Siete perros, de Rodrigo Guerrero, tiene como protagonista a Ernesto (Luis Machín), un hombre solitario que vive en un edificio de departamentos acompañado por siete perros, por quienes se desvive y a quienes dedica su total atención. En el arranque conoceremos su universo, un viejo departamento amplio, en el que supo una familia “tipo” vivir, pero en el que hoy sólo está el protagonista con sus recuerdos, dolores, deseos y sus canes. Ernesto es uno más de la manada. Al bañarlos en un patio, que funciona como respiradero de la edificación, se moja y juega con ellos, los acaricia, los abraza, se nutre de la energía y del amor que le brindan día a día. En contraste con el odio irracional de sus vecinos, entre lo que se armará un grieta, dividiéndose entre aquellos que no toleran, por egoísmo, la situación en la que se encuentra el hombre, y aquellos que poco a poco se solidarizan con él y comparten una partida de ajedrez, una charla. Empatizar hoy en día es cada vez más complicado, y más cuando discursos de odio, ya sea a personas, políticos, equipos de fútbol, animales, marcan la vinculación con el otro. La cámara de Guerrero se introduce en el universo de este personaje, casi un ermitaño que debe dializarse y controlar sus niveles de glucemia para evitar colapsar su cuerpo. El stress que vive día a día por el acecho constante de sus vecinos, en particular uno que constantemente le tira basura a su patio y otra (Eva Bianco) que funciona como la líder de una demanda hacia su persona y sus animales. Siete Perros es una película desgarradora, pero a la vez esperanzadora, que pone en primer plano la vinculación entre una de las relaciones más entrañables, la de un hombre con sus perros, que llega a límites inimaginables para, claro, aquellos que nunca han convivido o mantenido este tipo de relación. Luis Machín, enorme, ofrece una de sus más impactantes personificaciones, hombre animal, que se mezcla con su manada, y que desea, de alguna manera, morir en la suya pese a que la sociedad, su hija, sus pocos vínculos humanos, le piden otra cosa. Además, la exploración sobre la idea de solidaridad, de una comunidad en la que, principalmente, el respeto y la contemplación hacia el otro prima, fortalecen un relato tan conmovedor como reflexivo, en el que, claro, descubriremos que siempre que un animal esté cerca de un hombre, sea perro, gato, o lo que sea, hay una necesidad recíproca entre ambos para seguir subsistiendo pese a que desde el afuera se quiera quebrar el vínculo.
Se podría decir que las películas con perros son generalmente un típico crowdpleaser, de esas películas que le gustan a todo el mundo. Sin embargo, el vínculo con las mascotas y la forma en que se aborda el universo canino en este nuevo trabajo de Rodrigo Guerrero (“El invierno de los raros” “El tercero” “Venezia”) no apunta a la narrativa simpática y complaciente, sino que por el contrario, explora en los repliegues de la soledad y el abandono, teniendo mayores puntos de contacto con “La mujer de los perros” de Laura Citarella y Verónica Llinás. En este caso “SIETE PERROS” narra la historia de Ernesto quien vive en su departamento en la ciudad de Córdoba junto a siete perros que lo acompañan en su solitaria rutina y que generan cierta incomodidad dentro de la convivencia en su edificio. El patio de su departamento en planta baja parece ser el basurero de todos los departamentos que dan al pulmón del edificio encontrando desde pañales usados, hasta basura y preservativos: una falta de empatía y de respeto para con el otro que se convierte, en cierto modo, en la humillación que debe sufrir permanentemente de sus propios vecinos, los mismos que a la hora de realizar la reunión de consorcistas, juntan firmas para intimar a que Ernesto se deshaga de sus mascotas bajo la amenaza de iniciar acciones judiciales. El guion de Paula Lussi combina estos elementos para mostrar la intolerancia, los problemas de convivencia, la imposibilidad de aceptar lo diferente y la falta de empatía mostrando en pequeños detalles el egoísmo y el individualismo imperantes teñidos del prejuicio y la discriminación. “SIETE PERROS” es además la oportunidad de disfrutar a Luis Machín en un protagónico absoluto en el que recorre varias tonalidades. Si bien en muchas de las escenas aparece como un personaje marginal y hasta ajeno a la realidad, su débil vínculo con su hija y la relación con algunos vecinos permiten evidenciar otras facetas de Ernesto cuando se comunica con el exterior. Machín aprovecha al máximo las escenas con sus mascotas, despertando una empatía directa con el personaje, desplegando una ternura muy particular en su vínculo con el mundo “perruno” y logrando algunos tramos tan intensos como conmovedores. Trabaja su criatura desde lo simple, lo cotidiano y lo real logrando hacer contacto con el costado humano que presenta la película que elige cerrar con un mensaje esperanzador y una reflexión sobre la importancia de construir una sociedad que apunte a las nuevas miradas, más libres de encasillamientos, de estereotipos y de estigmatizaciones.
Siete Perros sigue la historia de Ernesto (Luis Machín) quien, alejado geográficamente de su hija, vive en un departamento de la ciudad de Córdoba con sus siete compañeros. Su vida está marcada trascendentalmente por estos (las salidas, el veterinario y la comida) hasta que sus vecinos convocan a una mediación para que tenga que dar a sus perros en adopción. Gracias a la solidaridad de otros vecinos, y su conexión con ellos, encontrará una empatía a la que no está acostumbrado. Ernesto (Machín) es un personaje viudo, solitario y testarudo pero que se demuestra dispuesto a ayudar a otros cuando sea necesario. Frío por fuera pero muy sensible por dentro, dedicando su vida a sus fieles compañeros. Cuando los vecinos deciden intimarlo para que tenga que deshacerse de ellos, Ernesto empieza a considerar sus opciones: mudarse es imposible económicamente y mandarlos a un refugio le partiría el corazón por la distancia. Por distintas situaciones que suceden en el edificio, en las que Ernesto ofrece su empatía y ayuda, estos vecinos le devuelven el favor adoptando a cada uno de los perros para que los tenga cerca y lo puedan seguir viendo. Siete Perros es, por empezar, muy bella. Tiene una trama muy sensible sin ser subrayada ni solemne. Luis Machín sabe interpretar los matices de una persona que se siente alejada de su entorno pero encuentra su refugio en cuidar de otros. No solo demuestra que es uno de los mejores actores de nuestro país, además su performance hace que esta historia sea destrozante pero reconfortante a la vez. Cabe destacar que este largometraje de Rodrigo Guerrero ganó el premio del público en el Festival del Cine de las Alturas. Una gran opción para ir al cine.
Luis Machín y el nadie se salva solo de Rodrigo Guerrero Si hay una virtud que tiene Rodrigo Guerrero es la de no quedarse en su zona de confort y correrse del lugar común en que muchas veces caen los realizadores cuando se sienten cómodos. Desde su ópera prima, “El invierno de los raros” (2011), estrenada en Rotterdam; pasando por “El tercero” (2014), y “Venezia” (2019), demostró ser un director que asume riesgos y con “Siete perros” (2021) lo reconfirma. En Siete perros, estrenada mundialmente en la 43 edición de El Cairo International Film Festival, Luis Machín interpreta a Ernesto, un hombre viudo, jubilado, enfermo, con carencias económicas y afectivas, tiene una hija pero está radicada en el exterior y casi no se ven, que habita un departamento dentro de un edificio de la ciudad de Córdoba con sus siete perros. Las denuncias de algunos vecinos derivan en una conciliación judicial que determina que debe sacar los animales del departamento. Los perros son su única compañía y su vida está encomendada al cuidado de ellos. Aunque, tal vez, no todo esté perdido y aparezca una solución para él y otros vecinos que viven en soledad. Guerrero construye una película mínima sobre soledades y necesidades, donde el conflicto sobre el que gira la historia es solo la excusa para hablar de esto. El guion de Paula Lussi le permite al realizador concebir una puesta en escena que refleja el caos en el que se encuentra inmerso el protagonista sin la necesidad de explicaciones ni subrayados, permitiendo a través de lo que muestra adentrarse en el interior de Ernesto y vivir con él sus derrotas y miserias, pero también sus pequeñas victorias. Pero Siete perros no es una historia sobre la desesperanza, sino todo lo contrario. Es una película sobre la lucha colectiva y de como nadie se salva solo. El problema de uno puede ser la solución para otro (y por qué no también para uno). Machín logra tal vez uno de los mejores personajes de su carrera, exteriorizando una decadencia fisica y emocional in crescendo, que brota de las entrañas hacia el resto del cuerpo, y Guerrero demuestra que no solo asume riesgos estéticos y narrativos en su cine, sino también que dejó de ser una joven promesa para ser un director con mayúsculas.
De Ernesto se sabrá poco y nada a lo largo de los algo más de 80 minutos de este cuarto largometraje de Guerrero. Apenas que estuvo casado con una profesora de Historia, que tiene una hija radicada en el exterior con la que mantiene esporádicos contactos por videollamada y que vive en el departamento de planta baja de un edificio de Córdoba. No vive solo, y ahí está el problema: sus compañeros son siete perros de todos los tamaños con los que mantiene una relación de dependencia total, al punto que pareciera que su vida está atada a la suerte de ellos. El departamento es una inmundicia, pues los dueños, aquellos que imponen la dinámica diaria, son los perros y no Ernesto (Luis Machín, que cuando está bien dirigido es un actorazo). A él sólo le queda saltar la caca del piso, acomodarse como puede en los lugares libres y tratar de callar la sinfonía de ladrillos que se escucha en todos los departamentos que tienen ventana a su patio. Hasta que una vecina se cansa e inicia una demanda judicial por la que Ernesto estará obligado a deshacerse de varias de sus mascotas. A partir de esa premisa, la película del cordobés Guerrero narra la espiral descendente de un hombre atravesado por la soledad y la depresión, además de una enfermedad que lo obliga a hacerse diálisis regularmente. Como únicos interlocutores tiene a un vecino, a la hija adolescente de otra vecina y a un chico recién llegado al edificio junto a su madre que se lleva bárbaro con uno de los perros. A ellos intentará dejarles sus mascotas “hasta que la situación se calme”, con la promesa de comprarles el alimento y hacerse cargo de todos los gastos. Machín se luce en todas y cada una de las escenas en las que aparece gracias a un personaje construido de adentro hacia afuera, desde un interior quebrado por un pasado que desconocemos hacia un aquí y ahora que lo tiene como un muerto viviente. La película no ahorra crudeza a la hora de registrar la caída libre de un Ernesto para el que la vida deja de tener sentido. El final, sin embargo, arroja un manto de esperanza acerca de un futuro posible.
En un departamento apenas iluminado de la ciudad de Córdoba, Ernesto (Luis Machín), cumple su rutina con letargo, como si estuviera matando el tiempo en lugar de vivir. La muerte de su esposa y la distancia geográfica con su hija y su sobrino le pesan en esa cotidianidad donde el único refugio son sus siete perros, aquellos que le dan un propósito para levantarse todas las mañanas, un razón de ser en ese espacio a veces lúgubre que el realizador Rodrigo Guerrero retrata con planos cerrados. Eventualmente, su largometraje empieza a desplegarse a medida que su protagonista lo hace cuando recibe un ultimátum: o ubica a sus perros en otro lugar o deberá dejar el edificio. Sin golpes bajos (con excepción de una escena un tanto dura pero orgánica para la narrativa), el guion de Paula Lussi construye esa epopeya de un hombre común que -como ya hemos podido ver en Wendy y Lucy de Kelly Reichardt- reconoce que lo mejor para sus perros es la posibilidad de encontrar nuevos hogares. Luis Machín está excepcional en las secuencias en las que dialoga con sus vecinos más empáticos, aquellos que se ponen en su lugar porque, en mayor o menor medida, también conocen la soledad. El plano final, con esa charla virtual que deja al protagonista con la mirada perdida, es un perfecto símbolo de lo que atraviesan quienes padecen un duelo pero intentan, aunque les cueste, no rendirse a la autocompasión.
En un edificio de la ciudad de Córdoba, Ernesto vive con siete perros. Su solitaria rutina se desenvuelve en torno a las necesidades de sus mascotas, sus problemas de salud y sus limitaciones económicas. Los vecinos, en una audiencia de mediación, lo instan a sacar los animales de su vivienda, pero él no quiere separarse de sus perros y tampoco está en condiciones de afrontar una mudanza. La empatía entre personas que atraviesan soledades pero que comparten espacios comunes que las encuentran, permite que Ernesto (Luis Machin) descubra una posible alternativa. Esta es la síntesis de la película, el tema central de la misma, aunque aparente ser subyacente, es la soledad. En un mundo donde todos están conectados pero la ausencia de contacto humano se presentó como más evidente por la pandemia. Es por eso que ante la presentación del conflicto,
En un edificio de la ciudad de Córdoba, Ernesto (Luis Machín, agotador e insufrible) vive con siete perros. La solitaria vida cotidiana del personaje se mueve alrededor de los siete perros. Son ellos los que rigen los movimientos de Ernesto, quien lidia con la mugre y el desorden que sus mascotas provocan. Ernesto tiene, además, problemas de salud y también económicos. Los vecinos, hartos de la situación, lo intiman a que se separe de los perros. Ernesto no quiere dejarlos y a su vez no tiene la posibilidad de afrontar una mudanza. La historia transcurre con un patetismo moroso y repetitivo, más aburrido que interesante. Pero también hay un aspecto más optimista, abriendo la posibilidad de una salida para el laberinto de Ernesto.
"Siete perros": un hombre solo y bien acompañado. El cuarto film del cineasta cordobés propone una mirada interesante sobre el rol, muchas veces esencial, que las mascotas ocupan en la vida individual y social. este caso, porque condensa el espíritu de la película: “Mientras más conozco a las personas, más quiero a mi perro”. Esa convicción de reconocer humanidad en los animales domésticos, en especial en los perros, parece ser el motor de este cuarto trabajo del cordobés Rodrigo Guerrero. Porque Siete perros propone una mirada interesante sobre el rol, muchas veces vital, que las mascotas ocupan dentro de la sociedad. A medida que el relato avanza, el director parece abrazar la idea de que los animales domésticos deben ser considerados seres capaces de entablar vínculos y que, por lo tanto, quienes viven con ellos no están solos, aún cuando no compartan sus espacios vitales con otras personas. Pero tener alguien con quien pasar el tiempo y compartir la vida no es una garantía de felicidad y eso también es evidente desde el comienzo: Ernesto no es feliz. Aunque se la pasa coqueteando con la tragedia, Siete perros nunca deja al protagonista sin salida y siempre pone en su camino una opción luminosa. Ahí donde hay vecinos que lo acosan, hay otros que le brindan su apoyo; donde uno lo agrede o lo provoca, otro lo cuida y se preocupa por él. Y cuando parecía que se trataba de la historia de un hombre solo contra el mundo, la película revela la existencia de una comunidad que lo abraza y lo contiene. Por eso, a pesar de los numerosos actos de crueldad que la habitan, es inevitable no ver a Siete perros como una película amorosa, una que nunca le suelta la mano a su protagonista, interpretado con enorme compromiso por el gran Luis Machín. Lo único que se le podría reprochar es una leve tendencia a la manipulación, que se hace notoria en el modo demasiado obvio con que algunas trabas son puestas en el camino para hacer trastabillar a Ernesto, solo para después poder poner en escena el gesto noble de evitar que se estrelle de forma definitiva.
Un hombre solo y enfermo en un departamento de planta baja en Córdoba, que convive con sus siete perros, su entrañable compañía marca sus días, limpiar lo que ensucian, darles de comer, pasearlos y someterse a sesiones de diálisis. De este protagonista sabemos muy poco, viudo de una profesora de historia, con una hija lejos con la que habla por zoom, y el trato con su manada compuesta por pichichos de todos los colores. La situación límite lo acorrala cuando el consorcio le da un plazo de treinta días para deshacerse de sus perros, en una conciliación obligatoria. Recibe también otras agresiones, como inmundicias que le tiran a su patio o embadurnan la manija de su puerta. Luis Machin, muy bien dirigido por Rodrigo Guerrero en su cuarto film (“El invierno de los raros”, “El tercero” y “Venezia”) compone a un entrañable solitario que parece perdido en un mundo indiferente. Pero en el guión de Paula Lussi todavía queda un resquicio para pensar que el mejor amigo de un hombre puede ser también otro humano. El director no deja de lado escenas crudas y diálogos cortos pero significativos, pero construye con sensibilidad ese mundo casi marginal con un brillo solidario. Los perritos son todo un descubrimiento.
“Ningún hombre es una isla por sí mismo”, escribió John Donne (1572-1631) en uno de sus poemas más conocidos. La vida nos deja en claro que no somos seres individuales y que pertenecemos a un todo, una familia, vecinos en un edificio. Todo es válido. Esta es una de las bases de Siete Perros, film que se estrenó en cines el 22 de septiembre. Dirigida por Rodrigo Guerrero, la película se enfoca en Ernesto (Luis Machín), un hombre que vive en el primer piso de un edificio en la ciudad de Córdoba con siete perros, cada uno con su propia personalidad. A la vida rutinaria atendiendo a sus mascotas, su salud y sus problemas económicos, se le sumará el detalle que algunos de sus vecinos lo obligan a sacar a los animales de su casa. La cinta, de casi una hora y media de duración, sobresale al mostrar las relaciones humanas como son: imperfectas, sobreprotectoras y, por momentos, casuales. Está de más decir que quienes viven en un edificio entenderán varias de las situaciones que suceden en la película. Al ser el centro, el personaje de Machín es quien tiene la mayor exposición y, como siempre, sale airoso. El actor tiene una naturalidad y una vulnerabilidad a flor de piel que permite que el espectador empatice de la misma forma que los vecinos con Ernesto. Siete Perros es una película en la que todos comprenden la soledad de todos; y es ahí en donde, paradójicamente, encuentran la compañía.
El hombre que eligió resignar su deseo para seguir viviendo Ernesto vive con los perros, habla con los perros, duerme con los perros. “Siete perros”, el cuarto largometraje del director cordobés Rodrigo Guerrero, gira en torno al derrotero de Ernesto (impecable Luis Machín), un hombre con una relación limitada con los humanos pero con un vínculo paternal con sus canes. El realizador eligió hacer foco en la vida de Ernesto para hablar de la soledad, o mejor, de los distintos tipos de soledad, que a veces se manifiestan de una manera solidaria y empática con el otro, pero también en modo rechazo, como si el que decidió vivir sus días casi como un ermitaño se convirtiese en un extraterrestre. A Ernesto no le sobra el dinero, ni manifiesta tener una actividad laboral, pero le sobran perros según los vecinos del edificio anclado en un barrio cordobés. En una audiencia de mediación, los vecinos le exigen que tenga menos perros o que se vaya de ese lugar. Aunque por suerte siempre habrá alguien que le tire un hueso con una sonrisa, como Matías, que siempre lo banca, o la que se mudó en el mismo piso, quien le golpea la puerta para que le preste un cachorrito para jugar con su hijo. Pero eso no alcanza para tener una alegría en su vida. Es que un tratamiento de diálisis lo pone de cara a su frágil salud, y no hay nada que lo invite a rehacer su vida después de perder a Marta. Apenas dispara una sonrisa cuando ve a su nieta Azul por la computadora en los brazos de Paula, su hija residente en Europa. Guerrero aprovechó al máximo el potencial expresivo de Machín, quien alcanza momentos de alta emotividad y logra emocionar con una sutil economía de recursos. Ernesto deberá optar por donar sus perros para no verse obligado a irse del departamento. Y es allí donde se lo verá más vulnerable que nunca, complicado, incómodo, haciendo algo que no quiere hacer, ofreciendo que se queden con su Panchita, su Chula o su Gitano, algo que está lejos de su deseo. De ese punto también habla “Siete perros”. Con un cuidado tratamiento de las situaciones y sin caer en el melodrama, el director expone ese duro trance de tener que resignar lo que amamos por una imposición externa. Y cómo a veces hay que elegir lo menos peor para seguir viviendo.
Un amor sin palabras En “Siete perros” el director Rodrigo Guerrero exhibe la historia de un hombre al que obligan a desprenderse de sus mascotas. Una vida de perros no es lo mismo que una vida con perros, aunque Ernesto Lino (Luis Machín) hace equilibrio entre ambas situaciones en Siete perros, lo nuevo del cordobés Rodrigo Guerrero. El título de la película alude al literal septeto de canes que comparte departamento con el solitario protagonista, que parece encontrar en ellos el consuelo y la fraternidad que le están vedadas por su condición familiar, social y económica. El afuera se le revela hostil al personaje de manera explícita: los vecinos del edificio en el que vive se oponen a instancias del consorcio a que él posea tantos perros, y en una reunión de mediación comandada por la severa Angélica (Eva Bianco) lo obligan a desprenderse de sus animales y a quedarse con solo dos de ellos bajo amenaza de expulsión. La exigencia cuantitativa se opone así al indivisible amor que siente Ernesto por sus mascotas, por otra parte diversas en color, raza y tamaño y reconocibles por sus nombres: Panchita, Chipá, El Ruso. “Los perros te cambian la vida”, dice él, y es inevitable asociar la ficción con En compañía de Ada Frontini, documental portador de una sensibilidad afín. Ernesto dedica gran parte de su rutina a bañar a sus perros, a darles de comer, a pasearlos, a acariciarlos. Por lo demás su existencia es difícil: una trafic lo transporta regularmente para realizar debilitantes sesiones de diálisis y el vínculo con su hija y su nieta (en un momento se revela que él es viudo) tiene lugar a través de una computadora. Pero Guerrero acierta en evadir el retrato patético matizando el intercambio de vecindario: Ernesto juega al ajedrez con un joven que vive medio apretado (Maximiliano Bini), habla de historia argentina con una adolescente a la que no le va tan bien en la escuela (Paula Galinelli Hertzog) y entabla conversación con una simpática pero agitada madre soltera (Natalia di Cienzo): todos cargan con algún drama y Ernesto acepta las circunstancias con frágil pasividad, en una fábula cotidiana en la que de a poco irá repartiendo sus queridos perros. Desembarazarse de las mascotas representa un vaciamiento para el protagonista, y Machín sobrelleva ese traumático proceso -quizás demasiado abrupto- con destreza de gestos. La fotografía de Siete perros es asimismo clave, ya que exhibe un interior modesto y cálido a tono con la cruda belleza de la película, que no busca más respuestas que lo visible.
7 perros Siempre es interesante ver producciones que se hacen en las provincias argentinas. Uno siempre espera de ellas encontrar algo de lo que es en sí misma esa provincia. Como cuando en un film de algún lugar lejano, entre lo extraño y lo diferente, se puede intuir algo del orden de lo mismo. Sin embargo cuando sólo se observa algo parecido a todo, se debería sospechar del engaño o autoengaño. Como las antiguas producciones de Hollywood: donde los afro descendientes eran actores blancos pintados con betún o como también lo ojos rasgados lo son a base de estar maquillados. Como el idioma: todos hablan el inglés. No se sabe cómo ni por qué, es más fácil no molestarse con eso, el inglés es relativamente fácil de aprender. Quizás algún día, un anciano camine por la costanera del Río de la Plata, como ahora lo hace un anciano en Jerusalem y se pregunte extrañado, ya no por el Idish sino por el Castellano. En esa pérdida de singularidad se encuentra 7 perros, produccion cordobesa que podría suceder en Nueva York o en CABA, da lo mismo, la resolución de un conflicto pareciera que es igual en todas partes, y que la humanidad se dirige a un mundo de mismidad por temor de quedarse afuera de algo que por sí mismo lo excluye. En este film, el afán ideológico se devora la película. Aunque el director Rodrigo Guerrero (El invierno de los raros (2011) El tercero (2014) y Venezia (2019) diga lo contrario, es una historia que sólo se sostiene en querer mostrar un final, un padre brindando con su hija por internet, porque claramente “en Argenzuela” no se puede vivir, o se vive muy mal, tan mal que la única compañía posible son los 7 perros que finalmente (juicio mediante) el hombre entiende que debe regalar par poder vivir “dignamente”. En esta síntesis, se entiende claramente el planteo del film: la ley o sea los que manejan la ley (o el poder legislativo) es la que finalmente determina cómo se debe convivir, (¿se escucha Lawfare en algún lado?). Y finalmente bajo el peso de la ley, todos podemos convivir solidariamente y con amor, tanto la pareja gay, el marido abusivo y golpeador, la divorciada “apetecible” menos la intelectual, representada por una mujer de rasgos y atuendos ciertamente musulmanes o del Norte de Africa. ¿A quién se refiere? Sabemos que muchos intelectuales franceses son en realidad sirio-libaneses o marroquíes o argelinos. Vamos por partes, un marido que golpea a su mujer no es denunciado y es aceptado porque finalmente un perro le es regalado; no es tan importante estudiar, porque finalmente aunque estudies en argenzuela te puede ir mal, todo se arregla con solidaridad y con empatía (canción final) lo que no se arregla es la relación con la pianista. La historia recorre un arco que es fácilmente transponible a una visión particular de la Argentina: hubo un lejano tiempo en el que unos imponen sus deseos sobre los otros, la comunidad del edificio debía vivir con el desastre de 7 perros enajenados en un departamento de planta baja, mientras que la salud del dueño (país) lo permitió (gracias a la magia del cine, el olor no tiene más olor que el de la sala, ahora a las flatulencias producidas por las papas fritas con queso) se podía contener el caos (la voluntad o la demagogia populista), resistir los embates de la ley, pero su salud en crisis, (la salud del país) lo lleva a un escenario de materia fecal y obscenidad) que lo hace comprender que debe regalar sin más a los perros y entender por qué si hija está en el extranjero, el país es fácilmente deducible por las horas de diferencia. Bueno si esto no es ideología, ¿la ideología donde está?; la canción final, donde nos dice que sólo con solidaridad y afecto se sale de ésta, como si todo lo otro no importase, es una falacia que no hay que explicar, y el que cree en eso, bueno, no se qué palabras habría que poner aquí para no molestar las nuevas percepciones, que de nuevas no se dan cuenta lo funcional que son las viejas, muy viejas políticas, que ahora se renuevan gracias a los estudios de sociología, de psicología, de teoría del discurso. Como si la usina intelectual de la izquierda, no hubiese servido para mejorar el mundo sino para mejorar la maquinaria del poder vigente, adaptarlo mejor a sus necesidades y ahora. que es global, aceptarlo bajo una suerte de Imperativo categórico. En lugar de vender el departamento e irse a un lugar donde pueda ir a vivir con los 7 perros, promete emigrar enajenando (vendiendo la propiedad) y regalando los perros; la familia es lo más importante, la seguridad de la casa es trivial finalmente, siempre se puede alquilar. Empiezan a sonar las publicidades. 7 perros es un film que parece desordenado y sin objeto alguno, se presenta engañosamente, como los avatares de una persona que se ve sometida por la ley. Cuando en realidad cuenta cómo un consorcio estaba sometido a la voluntad de una persona que no podía ver su incapacidad de mantener las cosas en su sano juicio, creyéndose omnipotente. Pero cuando una incapacidad renal lo lleva a un estado de crisis, entiende lo que de otra manera no podía. Sorprendente elegir una enfermedad que requiere el trasplante de riñones o estar sujeto a una máquina de diálisis, proceso donde es común que los pacientes se abandonen a su suerte por el agotamiento de esperar un trasplante y, cuando trasplantados, están entregados al infame sistema impuesto por los laboratorios. Pero hay que aceptar todo con humor y resignar nuestro deseo frente a la posibilidad de convivencia, porque corremos el riesgo de terminar entre heces propios y ajenos. El país necesita un trasplante clama el film, someternos a laboratorios y majors porque es la manera en la que va ingresar plata al país. Si no, nos quedaremos sin comprar nuestros celulares y móviles de última generación. El film es de la misma índole que Made in Argentina, con su final apologista, si no nos podemos ir a USA, al menos la podemos amar con un sticker en el coche. Nuestro film con su final, introduce otra cosa, la impostada alegría necesaria de las fiestas, la alegría porque uno tiene que estar alegre, porque no se reconoce en el protagonista, le tiene lástima. La misma infame negación de quien en el aeropuerto muestra su pasaporte de la comunidad económica europea, ocultando su pasaporte argentino, escena que se puede ver una y otra vez, año tras año. Hay algo de revulsivo en todo el film, al ocultar una historia dentro de la otra, una historia costumbrista que podría ser un cuento de Alvaro Yunque, pero que finalmente es una aceptación incondicional del estado actual de las cosas. Si las historias pasadas tenían un héroe que se revelaba contra el destino ciego, si el primer proletariado luchaba por no trabajar bajo un sistema esclavizante, hoy en día los héroes de estas historias, piden por favor no ser excluidos del sistema, la historia es sobre cómo adaptarse, como lograr ser uno más, como me dijo algún “niñe”: la culpa de absolutamente todo, la tiene el deseo, como si parafraseando el film Mujer maravilla 1984; hoy no hay que tener deseo y en eso también se va el saber, el arte y también el amor. Estrena el 22 de setiembre
El amor a nuestras mascotas, la concientización sobre la tenencia responsable y la infinita enseñanza que los animales nos legan son algunas de las reflexiones que quedan latentes luego del visionado de un film tan conmovedor como “Siete Perros”. Rodada en Córdoba durante 2022, fue estrenada en salas locales hacia el mes de septiembre pasado, también llegando, posteriormente, a pantallas en numerosos festivales. Paula Lussi guiona la historia acerca de un hombre de mediana edad, solitario, quien atraviesa una delicada situación de salud y percibe la hostilidad del consorcio al que pertenece. Consorcio, esa pequeña comunidad microscópica en donde fluyen tensiones y se solicitan deberes a cumplir. En su hogar, un pequeño departamento, un hombre común ha convertido a siete perros en su familia directa, a quienes cuida y ama profundamente. Este noble retrato acerca de la soledad, la intimidad y la angustia existencial de un ser incomprendido, adquiere notable dimensión gracias a la inmensa labor interpretativa de Luis Machín, intérprete dueño de una versatilidad descomunal. Con extrema sensibilidad y sutileza, consigue transformarse para componer a este provinciano encantador, amante de los perros; desbordante de ternura para con ellos. El relato que se nos narra es más bien agridulce, su corazón también se ha convertido en sede de una inenarrable angustia. Protagonista absoluto de la historia, el hombre habla con sus perros y se rodea de ellos; se comunica con sus semejantes con parsimonia y sencillez, busca salir de su cascarón introvertido, en pos de una salida colectiva a su acuciante presente. Machín, monumental, se deja cuerpo y alma en cada plano, y su comportamiento nos brinda poderosas reflexiones. “Siete Perros” recurre a nuestra empatía como espectadores. Las normas de convivencia y lo que socialmente avalamos o cuestionamos no siempre se miden con la vara más justa…el comportamiento humano suele dejar bastante que desear.