Elegí tu veneno Partiendo de aquellas palabras de Ricardo Iorio – el gurú metalero que en una misma vida fundó las bandas V8, Hermética y Almafuerte – Federico Sosa nos lanza al mundo del realismo conurbano y las vicisitudes de tres jóvenes amigos que creen saber lo que quieren, pero no saben cómo conseguirlo. Chacho (Gustavo Pardi) quiere ser actor. La película abre con él en una audición intentando recitar (sin mucho éxito) el famoso monólogo de Iorio. “Encendí un cigarrillo y una tía mía dice, “¡Eso es veneno!”; yo dije “No, yo sé lo que envena…””. Regresa derrotado a la casa que comparte con sus dos amigos. Uno de ellos es Iván (Federico Liss), que tiene un problema con todos (los amigos, la novia, la banda) salvo con Iorio, a quien idolatra. El otro es Rama (Sergio Podeley), que se quiere curtir a la viuda del tipo que murió en sus brazos luego de ser atropellado en una intersección. El monólogo de Iorio alude a que debajo de nuestra sociedad corre una ponzoña más poderosa y dañina que el veneno de un cigarrillo. Pero mientras que las palabras del metalero se concentran en el desvalor de la vida humana – nos habla de parejas maltratadas y bebés muertos – el veneno en la película de Sosa es la pérdida de identidad (nacional). Chacho quiere ser actor, pero su único referente es Marlon Brando, y vacía las arcas de su gaucho padre laburante mientras pierde el tiempo con “castings” y “demo reels”. Iván quiere emular el metal nacional, pero el barrio se ha contagiado con bandas de afuera y su propia banda puja en esa dirección. Rama se encuentra en el medio. Es el amigo que pretende tirar la posta pero da pésimos consejos y siempre te deja pagando. Quiere conquistar a Lucy (Valeria Correa), y para ello decide interesarse en su trabajo veterinario y criar peces en una metáfora sacada de La ley de la calle (Rumble Fish, 1983). La película pasa de un personaje a otro sin concentrarse demasiado en uno, aunque hacia el final es evidente que Chacho ha recorrido el camino más largo y oblicuo de los tres, y se convierte en la voz de la película, literal y figurativamente. Y la película es muy graciosa, por cierto. Los diálogos se sienten vivos y frescos y están editados de manera creíble; el lunfardo se oye bien en la pantalla grande y los personajes reaccionan espontáneamente a él. Tanto Sosa – escritor y director – como sus actores entienden perfectamente cómo piensan sus personajes, y de ahí que su habla sea verosímil y para nada forzada. Yo se lo que envenena (2014) es como una especie de Pizza, birra, faso (1998) menos fatídica y más cómica. Presenta un mundo nuevo y convincente y parece estar hablando por él. No se hace cargo de todos los problemas y las inquietudes que surgen a lo largo de su paso, pero es como le dice Chacho a Rama: “Tenés que hacerte cargo de tu estabilidad emocional antes de preocuparte por tu estabilidad económica”.
La edición 2015 de la Competencia Argentina será recordada como la de los documentales, o al menos como el año en que gran parte de las películas toman como materia base lo real, aproximándose a ella de las formas más disímiles. Allí está, por ejemplo, Rosendo Ruiz partiendo del trabajo de un taller educativo en un colegio secundario para realizar Todo el tiempo del mundo y Daniel Rosenfeld poniendo en abismo el carácter verídico del particular buscador de OVNIS que protagoniza Al centro de la Tierra. Segundo largometraje de Julián D'Angiolillo después de la notable Hacerme feriante (BAFICI 2010), Cuerpo de letra filtra el mundo real a través de los mecanismos propios de la ficción, aprehendiendo como pocas películas nacionales recientes el espíritu de su tiempo. Porque, ¿qué son esos batallones que noche a noche inundan los murallones del conurbano con pintadas políticas sino uno de los tantos eslabones de la batalla discursiva y simbólica que atraviesa la Argentina? D’Angiolillo muestra un gran tacto para aproximarse a su materia prima evitando el carácter aleccionador, además de un oído siempre atento al léxico de sus protagonistas. En ese sentido, Cuerpo de letra se encuadra en una tradición neorrealista (¿ya podría hablarse de un Nuevo Nuevo Cine Argentino?) amalgamando lo político con lo social sin jamás enunciarlo, prestándose a un diálogo fluido y frontal con Mauro. Al igual que los falsificadores de billetes del film de Hernán Rosselli, Ezequiel, suerte de hilo conductor del relato, se mueve en los márgenes del sistema, casi siempre oculto por la velocidad de su trabajo: un poco de cal, un par trazos gruesos y otra vez a refugiarse en la camioneta. Dueño de una cámara cercana pero nunca asfixiante, D’Angiolillo apuesta, sobre la mitad del metraje, a complejizar a Ezequiel esfumándole su carácter robótico y develando sus anhelos artísticos y un particular oficio como asistente de un locutor de publicidades áreas que su jefe reproduce desde su avión. Publicidades que van desde carnicerías y demás comercios locales hasta, claro, propagandas políticas. Así, oscilando entre lo público y lo privado o, aún mejor, mostrando cómo lo primero condiciona lo segundo, Cuerpo de letra se convertirá más tarde en una película bélica, con pinceles y agua en lugar de balas y bayonetas.
La amistad, la amistad contra todo y contra todos. Un valor que cada vez se vuelve más difícil, más lejano. Pero no es así para los tres protagonistas de Yo sé lo que Envenena, la ópera prima de Federico Sosa. Iván (Federico Liss) trabaja en un taller mecánico, pero toca en una banda -cuando quiere o puede- y sueña con ser telonero de su ídolo absoluto y referente de vida: Ricardo Iorio, vocalista y principal ideólogo de la legendaria banda de heavy metal Almafuerte. Chacho (Gustavo Pardi) va de casting en casting; sueña con ser un gran actor como su adorado Marlon Brando. Rama (Sergio Podeley) se la rebusca como repartidor, pero su atención está puesta en Lucy (Valeria Correa), la empleada de una veterinaria, y para conquistarla, se zambullirá en el mundo de los peces. Tres amigos, tres sueños, tres luchas por ser felices. Y, sobre todo, el metal como filosofía de vida. Se trata de una comedia sobre la actual generación de treintañeros; una etapa en la ya no se es tan joven, y conseguir los objetivos anhelados parece cada vez más difícil… pero no imposible. Si bien cada uno de los protagonistas tiene un carácter diferente, los tres despiertan ternura y empatía, y resulta imposible no acompañarlos durante sus peripecias. Sosa (quien, junto a su equipo, filmó en el conurbano de manera independiente) maneja con soltura los momentos desopilantes, y sabe ponerse serio cuando corresponde, y más teniendo en cuenta que el trasfondo real de la historia no deja de ser dramático y real. El director viene de desempeñar la misma tarea en dos capítulos de la serie Germán, Últimas Viñetas, de Flavio Nardini y Cristian Bernard, quienes, a su vez, supieron hacer otra emblemática película sobre tres amigos y sus avatares: 76 89 03. La película no sería lo que es sin el trío principal. Porque la química entre Sergio Podeley, Gustavo Pardi y Federico Liss hace creíble y genuina la relación entre estos antihéroes cotidianos. Cada uno complementa al otro, y el espectador podrá identificarse con al menos uno de ellos. Además de Valeria Correa, los acompañan Florencia Otero, Ezequiel Tronconi, Marta Haller, Claudio Rissi y Ariadna Asturzzi. Yo sé lo que Envenena saca una buena cantidad de carcajadas y también recuerda que, sin importar los contratiempos, sin importar el qué dirán, vale la pena dar pelea por lo que uno ama.
¡Bienvenida “Yo sé lo que envenena” (Argentina, 2015)! Una agradable sorpresa en medio de la ráfaga de estrenos que hace semanas llenan los cines y se acumulan y se descartan tan rápido que imposibilitan a los espectadores llegar a conocerlas. La película de Federico Sosa bucea en las entrañas de una amistad marcada a fuego por la música “pesada” local, potenciándose por utilizar a Ricardo Iorio y todos los grupos en los que estuvo, su referente local para armar su verosímil. Iván (Federico Liss) mantiene su habitación llena de imágenes de Iorio, de Almafuerte y se cierra al afuera ante cualquier exigencia de asumir responsabilidades o de avanzar con el compromiso con su novia (Florencia Otero); por su lado Chacho (Gustavo Pardi) quiere triunfar como actor, dejar su desagradable trabajo en un matadero y además dejarse influenciar por Marlon Brando, su aspiración máxima en las tablas; y el último de los amigos es Rama (Sergio Podeley), un motocadete, que mantiene vivo su deseo de poder conquistar a una joven llamada Lucy, a quien conoce luego de asistir el accidente en el que el novio de ésta pierde su vida. El trío se complementa, viven juntos en una vivienda humilde, se nutre, se relaciona, pero abren también la posibilidad de alimentar los sueños personales y de dejar, al menos por un instante, los egos de lado y poder así ayudar al otro a alcanzar cada una de las metas que poseen. Pero el entorno es hostil, y si Chacho decide dejar su trabajo para permitirse hacer castings y responder a la incipiente demanda laboral que puede llegar a tener, sus amigos estarán ahí, a pesar de no entender del todo el plan, y tampoco, en el fondo, querer hacerlo. “Yo sé lo que envenena” va narrando la historia de manera digresiva, apocada, para explotar en momentos claves , al igual que el trio protagónico, que intenta siempre mantener un cambio menos antes de tomar alguna decisión que saben que va a afectar al resto. Los personajes están claramente definidos a partir de los contrastes entre ellos y con las particularidades y singularidades relacionadas a la actividad de cada uno. Sosa los hace hablar con el slang de cada tribu a la que pertenecen, potenciando la incorrección política de los diálogos, al igual que la impresión sobre sus cuerpos va modificándose a medida que avance el relato. “Yo sé lo que envenena” además se nutre de una imaginería popular relacionada al objeto musical en cuestión, el heavy autóctono, y en particular la obra de Iorio, potenciando a partir de sus canciones y de la consolidación de sus ideas críticas a lo establecido, el poder mirar hacia adentro para hablar del sentimiento argentino relacionado a nociones de pueblo, nación, patria, etc. La música es la excusa, y la amistad también, para poder trabajar con un verosímil sobre los casi “treinta” que permanecen estáticos, sin poder cambiar su destino a pesar de desear profundamente muchas cosas para su vida pero las oportunidades nunca llegan. Sosa es un hábil narrador, y en la contraposición de deseos y conflictos de los protagonistas se permite hablar sobre tribus urbanas, el conurbano, la cultura rockera, la pasión desenfrenada, la noche, los locales nocturnos y sus particularidades, y puede construir una película dinámica, auténtica, honesta, que cumple con su objetivo y lo supera. Una verdadera sorpresa.
Tres amigos –uno de ellos guitarrista de una banda de heavy metal, el otro aspirante a actor y un tercero, motoquero, que trabaja en una fábrica– atraviesan una serie de desventuras que ponen a prueba su amistad en esta amable y simpática comedia dramática de Sosa. Iván es fanático del metal más duro (y especialmente de Ricardo Iorio) y anda siempre con cara de pocos amigos citando a su maestro y viendo programas de historia en el Canal Encuentro y sin querer transar con nada ni con nadie. Chacho quiere ser actor a toda costa y no le importa romperse, literalmente, la cabeza para lograrlo. Y Rama se obsesiona con la novia de un hombre al que vio morir en un accidente de moto y a quien escuchó decirle sus últimas palabras. Más allá de lo anecdótico, lo que está muy bien logrado en el filme es la cotidianidad de la vida de estos amigos, cuya relación resulta muy creíble más allá de las obvias diferencias entre los tres. Entre historias con novias, ex novias, amantes, recitales de rock, discusiones en apariencia intrascendentes (las metáforas de LA LEY DE LA CALLE, digamos), zarpadas escenas de casting y algunos problemas con una pecera van transcurriendo los acontecimientos de esta película modesta y en algunos casos un tanto excesiva (los personajes son, digamos, intensos, gritones, algunos no paran nunca de hablar y pueden agobiar de a ratos) pero que en todo momento gana puntos por su acercamiento noble y cariñoso a este trío de chabones del Conurbano con los que todos nos hemos topado alguna que otra vez en nuestras vidas. Yo, que crecí en el Sur del Gran Buenos Aires, doy fe que existen y son muy parecidos a lo que vemos en la pantalla… (Crítica publicada durante el Festival de Mar del Plata 2014)
Tres tipos creciendo y encontrándose a sí mismos Hay un saludable lazo entre Yo sé lo que envenena y Pistas para volver a casa, que es la apuesta en determinados tramos por la risa franca, alegre, divertida, es decir, por la comedia sin vueltas, aunque los abordajes sean diferentes. Si el film de Jazmín Stuart se permite ser por momentos un drama familiar hecho y derecho, que deja espacios abiertos para el humor y las situaciones absurdas, el de Federico Sosa es un relato de amistad sin vueltas, con ambiciones firmes a partir de una estructura simple pero que abre los caminos para el desarrollo de varios conflictos con igual peso. Lo atractivo y auspicioso de Yo sé lo que envenena es cómo construye su historia a partir de sus protagonistas, porque los tres jóvenes amigos sobre los que hace foco –Iván (Federico Liss), que sueña con que su banda sea telonera de Almafuerte; Chacho (Gustavo Pardi), que quiere progresar en su carrera actoral; y Rama (Sergio Podeley), que medio de sopetón se cruza con una chica que lo enamora al instante- son personajes complejos, profundos, empáticos, a los que se les nota de manera potente y a la vez sutil un pasado, un presente y hasta un futuro. Nos identificamos con los que le sucede, captamos rápidamente sus dilemas y nos apropiamos de los espacios que habitan. En eso, lo del film de Sosa es una pequeña lección para buena parte del cine argentino: la mejor forma de hablar sobre determinados contextos –como el conurbano bonaerense- es tener pleno conocimiento de ellos y nunca observarlos desde arriba, y eso es muy patente en el cineasta. Yo sé lo que envenena no baja línea, es directa en sus formas, no presume, no se pone por encima de lo que cuenta y eso le sirve de trampolín para cimentar un conurbano palpable, que se adivina complejo y dinámico a partir de los seres que lo habitan. Aunque se puedan cuestionar determinados pasajes donde la narración no termina de encontrar el tono justo, lo cierto es que en Yo sé lo que envenena lo que termina imponiéndose es el cariño por lo que se cuenta, exhibiendo conocimiento de los distintos subgéneros que se abordan, una construcción de sentido de pertenencia en las referencias culturales que es productiva para el relato, excelentes actuaciones y hasta astucia para aprovechar las limitaciones de producción. Yo sé lo que envenena es un film de crecimiento, de constitución de la identidad a través de los vínculos amistosos y familiares. También -para bien y para mal- un film de tipos, de hombres, donde aparece una visión tan sincera como problemática de la mujer, cercana y lejana a la vez, permanentemente desestabilizadora de los esquemas masculinos de los protagonistas. Sosa y todo su equipo pueden sentirse tranquilos: con poco, hicieron mucho en un film donde ya hay mucho presente y también mucho futuro.
Evitando el ablande. “Yo sé, dirás, muy duro es aguantar; mas quien aguanta, es el que existe…”, canta Ricardo en Almafuerte. Y en Yo sé lo que Envenena -frase de Larralde en su oda al humo escupida por Iorio en su monólogo desde el silloncito de Beto Casella, que desbordó las cloacas televisivas y da nombre a la película- los protagonistas aguantan. Los tres aguantan los trapos a su manera, Rama fleteando, Iván de mecánico y de violero, y Chacho en la búsqueda de materializar su vocación. Sosa los delinea con la facilidad de un campeón del mundo, forja un naturalismo no forzado, alejado tanto del férreo autorismo anticlasicista como del extremo realismo -algunas veces, tan potente como artificial- de los actores no profesionales. La propuesta en una primera instancia parece inundada de una iluminación televisiva que resta fuerza a los planos; sin embargo, esas decisiones genéricas (no de género) o de bajo presupuesto dejan de molestar a los pocos minutos, cuando la narración y los cuerpos se ponen por encima del drama de la austeridad y la película empieza a interesarnos y a ser graciosa desde los planos -como en esos primerísimos de la cara desquiciada del serio Iván- y divertida desde las situaciones más que desde diálogos puntuales, aunque, paradójicamente, todo surja de un diálogo puntual de Ricardito. Yo sé lo que Envenena es, entre otras cosas, un lado B fascinante y cáustico de la caretona La Vida de Alguien, acá no hay compañías discográficas interesadas ni pop para divertir, acá la música pasa por una sala de ensayo chivada y por un pool medio roñoso como el de tantos barrios. Hay pizza, birra y faso pero no desde el lumpenaje “no future” del neoliberalismo noventoso, sino desde la coyuntura del neoperonismo, del choque del laburante con la herencia de los sueñitos liberales, del gil trabajador al trabajador con sus sueños de salvación shampoo, el egoísmo intrínseco del individualismo cool que ya atravesó todas las clases. Porque Chacho quiere ser actor, e Iván -el metalero true que todavía tiene ídolos- quiere triunfar con el metal, pero podrían querer ser directores o críticos de cine, el sueño mongo es el mismo, lo diferente de la actualidad y lo que no admite ni admitió nunca el poder del ala reaccionaria y sus gusanos es que ahora los soñadores también lleguen de los sectores que nunca habían podido elegir. Pero salgamos del divague, lo político aparece de lejos y tal vez sin intención, lo preponderante es la divertida historia de amor de Rama, la representación ajustada de la difícil dinámica de la amistad, del mundo de los motoqueros que fletean, de los verdaderos antros del rock, y de la pelea de unos tipos con pasión, con hambre de gloria, todo con el conurbano de empapelado. Con garra, sentido y poca plata, Yo sé lo que Envenena se erige como una película de overol más profunda que muchas de frac. Enhorabuena, compañeros.
Almas Fuertes La ópera prima de Federico Sosa, Yo sé lo que envenena (2014), explora con delicadeza y sin sensiblería el terreno de la amistad y de la conquista de los sueños posibles, no esos utópicos –muchas veces inalcanzables- sino aquellos que hacen de las personas seres más felices y plenos. Esa es la principal marca registrada de este trío de amigos treintones, muy diferentes entre sí y más aún en la búsqueda de sus metas personales, pero siempre unidos en una causa mayor que no es otra que aquella de la solidaridad entre amigos, la mano cuando se necesita o la escucha sin juicio de valor, aunque con la honestidad característica que no traiciona. Así las cosas, Rama –Sergio Podeley- hace repartos con su moto y vive una experiencia en la calle que le da un sentido diferente a su rutina de trabajo; Iván –Federico Liss- intenta vivir bajo la filosofía de su ídolo Ricardo Iorio y anhela conocerlo en persona o al menos que su banda llegue a ser telonera de Almafuerte, mientras que Chacho -Gustavo Pardi- procura abrirse al mundo de la actuación y escapar de las propuestas de su padre -Claudio Rissi- relacionadas con la actividad agropecuaria. En ese camino con altibajos y en el que las situaciones a veces detonan un humor natural y otras terminan de manera más cercana al drama, pero nunca rozan la tragedia, el relato se acopla a los vaivenes del trío con absoluta fluidez y honestidad a la hora de reflejar los conflictos de cada personaje, tanto los internos como las diferencias en el grupo. Párrafo aparte merece el puñado de personajes secundarios entre los que se destaca por encima del resto la madre de Iván y su irreverencia y espíritu libre, que le aporta un sentido más a la búsqueda de su hijo sin dejar de lado el costado de los afectos y los reproches que no se expresan pero que se sienten. Federico Sosa logra así un retrato generacional, sensible, donde la palabra independiente deja de ser un anhelo para convertirse en algo real y tangible en pantalla.
Tres amigos del conurbano bonaerense, cada uno con una aventura y un objetivo distinto en sus vidas, y una pasión que los une: el Heavy Metal. Rama es motoquero y de manera fortuita se va a encontrar con una bella joven que acaba de perder a su novio en su accidente vial, Chacho lucha por triunfar como actor y deambula de un casting a otro esperando la oportunidad que le permita dejar el trabajo ganadero junto a su padre, finalmente Ivan es el intransigente y duro del grupo, toca en una banda de metal, escucha Almafuerte y por primera vez tiene la oportunidad de conocer cara a cara a su ídolo máximo Iorio. El viaje de nuestros protagonistas está repleto de situaciones y conflictos originales y muy divertidos, de esa forma, el amor por el cine, la música y los amigos del director y guionista Federico Sosa, desborda la pantalla con naturalidad, permitiendo el disfrute y la identificación con estos tres antihéroes en camino a la adultez. El guion es uno de los puntos altos de esta producción y mueve ágilmente las acciones de un joven a otro, con un gran timing para las escenas cómicas pero desarrollando al mismo tiempo la faceta más profunda y sensible de cada personaje. Un casting de lujo y muy acertado termina de asegurar el éxito de esta aventura. El trió de protagonistas consigue interpretaciones brillantes. Tanto Sergio Podeley (Rama), como Gustavo Pardi (Chacho) y Federico Liss (Ivan, el favorito de los metaleros) dan un nivel de realismo y credibilidad a estos seres bohemios y marginales, que remiten al mundo de Campusano (gran influencia de Sosa) pero con una calidad artística y profesional muy superior. Pero aun hay más, ya que toda gran película necesita de buenos personajes secundarios y allí se destacan también grandes actores como Ezequiel Tronconi, Marta Haller, Valeria Correa y el gigante Claudio Rissi, todos con participaciones que les permiten lucirse. Yo sé lo que envenena es una gran comedia sobre la amistad, con personajes de una coming of age tardía, que se encuentran marcados a fuego por la geografía a la que pertenecen y hacen culto de valores nacionales y populares que no son recurrentes en nuestro cine.
El género de la comedia no es de aquellos que mejor se de en la Argentina, por no decir que es literalmente el peor. Entrar a una sala de cine para ver una comedia y realmente reírse mucho es una utopía para los cinéfilos en este país. Y de repente aparece Yo sé lo que envenena. Tres amigos, de esos amigos de toda la vida, se juntan una y otra vez en el departamento en que conviven para charlar sobre los acontecimientos que van ocurriendo en su vida. Casi como una versión argenta y divertida de Magnolia estos tres personajes atraviesan una crisis emocional en su vida que no saben todavía muy bien como resolver. Las tres grandes preocupaciones de cualquier joven argentino: el amor, el trabajo y los ideales se plantean divididas en estos tres personajes, en donde cada uno tendrá que recorrer el camino que lo va a ayudar a entender y finalmente resolver, estos puntos necesarios para pasar de la juventud a la vida adultos.
Se nos ve de negro vestidos. El que no se puede doblar. El que no se puede mantener derecho. El que se traiciona por un sueño. Tres amigos que de lejos no comparten mucho, pero que vistos de cerca no se los devoran los de afuera. Yo sé lo que envenena es sus personajes y sus tres simples historias, hablando cada una a su forma sobre la identidad y la necesidad de descubrirla para poder reforzarla o ajustarla si hace falta. Iván es el arquetipo del metalero argento: mecánico, de sonrisa imposible y rectitud intransigente (casi) hasta cuando nadie está mirando, pero algo amargado por saberse atrapado en la obligación autoimpuesta de defender una bandera donde todo es blanco o negro, aunque esté empezando a sospechar que es el último en creer que la única elección es entre oxidarse y resistir. Ricardo Iorio es su ejemplo a seguir y sueña con ser digno de tenerlo enfrente alguna vez. Rama, por el contrario, es mujeriego y sin culpa para el verso, hasta que conoce a la única que no quiere mentirle y por supuesto, resulta ser justamente a la que no le puede decir la verdad. Y aunque Chacho sueña con ser Marlon Brando, no pasa nunca del casting y sigue dependiendo de la plata que le da el padre, de oficio mucho menos glamoroso. Con aspiraciones y personalidades bastante distintas, los tres comparten la pasión por el metal local y años de amistad, por eso como puedan se van a ayudar en este momento de quiebre en que se encuentran sus vidas. Desde el Oeste: Las historias que prefieren apoyarse en sus personaje en vez de tener un conflicto claro y lineal corren el riesgo de que parezca que no pasa nada, especialmente si esos personajes donde recae toda la responsabilidad no generan una empatía fuerte con el público o tienen buena química entre sí. Yo sé lo que envenena no es excepción; la historia que cuenta es bastante simple y depende mucho del nivel de identificación que podamos sentir con el entorno o los personajes que se nos muestra. Con un humor que apela a la complicidad de un código compartido, más que al chiste directo y algunas situaciones o personajes que pueden parecer un poco caricaturizadas, pero que alcanza con haberse tomado un par de veces el Sarmiento para ver algún amigo tocar en un bar para veinte personas, para recordar que la realidad no está muy lejos de superar a la ficción. Desde los apartados técnicos la película está dentro de la corrección sin estridencias en que se suele mover el cine independiente y sus sabidas limitaciones de presupuesto. La ambientación es siempre buena y el manejo de cámara acompaña sin sobresalir, dejando lamentablemente un poco atrás al sonido, que sin ser malo, por la temática de la película hubiera sumado que pudiera aprovecharse más. Uno de esos casos donde se nota que es un proyecto llevado adelante por el apoyo y esfuerzo de gente con ganas de ver terminada la película, incluyendo cameos de un par de caras conocidas del no tan grande mundo del cine de género independiente. Conclusión: Aunque otra gente se va a quedar afuera, el nicho al que se dirige Yo sé lo que envenena va a encontrar una historia con la que identificarse y podrá disfrutar de una película sin grandes pretensiones pero que sabe de lo que habla.
Tras los pasos de los sueños Muchas veces, el destino de algunos jóvenes está signado por la casualidad e impulsado por la esperanza o por el temor a enfrentarse cara a cara con la realidad que los circunda. El ejemplo de ello está en tres amigos que buscan el éxito que cada vez les es más esquivo. Ricardo, por ejemplo, anhela que su banda de rock, que se acerca al fracaso, llegue a ser aplaudida por multitudes, en tanto que Chacho sueña con triunfar como actor e idolatra a Marlon Brando. Rama, por su parte, vive para una obsesión nacida de un accidente y tratará de conquistar a la esquiva Lucy, quien pone todo su esfuerzo en sacar adelante el negocio de venta de peces en el que trabaja. No son objetivos fáciles los de este trío, atribulados habitantes del conurbano bonaerense en el que se mezclan y revuelven civilización y barbarie, universo de casas bajas, motos, cerveza, música estruendosa y personajes estrafalarios y a veces temibles. Todos aspiran a que sus mínimas ambiciones se conviertan en realidades, pero son muchas las piedras que hallan en sus caminos y, entre sus esfuerzos cotidianos, no dejan de luchar para que se encienda la luz que ilumine sus vidas. Sobre la base de un guión pleno de calidez y de cierto aire poético, el director Federico Sosa, que tiene en su haber el documental Contra Paraguay, logró un film sencillo y emotivo a la vez que pinta la necesidad de esforzarse para lograr la felicidad de sus tres personajes centrales.
Divertida, ingeniosa, y no sólo para público “metalero” Una comedia de costumbres “metaleras”, cuyos tres protagonistas admiran a la leyenda del heavy metal criollo, Ricardo Iorio. Tres amigos escuchan música de cumbia que viene de la casa de unos vecinos. Se miran, con expresión grave y firme, van a buscar un parlante gigante, lo apuntan en la dirección de donde vienen los ritmos tropicales, y ponen hevay metal a todo volumen. Sin palabras, la escena de títulos es perfecta para presentar los tres personajes protagónicos y el tono de esta original, creíble y bien narrada comedia de costumbres metaleras, curiosamente sutil si se tiene en cuenta que ya desde el título, la leyenda del heavy criollo, Ricardo Iorio del grupo Almafuerte, es la fuente de inspiración del asunto. Los tres amigos idolatran a Iorio, sobre todo el que toca la guitarra en una banda metálica, y sueña con ser telonero de Almafuerte, aunque los otros músicos cada vez suenan menos heavy. Otro es un aspirante a actor que no tiene mejor idea que ir a un casting para una obra de teatro y, en vez de preparar algo de Tennessse Williams, lanza la poética de Iorio a la que se refiere el título. Y el tercero es un motoquero que recibe el pedido de un ciego moribundo, luego de un accidente, para buscar a una tal Lucy y le diga que fue lo mejor que le pasó en la vida. Sólo que cuando luego conoce a chica, se le enciende el más romántico fuego metálico y se la trata de levantar. En realidad, esta última historia de amor, metal y peces de colores (la chica trabaja en un acuario) es la anécdota principal de una serie de situaciones que en principio parecen deshilvanadas, pero que son los inteligentes hilos narrativos de una historia bien armada, que tiene un gran momento de comedia metalera cuando los tres "chabones" son invitados a la casa de campo de Iorio. Es un gran momento, comparable a cuando Mike Myers conoce a Alice Cooper en "Wayne´s World". Tanto en actuaciones verosímiles, buenas y parejas de todo el elenco, y en imágenes atractivas pero nunca pretenciosas, esta película es toda una sorpresa. Y no hace falta ser metalero para disfrutarla, ya que básicamente es buen cine.
La película de Federico Sosa es de 2014, fue mostrada en el Festival de Mar del Plata y luego estrenada en el Centro Cultural de la Cooperación. Recién ahora llega al cine Gaumont y en sala del cono urbano bonaerense. Es una agradable comedia que cuenta la historia y la convivencia de tres amigos, uno fanático del heavy metal y del Alejandro Iorio en particular, un aspirante actor y un motoquero. Diferentes e inseparables, son víctimas de distintas obsesiones, el músico de seguir a ultranza sus ideas, y que su banda pueda ser telonera de “Almafuerte”, el actor que idolatra a Marlon Brando y no duda en arriesgar la vida por conseguir seguir en la profesión, y el motoquero que enloquece por la novia de un colega al que vio morir. Fluida y cálida con un buen acercamiento a esa amistad masculina y a arquetipos fácilmente reconocibles.
Fue durante el transcurso de una entrevista, que sin duda inmortalizó varios momentos que aún hoy se replican en internet, donde tuvo lugar este popular encuentro televisivo, cuando visiblemente conmovido, Ricardo Ioirio le aseguró a Beto Casella: “Yo sé lo que envenena”. Como un espectador más de dicho momento, el director de la película Federico Sosa fue testigo de la anécdota donde Iorio sentencia saber muy bien qué es en verdad ´lo que envenena´, y que sin lugar a duda, eso está más relacionado con las innumerables miserias humanas que con el humo del cigarrillo. De la reflexión de toda esa conjunción de instantes es que Federico Sosa supo que debía acuñar de inmediato esa frase (perteneciente a la canción de José Larralde “Un poco de humo nomás”), e introducirla en algún monólogo de una película. No sólo hizo eso, sino que también nutrió de manera excelente a toda su ópera prima de este sentimiento, logrando que la película “Yo sé lo que envenena” denote poseer una auténtica mística y espíritu de conurbano, lugar donde transcurren las historias del film. Mediante las historias y sus personajes, la película logra destruir esa concepción “Civilización y Barbarie” moderna, donde pareciera que a los habitantes del conurbano les tocaría adoptar la posición de barbarie. Es así, que nos imbuimos en la intimidad de la vida de tres amigos metaleros, Chacho, Rama e Iván, que son los protagonistas de auténticas e ingeniosas tramas ancladas en un guión impecable, lejos de los cliché ficcionales, y más bien arraigado en la fantástica construcción de personajes, y sobre todo en los pequeños grandes detalles de la cotidianeidad de todo aquel trabajador que día a día persiste y lucha por mantenerse firme a sus ideales, identidad y convicciones, en pos de conseguir un sueño. En cuestiones técnicas, hay que resaltar que la película no peca de sencilla, ni amateur, ya que pese a haber sido rodada de manera independiente y con pocos recursos materiales, todos los departamentos involucrados (Fotografía, Montaje, Sonido, etc.) y la elección de planos, en gran medida cercanos a los personajes, nos introducen en lo más profundo de la intimidad de cada uno de ellos, logrando una empatía que jamás nos deja desinteresarnos de la trama. Por último, de nada afectó que la película, a sala llena y en presencia de la mayoría de sus realizadores, por problemas con el proyector de la sala haya demorado su proyección durante su debut nocturno en el Gaumont, si no que al contrario, esto pareciera haber convocado a la misma fidelidad y fanatismo con la que siguen a Ricardo Iorio miles de fanáticos, para que todo el público presente aplauda de pie al final. Y además, algún que otro, se vaya sabiendo diferenciar a un pez Astronotus, de un pez Betta splendens. Puntaje: 4/5
Esta es la historia de tres amigos que conviven en una casa. Rama (Sergio Podeley) presencia un accidente de moto. Un hombre queda moribundo y antes de morir le susurra a Rama su última palabra: Lucy (interpretada por una inexpresiva Valeria Correa). A partir de ese momento, se embarcará en la búsqueda de esa chica, el destino lo llevará a enfrentarse al dueño de un acuario. Y para ganarse la confianza de Lucy, se dedicará al estudio de las clasificaciones de los peces. Iván (Federico Liss) es integrante de un grupo de Heavy metal. Su sueño es llevar al conjunto a su máxima expresión para que puedan ser teloneros del grupo Almafuerte y poder conocer en persona a Ricardo Iorio. En su camino por cumplir el sueño se interpondrán la novia, la madre y hasta sus propios compañeros de banda. Su convicción es inquebrantable y nada impedirá que cumpla su sueño. A Chacho (Gustavo Pardi) le apasiona la actuación y quiere vivir de esa profesión. Abandono la empresa de su padre para dedicarse a la carrera de actor y poder realizar castings. A través de las imágenes fotográficas, el director Federico Sosa nos muestra escenarios naturales de una Buenos Aires conocida. Logra acertadas escenas al describir los paisajes urbanos. Por medio de las conversaciones que tienen los amigos cuando se juntan, el director presenta el día a día de cada uno y como se desarrollan en su entorno. La puesta de cámaras crea un juego de imágenes que lleva al espectador a un espacio reconocido y ayuda a la verosimilitud. Podeley, Liss y Pardi forman una triada natural al momento de desplegar los actos. Sosa diferencia muy bien las personalidades de cada personaje. Y uno como espectador puede destacarlos sin inconvenientes. Este filme comienza con una intriga: saber quién es la tal Lucy. Una historia que se acentúa por sobre las demás. A partir de este hecho, Rama se lo contará a sus amigos, de una manera particular, como un acontecimiento aislado y como si fuera algo normal. Yo sé lo que envenena es una comedia que expone los problemas cotidianos de un grupo de amigos que podrían estar comenzando los treinta. Y cuando se empieza una nueva década aparecen los conflictos, las crisis. En definitiva se trata de una película que muestra el camino que cada uno recorre para poder cumplir los sueños. Por Mariana Ruiz @mariana_fruiz