual. Tampoco que la hermana más chica vaya a participar de ese festival mientras cursa la primaria en una escuela laica, en el que quizás sea el síntoma más evidente de la apertura ideológica, social, política y cultural de la región y de quienes atraviesan su etapa formativa allí. En ese sentido, La huella de Tarafunciona a la par como relato de iniciación y de un viaje con un destino tan exótico como desconocido. Una realidad que el cine pone, al menos por un rato, al alcance de los ojos.
El documental de Georgina Barreiro, que participó en los Festivales de Locarno y Mar del Plata, sigue la cotidianidad de una comunidad budista en Sikkim (India) a partir de los jóvenes de una familia del lugar. En medio de la inmensidad y belleza de los Himalayas, existe un poblado que parece detenido en el tiempo. Y sus habitantes también. Cumpliendo con las tradiciones y, a la vez, algunos de ellos, pertenecientes a la nueva generación, procurando ser y cumplir con sus deseos. La cámara de Barreiro se inmiscuye en la vida cotidiana de los personajes, en sus actividades diarias, mientras intercala postales de una gran belleza plástica de los lugares que recorre. A través de esas situaciones retratadas se desprenden posiciones sobre la vida, la muerte, el futuro, la posibilidad laboral, especialmente desde la mirada de los más jóvenes inmersos en un mundo que sostiene siglos de tradiciones con las que tienen que romper pero sin perder la identidad. Más allá del interés que despierta conocer una cultura tan ajena a nuestra occidentalidad desde el acceso íntimo y privado de una familia, que además es parte activa de las actividades sociales, el documental puede tornarse algo monótono y cansino, con un ritmo que ni siquiera la coralidad de los personajes retratados consigue quebrar. Desde una posición observacional y casi antropológica, se desarrolla el documental La huella de Tara siguiendo a unos jóvenes en una comunidad budista.
La huella de Tara: Mirar el mundo con ojos budistas. El nuevo documental de Georgina Barreiro, presentado en la Semana de la Crítica de Locarno, es un distintivo retrato de una comunidad budista. “En nuestra sociedad moderna, las culturas originarias de todo el mundo se encuentran en riesgo de desaparecer. Podemos aprender de las tradiciones antiguas, de su conocimiento íntimo del ecosistema, del profundo respeto por la naturaleza y de la conexión con sus orígenes. A través de la comprensión podemos construir lazos de respeto, amor y compasión entre nosotros”. Así habla la directora sobre “La huella de Tara”, su película. El documental explora la atmósfera de Khechuperi, una comunidad situada a orillas de un lago sagrado, inmerso en los fascinantes Himalayas al oeste de Sikkim, India. Centrándose en una familia, muestra la vida de 4 hermanos, indagando la relación de ellos con el pasado ancestral y el presente tecnológico. A través de la mirada de las nuevas generaciones, muestra el choque cultural entre sus tradiciones y la globalización que acecha. Todo se ve natural y genuino, el documental está hecho a partir de la propia luz de sus protagonistas y paisajes, hasta cuando tocan el tema de la muerte y sus tantos funerales. “Ícaros” (2014) fue el primer film como directora de Georgina Barreiro, localizado en una comunidad del Amazonas peruano. La película participó en más de 40 festivales alrededor del mundo. Con esta nueva entrega, continúa con el formato de documental antropológico. “La huella de Tara” se dedica a mostrar la contradicción permanente de quienes viven en esa comunidad, desde la sencillez de la belleza, sin buscar juzgar. Es una película que transmite alegría y vale la pena ver para sonreír al unísono con esos niños.
La huella de Tara explora la atmósfera de Khechuperi, una pequeña comunidad situada a orillas de un lago sagrado, a los pies de los Himalayas, al oeste de Sikkim, India. La película muestra la vida de cuatro hermanos, retratando la tradición ancestral del pueblo Bhutia y las tensiones provocadas por transformaciones de la globalización. Una mirada objetiva, sin opinión, ni subrayados, la clase de documental moderno que lamentablemente muy poco trabajan los documentalistas argentinos. Con imágenes muy bellas, pero no forzadas, siempre mostrando un mundo que se manifiesta frente a los ojos del espectador sin otra herramienta más que la atenta mirada de una cámara de cine.
La laguna sagrada Imbuirse en el opus de Georgina Barreiro es en primer lugar tomar contacto con el budismo tibetano y por otro con una premisa muy pequeña que tiene por protagonistas no solamente a cuatro hermanos sino a la majestuosa presencia de Khechuperi, una comunidad situada a orillas de un lago sagrado. Próximo a los Himalayas, la mirada del espectador rápidamente se ve compenetrada con un estilo ascético, pero no por ello lúcido en tanto y en cuanto la no intervención sobre aquello que la camara capta es mucho más vibrante e intenso que desde un modelo donde la puesta en escena se ve alterada por la presencia del director o equipo. Se notan las ideas dentro de esa objetividad manifiesta pero en ningún momento el recurso se lleva puesta la película, sus climas internos que genera un ritual y las charlas que más que banales encuentran gran significancia con las transformaciones socioeconómicas y el peso de la globalización o las tecnologías que penetra a pesar de todo en lo ancestral y en la tradición desde las generaciones más jóvenes. Cuando la necesidad de bajar alguna línea narrativa o discurso contamina un documental, el primero que lo padece es el espectador. Por eso dejarse llevar por la propuesta contemplativa y profunda de La huella de Tara, tomar contacto con otro mundo no ficticio pero que se hermana con un tiempo que ya no existe no puede ser más que bien recibida y sobre todas las cosas en estas épocas de inmediatez y reciclado de fórmulas.
– ¿Qué tenemos que hacer todos un día? – Morir. – Díganlo de nuevo. – Morir. Ya el inicio de La huella de Tara nos invita a un ritmo más parsimonioso en comparación con el que estamos acostumbrados. Un plano general de una selva, estático durante unos treinta segundos, inaugura una historia relatada con suma delicadeza. Iremos cayendo en cuenta paulatinamente de que, en promedio, los planos tienen una duración de más de veinte segundos. En medio de los casi ochenta y cinco planos que tiene la película, hay tres centrales que detallaremos posteriormente. Ahora, ¿en qué nos puede ayudar esta medición? A entender que la búsqueda técnica y narrativa de la obra, es similar al estado de equilibrio referido en la clase sobre las enseñanzas de Buda en la comunidad de Yuksom, en el noreste de India. Hay movimientos de cámara muy puntuales, pero como una muestra de que la quietud pretendida trae consigo algo de imprevisión. Poco a poco, van apareciendo movimientos leves de la imagen. Esto ocurre a partir de una conversación. En ella, nos delatan la relevancia de la juventud y las mujeres en las ferias que se celebran en la localidad. Si se olvidan de la letra, al menos pueden sonreír Si existe la duda de estar frente a una ficción o un documental, la relevancia de esta pregunta se diluye en la escena familiar donde ven la televisión. La cámara está en el lugar de la pantalla televisiva. Cuando el hijo cambia el canal para ver una de acción en vez del documental que veían antes, dice: “el otro día estaban pasando esta misma película”. Estamos entonces frente a una ambigüedad en cuanto al formato, y ante un equilibrio existencial que busca cuestionar la masculinidad tan palpable en la educación budista. Los escasos movimientos de cámara se dan cuando aparece una mujer en escena. Además, hay un contraste en cómo es asociada tanto la mujer (bonita) con respecto al hombre (piedra) en esta formación emprendida por los personajes más jóvenes. Hay varios momentos donde la naturaleza está omnipresente como el ambiente central de la película. Escenas como la conversación entre padre e hijo frente a la fogata que se va apagando y donde hablan sobre los rituales celebrados a los difuntos; o los varios planos donde la naturaleza y la música conviven; dan cuenta del ritmo que busca Georgina Barreiro con su segunda película. Se trata de la certeza de la huella que da nombre a la obra. Otra escena central es la conversación de política entre varios amigos donde reconocen que el budismo lo sustenta el gobierno con medidas para mantener la creencia viva. Así como la película abre con el plano de humaredas controladas en medio de la selva, de las cuales ignoramos si son pequeños incendios o fogatas, llega a dos imágenes finales. Primero, tales humaredas son parte del ritual a los difuntos. Segundo, el entendimiento de que la huella de Tara es más que la forma de un lago. Es un estilo de vida comunitario que abarca el canto, el baile, la religión y la idea de que “los ciudadanos están por encima de los gobernantes”, aunque para los propios ciudadanos no lo parezca por momentos.