El país que no miramos Daniel Espinoza García es uno de los tantos jóvenes chilenos que cruzaron los Andes con la idea de estudiar (cine en su caso) y disfrutar de una experiencia iniciática en Buenos Aires. Como todo extranjero, alquilar algo en la ciudad se convirtió en una misión imposible (por la exigencia de las garantías) y, así, terminó viviendo en 2007 en el edificio ubicado sobre la mítica confitería Del Molino. Allí estuvo dos años y allí se quedaron (hasta hoy) algunos compatriotas también dedicados al arte. Lo de vivir es un eufemismo, ya que más bien lo suyo fue SOBREvivir. Producto del escalofriante deterioro edilicio y de una eterna disputa con los dueños (la familia Roccatagliatta), los moradores (bastante lúmpenes, por cierto) dejaron de pagar el alquiler ¿La respuesta? Se les cortaron el agua, el ascensor y el gas, y no hay desde hace años (décadas) ningún tipo de mantenimiento. Algo similar ocurre desde el cierre, en 1997, de la emblemática confitería, declarada Patrimonio de la Ciudad y eje de múltiples proyectos de expropiación que -por supuesto- jamás avanzaron. Hay agrupaciones de vecinos que luchan por su recuperación y reapertura con fines culturales, pero la negativa de los dueños y la habitual inacción de los políticos y funcionarios argentinos impidieron recuperar esa mágica construcción de Callao y Rivadavia. Un hallazgo del film es cuando logran introducir una pequeña cámara en lo que fue el salón principal y ver lo que queda del mismo. Entre todos esos terrenos se mueve (con mayores y menores logros) Las aspas del Molino, un film que va de lo autobiográfico a lo social, de lo íntimo a lo político. Está la historia de vida del propio director y de sus amigos durante los últimos siete años, pero también la del lugar y una mirada -interesante porque además proviene de alguien que no es de aquí- sobre la falta de memoria y esa desidia tan propia de la Argentina. Hay testimonios graciosos, otros esclarecedores y algunos que se alargan demasiado (como el del pretencioso filósofo Esteban Ierardo) y, más allá de que no siempre en ese pendular entre lo micro y lo macro se logra la armonía deseada, la película se sigue con interés y resulta, en definitiva, un impiadosa, despiadada y, en cierto sentido, necesaria descripción de las contradicciones de una sociedad que tiende a esconder o directamente a negar sus propias miserias. Que, claro, como en este caso, están a la vista.
El símbolo perdido En Las aspas del Molino (2013), el director chileno Daniel Espinoza García realiza una exhaustiva investigación sobre la mítica confitería y un retrato fiel sobre la identidad nacional reflejada en la arquitectura de la ciudad. El punto más interesante del documental radica en la mirada de un extranjero sobre un misterio que se encuentra emplazado en la esquina de Rivadavia y Callao. ¿Por qué cerró la confitería El Molino? ¿Por qué, desde 1988, el edificio permanece abandonado? ¿En la actualidad, vive alguien en los departamentos que se encuentran sobre la confitería? Estas preguntas serán respondidas por Espinoza que en el año 2007 llegó desde Chile para estudiar cine y vivió durante algunos meses en uno de los departamentos que descansan sobre el famoso edificio. Espinoza acierta al recoger testimonios de personas que pasan frente a la confitería y contraponerlos con los arquitectos Rodolfo Livinsgton y Luis Grossmann, el senador Samuel Cabanchik y el filósofo Esteban Lerardo. Desde su respectiva área de interés, cada uno dará un significado al edificio que irá desde el valor arquitectónico del mismo hasta la recuperación de la identidad nacional. De esta contraposición, Espinoza infiere que muy pocos conocen la realidad de un edificio que todos creen conocer y deja al desnudo la ignorancia que hay sobre el tema. Desde la mirada de un director foráneo, esto adquiere un significado distinto ya que Espinoza se presenta como alguien que busca los orígenes de un lugar, y desde su ingenuidad se aproxima a las distintas versiones acerca de una de las esquinas porteñas más transitadas. Sería simplista encasillar a Las aspas del Molino como un documental que trata sobre una de las confiterías más famosas de la ciudad. La obra de Espinoza va más allá y se mete con la idiosincrasia argentina tras poner de relieve que la gran mayoría se siente orgullosa de un símbolo del que no conoce nada. El director desafía al espectador desde su lugar y apela directamente sobre el conocimiento que creemos tener y, de paso, echa luz sobre un edificio cuyo valor no reside en lo material sino en lo simbólico.
Sobre la Confitería del Molino, el mítico edificio de Callao y Rivadavia, "parece que hubiera mucho que decir, pero nadie que lo diga", concluye Daniel Espinoza García, el chileno que llegó a Buenos Aires en 2006 para estudiar cine y tras mucho trajinar por conseguir una vivienda logró que le alquilaran -pagando seis meses por adelantado, ya que no tenía posibilidad de hacerse de una garantía- un departamento en esa emblemática y ruinosa construcción, que hace pocos días dio otro paso en procura de su recuperación. Declarado patrimonio de la ciudad en 1997, el mismo año en que cerró "por vacaciones" para no volver a abrir más sus puertas, su expropiación cuenta ahora con media sanción del Senado, ya tiene dictamen favorable en Diputados y podría convertirse en ley si, como se asegura, tal es el deseo manifiesto de todos los bloques. Espinoza García vivió allí dos años, y no fue ni es el único. Otros visitantes latinoamericanos, muchos de ellos volcados a intereses culturales o artísticos, lo han ocupado u ocupan, "pero nadie sabe en calidad de qué". Son muchos misterios los que rodean la realidad de una de las confiterías más famosas de la ciudad; hay probablemente más leyendas, conjeturas y fantasías que informaciones veraces sobre las razones por las cuales el edificio entero ha llegado a su actual estado de abandono. En los dos años que permaneció en el edificio, el cineasta chileno, a quien nadie le creía -según cuenta- cuando daba los datos de su domicilio, se colmó de infinidad de interrogantes, muchos de los cuales aún no tienen respuesta. No obstante se empeñó en desarrollar una investigación exhaustiva, y para ello consultó no sólo con arquitectos, especialistas, pensadores y funcionarios como Luis Grossman, Rodolfo Livingston, Esteban Ierardo o Samuel Cabanchik, sino también con quienes habitan el lugar o lo frecuentaron y quienes aportan sus ideas para el esperado día en que su recuperación se haga posible. Tampoco se remitió a reconstruir -hasta donde pudo- la historia del Molino, sino también a internarse en su vínculo con la idiosincrasia argentina y a interpretar sus valores, que no son sólo de carácter arquitectónico. Que su historia sea pródiga en misterios se explica, entre otros motivos, porque ni la familia Roccatagliata ni sus representantes quisieron participar de la película, por lo que tampoco nada se sabe de las razones por las cuales mantienen el edificio en las condiciones en que está. Teniendo en cuenta lo complejo del tema y las dificultades que su realizador debió enfrentar para concretar el film, se comprende que la exposición resulte en algunos casos algo desordenada o confusa, pero sin duda hay en la película imágenes que justificarán con creces el interés del espectador.
BÚSQUEDAS DE VISIBILIDAD Pantalla cortada: del lado izquierdo, se suceden imágenes de peatones mientras cruzan las avenidas Rivadavia, Entre Ríos o Callao; del lado derecho, múltiples recortes de la confitería El Molino. Esos juegos de imágenes simultáneas convergen en Daniel, un joven chileno que vino a estudiar cine y que vivió durante dos años en un departamento de la confitería El Molino. En efecto, el documental Las aspas del molino, dirigido por Daniel Espinoza García, se construye a partir del entrecruzamiento de los relatos de los inquilinos y de otros testimonios del ámbito político, cultural y filosófico. El filme no se centra en la historia de la confitería sino en las experiencias de quienes vivieron en ella. De tal forma, se acentúan las historias del realizador del filme, de Santiago, Pato, Emiliano, Daniela, Renato y Luis, jóvenes extranjeros que vinieron al país a estudiar y que debieron aceptar, en primera instancia, las condiciones impuestas por Liliana (locataria) para rentar un lugar en El Molino. Pero, a lo largo de la película, se afirma la denuncia de los jóvenes hacia esa mujer (que tiene la inmobiliaria al lado de la confitería, según los testimonios) que les exigía el pago de seis meses por adelantado pero no les daba copia de contratos o les cobraba por servicios no prestados, como el ascensor o el agua. Al mismo tiempo, se presenta una señora llamada Antonia Di Caro, propietaria de un departamento del lado de la avenida Callao, amueblado al estilo Luis XVI. El documental se apoya en la idea de contraste para crear tensiones y matices que desarrolla en varias etapas. En un primer momento se presentan testimonios de la gente que pasa por la esquina del edificio, a quienes le preguntan qué significa la confitería y qué medidas tomarían respecto a sus condiciones edilicias. “Que lo garpe el que la arruinó, yo no”, dice una mujer. O un señor que enfatiza la calidad de los materiales usados para su construcción. En un segundo momento se intercalan diferentes opiniones sobre la confitería como símbolo de la ciudad. Según el filósofo Esteban Ierardo, el ícono en Buenos Aires funciona desde un sentido oculto, como un espacio de significación que convierte a la ciudad en una forma de estar en el mundo. Mientras que Luis Grossman, director del Casco Histórico de la ciudad de Buenos Aires, confirma que la confitería no puede transformarse en museo por el tipo de construcción, la sensación espacial y las alturas. Esta tensión también se acentúa entre las presentaciones del mundo interior y exterior. Por ejemplo, entre el deterioro y la falta de mobiliario de los jóvenes (viven sobre Rivadavia) frente al departamento perfectamente amueblado de la señora Di Caro (vive sobre Callao). En estos casos contribuye también el juego entre luz (departamento Di Caro) y sombra (departamento de los jóvenes). En el exterior, el contraste se evidencia entre el abandono de la confitería, la agrupación fundada por la fotógrafa Paula Acunzo que busca juntar firmas para que se restaure El Molino y se convierta en un museo o espacio cultural, y las diversas manifestaciones que habitualmente se producen frente al Congreso Nacional. Se podría considerar como punto de confluencia entre estos mundos las imágenes del interior de la confitería tomadas por los estudiantes a través de un respiradero. A pesar de que se trata de pocos segundos de material, pues los inquilinos tenían prohibido ingresar a esta parte del edificio, la grabación opera como único testimonio que revela el abandono de ese espacio al que nadie puede acceder. El filme incorpora ciertos elementos periodísticos como el uso material de archivo (sobre todo fotos, grabaciones históricas o fragmentos de noticieros) y las entrevistas. También se perciben saltos en la edición, que no se sabe si tienen algún propósito pero distorsionan la película. Una habitación sumida en la más completa oscuridad y un joven que levanta la persiana de a poco, parece la síntesis del documental: esa lucha entre los aspectos internos y externos que buscan dominarse y hacerse visibles pero que, por el momento, se reducen a simples ecos. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
Este documental sobre la confitería del Molino sorprende desde el vamos: su director, el chileno Daniel Espinoza García, lo narra en primera persona porque él mismo fue un habitante del edificio del que es parte el histórico local gastronómico. Esa es la gran revelación de la película: contra lo que muchos porteños creemos, la esquina de Rivadavia y Callao, en apariencia clausurada desde 1997, está habitada. Espinoza García no sólo repasa, con imágenes de archivo, el pasado esplendoroso de la confitería, sino que también retrata -y ahí está el gran acierto de su película- a los inquilinos y ocupas del lugar, en su mayoría estudiantes latinoamericanos que no consiguen garantías para alquilar legalmente. Y muestra el deplorable estado del edificio por dentro. En el camino se encuentra con todo tipo de personajes, como la señora que tiene un departamento impecable en medio de la decrepitud, o los vecinos que reclaman la reapertura de la confitería con bizarras performances callejeras. Las aspas del Molino también cuenta con ricas entrevistas a diversos especialistas (un filósofo, un historiador, un legislador) que dan cuenta del valor simbólico de la confitería, y repasan la situación legal de ese Monumento Histórico Nacional abandonado, esa metáfora edilicia de Buenos Aires que sigue a la espera de que se concrete de una buena vez el tan meneado proyecto de expropiación.
Entre ruinas La arquitectura de una ciudad habla silenciosamente de ese espacio, más allá del esqueleto que conforma la geografía urbana, o de aquellas ideas de urbanización, que son el resultado de proyectos o sueños de distintos personajes con una visión de futuro o simbólica que desde las frías calles o edificios sin personalidad no se aprecia o percibe. La preservación de las reliquias arquitectónicas también refleja un discurso implícito sobre la idiosincrasia de sus habitantes, tanto los del pasado como los del presente. Es por eso que Las aspas del molino, documental del chileno Daniel Espinoza García, trasciende su objeto de investigación, que no es otro que la mítica confitería El Molino, abandonada desde el año 1997, en cuyo edificio se alojó Espinosa entre otros extranjeros, como parte de una solución a su problema habitacional. El Molino, desde sus orígenes alberga la innovación arquitectónica y desde cada uno de sus rincones contiene gran parte de la cultura de una época, pues en sus años de gloria la literatura o las celebridades se daban cita en esa confitería y hasta se celebraban fiestas y bodas. El paso del tiempo y la caída en bancarrota de sus dueños desembocó en el abandono del inmueble, ubicado en Callao y Rivadavia, esquina que hace un par de décadas reemplazó la mística de aquella nostalgia porteña por el caos vehicular o el fervor desmedido de protestas sociales de cara a reclamos que nada tienen que ver con las políticas de preservación del patrimonio histórico, siempre náufragas por proyectos sin sentido o vapuleadas por el cinismo de toda la clase política sin distinción de cuadros partidarios. Lo cierto es que, si bien el documental del director chileno, que vino a Argentina en 2007 para estudiar cine, recoge el testimonio de sus pares y desnuda los contratiempos de todo extranjero al querer encontrar una vivienda para alquiler, se encarga de aportar una mirada desde afuera sobre un adentro que por el propio ombliguismo y pereza intelectual muchas veces se evade de reflexiones profundas, las cuales tienen sustento en las expresiones de la identidad, el escaso interés por lo histórico y esa agridulce sensación de nostalgia de una República en ruinas o que alguna vez fue otra cosa.
La mirada desnaturalizadora Las aspas del molino es un film donde pronto se perciben las limitaciones formales, pero también, por suerte, pronto se distinguen fortalezas vinculadas a la convicción con que está narrado el film y la multiplicidad de temas que aborda. Es que este documental trasciende el abordaje a la problemática del cierre y los diversos intentos de apertura del edificio al que pertenece la emblemática Confitería Del Molino, ubicada en Callao y Rivadavia (Capital Federal). De hecho, su contenido pesa mucho más que la forma, aunque no termina ahogándola y, por lo tanto, jamás abruma al espectador. En Las aspas del molino, llamativamente, lo que termina siendo más atractivo es la historia personal del director chileno Daniel Espinoza García, quien, al igual que muchas personas más, debido a su condición de inmigrante extranjero no conseguía un garante para poder alquilar una propiedad, con lo que terminó siendo uno de los ocupantes del edificio donde se ubica la Confitería Del Molino, a través de un trato leonino con los propietarios, consistente en el abono de seis meses de alquiler por adelantado. Ahí empiezan a surgir las preguntas incómodas sobre las chances (o la ausencia de ellas) por parte de los inquilinos de plantar cara frente a los intereses y arbitrariedades de los propietarios, con un Estado que juega el típico papel de la ausencia; o cómo los extranjeros deben vivir en condiciones que rozan lo infrahumano para poder quedarse y llevar a cabo sus propósitos en nuestro país. Por suerte, Espinoza García se revela como un cineasta cuidadoso, evidenciando que lo que pasa con la confitería no es una simple excusa para contar otra cosa. Ese edificio elegante y ahora en ruinas es también pensado como símbolo de Buenos Aires, sirviendo de puntapié para exponer cómo el argentino muchas veces se construye a sí mismo a partir de la nostalgia por lo que fue y ya no es, incluso regodeándose en sus desgracias, y trasladando estas concepciones a lo arquitectónico y lo cultural. Es cierto que a Las aspas del molino se le nota la urgencia con que fue realizada, no sólo desde lo técnico, sino desde la puesta en escena y cómo ensambla su discurso, sin poder salir del formato de la entrevista y remarcando muchas veces en exceso vía voz en off lo que ya está reflejado en las imágenes. Sin embargo, terminan prevaleciendo sus ambiciones y convicciones, a través del por momentos perturbador punto de vista de alguien de afuera que supo vivir el adentro, y que viene a poner el dedo en la llaga, haciendo notar lo absurdo y terrible de cuestiones que los argentinos -y en especial los porteños- tenemos totalmente naturalizadas.
There’s a recurring trait found in too many local documentaries of the last few years: despite the rich material they focus on, the film itself doesn’t do full justice to its potential. In the case of Las aspas del molino, written and directed by Daniel Espinoza García, the main problem is a somewhat loose narrative which has a hard time at eliciting deep notions about its theme. That and a certain lack of dramatic progression turn it into a descriptive feature rather than an explorative one. It’s a film about the history and stories, past and present, associated to the traditional and once-thriving Confitería El Molino, a landmark in the cultural and architectural life of Buenos Aires, which was shut down in 1997, the same year it was declared a National Historic Monument and exactly 80 years after it was created by Italian architect Francisco Gianotti. Located on the corner of Callao and Rivadavia, in front of the National Congress, the Confitería El Molino is a superb example of the best Art Nouveau — its decorative windmill sails can be seen from a mile away. It used to be a very popular meeting point for highly renowned cultural and political figures. Among the many visitors were politician Lisandro de la Torre, actresses Niní Marshall and Libertad Lamarque, singer Madonna, tango legend Carlos Gardel and equally legendary Peronist leader Eva Perón too. Plus many ordinary porteños as well. Since it was shut down, both the building and the coffee shop have been in very bad shape. Neither the private owners nor any public administration have been truly interested in making it shine once again. Judging from the facts and testimonies in Las aspas del molino, the scenario would be the exact opposite. And even though it’s illegal, some apartments in the building are out for rent today. In fact, the filmmaker himself used to live in one when he first came to Buenos Aires from Chile to go to film school here. Now some other students live there with modest means. In stark contrast, a posh old lady in a very lavish apartment also inhabits the famous building. The filmmaker provides interesting testimonies, particularly those of an architect and a philosopher. To a certain degree, their takes on the matter are enlightening and help understand the many aspects involved. Other opinions, of the students who lived and live there, are also of some interest. Yet from a narrative point of view, there’s not much of a strong thesis about the material. For a panoramic view and for the purpose of learning the basics, Las aspas del molino does quite well indeed. It’s informative enough as it covers many fronts. Just bear in mind that what you see at first sight is basically all there is.
El documental es el género que más ha crecido en los últimos años en nuestro país, casi todas las semanas está llegando uno (o más) a cartelera. Ante tanta oferta, es difícil lograr diferenciarse, destacarse; este quizás sea el mayor desafío de Las aspas del molino. El chileno Daniel Espinoza García toma una tarea difícil, hablar de un ícono de Buenos Aires y tratar de abordarlo desde diferentes perspectivas. Es el edificio donde funcionó el bar El Molino lugar mítico de la ciudad, perteneciente a esa etapa donde la arquitectura engalanaba la postura de ese sitio. Por sus paredes pasaron gran parte de la historia porteña y, englobada, de la argentina, quizás no tanto literalmente como metafóricamente. Su devenir, tiene mucho que ver con el del país; por lo tanto hablar de ese lugar del que quedaron las ruinas, es hablar de una porción de nuestra historia como país, como una suerte de botón de muestra. Las aspas del Molino es un trabajo básicamente de testimonios, eso sí, de lo más variado, de ahí su deseo de abarcar la cuestión desde varias perspectivas. Hay arquitectos e ingenieros que nos hablan de lo que fue y lo que es, legisladores que hablan de su historia y del proyecto para decláralo patrimonio cultural, de la gente que habita, usurpa en sus escombros, y llamativamente, también, de gente común que pasa ocasionalmente por la puerta del lugar y a la que se le pregunta si conocen qué es o fue ese lugar y qué sensaciones les deja. El resultado se asemeja a una especie de collage de testimonios, e imágenes contrapuestas. Se vislumbra que es más lo que se dice que lo que se conoce del lugar, y también que lo que antes fue un centro de reunión de clase acomodada hoy es refugio para algunos que no tienen a dónde ir, amenazados con ser desalojados. Hay un contrapunto, se hace hincapié en eso, es mostrar cómo vive esa gente sin los servicios más básicos, subsistiendo el día a día. Quizás ese sea su aporte más valioso, aunque también, el más transitado. Interesante desde su mirada con cierta lejanía sobre su investigación sobre lo que fue y es el ser porteño. Con un formato tradicional que no la destaca pero permite dar el un acabado informativo. Ante un panorama tan nutrido de documentales, no será l mejor de las propuestas, pero cumple con su objetivo, tema aprobado.
Hay que reconocerle a “Las Aspas del Molino” (Argentina, 2014) de Daniel Espinoza García la extraordinaria habilidad e insistencia para construir un relato urgente y contemporáneo. En la narración del derrotero de los habitantes del deteriorado y casi abandonado edificio y confitería El Molino hay una historia que no solo es parte del propio realizador, sino, principalmente, de la ciudad en particular. Acudiendo a testimonios de personajes que actualmente habitan departamentos del lugar, como así también a especialistas en la problemática arquitectónica y hasta filósofos que aportan su particular visión sobre el edificio, es que el director bucea por la identidad de uno de los lugares más misteriosos de Buenos Aires. Misterioso por que es urgente, y porque habla de una parte de la ciudad que aún no se puede recuperar, casi una metáfora del pueblo argentino, una masa capaz de elevar a la enésima potencia a seres y lugares, pero también los puede bajar rápidamente sin siquiera mirar hacia atrás. También la historia de “Las Aspas del Molino” es necesaria, porque en esa misma necesidad de recuperar y preservar hay una realidad que se desnuda, la de la imposibilidad de acceder a una vivienda digna, con especial énfasis en la problemática de los inmigrantes, que aun teniendo el dinero para abonar no pueden cerrar el contrato por carecer de una garantía que avale su buena fe. Espinoza García llego al país para estudiar cine y terminó alquilando uno de los corroídos departamentos del edificio, y desde ese lugar puede construir un relato aun más potente porque sabe qué pasa detrás de las paredes de cada uno de los espacios. La garantía como impedimento de una buena vivienda y el ceder a la necesidad como forma de expresión, aún a sabiendas que desde aproximadamente 20 años el edificio no posee mantenimiento alguno. La contundencia de la denuncia (acelerada en esa posibilidad casi arqueológica de ver, con la colocación de una cámara clandestina, y para algunos por primera vez, la ambiciosa confitería), como así también el intento de resistencia de los inquilinos (con muchas diferencias entre sí, desde poseer agua y electricidad a casi ni tener espacio en algunos casos) es contado con imágenes que buscan una clara empatía con la problemática. Nadie sabe por qué el edificio y confitería están así. Nadie asume la responsabilidad en el tema. Sus dueños hacen silencio y avalan la utilización de los departamentos por parte de extranjeros pago mediante de una importante suma de dinero. Pero ahí esta “Las Aspas del Molino” con sus ganas de rescatar de la desidia y el olvido al emblemático lugar, pidiendo explicaciones para algo que aun hoy en día sigue sin comprenderse. El director expone y se expone, y a la vez busca y reflexiona sobre el peligro de los que precariamente habitan el lugar. El montaje en paralelo, la entrevista tradicional y el relato en off en primera persona hacen aún más notoria la búsqueda de una pronta solución al tema, tan presente en la agenda mediática por estar enquistado en una de las esquinas más representativas de la ciudad. Tal vez hoy siquiera sea observado en el diario trajinar por la zona, pero para eso está éste filme, nostálgico, un recuerdo de algo que fue y no volverá, casi un objeto de museo que refleja la identidad de un tiempo en el que la ostentación reinaba y que con crudeza y verdad intenta pedir por una pronta recuperación del mismo.