La llama de la juventud. Si bien existe una correspondencia directa con tópicos ya aparecidos en De jueves a domingo como la presencia de niños, sus juegos dentro de un auto y la mirada sobre los adultos, el tercer opus de Dominga Sotomayor busca el afuera mucho más rápido, no como referencia histórica porque poco importa el año en que transcurre Tarde para morir joven, simplemente referencias a los últimos estertores del Pinochetismo y la idea de un Chile saliendo hacia la madurez luego del referéndum y la apuesta a la democracia. Pero es Sofía (Demian Hernández) y su búsqueda el pivot de la trama, sin dejar de lado la estructura coral por la cantidad de personajes que rodean su derrotero en una suerte de comunidad ecológica, aislada del mundanal ruido urbano y sometida a las leyes de la naturaleza y del libre albedrío. Padres e hijos comparten no sólo el espacio sino también un sentido de la vida más lúdico, aunque también las diferentes maneras de expresar su libertad. Puede ser el arte, la compañía en una charla o la gimnasia del recuerdo para ver dónde se perdió esa juventud, elemento que los rodea en la potencialidad de los niños que no dejan de ser niños en el bosque, con sus atractivos naturales y sus peligros. Pero a Sofía la ausencia materna le pesa tanto como la poca comunicación con su padre, a veces poco activo en el seno de esa comunidad. El despertar sexual también es algo que ocupa parte de su búsqueda personal y los ojos se debaten entre un muchacho más grande que ella, con quien escapan cada vez que pueden, y su vecino Lucas de la misma edad que ella. Ambos pre adolescentes, ambos a veces avergonzados por las conductas de sus padres pero con esa desfachatez propia de la edad para que el contraste generacional fluya en una trama que también fluye desde las pequeñas anécdotas hasta la acumulación de diálogos y detalles para terminar de construir a cada uno de los habitantes de esa comunidad. Sin lugar a dudas como ocurriera con su opera prima, Dominga Sotomayor consigue generar empatía con su forma de abordaje de lo humano, con la constante incorporación de elementos contextuales sin un sentido únicamente histórico, sino más arraigado a lo melancólico como aquel que se produce con el recuerdo del tema La pachanga de los rosarinos Vilma Palma e Vampiros, sin dejar de rescatar la sentida interpretación del “hitazo” Eternal flame, de The Bangles, en acordeón desde la cálida voz de Sofía.
La libertad Fiel a un estilo observacional, de atmosferas, la chilena Dominga Sotomayor (Últimas vacaciones en familia, 2011), primera mujer en ganar el Leopardo de Plata a la mejor dirección en el Festival de Locarno, aborda en su último trabajo, Tarde para morir joven (2018), los primeros meses de la post dictadura chilena a través tres chicos integrantes de un grupo de familias que deciden vivir en comunidad a los pies de los Andes. Es el verano de 1990 y en Chile la democracia es un hecho. Un grupo de familias forman una pequeña comunidad autosuficiente lejos de la ciudad. Dentro del grupo, heterogéneo, la directora reposará su mirada sobre dos adolescentes y una niña pero sin descuidar el accionar de todo el colectivo humano para trabajar sobre la nueva condición a la que deberán enfrentarse: la libertad Sotomayor propone un relato intimista de diálogos distantes y grandes silencios, en donde cada uno de los personajes experimenta de manera interna ese nuevo momento en el que se encuentra. Planteada como un coming-of-age film, la directora trabaja sobre la transición política y social del país a través de los cambios a los que se enfrentan Sofía, Lucas y Clara, y de como ellos descubren una nueva forma de vida donde la libertad no es solo una palabra efimera sino algo tangible, un hecho en concreto, que deberán aprender a manejar para que no se les escape de las manos. Película de iniciación, Tarde para morir joven habla sobre las utopías de una sociedad que renace a través de la mirada representativa de tres personajes que como el país se enfrentan a grandes cambios, marcando el fin de una etapa donde el futuro es incierto y todo lo nuevo es un aprendizaje, un descubrimiento. Sofía, Lucas y Clara, como la sociedad de entonces, no solo deben enfrentarse a un nuevo modelo, sino que además tienen que aprender a vivir con él. Elegante y arriesgada, Sotomayor retrata de manera poco común un momento emblemático de Chile y lo hace a través de una historia de amoríos juveniles y perros perdidos, donde cada uno de sus personajes deberá, como el país, aprender a vivir en libertad.
Vivencia de los primeros amores, temor sobre lo inesperado, un relato desde una mirada juvenil, donde los adultos se encuentran en un segundo plano. Los niños y adolescentes son los protagonistas. “El cine tiene la posibilidad de capturar las cosas que se escapan, lo efímero, y eso me motiva”, Dominga Sotomayor. “Tarde para morir joven” surge en base a recuerdos autobiográficos de las experiencias de la directora chilena al crecer en la comunidad ecológica alternativa de Peñalolén. El año es 1990, justo después de la caída de la dictadura de Chile, y aunque la política nunca se menciona, Sotomayor evoca a una nación encabezada por una transición incierta. Cerca de Santiago vive una comunidad hippie aislada en las laderas de los Andes, donde mientras los habitantes se preparan para una fiesta de Año Nuevo, la joven Sofía (Demian Hernández) se muestra cada vez más contraria al afecto infantil que le arroja su incómodo compañero, Lucas (Antar Machado), y al mismo tiempo se siente atraída por los mayores, pero casi ciertamente menos adecuados como Ignacio (Matías Oviedo). Sofía, de 16 años, se mudó recientemente a un pueblo nuevo. Las casas aún están en construcción y solo tienen plástico transparente en lugar de paredes adecuadas; las tuberías de agua causan problemas, hay una discusión sobre si y cómo se debe llevar la electricidad a la comunidad. Pero también hay un sentido de libertad y una vida sin preocupaciones. La visión melancólica triste de Sofía y sus distintos intentos de salir de esa opresión hacen interesante la cinta, la cual retrata los primeros amores y miedos, a su vez plasmando una libertad casi ilimitada, en donde al mismo tiempo se centra en la búsqueda de “libertad”. Los personajes centrales de esta historia llaman, pero no atraviesan las puertas de la edad adulta. La pérdida de la juventud, del futuro, de lo que aún está por llegar y de la incertidumbre en que nos sumimos al crecer. No hay gran brillantez en las actuaciones, pero encontramos cierta naturalidad, la transición emocional que se muestra es correcta, pero no se llega a conectar en total para generar emotividad. Diálogos inconsistentes que no potencian la película, siempre al borde de su punto de esplendor convirtiéndose en aceptable. Toca un mundo de contrastes, ansias de vivir y encuentro de libertad, formas de convivir y aprender a lidiar, lo que le da una lógica y concordancia con el título de la cinta. Por otra parte, en cuanto al aspecto técnico, hay que destacar los planos filmados en la oscuridad, captando las siluetas mostrando su lenguaje. Al igual que los paisajes, escenas cotidianas, luces, y colores dándole un tono de pesadrume de soledad y pena. En síntesis, “Tarde para morir joven” busca reflejar la vida desde el punto de vista adolescente, los mayores aparecen más desdibujados, marcando el fin de la infancia, embarcándose hacia grandes cambios y centrándose en el puro sentimiento desde lo juvenil su pureza, la incertidumbre, y sus dudas. Donde el futuro es confuso e incierto. La película ha sido definida como una secuela espiritual de su ópera prima de “Jueves a Domingo” (2012).
Esta película dialoga, inevitablemente, con otra reciente producción chilena, “Princesita”, de Marialy Rivas, sin embargo, en la potencia del personaje central, Sofía (Demián Hernández) hay una riqueza extracinematográfica que la impulsan hacia lugares diferentes. Una coming of age distinta, que bucea en un verano y la cercanía de cuerpos, aromas, naturaleza, para configurar un despertar hacia la vida y la adultez.
Tarde para morir joven deja el hoy para ir hacia el ayer, hacia la obra anterior de la joven cineasta chilena –la película ha sido definida como una secuela espiritual de su ópera prima, De jueves a domingo–, y hacia su propia vida, con ciertos elementos de carácter autobiográfico. La acción del film transcurre en un espacio concreto y en un tiempo aún más determinado, pero remite a cualquier lugar y a cualquier época. Diciembre de 1989 y principios de 1990, por ejemplo. Aprieta el calor del verano austral. En la periferia rural de Santiago de Chile una comunidad de amigos o familiares parece ajena a los cambios que está experimentando su país… y aun así, todo está cambiando entre sus miembros. Unos meses antes, el pueblo censado votó en referéndum plebiscitario que Augusto Pinochet debía abandonar el poder. Un año antes, el mundo oía por primera vez los acordes del éxito pop Eternal Flame. Y resulta que una efeméride está directamente ligada a la otra. En este encuentro de mareas teóricamente irreconciliables se mueve la protagonista de esta historia, no una chica, sino más bien una juventud que está tomándole el gusto al aprendizaje vital. Ni niñas ni mujeres; ni nenes ni hombres. Los personajes centrales de esta historia llaman pero no atraviesan las puertas de la edad adulta. Un trayecto en moto, una pitada a un cigarrillo, una respuesta fuera de tono… Es el placer incomparable e irrepetible de las primeras veces.
Ganadora del premio a la mejor dirección en el Festival de Locarno, la chilena Dominga Sotomayor ratifica y consolida en Tarde para morir joven el talento y la sensibilidad que había insinuado hace seis años en su ópera prima, De jueves a domingo. Si bien en el medio filmó Mar en la costa argentina, De jueves a domingo y Tarde para morir joven podrían analizarse como un díptico inspirado en experiencias autobiográficas. En el caso de este tercer largometraje, está ambientado entre fines de 1989 y principios de 1990; es decir, las postrimerías de la dictadura de Augusto Pinochet: tiempos de cambios. En un ámbito rural en las afueras de Santiago, unas cuantas familias se plantean la posibilidad de vivir en comunidad, aunque las condiciones son bastante precarias y se perciben diferencias no menores entre los distintos integrantes. En ese contexto, los adolescentes atraviesan sus propias experiencias de iniciación y empiezan a sentir las contradicciones respecto de los adultos. La obra de Sotomayor prescinde de las tramas clásicas, de las construcciones dramáticas tradicionales, para apostar, en cambio, por el retrato coral, la construcción de climas y el trabajo sobre los estados de ánimo. Bella, lírica y melancólica, "dialoga" con las películas de Mia Hansen-Løve o Maren Ade y, si sus interlocutoras fueran argentinas, con las de Celina Murga, Milagros Mumenthaler o Lucrecia Martel. Un cine concebido con fluidez, elegancia y una poderosa capacidad de seducción.
De la directora chilena Dominga Sotomayor, quien también escribió el guión, que elige mostrar un momento histórico en Chile, el fin de la dictadura de Pinochet, pero por sobre todo, ese tiempo mágico y único donde muchos niños y adolescentes comienzan a saborear la libertad y la afirmación de su camino a la adultez. En las afueras de Santiago, un grupo de amigos y familiares decide vivir en comunidad. Por convicción, para que sus hijos se críen lejos de los peligros de la ciudad, inmersos en la naturaleza. Mientras los adultos deciden si tendrán luz eléctrica, los pequeños, adolescentes y preadolescentes descubren deseos, secretos, amores, pasiones, dolores. La pericia de la directora, galardonada como la mejor en Locarno por este film, es el registro vivo, complejo en cada toma, de esos momentos preciosos e inolvidables, de esos climas que nos invitan a compartirlos, a sentirnos parte de una luminosidad tan intensa como la vida misma.
Sobre libertades reales y simbólicas En su tercer largometraje, la directora chilena aborda la vida de jóvenes y adultos a comienzos de la década de los 90, recién terminada la dictadura de Pinochet. La película habla de nuevas y viejas libertades, algunas de ellas irrecuperables. A comienzos de la década de los 90, cuando la dictadura pinochetista que aplastó a Chile durante más de 15 años recién terminaba, la sociedad de ese país era como un perro al que habían mantenido atado durante toda su vida y al que de golpe le aflojaron la correa. Entonces, en un inesperado descuido, el perro aprovechó para escaparse y correr, aunque sin saber bien para dónde ni para qué, pero lejos de la mano que lo retenía. Dicho de manera reduccionista, esa podría ser, quizás, una de las metáforas sobre las que la joven y emprendedora directora Dominga Sotomayor se apoyó para construir la historia de Tarde para morir joven, su tercer largometraje. Es además un elemento importante de la película, que aparece ya en la primera escena. Un puñado de chicos de distintas familias se amontona dentro de un auto que los lleva a su último día de clases y Frida, la perra de Clara, una de las nenas, corre detrás del auto hasta que este consigue dejarla atrás. Pero ella no se detiene y sigue su carrera por el camino polvoriento. Es lo último que sabremos de Frida. La historia de Clara es además una de las tres que la directora usará para contar la suya, la de una comunidad que vive apartada de los grandes centros urbanos, en un territorio agreste al pie de los Andes, y se prepara para la fiesta de Año Nuevo. Dentro de esa comunidad, a la que se puede catalogar como un exponente de hippismo tardío, a Sotomayor le interesan más las dinámicas que se dan en los vínculos entre los chicos, aunque siempre con un ojo puesto en el contraplano necesario que representan los adultos. Siguiendo en la misma línea de la figura del perro, los tres protagonistas, Clara, Sofía y Lucas, tienen menos de 16 años. Es decir que literalmente nacieron y vivieron toda su vida en el cautiverio de la dictadura. En el caso de los dos últimos, el final de esta coincide con el período más álgido de la adolescencia, potenciando la confusión y los deseos desesperados de apropiarse de todas esas nuevas libertades, reales o simbólicas, para las que nada ni nadie los preparó. En el caso de Sofía, interpretada por el joven actor transgénero Demián Hernández, se trata de encontrarse tironeada entre sus propios deseos y los ajenos, entre sus necesidades e imposibilidades y las de los demás. Aunque es la mejor amiga de Lucas, quien de forma evidente está enamorado de ella, Sofía se involucra con Ignacio, un joven bastante mayor que la seduce cuando reconoce que ya no es una nena. Para ella esa experiencia equivale a “soltarse del collar y correr”, sin saber que puede acabar extraviada como Frida. Y Lucas, un poco más lento en su desarrollo, no podrá hacer más que resignarse a ser testigo de ese proceso y sufrir en silencio, imposibilitado de intervenir como quisiera. Clara mientras tanto consigue que su madre se encargue de buscar a Frida y creyendo haberla hallado, van hasta la casa de una familia humilde que tiene una perra parecida. Pero la señora de la familia humilde les dice que esa es su perra, que se llama Cindi y que es la mascota de su hija. Entonces la pose progresista de la familia hippie se desmorona: la madre de Clara hará valer la diferencia de clase (porque ser hippie nunca significó ser pobre) y termina aprovechándose de la necesidad ajena, para llevarse a Cindi por unos cuantos pesos. Tal vez sea posible leer en esta escena una nueva metáfora: la libertad recuperada en 1990 podrá ser parecida, pero no es la misma que la que se perdió en 1973. La revelación trae consigo el golpe del desengaño y este se convertirá en el comienzo del duelo que implica admitir que lo que se perdió es irrecuperable. La niñez, los sueños, Frida. Aquella libertad.
En su tercer largometraje, la chilena Dominga Sotomayor (De jueves a domingo) presenta Tarde para morir joven, una película con apuntes autobiográficos en donde captura la transición entre la adolescencia y la adultez. La película se sitúa en el verano de 1990, justo después de la caída de del dictador Augusto Pinochet. Con la vuelta de la democracia se respira un cambio de aire en Chile. En este sentido, un grupo de familias se muda a una especie de comunidad ecológica. Allí las casas todavía están en construcción -las paredes están hechas de plástico-, las tuberías de agua generan dolor de cabeza entre sus habitantes y, para colmo, estos no logran ponerse de acuerdo con respecto al uso de la electricidad. Tarde para morir joven se centra principalmente en Sofía (Demián Hernández), una joven de 16 años que se fue a vivir con su padre a esta especie de aldea, aunque analiza la posibilidad de mudarse junto a su madre luego de fin de año. La adolescente pasa sus días fumando y coqueteando con Ignacio (Matías Oviedo), un hombre mayor que visita la comunidad de vez en cuando. Lucas (Antar Machado), un amigo de la protagonista, sufre al ver como su amada comienza a alejarse de él para entablar una relación con aquel hombre. La película en sí no cuenta con una estructura narrativa clásica marcada -inicio, nudo, desenlace-. No hay un “problema” que deba resolverse, sino que el conflicto está puesto en las sensaciones/emociones de los personajes. Sofía no sólo debe lidiar con la separación de sus padres, sino con la ausencia de estos (uno de manera emocional y otro de manera física). Esto nunca representa el nudo que debe resolverse en la trama, sino que más bien pone en foco la dificultad que enfrentan los jóvenes al atravesar el periodo de la niñez a la adultez. Tarde para morir joven se disfruta más desde un aspecto sensorial que narrativo. La fotografía es uno de los puntos que más ayuda a destacar el clima nostálgico y de cambio que predomina en la película. La paleta de colores, un toque atenuada, nos transporta al pasado -o al menos nos da una sensación de este-. Esto pese a que el arte y el diseño de vestuario parecen indicar lo contrario. La banda sonora, compuesta por música de los años 80, también realza este sentimiento de nostalgia de un pasado que ya no es y un futuro incierto.
Redescubriendo la libertad Luego de la reciente vuelta de la democracia en Chile, en 1990 Sofía, Clara y Lucas, unos jóvenes adolescentes, tienen sus primeras experiencias amorosas y atraviesan los miedos que estas conllevan. La historia se despliega en una comunidad aislada lejos de los peligros de la ciudad durante las preparaciones para la fiesta de año nuevo. La historia de Tarde para morir joven está basada en recuerdos autobiográficos de la infancia y adolescencia de la directora chilena, que creció en una comunidad ecológica alternativa. Se muestra la vida de Sofía, de 16 años, recién mudada a este pueblo, donde se encuentra con una nueva libertad y una vida con menos preocupaciones. Las actuaciones de los adolescentes se destacan, resultan naturales y cautivan la atención del espectador. Los adolescentes nos hacen emocionar con sus historias a través de situaciones mínimas. Las historias y actuaciones de los personajes más jóvenes contrastan con la de los adultos, que podrían tener un poco mas de desarrollo y dinamismo. La trama es fluida, y aunque la película es un poco larga, lo sensorial nos seduce y hace la película muy disfrutable. Tiene planos filmados en la oscuridad casi impecables, que logran expresar a través de siluetas más de lo que esperamos. La iluminación y los paisajes le dan el tono melancólico que atraviesa toda la película. El aspecto sensorial supera ampliamente al narrativo, hace que nos traslademos al pasado pero no nos cuenta una historia demasiado diferente a las “coming-of-age” de los últimos años. Tarde para morir joven busca reconectarnos con nuestro adolescente interior y la intensidad que eso significa, cuando el futuro es confuso e incierto. La banda sonora compuesta por música de los años 80 nos hace trasladarnos hacia un pasado y transmitirnos un sentimiento nostálgico.
Dominga Sotomayor es una joven realizadora chilena, la primera mujer que se alzó con el premio a la Mejor dirección del Festival de Locarno con esta película. "Tarde para morir joven", con elementos autobiográficos, cuenta la historia de un grupo de niños y jóvenes que vivían en la Comunidad Ecológica de Peñalolen (Chile) en los "90, luego de la dictadura de Pinochet. El núcleo del relato se centra en los chicos de la comunidad que comienzan a desplazarse en libertad en un espacio en que se convive con la familia y los vecinos en forma permanente fuera de toda modernidad, con objetivos comunes, en contacto con la naturaleza. Estamos casi a fin de año y la cámara elige a dos adolescentes y una niña para seguir especialmente su recorrido. Sofía, hija de padres separados, que se irá a vivir con la mamá fuera de la comuna luego que la venga a buscar en las fiestas; Lucas, su amigo del alma que ve con tristeza como en el amor por Sofía otro le ganó de mano y él sólo puede ahora dedicarse a la música y observarla amorosamente; y la pequeña Clara, de unos nueve años, que se pasa toda la película descubriendo a los demás, aprendiendo de la vida y buscando a su perro. Película de chicos que empiezan a diferenciarse identitariamente en su mundo, que sienten deseos, que están en disconformidad con los adultos, que empiezan a amar o a darse cuenta de que las cosas no son sólo como las ven, chicos que quieren vivir su vida. Silencios, pocos diálogos, muchas miradas de los chicos a los grandes, de los chicos entre chicos, con una naturaleza casi salvaje que los rodea y hasta parece protegerlos del incendio final. ESPONTANEIDAD Con la protección de la música con la que se identifican y los animales que los acompañan, la directora de poco más de treinta años llama la atención por un estilo donde predominan la fluidez y frescura con que maneja el relato, y la naturalidad que logra en todo ese plantel de chicos y adolescentes que se muestran con una espontaneidad llamativa. La directora misma, Dominga Sotomayor, formó parte de ese grupo comunitario de impronta hippie y vivió esa vida de casas de adobe, huertos orgánicos, respeto a la naturaleza y gran parte de la infancia a la luz de velas y faroles. Allí se los criaba para la libertad, exactamente en el momento político en que terminaba la dictadura pinochetista y se vislumbraba un horizonte amplio. Un grupo de niños, adolescentes y adultos pueblan el relato cinematográfico. Son el actor transgénero Demián Hernández, en el papel de Sofía; Antar Machado como Lucas y Magdalena Totoro como la pequeña Clara.
¿TODO TIEMPO PASADO FUE MEJOR? Amigos, familia, fiesta, vacaciones. Nada más oportuno para un grupo de familias y sus hijos adolescentes que un fin de año en el medio del campo, alejados de un momento histórico oscuro de Chile, fines de la década de 1980 y principios de 1990. Año nuevo, cambios, desvíos, encuentros y desencuentros, balances. De esto, de resabios autobiográficos se trata Tarde para morir joven, de la talentosa cineasta chilena Dominga Sotomayor. Con una fotografía muy bella, un color sentimental que nos instala en el pasado próximo, la película nos presenta una historia pequeña, pero universal. Un grupo de familias se juntan en un pueblo de campo a festejar año nuevo. En ese rejunte de personas, hay incipientes amores adolescentes, desencuentros familiares, aceptaciones de actitudes de los otros que nos molestan, nos movilizan, nos angustian… y eso nos pasa a todos. Con pequeños gestos, miradas y planos delicados, el film nos muestra este atravesar de los personajes en el cambio, que no solo es el cambio de año y de forma de gobierno (finalización de la dictadura de Pinochet y retorno de la democracia), sino también el cambio de cada sujeto a nivel personal. Los diálogos son cortos y escuetos, los personajes no se dicen mucho entre sí, pero desde lo actoral se entiende todo, desde incomodidades, deseos, fracasos e incertidumbre. Como dice el dicho, una imagen vale más que mil palabras… y bien cierto es. En la era de lo virtual y la exposición de todo lo que nos pasa en las redes, Sotomayor nos traslada a la época de lo analógico (aunque el film no explicite en qué año está instalada la acción, entendemos que es en la década de los ´80s), donde el encuentro entre los cuerpos era más importante, y sobre todo este encuentro, lejos de donde había muchos que desaparecían sin rastros en manos de una dictadura feroz e injusta. Tarde para morir joven es un film minimalista, sencillo pero eficaz. Los actores y la fotografía sostienen una acción que es lenta y casi que no lleva a ningún lado, pero sí nos traslada a pensar a aquello que fuimos, lo que somos, lo que nos permite cambiar y lo que nos hace cambiar, mirando al pasado en vistas al presente, porque un pueblo con memoria no repite los mismos errores y eso… hay que recordarlo siempre.
Dirigida y escrita por Dominga Sotomayor, "Tarde para morir joven" es un retrato sobre la juventud que se sucede durante un verano de 1990 en Chile, justo después de la Dictadura. Sofía, Lucas y Clara, dos adolescentes y una niña, viven junto a sus familias en una comunidad aislada a los pies de los Andes, alejados de la urbanidad y construyendo su propio mundo. Para algunos también es una especie de momento transitorio, “estoy feliz de estar acá pero también estoy feliz de irme”. Mientras esperan y preparan todo para la celebración de Año Nuevo, Sofía espera la llegada de su madre para poder irse con ella mientras vive con su padre que se separaron hace poco. En el medio, sucede la adolescencia, con ese tumulto de sensaciones e inquietudes. Sotomayor retrata estas juventudes a través de una fotografía cálida y con una música que funciona además a nivel narrativo. La música es importante para estas personas, a la larga estamos ante una comunidad artística, para quien quiere cantar en Año Nuevo, para Lucas y su bandita, o para Sofía que quiere irse a vivir con su madre que es cantante. En "Tarde para morir joven" estos personajes parecen vivir como en una especie de vacaciones permanentes. Momentos de ocio al aire libre, cigarrillos, salidas nocturnas, bailes, amoríos en los que escabullirse. Si bien Sotomayor decide enfocarse en estos jóvenes (y quizás por eso los personajes adultos queden algo desdibujados), Sofía es el personaje que mayor y mejor desarrollo tiene, y a eso se le suma la interpretación cautivante de Demian Hernández. Después está Lucas, a quien Sofía le gusta pero nunca se atreve a ir más allá. Y Clara, la niña a la que pierde el perro y recuperarlo sea tal vez aún más doloroso, aunque no para ella. Hay también una sensación de melancolía durante todo el relato y a la larga quedarán expuestas muchas decepciones. Quizás porque la vida nunca puede ser todo el tiempo como unas vacaciones de verano, y el idilio en algún momento se rompe, o uno crece y de a poquito se va resquebrajando. "Tarde para morir joven" es una película sencilla y hermosa que a través de pequeñas cosas y momentos logra retratar una historia de las llamadas "coming of age" (de maduración) de una manera muy sensorial. Como dato de color, con esta película Sotomayor se convirtió en la primera mujer en ganar el Leopardo a la Mejor Dirección en el Festival de Locarno.
La película de la realizadora chilena se estrena en la Sala Lugones el jueves 25 tras un gran recorrido por festivales como los de Locarno (donde ganó el premio a mejor directora), Toronto, Nueva York, Londres y Pingyao, donde se presenta el 18. Se trata de un extraordinario retrato de la vida en una comunidad de artistas en el Chile de principios de los ’90 contado a partir de las experiencias de los niños y adolescentes que vivían ahí. De a poco, como en una fiesta a la que uno llega y no conoce a casi nadie, van apareciendo las personas que dan vida a TARDE PARA MORIR JOVEN, una película que arranca a media res con un perro peludo persiguiendo en cámara lenta a un auto atestado de niños que parecen estar terminando el colegio o algo así. La idea de coche, de chicos y de lo que parecen ser vacaciones hace pensar que la nueva película de Dominga Sotomayor tendrá algo de secuela de su opera prima, DE JUEVES A DOMINGO, pero en realidad no lo es tanto. Al menos, no en lo formal. Pero sí lo es en cuanto a continuación de un recorrido que incluye autobiografía, protagonistas niños y adolescentes, familias en plena disolución y una mezcla de caos con ocio que tiene un aroma muy parecido a las vacaciones. En realidad, en la comunidad artística, casi neo hippie en la que viven los personajes de TARDE PARA MORIR JOVEN, no se puede decir que se trate estrictamente de vacaciones pero se le parece bastante. Para los niños que terminaron clases, obviamente. Pero hasta lo es para los adultos, quienes más allá de algún debate sobre el uso de la electricidad, parecen no tener nada parecido a un trabajo convencional. Durante un buen rato, por el modo de vida y ciertos looks, da la sensación que estamos viendo algo que transcurre a fines de los ’60 o principios de los ’70, pero al rato notamos –por detalles específicos o musicales– que no es así, que estamos ya a principios de los años ’90 y que, tras la caída de Pinochet, algunos chilenos parecen habitar una suerte de primavera de mañanas campestres con dos décadas de demora. En medio de ese caos pronto se delinearán algunos personajes. Como en LA CIENAGA –película cuya influencia en el cine latinoamericano es a esta altura demencial–, la cámara fluye y flota a través de ellos y vamos captando sus relaciones de a poco. Se trata de una película, como aquella, coral. Pero no solo de personajes sino una suerte de coro al que se suma el propio espacio físico ya que el lugar es tan protagonista como la docena de personajes que lo recorren. La principal es Sofía (Demián Hernández), una chica de 16 años que lidia con la separación de sus padres y vive allí con su papá mientras su mamá permanece en la ciudad. En esos días de ocio, baños, cigarrillos y caminatas se enreda con Ignacio, un tipo bastante más grande que ella, mientras Lucas (Antar Machado), que aparenta ser amigo de toda la vida, mira la situación con el dolor de quien sabe que debería haber dado antes ese primer paso que no se atrevió a dar. Pero las cosas que le pasan a ambos se mezclan en un espacio tridimensional que el director de fotografía Inti Briones filma de manera tal que no necesariamente lo que sucede más cerca de la cámara es más importante que el resto. El sonido aporta también para otorgarle a TARDE PARA MORIR JOVEN una suerte de permanente cacofonía de voces en distintos planos que se entremezclan. Lo mismo que los personajes, como Clara (Magdalena Totoro), una chica de unos 8 años que por la edad, y algunas circunstancias específicas, parece ser la verdadera alter-ego de la directora, y que observa todo con una mirada que parece analítica y hasta capaz de tomar cierta distancia de los hechos. Mientras hay disputas y situaciones confusas con la gente del pueblo (queda claro que existe una tensión silenciosa entre los habitantes de la zona y los hippies con medicina prepaga que viven ahora ahí de manera “exótica”), la película se va organizando en torno a una fiesta de fin de año en la que, uno imagina, el tenue hilo que sostiene a la comunidad se resquebrajará un poco más todavía. Llegará, sobre el final, una situación dramática que es lo más parecido que la película tiene a un conflicto declarado (los otros existen, claro, entre padres, hijos, vecinos y amigos, pero son silenciosos, soterrados, sostenidos con miradas), pero aún así no se trata de un relato que conduce a un final aleccionador. Si bien la película tiene algo de ese esquema tipo LA TORMENTA DE HIELO, no se trata de una simple condena y juicio a una tardía “me generation” sino un retrato personal de una experiencia que era menos idílica y más compleja de lo que parecía en el momento. TARDE PARA MORIR JOVEN es una de esas películas que respiran cine por todos lados y que se disfrutan y aprecian más cuando se las ve como tal, como una exploración audiovisual y sensorial de una época, como lo que produce un perfume o una canción, y no tanto como una historia de pasos firmes a ser narrada. En ese sentido, se aprecian particularmente escenas y momentos: un chico que baila, un hombre que manguerea un coche como si nada pasara, un baño en el río, dos cuerpos que se rozan, una mirada penetrante, un autógrafo, una canción cantada desde un escenario con la voz entrecortada. De esos momentos, que son nostálgicos pero a la vez no lo son, que tienen algo de versión elegante y refinada de un VHS grabado en esos años, se compone la película de Sotomayor. Como si su memoria –la realizadora ha dicho más de una vez que hay mucho de autobiográfico en todo lo que cuenta aquí– se fuera plasmando en la pantalla de a pedazos sueltos, a la manera de esos sueños que uno recuerda a medias y que solo se terminan porque uno se despierta.
Plano cerrado. Interior de un auto que va recogiendo jóvenes. Los adultos están fuera de campo al principio de Tarde para morir joven de Dominga Sotomayor (reciente ganadora del Leopardo del Festival de Locarno 2018 por su rol como realizadora), como también lo estará el contexto político de Chile hacia principios de 1990, a no ser por sutiles indicios y por el color de las imágenes. Un grupo de familias se instala cual comunidad en la periferia de Santiago, pero cuando asoman los primeros cruces en la convivencia el foco se desplaza a los conflictos internos de los jóvenes y niños. Uno de ellos es Lucas, con aspiraciones rockeras y no correspondido en el deseo. La otra es la pequeña Clara, quien ha perdido a su perra. Entre ellos, Sofía, cuyo tránsito hacia la adultez no termina de definirse más allá de los intentos por conocer qué es el amor, fumar y enfrentar la ausencia de sus padres. La cámara de Sotomayor va a la caza de aquellos momentos en los que el rostro y el cuerpo de la joven se encierran en una intimidad donde solo cabe la percepción. Este es el punto de llegada de la película, el extremo del embudo cuya máxima apertura es el país (con Pinochet abandonando el poder) y la punta inferior una identidad que intenta descubrirse. Este recorrido donde los tiempos muertos están al borde de la solemnidad indie y los vientos de Lucrecia Martel y “su ciénaga” se hacen presentes, es el lugar seguro que el público y el jurado de festivales aprueba. El principal argumento para ello es la delicadeza con la que la directora traza estados de ánimos despojados, donde la procesión va por dentro y es la naturaleza misma la que marca el tiempo. Hay amenazas latentes en Tarde para morir joven, bombas que están activadas y que involucran sentimientos. Otras están sugeridas e invitan peligrosamente a asociaciones ilícitas en el cine (por ejemplo, el fuego en el bosque como metáfora del peligro de la comunidad y, por ende, del país). Sin embargo, lo que sostiene a este cuadro anímico es la enorme presencia de Sofía. Todo concluye en ella, en sus rituales cotidianos y en su búsqueda de amor, siempre entre la excitación que le provoca un pibe en moto que viene esporádicamente al lugar y la duda sobre lo que depara el futuro. En esa encrucijada adolescente se juega la película. Pero también está la otra encrucijada, la del país. Si la libertad asoma tímidamente a partir del referéndum que votó la salida del dictador del poder, el estado de incertidumbre se traslada a los primeros intentos de convivencia de las familias involucradas en la comunidad, donde las complicaciones brotan despacio, pero firmes. Todo teñido en una extraña melancolía sugerida por las tonalidades coloras de las imágenes y por la suspensión del tiempo donde parece reinar un presente eterno a medida que la gente se reúne para cantar, prenderse un porro o coincidir en festejos caseros. Asimismo, diferentes piezas que representan situaciones problemáticas confluyen hacia el final aunque lejos del estallido porque la languidez y la morosidad son las armas que mejor maneja la directora, y en medio de esa ciénaga expresiva, hay momentos de belleza que son una bendición y otros que ratifican uno de los problemas del cine contemporáneo, la dilatación innecesaria. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant