Mañana jueves 26 de mayo llega a las salas de cine la segunda película del director turco Ferit Karahan. “Mi mejor amigo” se estrena en nuestro país tras un largo recorrido por festivales, donde se consagró con el galardón New Directors Competition del Chicago Film Festival y el Premio FIPRESCI de la sección Panorama del Festival Internacional de Cine de Berlín. Consiguiendo brindar diversidad a las propuesta de la cartelera, en una época donde los blockbuster se quedan con casi todas las salas cada jueves. Los jóvenes Yusuf y Memo, viven en un internado para niños en la región montañosa de Turquía. Tras un castigo por parte de un profesor, Memo cae enfermo. Yusuf deberá luchar contra incontables obstáculos para lograr ayudar a su amigo. Al tiempo que se investiga sobre los acontecimientos de la noche anterior a que el niño enfermara. No debo ser el primero en realizar esta observación, pero si es algo que ronda en mi cabeza desde hace algún tiempo. Me asombra la gran cantidad de similitudes que poseen las instituciones educativas estatales con los presidiarios. Pobres condiciones de infraestructura, hacinamiento, mala calidad alimenticia y empleados que realizan múltiples tareas a fin de mantener algo de orden. Una vez que se entra no se puede salir y el cumplimiento obligatorio de un plan de estudio se asemeja al de una condena judicial. Karahan no parece ajeno a mis planteos, ya que retrata el lugar donde viven Yusuf y Memo como si se tratara de el penal de Ushuaia cerrado en 1947. Rodeados por la nieve y el frío, niños y profesores sufren por igual. Aunque los mayores ostenten el poder, no dejan de estar encerrados y habitaron las mismas condiciones paupérrimas. Lo que pareciera generar, además de mal estar, un enojo constante que no reniegan en descargar sobre los niños. A quienes no les quedará otra opción que crecer para convertirse en el adulto que tanto detestan. El joven protagonista pareciera tratar de escapar de este destino impuesto, preocupándose por su amigo enfermo en lugar de sí mismo. Un egoísmo individualista parece rodear a toda la sociedad, quienes abogan por la educación a toda costa, ¿pero a qué costo? Antes estas condiciones y autoritarismo debe enfrentarse Yusuf, quien como primer escollo debe lograr ser escuchado por algún adulto. Y estos deberán tratar de dilucidar que hacer, lo cual no es mucho realmente. Tocándole la frente todos llegan a la misma conclusión, el niño inconsciente no tiene fiebre, pero desde este punto nadie está capacitado para tal emergencia. Ni las autoridades, ni los niños. Si bien todo transcurre en la otra parte del mundo, a miles de kilómetros de distancia, en una sociedad diferente a la nuestra, la problemática no se siente lejana ni ajena. Ferit Karahan con “Mi mejor amigo”, nos invita a reflexionar sobre la importancia de la infancia en las sociedades, el rol del Estado en su desarrollo y las consecuencias que posee una mala educación (no necesariamente académica) sobre los mismos. Tan interesante como intensa, se presenta como uno de los grandes estrenos de esta semana.
El director turco de este film conmovedor, co-autor del guión, cuenta que se inspiró en su propia experiencia. Pasó 6 años de su vida en un internado de la escuela pública primaria en su país, y recuerda el mecanismo del miedo como método de disciplina de esa época que lo marco definitivamente. Lo que ocurre en el film es el recorrido desesperado de un niño que quiere atención médica para su compañero, que se encuentra en estado inconsciente. Frente a esta situación grave el mundo adulto de ayudantes y profesores solo demuestran el ejercicio del sálvese quien pueda, para eludir responsabilidades y errores terribles. Es que es un establecimiento para niños, con condiciones materiales deficientes, con castigos corporales que van desde los habituales cachetazos a obligarlos a baños con agua fría con temperaturas bajo cero, a la total falta de escucha de sus conflictos, más el ejercicio de bullying entre ellos, que se agudiza si se trata de la pertenecía a los kurdos. Lo que ese chico solidario observa en su ejercicio casi heroico es a los hombres que son su ejemplo de crecimiento, a lo que se espera de él. Que sea un hombre que obedezca, que siga teniendo miedo y que carezca de cualquier empatía hacia el prójimo. No faltan las notas de absurdo humor, de frases repetidas como latigillos de una situación desesperada, y de una intriga que se desarrolla por capas de comprensión de lo ocurrido donde todos tienen responsabilidad. Lo mejor la visión de ese niño y el pequeño prodigio que lo interpreta.
La galardonada película turca sobre las instituciones disciplinarias Con un estilo similar al de los hermanos Dardenne, el film de Ferit Karahan expone con una situación específica, el maltrato y la desidia de los niños kurdos en un internado de Anatolia. Los realizadores belgas han definido una manera de hacer cine sobre los desposeídos que se convirtió en la forma evidente de representar realidades crueles sin sentimentalismos. Cámara en mano, seguimiento constante de uno de los personajes, que suele estar en el escalafón menor de la sociedad, y una situación concreta, potente, disparadora de un sinfín de hechos que visualizan la precariedad, injusticia e impotencia a la que están sometidos los menos pudientes. Con estos mismos elementos Mi mejor amigo (Okul Tirasi, 2021) sigue de cerca a Yusuf (Samet Yildiz), y sus experiencias de maltrato en un internado de menores ubicado en las montañas de Turquía. Ahí vemos prácticas disciplinarias que parecen ser de otro tiempo (al menos en otras culturas) que nos recuerdan a Los cuatrocientos golpes (Les quatre cens coups, 1959) de Truffaut o a Crónica de un niño solo (1964) de Favio. Castigos corporales, violencia psíquica y, como reacción natural de los chicos, más rebeldía. Un círculo vicioso que se replica eternamente. La situación concreta se da cuando Memo, amigo de Yusuf, aparece inconsciente y la institución no está en condiciones de reaccionar acorde a la gravedad del asunto. No hay automóvil para trasladarlo a un hospital, nadie se hace responsable por el hecho, y la verdad de lo ocurrido es ocultada por los niños por temor a represalias de la autoridad. Todo esto mientras el chico damnificado aguarda inconsciente sobre una camilla. Las discusiones entre los adultos, las fallas de calefacción (hace 35 grados bajo cero), la falta de señal en los teléfonos móviles y vehículos que no están preparados para andar sobre la nieve, desnudan la vulnerabilidad de los chicos en el lugar. Mi mejor amigo es un tour de force de angustia y desesperación. Accedemos a la información a través de los ojos del protagonista, atado de pies y manos en la toma de decisiones, y obligado a obedecer a sus mayores por más ridícula e inconsistente que sea la orden. La impotencia abraza este relato de humillación y falta de sentido común ante los derechos del niño que, con recursos reconocibles de otras cinematográficas trasladados a la cultura e idiosincrasia del lugar, presentan un cine de denuncia tan eficaz como desolador.
Entrañable y dolorosa historia de amistad y perseverancia, este relato que tiene a dos niños como protagonistas, busca concientizar sobre cómo el amor por el prójimo puede ayudar en los momentos más complicados de las vidas de los demás
Inocencia destruida. Yusef y Memo son dos niños de 11 años, de origen kurdo, que viven una existencia realmente muy complicada en su condición de estudiantes en un rígido Instituto en la localidad de Anatolia. Las autoridades turcas que dirigen este particular centro educativo, se rigen por la cultura del miedo, el castigo y la indiferencia hacia sus alumnos, inocentes quienes sobreviven sus días con la mirada triste y pérdida, en completa soledad y lejos de sus padres y familiares. Tras una pelea con otros compañeros, un día Memo es injustamente obligado a bañarse con agua fría, mientras afuera las temperaturas rondan los 20 grados bajo cero normalmente, como forma de escarmiento y las posteriores consecuencias en su débil cuerpo serán devastadoras. Sólo a su mejor amigo Yusef parece importarle su mejoría y bienestar, mientras que los severos profesores miran a un costado y el desgraciado niño perece en estado catatónico. Es a raíz de este evento, que la culpa empezará a rondar en el instituto, en sus ausentes y crueles responsables, maestros que muy a contrario con lo que designa éticamente su profesión, tienen la mala costumbre de pegarle a sus alumnos por pavadas o simplemente para sentir el poder en sus manos hacia una inocencia destruida. Mi mejor amigo, segunda película dirigida por el realizador turco Ferit Karahan, es un durísimo retrato sobre la fuerte corrupción en las instituciones educativas en su país, quienes parecen manejarse con sus propias reglas y con la total ausencia del estado. Una frialdad que realmente angustia, tanto adentro como afuera del edificio donde estos niños estudian, y una crueldad implacable, marcarán el relato con mucho de realidad y también denuncia hacía la opresión que sufren estás víctimas de un sistema que falla en moralidad y empatía. La acción de la película transcurre en un solo día, y será la enfermedad de Memo un punto de inflexión en la historia. Los maestros se echarán la culpa entre ellos, mientras el director los pone al tanto de las consecuencias del abuso de autoridad. El trabajo del director de fotografía, Turksoy Golebeyi, es muy notable, con el uso de la paleta monocromática, áspera y que logra que nos interioricemos con el dolor y la soledad de estos menores. Los largos pasillos por donde Yusef correrá para pedir ayuda por su amigo, se verán eternos gracias a un tipo de encuadre plano, así como la tensión y el dramatismo. El actor no profesional Samet Yildiz que interpreta a Yusef, se pone en sus hombros todo el peso de una enorme interpretación llena de sensibilidad y nobleza. La trama de la película está basada en la verdaderas vivencias en su niñez del director en un internado en Turquía y en el deseo de Karahan de mostrar al mundo una realidad quizás poco conocida. La de menores que son educados para ser hombres de bien, y terminan siendo víctimas de la condena que marcará para siempre sus aún jóvenes vidas.
La primera escena nos ubica en las duchas colectivas de un internado. Los niños se bañan de a tres en cubículos. Algunos se pelean por el espacio y el agua, y el celador/profesor los castiga obligándolos a bañarse con agua fría. Esta será la primera de las varias humillaciones y maltratos de los cuales seremos testigos, y la que va a desencadenar toda una cadena de acontecimientos. Memo, uno de los chicos castigados, al otro día no se siente bien y no puede levantarse de la cama. Al rato ni siquiera puede hablar ni moverse. Yusuf, su amigo y compañero de cuarto, lo lleva a la rastra a la enfermería donde el encargado de la misma lo recuesta y le da una medicación, pero está claro que Memo está mal y la única posibilidad de hacer algo es llevarlo a un hospital. El problema es que el internado se encuentra aislado en las montañas, rodeado de nieve y con temperaturas bajo cero. A partir de entonces, la misión de sacar a Memo de allí, o de que alguien venga a buscarlo, se transforma en una odisea a la que empiezan a sumarse profesores, conserjes y director del establecimiento. Y Yusuf, como una suerte de mensajero y guardián, yendo y viniendo y siendo testigo de la impotencia e inutilidad de los adultos mientras su amigo yace inconsciente en una camilla a la espera de una solución que parece cada vez más lejana. La película del realizador turco Ferit Karahan transcurre en el periodo de tiempo limitado de una noche y buena parte del día siguiente, en los límites de este internado para niños kurdos ubicado en la parte oriental del país y con una premisa argumental también acotada. Sin embargo, en su transcurso va mostrando que tiene más complejidades que las que insinúa de arranque. Al principio nos encontramos con un despliegue de maltratos y arbitrariedades que implican en parte una dosis de crueldad y que hacen pensar en los célebres orfanatos dickensianos. Pero sobre todo lo que se observa en este trato naturalizado es una rigidez que roza la irracionalidad. Tanto el director como los profesores/celadores (no parece haber límites precisos en la función) parecen conducirse de esa manera no tanto por alguna maldad intrínseca, sino como una manera de disimular sus propias carencias. Distribuyen castigos y sobreactúan su autoridad como una forma de enmascarar la precariedad con la que tiene que arreglárselas. Una precariedad que se evidencia cuando sucede un episodio como el de un niño gravemente enfermo, que demuestra que ante aquello inesperado ese sistema rígido no tiene respuesta y solo puede dar vueltas tirando manotazos. El film es por momentos (intencionalmente) exasperante en su continuo andar en círculos, en las respuestas inadecuadas de las autoridades, más preocupadas por pasarse la responsabilidad y distribuir culpas, en la permanente imposibilidad cuya obligada referencia es el relato kafkiano. Recuerda también a un film como La noche del Sr Lazarescu y su crítica despiadada a un sistema irracional e inútil que se lleva a la gente puesta. Pero sobre todo la referencia de fondo podría estar en el cine de los Dardenne, en su sequedad, su ascetismo, su puesta naturalista, su cámara inquieta que sigue a Yusuf de la misma manera insistente que la de los hermanos belgas. Karahan, quien pasó su infancia en un internado, echa mano a esta anécdota aparentemente sencilla para dar cuenta sin declararlo de algo más estructural. Tanto en lo que hace a ese régimen semi militar, que exalta el patriotismo y la disciplina pero en donde las cosas se caen a pedazos, y también en lo que hace al trato hacia los kurdos, un pueblo históricamente reprimido tanto en Turquía como en otros países de la región y cuya opresión se reproduce aquí a escala. El realizador toca estos tópicos duros, pero no lo hace de manera sensacionalista ni apelando a un tono sensiblero. Por el contrario, se maneja entre un registro de observación, algo de relato detectivesco y cierto sentido del humor que se cuela en medio de la catástrofe cotidiana. Por ejemplo en el continuo resbalar en el hielo de los que entran a la enfermería o en la invariable sentencia de cada uno que lo registra de que el chico enfermo “no tiene fiebre”, repetida hasta quedar vaciada. El hecho mismo, en fin, de que una tarea aparentemente tan sencilla se vuelva una misión imposible. Una forma, entonces, de hacer más digerible en forma de comedia ahogada lo que se revela como una tragedia ridícula. MI MEJOR AMIGO Okul Tıraşı. Turquía, 2021. Dirección: Ferit Karahan. Intérpretes: Samet Yildiz, Ekin Koç, Mahir Ipek, Melih Selcuk, Cansu Firinci, Nurullah Alaca. Guión: Gülistan Acet, Ferit Karahan. Fototgrafía: Türksoy Gölebeyi. Edición: Ferit Karahan, Hayedeh Safiyari, Sercan Sezgin. Diseño de Producción: Tolunay Türköz . Dirección de Arte: Serkan Dögücü. 85 minutos.
Un internado, un incidente y el equilibrio de un sistema a punto de quebrarse. Esta es la premisa de Mi Mejor Amigo. Conocido internacionalmente como Brother’s Keeper (OKUL TIRASI es el título original, que significa “Corte de cabello escolar”), el film de Ferit Karahan nos cuenta la historia desde los ojos de Yusuf (Samet Yildiz), un niño de 11 años en la cual, siendo testigo de un castigo en las duchas, su amigo Mehmet (Nurullah Alaca) cae enfermo y busca ayuda por todos lados, a pesar que el mal clima parece obstaculizar todo. Yendo a los detalles técnicos, una co-producción Turquia-Rumania, con fotografía de Türksoy Gölebeyi quien, junto al director, optan por cámara en mano cuyos movimientos son intencionados para realzar la tensión narrativa, mientras la visión es mayormente plasmada mediante cámara subjetiva y los planos fijos empleados resaltan espacios (por lo general, vacíos) ante una atmósfera invernal donde la presencia de la nieve es sinónimo de soledad y aislamiento, en esta Anatolia Oriental teñida de blanco. Una cinta enteramente con sonido diegético refuerza el realismo de esta trama, un giro de guión pensado para el clímax, aunque predecible para quienes presten atención. Y en cuanto a las actuaciones, tendría que destacar a los adultos debido que nuestro protagonista, más allá de su acto de lealtad hacia su compañero, no demuestra expresiones alguna en ningún momento, convirtiendo al argumento en una pausa cuasi eterna. En conclusión, una película dramática como este tipo de país nos tiene acostumbrado, reflejando la crueldad que se suele instaurar en este tipo de instituciones, pero también rescatando los valores inculcados de una familia tradicional aunque el entorno social sea demasiado hostil para que salte a la vista.
En ocasión de su estreno en el Festival de Berlín, más de una crítica coincidió en señalar a esta película como un cruce entre La noche del Sr. Lazarescu y las desventuras de Oliver Twist. Y la caracterización es realmente acertada: aquí están las amargas penurias de un grupo de niños que sobreviven la opresión del lugar en el que estudian -un espacio hostil y dominado por adultos más preocupados por imponer una férrea disciplina que por la formación integral de esos chicos que podría perfectamente ser escenario de la literatura de Charles Dickens- y también el laberinto de la burocracia, que funciona como máquina de impedir incluso en las situaciones más dramáticas, transformadas finalmente en tragicómicas. Ambientado en un pueblito perdido de Anatolia invadido por la nieve apremiante de un invierno crudo, este segundo largometraje de Ferit Karahan tiene, como él lo ha explicitado, tintes autobiográficos. Y se nota que el director cuenta algo que conoce. Pero además sus elecciones en términos de puesta en escena son muy funcionales al relato: los movimientos de cámara y los encuadres que elige para cada circunstancia van cambiando de acuerdo a la exigencia dramática de cada pasaje de una historia que revela con contundencia el drama de las familias kurdas que envían a sus hijos a internados estatales turcos. Algunos trazos gruesos para pintar a los personajes más indolentes o malvados y un golpe de timón argumental algo forzado cerca del final debilitan un poco una película que de todos modos es eficaz como denuncia.
Como nueve de cada diez ficciones europeas de corte realista que proponen una mirada “crítica" sobre una situación coyuntural desde que Rosetta impuso el paradigma, Mi mejor amigo arranca mostrando la espalda de su protagonista con una cámara en mano. El muchachito se llama Yusuf, es uno de tantos chicos que viven en un internado para niños y adolescentes kurdos en las montañas de Anatolia y camina rumbo a un baño semanal que consiste en amuchar a varios de ellos en pequeños boxes para que se higienicen arrojándose agua con vasijas. El mejor amigo de Yusuf es un Memo, un chico de indudable debilidad que encuentra en él lo más parecido a un ángel protector en medio de la sordidez grisácea de un lugar con un régimen digno de un pabellón militar. Durante ese baño, un juego se sale de control, por lo que el cuidador de turno obliga a Memo y a un par de compañeros a bañarse con agua fría como castigo. Pero al otro día Memo amanece hecho un zombie: débil, carente de expresividad, con vómitos. Cuando Yusuf busca ayuda, los profesores lo mandan con él a la enfermería pensando que se trata de una dolencia menor. Un diagnóstico a todas luces incorrecto, como demuestra el hecho de que pasen las horas y su cuadro, lejos de mejorar, empeore. Sin posibilidades de salir por las decenas de centímetros de nieve que se acumulan en los alrededores del lugar, el director y el resto de los maestros debatirán qué hacer, con el pobre Yusuf como testigo. Ganadora del Premio FIPRESCI de la sección Panorama de la Berlinale del año pasado, la película de Ferit Karahan apuesta por un tratamiento acético y distanciado, acorde a la gelidez que invade el internado y la maldad intrínseca que portan todos los adultos mayores. El resultado es un film duro (de refilón aparece una hipótesis sobre qué ocurrió con Memo vinculada con la pedofilia) e inquietante, aunque muy parecido a otros tantos que apelan a esas fórmulas ya probadas.
El dicho Es verdad, aunque usted no lo crea podría ajustarse perfectamente a Mi mejor amigo, la película del realizador Ferit Karahan premiada en el Festival de Berlín con el galardón de FIPRESCI. Es que el filme se basa en experiencias personales del director en un internado de niños kurdos, en Turquía. La ficción se centra en Yusuf (Samet Yildiz), un niño que se convierte en algo así como el ángel de la guarda o, más terrenalmente hablando, el guardián de un compañero del internado, que una mañana se levanta prácticamente inconsciente. El niño, Memo (Nurullah Alaca), no tiene fiebre, pero no puede moverse. Así es como lo llevan a lo que podríamos definir como la enfermería, donde no hay otra cosa que no sea aspirinas. El frío y la nieve tampoco ayudan, las cañerías de calefacción están rotas, el lugar está necesitando servicios de reparaciones desde hace tiempo, pero lo más grave es la situación del pequeño.
El Mejor Amigo es un potente drama gracias a su realista ejecución, donde los adultos que la protagonizan se caracterizan por sus cualidades negativas, aunque siempre hay una luz de esperanza en el profesor de gramática que se interesa genuinamente por el bienestar de los niños y parece decidido a obtener apoyo médico para Mehmet.
La amistad en medio de la desolación “Mi mejor amigo” es un relato sobre una amistad puesta a prueba. Los protagonistas son dos niños preadolescentes que conviven junto a otros cientos en un internado de Turquía. Aislado en medio de las montañas, el lugar es dirigido por un equipo docente cuya regla principal es el rigor y la disciplina. En ese contexto y con una tormenta de nieve y temperaturas bajo cero, dos chicos pelean durante su ducha semanal y como resultado de eso ambos son obligados a terminar de bañarse con agua fría. Al otro día, el más pequeño, comienza a debilitarse gradualmente hasta terminar inconsciente sobre la camilla de una enfermería sin calefacción. En medio de esa desolación real y emocional, su mejor amigo comienza a movilizarse para que alguien le preste atención. Pero la nieve arrecia, los coches no están equipados con los neumáticos que deberían y la señal del teléfono celular es deficiente. Según declaró el director, parte de la inspiración para este film le llegó de su experiencia en un internado y aseguró que uno de los sentimientos que lo marcaron fue el miedo y la sensación de control permanente. El cineasta logra transmitir esa sensación desde el principio al fin, tanto como el autoritarismo de casi todos los docentes y del director.