Cronista de los márgenes y los suburbios En Vikingo, José Celestino Campusano -una verdadera rara avis dentro del cine argentino- recupera a los personajes de su documental Legión: Tribus urbanas motorizadas (ver aquí) para llevarlos al universo de la ficción (con un gran anclaje en la realidad cotidiana de sus vidas, claro), en el que ya había incursionado con resultados más que interesantes en el mediometraje Bosques y en el largo Vil romance. El protagonista de su más reciente trabajo es el Vikingo del título (Rubén Orlando Benítez), un curtido y respetado motociclista del sur del conurbano, de vida licenciosa, pero al mismo tiempo riguroso padre de familia (esposa, dos hijos y un sobrino al que no puede contener en su raid delictivo), que se relaciona con otro "duro" llamado Aguirre (Armando Galvalisi), un vagabundo también amante de los "fierros" que se instala en su casa luego de haber abandonado a su esposa. El delicado equilibrio de la zona -cada vez más dominada por adolescentes sin códigos que venden paco, roban y matan- se quiebra porque Aguirre -proveniente de Haedo- es visto como un intruso en el lugar. Vikingo hace honor al nombre de la productora del propio Campusano (Cinebruto) porque es un poco bruta, brutal y está llena de problemas (narrativos, actorales), pero al mismo tiempo mantiene la riqueza, la honestidad y la intensidad de sus trabajos anteriores. Creo que en Vil romance la narración estaba mejor construida, pero aquí importan muy poco cuestiones como la prolijidad o la solidez. Estamos ante un cine visceral, concebido sin cálculo, sin prejuicio y sin miedo. A Campusano se le podrán objetar mil y una decisiones artísticas, pero su cine sigue respirando libertad y verdad. Está llamado a ser, por lo tanto, el gran cronista de la marginalidad suburbana, con sus miserias y su contradictoria humanidad. El film fue premiado por el jurado oficial y por el de la crítica internacional FIPRESCI en Mar del Plata, festival que ha acompañado desde los inicios a la carrera de Campusano en un ejemplo de fidelidad con escasos antecedentes para esa muestra.
Luego de una invasión y una falsificación de la identidad verdadera de los motoqueros producto de las producciones extranjeras, ejemplo claro el de la película "Wild Hogs", en la que personas de un "alto" nivel económico salían a las calles con sus motos para recordar viejos tiempos, el cine necesitaba de alguna historia que narre otra mirada sobre un mismo hecho. "Vikingo" es simplemente eso, un punto de vista distinto y realista sobre una forma de vida.
Guerrero Suburbano El segundo largometraje de ficción de José Campusano (Vil Romance), nos sumerge en el universo de los motociclistas del conurbano bonaerense. Vikingo (2009) es toda una declaración de códigos y principios de esta legión de personajes que comparten lealtades y traiciones para soslayar su cotidianeidad. Su protagonista (Rubén Orlando Beltrán) es un motoquero de antaño. Con sus reglas y códigos clásicos enfrenta todos los problemas de la modernidad. Las drogas, los robos y secuestros, la delincuencia juvenil. En ese ambiente hostil debe criar a sus hijos y repartir lealtades con sus amigos. Un héroe clásico que debe enfrentar todos los males modernos. Contextualizada en el segundo cordón del conurbano bonaerense, Vikingo nos representa un modo de subsistencia de la marginalidad. Sus personajes son sobrevivientes cuya resistencia está arraigada por fuertes reglas morales que invitan a relacionarlos con los vikingos de antaño. Ante esta cruda realidad, Campusano elige un estilo de registro frontal y directo, priorizando los valores de sus personajes al enfrentar los hechos, errados o no, pero siempre fieles a un estilo, una estructura de vida tan sólida como digna para solventar sus tragedias cotidianas. Pero hay que aclarar que Vikingo no es un drama sino una suerte de épica moderna. A su vez Vikingo, como Vil Romance (2008), es una película que no se parece en nada a lo estrenado habitualmente. No se parece en nada porque su punto de vista está inmerso en el corazón de sus personajes. No busca mostrar para denunciar, ni exponer para juzgar, la película narra una historia desde el corazón mismo de sus protagonistas. El universo al que accedemos se nos presenta a través de los ojos de ellos. De ahí el rescate de sus valores y códigos. Campusano había dirigido un documental en 2006 que anticipaba como vivían estas pandillas de motociclistas llamado Legión, tribus urbanas. Con Vikingo cuenta una historia centrándose en los motivos y pasiones que movilizan a estos increíbles seres.
Tras presentar el año pasado una de las sorpresas en el Festival, Vil Romance, ésta vez Campusano ahonda nuevamente sobre personajes dentro del conurbano bonaerense, una tribu de motociclistas apasionados en su submundo, con códigos caracteristicos, realidades inherentes a la convivencia, experiencias de vida, la relación con las drogas en menores. El personaje principal es “Vikingo”, una especie de rey del clan, un hombre a quien no debe confundirse por su aspecto, detrás de su coraza de “tipo rudo”, con sus tatuajes, cuero y artesanias yace un ser magnífico, digno de un lider, honesto, con valores, brutal. Al mostrarnos este submundo real, aquí nadie duda que lo acontecido por màs que sea ficción pueda suceder, y es allí al igual que en sus otros trabajos donde Campusano gana al espectador, con su credibilidad. Sin importar que los interpretes sean no-actores, cuestión que se nota abruptamente por momentos, en particular las miradas a camara, capaz algo a tener en cuenta en sus futuros proyectos. A favor, la puesta en escena, fotografía y sonido, se ven notablemente mejorados en relación a su anterior realización.
Motores encendidos Potente filme de José Campusano sobre las tribus motoqueras. Después de Vil romance , película centrada en el choque entre los códigos “pesados” del conurbano y una relación homosexual, José Campusano retoma temas y personajes de un documental previo ( Legión: tribus urbanas motorizadas ) en Vikingo , su filme de 2009 que se mete en el universo de las tribus de motoqueros, sus códigos, costumbres y, también, los potenciales peligros que las atraviesan. Vikingo es el líder de una de estas tribus, dueño de un particular código de conducta, que implica muchas reglas a cumplir (en su familia directa y su “gran familia” motoquera), aunque en otros asuntos actúa de manera algo más laxa. Dos situaciones lo pondrán a prueba. Por un lado está la llegada a su casa de otro motoquero (Aguirre), un tipo que se ha separado de su mujer y que termina uniéndose al grupo de Vikingo, aunque difiera en algunos de los rigurosos códigos que aquel mantiene. Y algo similar pasa con un sobrino del protagonista, que va entrando en una rutina delictiva peligrosa, poniendo en peligro la frágil estabilidad social del grupo. Campusano cuenta su historia de manera simple y directa, sin embellecimientos y con los errores (de actuación, en especial) que conlleva ese acercamiento. Pero, a la vez, esa forma de encarar el tema y el universo le da al filme frescura, humanidad y verdad. Esa paz entre las tribus, entre las generaciones (los mayores se dedican a beber alcohol copiosamente y no ven con buenos ojos el consumo de drogas y el tráfico que ejercen los más jóvenes) y entre los mismos miembros del grupo de Vikingo es la que estará amenazada y la que será fuente de todos los conflictos del filme, que empieza de forma más “documental” y va creciendo en intensidad dramática con el correr de los minutos. Y son los primeros, más que los segundos, los que hacen de Vikingo una buena película: se nota que el mundo está mirado desde adentro, sin juicios de valor (a lo sumo, Campusano se apega a la ética de su protagonista, que pese a su temerario y duro aspecto resulta bastante sensible en muchos sentidos) y sin condescencia, ironía ni intención de “explotación” sensacionalista. Realismo crudo, si se quiere, con ruido de motores a tope.
Motociclistas del sur bonaerense La filmografía de José Celestino Campusano se centra, en casi su totalidad, en retratar personajes que, en la periferia de Buenos Aires, viven una existencia adaptada a costumbres que los ubican entre la piedad, el peligro y el culto a la amistad. Vikingo es una historia narrada con indudable eficacia y cierto patetismo, una radiografía de un micromundo regido por leyes muy particulares. Esta vez el protagonista es un respetado motociclista de vida licenciosa aunque, paradójicamente, rígido en su aplicación de ciertos preceptos morales dentro de su hogar. Vive en un barrio suburbano junto a su esposa y sus hijos, mientras con su grupo de amigos comparte cerveza y fiestas audaces. Un día llega hasta la casa de Vikingo un veterano motociclista vagabundo con un problema amoroso. Instalado en su casa, compartirá con él y su familia una serie de situaciones que los enfrentarán con Villegas, un adolescente traficante de drogas que recluta a jóvenes marginales. Film realizado con escasos medios e inserto en el cine independiente, Vikingo registra con violencia pero también con calidez esta problematizada historia que recorre el tránsito de ese protagonista que halla en su libertad el necesario apoyo para poder sobrevivir en un estrato social alejado de la civilización más pura. La cámara de Campusano, a veces manejada con cierto desprecio por la puntillosidad elemental que pide el cine, observa, sin embargo, y con enorme atención, la trayectoria de esos seres que se unen en medio de una serie de peligros y de sinceros signos de amistad.
Con casco y sobre ruedas El cine argentino no conoce otra obra como la de José Celestino Campusano. Su cine bruto propone un método de trabajo poco transitado hoy en día y a la vez sus obras respiran una fuerza y una vitalidad fundamentales. Sin embargo, siguen siendo poco conocidas en el panorama nacional. Acá, un humilde intento de hacer correr la voz. Campusano, con su productora Cinebruto, dirigió hasta ahora (además de cortometrajes y codirecciones) tres largos: Legión, tribus urbanas motorizadas, de 2006, un documental en el que retrata ese mundo sobre el que va a volver en Vikingo; Vil romance, de 2007, historia de amor homosexual con camperas de cuero; y ahora Vikingo. A pesar de los premios que recibieron en distintos festivales del mundo, en Argentina no se vieron mucho. Cinebruto sigue una ideología: filmar en lugares reales con no actores que (si bien pueden interpretar una ficción) actúan, digamos, de sí mismos. El nivel de elaboración se mantiene en un mínimo y el guión (que puede existir como estructura) nunca funciona como cárcel de hierro, sino que busca liberar la palabra espontánea del protagonista y se alimenta de la improvisación. En un proceso de filmación muy largo, la cámara quiere entrar en una realidad cotidiana, filmar como si ella no existiera un mundo que transcurre frente a ella. Esta propuesta, por supuesto, acerca mucho este cine al documental (el primer largo de Campusano, como dijimos, fue un documental) y tiene el mérito de reflejar espacios y personajes que quedan normalmente al margen del cine argentino. Pero Vikingo vale por más que por ser un reflejo de esa realidad conurbana. Esta es una película de ficción y eso supone un esfuerzo por contar una historia, por narrar un sentido que va más allá de simplemente filmar lo que pasa; Vikingo busca también filmar aquello que podría escapar a la mirada documental, esa realidad un poco más escondida, la realidad simbólica de estos personajes. Por eso expone una historia inventada para la cual debe recurrir a diálogos pautados en los que los protagonistas dejan expuesta su cualidad de no actores. Este puede ser el punto más difícil para ciertos espectadores: pasar por alto ese lado "bruto" de las actuaciones. Pero es la propia película la que nos lleva más allá de eso. El argumento es simple y fluye con el ritmo de la cotidianeidad: un día Vikingo encuentra en su barrio a un hombre con su moto, que parece desesperado y lleva un tiempo sin comer. La simpatía es inmediata: Vikingo ve primero la moto y reconoce a un hermano. Movido por la compasión, le ofrece a Aguirre un poco de comida y, después, le abre las puertas de su casa sin preguntarle nada. Se desarrolla entonces el vínculo entre este hombre (cuya historia iremos descubriendo) y Vikingo y su familia. Dentro de la familia de Vikingo se encuentra su sobrino, hijo de una hermana que murió. Él lo cuida e intenta educarlo, pero el chico entra en contacto con una banda que fuma paco y comete diversos crímenes. La tensión más fuerte se va a dar entre esta banda de jóvenes drogadictos y sin códigos y la tribu de Vikingo, un mundo cargado de valores de fidelidad y respeto (marcados también por la violencia). La historia de amor, la historia de fidelidad y la historia de la pérdida de los valores en la brecha generacional se ven salpicados por hermosos momentos de ocio, en los que la tribu de motoqueros se junta para escuchar música, bailar, tomar, incluso para una orgía. Un striptease en alpargatas, un tango con ritmo de rockabili y una charla de familia con asado están entre los mejores momentos de la película. El ritmo de pasto y calles de tierra se corta cada tanto con las motos. Las motos son, por supuesto, las grandes protagonistas: están siempre, como vehículo, como símbolo, como tatuaje, como mobiliario, como lecho de orgía, como lugar de trabajo, como espacio de indentidad. El final sobre la ruta clausura de forma perfecta todo el sentido de esta gran película.
El sur profundo desde adentro Como ocurría en Vil romance, Campusano entrega en Vikingo un formato narrativo crudo y visceral no exento de errores y notas falsas, pero con un grado de verdad mucho más profundo que la idea de verosímil inherente a gran parte del cine narrativo. Camperas de cuero con el logo de la legendaria banda heavy V8, mechas largas al viento, motos choperas surcando las rutas, birra y tinto al por mayor. Apenas algunos ítems de la iconografía presente en Vikingo, segundo largometraje de ficción de José Celestino Campusano luego de Vil romance. El realizador retoma aquí el universo y algunos de los personajes de su documental Legión, tribus urbanas motorizadas, ubicándolos en un contexto narrativo de ficción, aunque sin abandonar usos, costumbres, modos de habla, locaciones e incluso –uno supone– vestuario propio de los (no) actores que la protagonizan. Esta mixtura de procedimientos no es novedosa en la historia del cine, aunque no deja de ser cierto que el paisaje pintado por Campusano –el sur profundo del conurbano bonaerense– nunca había sido expuesto a la mirada del espectador de cine de manera tan íntima y, sobra decirlo, “desde adentro” (nacido y criado en Quilmes, el director ha declarado que muchas de las ideas del film están basadas en anécdotas personales y de algunos de sus actores). Esa mirada naturalista, que no realista, se sostiene sobre una excusa argumental que acerca al film al terreno del western urbano –suburbano, en este caso–, con sus caballos de acero, sus armas de fuego, su férrea amistad entre hombres, sus enfrentamientos entre diversos estilos de vida. Vikingo es un tipo empeñado en mantener ciertas reglas de convivencia en el barrio y puertas adentro, en el seno de su familia. A pesar de su aspecto de motoquero fiero y sus escapadas a fiestas y reuniones de pares, no deja de ser un jefe de familia tradicional: a sus hijos los tiene cortitos, para que no se bandeen; detesta el estado de situación de los más jóvenes, tentados por la vida fácil de los fierros y el choreo y el consumo de drogas de alta toxicidad; respeta a la mujer del otro a partir de una idea patriarcal de propiedad. A ese mundo en precario equilibrio llega Aguirre, otro amante de las motos venido de la zona Oeste para escaparle a un romance arruinado. Vikingo le ofrece comida, techo y amistad a cambio de nada. O casi: apenas que respete esos códigos que parecen mantener ese pequeño cosmos al resguardo de la más absoluta entropía. “Bien ahí, loco”, dice Aguirre ante un sandwich preparado por amor al prójimo. El resto es tragedia anunciada, porque entre sus changas como afilador y los arreglos constantes de su moto tuneada, Vikingo intenta mantener a raya a su sobrino, pequeño soldado de una bandita de chorros del barrio. A su pesar, Aguirre termina siendo un elemento discordante, el extraño que introduce en la ecuación el término de desequilibrio. Como ocurría en Vil romance, Campusano entrega en Vikingo un formato narrativo crudo y visceral, por momentos semiamateur, donde los problemas de montaje y continuidad –el verano y el invierno parecen convivir entre escenas contiguas– se suman a un trabajo de los actores que, en más de un momento, tocan todas las notas falsas posibles. Como contrapartida, en las imágenes y diálogos del film descansa cierto grado de verdad mucho más profundo que cualquier cuestión técnica o artística, tal vez más importante que la idea de verosímil inherente a gran parte del cine narrativo. Es esa franqueza la que termina generando una particular sensación de extrañeza: el espectador asiste a una representación problemática –por los problemas expuestos– de una realidad, creyendo en ella al tiempo que no puede dejar de notar su construcción, su artificialidad. Las mejores escenas de Vikingo son las que se acercan al registro documental: el asado, la orgía, la discusión sobre el rock y la cumbia. Lo peor, sin dudas, los flashbacks de Aguirre, innecesarios y melodramáticos. Entre ambos extremos, entre la honestidad y la construcción bruta –pero bien lejos de la mirada exploitation o del primitivismo para consumo rápido– una película que no se parece a ninguna otra.
Reglas morales y rugir de motos Vikingo es brutal y sincero, arcaico y honesto en lo suyo. Vive junto a su familia en el sur marginal y olvidado de la gran provincia. Anda en moto, se las arregla como puede con la plata y es un férreo defensor de códigos morales y de subsistencia, lejos del paco, la delincuencia y las 9 milímetros que portan los adolescentes vecinos o cercanos a su casa. Bajo estas condiciones, Vikingo es un primitivo, un ser tosco y visceral, respetuoso de una manera de vivir, o de sobrevivir, en un paisaje agresivo donde la muerte ronda a la vuelta de la esquina. Ese mundo construido por un rígido reglamento, que parece un texto póstumo de Pappo o un escrito inédito de Ricardo Iorio, se ve alterado por la llegada de Aguirre, otro lumpen de carretera con pasado tumultuoso, que establecerá una particular amistad con el antihéroe familiero. Campusano ya había dado muestras de su particular universo en Vil romance y en la hora que dura el documental Legión, una especie de borrador de su tercer opus en solitario. Pocas veces el cine argentino, de cualquier época, disimuló sus carencias y errores técnicos a través de la sinceridad del discurso. En efecto, esto es lo que sucede en Vikingo, un film que no se parece a ningún otro, al que se le pueden encontrar muchos defectos, como las faltas de ortografía de Roberto Arlt, pero que respira una humanidad y un compromiso cinematográfico muy poco habituales. El ritual fúnebre del final que transcurre en la carretera, con las motos al mango y un tema heavy como cortina sonora sintetiza la transparente propuesta de Vikingo: un film jamás entrañable, sino contado desde las entrañas.
Estamos ante una de las grandes sorpresas de la edición 2009 del Festival de Mar del Plata, del mismo director de Vil Romance, otra sopresa festivalera (pero en ese caso por la paradójica conjunción de lo errático del resultado final con la buena recepción entre el jurado). Lo concreto es que este nuevo trabajo de José Campusano es todo aquello que Vil Romance no logró ser: un film sólido, bien contado de principio a fin, con un guión ajustado, con actores excelentemente dirigidos. Además, la historia que se nos cuenta (la relación de un líder motoquero con su familia, su tribu y un outsider que trastoca su cotidianeidad) tiene un interés legítimo que se ve superado incluso por lo efectivo del relato, algo inversamente proporcional a lo que sucedía con su primer opus. Campusano elige la aspereza para hacer su retrato, opta por un neorealismo bonaerense que mira al refinamiento estético de lejos, apostando por un estilo propio, sucio y desprolijo (gracias Carpo) pero a la vez concreto y sin innecesaria ampulosidad industrial. Lo suyo es cine independiente a todo o nada. Y aquí el caballero, al que podemos imaginar tan motorizado como su ejército de no-actores sobre ruedas, gana. Bonus Track: Durante el festival llevado a cabo en noviembre del año pasado, gran parte del elenco del film presenció la proyección nocturna en el cine teatro Auditorium, desde las últimas filas, viendo de lejos lo que suelen vivir en el lugar de los hechos, dejándole la experiencia de la cercanía al resto de la audiencia que, por otra parte, recibió con aplausos a esta dura historia sobre duros.
Dos cabalgan juntos. Vikingo extrae a su personaje principal del anterior trabajo de Campusano, el documental sobre motoqueros Legión. Se trata justamente del propio Vikingo: un movimiento de cámara lo acerca al espectador, para terminar recortándolo en un plano ligeramente contrapicado sobre un fondo sonoro de guitarra eléctrica que opera a modo de fanfarria. Como su apodo permite suponer, este Vikingo del conurbano bonaerense pertenece a una estirpe de guerreros indomables. Desde el vamos, el director desdeña el arrebato antropológico, pero su cercanía con el mundo retratado es engañosa. La evidente simpatía de Campusano por los personajes no le impide mantener una distancia laboriosamente cimentada mediante la apelación a los géneros cinematográficos. Vikingo puede hacer acordar de manera fugaz a Los guerreros, la película que Walter Hill filmó a fines de los setentas a modo de actualización y a la vez canto de cisne del cine de pandillas. Allí, uno de los protagonistas recogía del suelo un ramo de flores de plástico, abandonada minutos antes por una pareja burguesa. En Vikingo la comunidad de motoqueros, que incluye amigos, mujeres, hijos y novias, saca provecho de los retazos que la sociedad formalmente aceptada y legitimada deja de lado. En la película de Hill, la policía constituía un grupo más en la lucha por la administración del poder disputado por bandas rivales. En cambio en Vikingo no hay Estado. En una de las primeras escenas, el Vikingo encuentra a un tipo durmiendo entre cartones en una pieza abandonada. Pero lo que llama su atención sobre el hombre es una moto a medio construir que descansa a su lado. El Vikingo acaba de reconocer a su prójimo. Le trae algo de comer, comparan tatuajes y hablan de su gusto por las motocicletas. Al rato, el hombre que se presenta como Aguirre se instala en la casa del Vikingo ante la mirada hosca de su mujer. Bajo una lluvia que se abate sobre la precaria casa, la familia comparte la comida con el recién llegado. El exterior es salvaje y cruel con los que están solos, así que hay que juntarse y repartir el pan. Son momentos que parecen sacados de un relato sobre los cristianos primitivos, con la cósmica prescindencia de la mujer en el cuadro, ocupada en las tareas de la casa y en cuidar a los niños. Los motoqueros de Campusano representan la supervivencia de un conjunto de valores en medio de un desmadre general, en el que una visión propia del mundo se resigna en el fragor de la lucha ciega por la supervivencia. El gusto por una cierta clase de música, por un saber común, por salir a los caminos en mutua compañía, conforma un credo y una pasión. La novedad es que ni siquiera el grupo cerrado de los fanáticos de las motos puede ya permanecer inmune. Un vendedor de repuestos le expone sus razones a Aguirre, que le reclama por la venta de piezas hacia fuera del país: “Me manejo según lo que dicta el mercado”, dice. La economía más o menos informal no escapa a las reglas generales de la desigualdad imperante. El suspenso explícito de la película, construido de manera más bien reglamentaria, se genera a partir del sobrino díscolo del Vikingo, que anda en compañías poco recomendables y parece que va a terminar mal de un momento a otro: durante algunos pasajes, Vikingo cede el paso al policial y produce estallidos secos de violencia por los que se cuela el comentario social que describe la situación en los barrios pobres del conurbano. Pero la tensión subterránea de la película es otra: esa congregación que resiste parece encontrarse al borde de sus fuerzas. Vikingo está salpicada aquí y allá por hermosas escenas comunitarias que se encargan, por contraste, de remarcar la gris desolación del mundo circundante. Asados nocturnos, fiestas, bailes, música: como si se tratara de un John Ford proletarizado, la idea de colectividad, de un grupo de personas organizado al calor de intereses comunes, parece ser lo único en la película capaz de garantizar breves momentos de felicidad genuina. La diferencia fundamental radica en que no se trata esta vez de pioneros, de un conjunto humano que avanza hacia formas de organización cada vez más complejas, sino de una vuelta, un repliegue estratégico: en Vikingo fuera de la comunidad no hay nada. Un sistema moral de códigos más o menos rígidos es, en el universo de la película, una especie de fortaleza levantada frente al desamparo. En ese marco, la amistad masculina es el dato clave que le da forma al orden social y establece el núcleo fundamental de su conmovedora obstinación. Con Vikingo, Campusano construye un relato donde la devoción viril parece el último gesto de nobleza de un mundo que se convirtió en inhumano sin que nadie se diera cuenta.
Cierre de la trilogía que con autenticidad revela la marginación vista por Campusano Campusano vuelve a la carga con una nueva película que se ocupa de esas tribus urbanas de motoqueros que pululan por el Gran Buenos Aires. En sus anteriores trabajos “Vil Romance” (2009) y “Legión tribus urbanas” (2006), abordaba la problemática de los marginales del conurbano. En esta la atención se centra en el Vikingo, un ser marginal pero con códigos que se convierte en una especie de sheriff de estos tiempos. Al igual que en sus anteriores realizaciones no son actores profesionales los que actúan. Los personajes son seres reales que viven en la marginación y entre las balaceras. Los ambientes sórdidos, los rateritos, los caños, la pobreza y las motos al estilo “Busco mi destino” (1969) están a la orden del día. El cine de Campusano es crudo, real y hasta puede llegar a molestar. Su cine es aclamado en los festivales internacionales y hace unos días “Vikingo” ha sido muy aplaudida en Polonia. El cine de Campu ya es internacional y sus historias marginales se han convertido en un referente para saber cómo es esa Buenos Aires del Conurbano. “Vikingo” cumple la premisa de entretener y de hacernos reflexionar a la vez. Aquí no están los rubios y los carilindos. Acá hay gente común con códigos y sin códigos que luchan por sobrevivir en esa jungla de cemento llamada Gran Buenos Aires. “Vikingo” es un relato que expone un conflicto de facciones surgidas en la periferia de Buenos Aires Él es un respetado motociclista de vida licenciosa. El honor y el respeto son sus códigos, es como un guerrero que trata de equilibrar la balanza del bien y el mal. La narración de la historia, la actitud violenta y de tensión que generan los protagonistas, y la manera de filmar de José Celestino Campusano hacen que “Vikingo” sea una película interesante. Su realizador completa una trilogía que se inició con “Vil romance”, continuó con “Legión tribus urbanas” y concluye con “Vikingo”, un ser duro pero encantador.
Campusano muestra con esta película, premiada en festivales y estrenada en Buenos Aires en 2009, una historia que, sin tener la altura de tragedia griega de Vil Romance, le permite transitar el mismo terreno hiperrealista y de arte bruto. En este caso además, ordenada a medio camino entre el documental y la ficción, ahondando con la crudeza de los hechos una mirada social descarnada, Porque detrás de la ficción que nos habla de Rubén Benítez, conocido como "Vikingo", cuya vida es el tema de la película, dos son los grandes protagonistas que logran ser mostrados como pocas veces en nuestro cine: el destruido y pauperizado paisaje suburbano de la provincia de Buenos Aires y el enfrentamiento entre subclases marginales, que se aniquilan mutuamente. Por un lado, el mundo de las motos choperas, del heavy metal, del rockabilly. Por otro el mundo de la droga barata y la vida efímera, del paco, del delito infanto juvenil, de la violencia internalizada que implica la exclusión hecha sistema, Ambos, sectores sin chances sociales, políticas o económicas de modificar sus vidas. Superando la cosmética de la pobreza de reallities repletos de desnutridos, cárceles y travestis a los que nos tiene acostumbradxs la televisión argentina, Campusano propone una estética fresca, propia y de testigo privilegiado. Cuando alguien le pregunta qué quiso hacer, él dice que sólo busca mostrar la realidad sin tergiversar, Más allá de que la postura suene ingenua, guarda verdad. Si bien es cierto que todo ojo tergiversa, o dicho en otros términos, que el punto de vista crea el objeto, nadie puede negar que en este caso esa creación y ese ojo ofrecen un producto inédito. Vikingo es un biopic que construye ficción pero lo hace desde un punto de vista tan radical y distinto que es una bocanada de otra realidad en la malversación de imágenes del discurso único de los medios. Vikingo además marca el crecimiento del lenguaje cinematográfico de su director que sabe de romper muros y expectativas a partir de creer en lo que hace. Y desde allí, desde sus certezas en su propio dios, es desde donde despierta homofobias y prejuicios de clase, pero también asombros, devoluciones de afecto, amores y una sensación de estar haciendo historia dentro del modo de registrar imágenes y contar historias de nuestra contemporaneidad, La anécdota: Vimos Vikingo en Pinamar. La película termina y salimos. En el hall la gente se agolpa para votar, estimulada y con ganas de decir lo suyo en el puntaje que premia y decide. En la puerta del cine su director, con campera de cuero, alto, fornido, morocho y de pelo largo, recibe abrazos, apretones de mano, felicitaciones, y sobre todo, un respeto increible, que se siente en el aire, de un público cuya apariencia física hace prejuzgar la pertenencia a la clase opuesta a la de los seres de Vikingo. Más allá de cómo lo trate la crítica, hay algo a nivel comunicativo hacia el público general que este cine logra, como pocas propuestas lo logran en Argentina. Es bueno verlo.
Barras bravas Es curioso que una película donde se mencionan varias veces los códigos y valores, y que recibió numerosas críticas que la elogian, en parte, por tener esos mismos códigos y valores como núcleo central de su trama, tenga como protagonista a un hombre que perdona a un amigo por haber matado a su sobrino, incluso luego de haberle contado que mantener a ese chico sano y salvo fue una promesa hecha a su madre muerta. Molesta, y mucho, la gran incoherencia que padecen los personajes de Vikingo. Y no se trata de matices o contradicciones enriquecedoras; acá no hay medias tintas posibles. En el universo motoquero, viril y suburbano que plantea su ficción (pero que se intuye tiene mucho de documental) todo es urgente y vital, y si hay que pegarle a un hijo o a una mujer, matar a alguien, coger con quien sea, nadie tiene tiempo para la reflexión o la duda. En esas condiciones, uno puede llenarse la boca hablando de códigos, pero en la escena siguiente hacer todo lo contrario. El Vikingo pontifica sobre el respeto a la mujer, pero engaña a la suya y la mantiene en condiciones de semisumisión; cuida a su sobrino porque se lo prometió a su madre, pero golpea a sus propios hijos. Aguirre hizo y hace demasiadas cosas como para describirlas sin develar demasiados detalles, pero al menos obtiene una módica redención al sacrificarse. En todo caso, hay un solo código de conducta: el de la amistad entre motociclistas, que está por encima de la vida, de la familia, de la mujer, del amor. Y además, es un código bastante laxo y extraño, ya que Aguirre es perdonado en virtud de él, a pesar de haberlo roto. Es cierto que la mayor potencia de Vikingo radica en sus escenas colectivas. Son los pocos momentos donde sí aflora una hermandad, una alegría por la alegría misma, por el sólo hecho de compartir (un asado, una cerveza, un encuentro sexual, el baile, la pasión por las motos). Pero se sospecha que esa sensación proviene del registro documental de momentos genuinos (sobre todo en los encuentros de los motociclistas). En una entrevista, Campusano confirma la sospecha al comentar que la escena de la fiesta que deriva en orgía fue sugerida por uno de sus protagonistas, y que la aceptó al saber que esa fiesta era algo que el susodicho y sus amigos hacían todos los sábados normalmente. Esta autenticidad, derivada del buen aprovechamiento de no actores y de situaciones reales, no se contagia a otras escenas. Muchos diálogos no se sostienen, suenan forzados. Quizás es en Aguirre donde ese dialecto marginal se convierte en un hablar más verosímil. Algo parecido pasa con la puesta en escena, que hay que reconocer, tiene una intensidad extraña y poderosa en las escenas colectivas ya mencionadas, y en la mostración de toda la iconografía de las motos y los motociclistas. Iconografía que emparenta a Vikingo con el western mucho más que la historia del outsider y su módica épica marginal: esos planos que recorren botas, fierros, cascos, tatuajes, camperas de cuero y por supuesto, motos, tienen toda la nobleza de la que carecen los personajes.
En cuero Conurbano + género, o género + conurbano: como se quiera plantearla, la fórmula que Campusano inauguró en Vil romance se mantiene a rajatabla en Vikingo. La extrañeza de Vil romance tenía que ver con un registro absolutamente realista (¿qué querrá decir eso?, bueno, sigamos) de ciertos ambientes en los que se movían actores que no lo eran, diciendo sus líneas con visible dificultad y viviendo situaciones que no terminaban de ser verosímiles. El descolocamiento tenía sus efectos tanto sobre la manera de mirar ciertos lugares como sobre el cine: un modo de caminar, una conversación dicha al pasar entre mates, un romance violento entre un hombre y un chico que mezclaba pasiones apenas pronunciables con cuestiones de supervivencia. Algo que nada que ver: vi Vil romance en el Tita Merello, que ya no existe más. Y vi Vikingo en el Artecinema, que existe pero en modo fantasmal, como me lo hizo sentir toda la secuencia de ayer en que tuve que ir a buscar personalmente al proyectorista para que me pusiera la película. Para mí que el destino del cine de Campusano, igual que el de estas salas, es altamente problemático. Sobre todo en Vikingo, porque hay un exceso de realidad, por llamarlo de alguna manera, que vuelve todo terriblemente áspero. Problemas de continuidad que hacen difícil entender la cronología de la historia, cortes por lo menos extraños, actuaciones forzadas hasta hacer parecer a los actores muñecos pasivos que dicen sus líneas como si no entendieran el idioma. El programa de hacer cine bruto –así se llama la productora de Campusano, así define él a sus películas- se cumple más acá que en Vil romance, porque casi no hay belleza que ponga paños fríos ni represente una compensación de lo que pasa en la pantalla. Y también, o por eso mismo, vuelve a Vikingo una película sobre todo dolorosa. Porque se trata de la historia de dos tipos enormes, bigotudos, de pelo largo, enfundados en cuero negro y remeras que de vez en cuando dejan asomar la panza, tatuados y sin dientes, recios, satisfechos arriba de sus motos cuando el viento les vuela la melena, pero que en el fondo –o no tan fondo- no pueden con sus propios cuerpos. Vikingo encuentra a Aguirre, lo lleva a su casa, lo recibe y lo protege. Estar bajo la protección de Vikingo, en el barrio, supuestamente es una garantía. Y sin embargo, Aguirre termina tirado en el piso con un balazo en la cabeza. Vikingo también tiene a su cargo una familia, es un padre. A esa familia, en el mundo hiperviolento en el que vive, sólo le sale protegerla también con violencia, como la única forma que encuentra de mantener a todos en la casa –a ese nivel, tan básico como fundamental, llega el cuidado: que los chicos no se vayan a la calle. Como él mismo lo dice, a la mujer le pega un grito y la manda para adentro, y a los hijos los re caga a palos si hace falta. Pero con el sobrino ya no puede, “se le va de las manos”. El chico está muerto desde que empieza la película, hay una tragedia latente alrededor de él, porque sabemos, como sabe el protagonista, que un día le van a avisar que lo encontraron tirado en una zanja. Y no termina siendo en una zanja, pero sí le avisan. En medio de todo esto, las motos, la música y el baile son momentos de disfrutar, pero también de afirmar lo que por otro lado se cae a pedazos: una masculinidad que tiene poco que ver con una autoridad verdadera y con algún poder para actuar en el mundo. Lo mismo puede decirse de Aguirre, un personaje que está en fuga porque sus alardes de machismo destruyeron su casa, desde el momento –lo sabemos por unos flashbacks desprolijísimos, novelescos- en que le propuso a su mujer coger con otra chica, pensando que dominaba la situación. Ella aceptó, se copó, se rompió la pareja. Y Vikingo le dice al cobarde de Aguirre que fue su culpa y que no puede abandonarla por eso. Pero sin embargo la abandona, se agarra de la moto y el tetra. En el medio de la vorágine, Vikingo y Aguirre se hacen amigos, se cuidan, se dan a entender el afecto como pueden. Viven en un mundo violento en el que se plantan como machos pero la película se ocupa de desmontar eso, de encontrar una fragilidad terrible en la figura del motoquero de casco con cuernos. Y acá fragilidad (no atemperada nunca por un lugar “prolijo” donde el ojo pueda descansar de la aspereza) no significa poder o no poder demostrar sentimientos, sino no ser capaz siquiera de mantener vivos a los que tienen a su alrededor, como parece decir –aunque también dice mucho sobre un modo de imaginarse en el mundo como alguien libre, que siempre puede irse- esa imagen final de las cenizas que se esfuman sobre una ruta.