Laura (Penélope Cruz) viaja con sus dos hijos desde Buenos Aires a su pueblo natal en España. Se casa su hermana. Y lo que iba a ser una breve visita familiar se transformará en una sórdida historia policial que acabará transformando a todos. Será la mentira la que agita todos los vientos. Hay un secuestro. Y viejos recelos, secretos y rencores salen a la luz en medio de la desesperación. Empiezan a surgir sospechas, especulaciones, recuerdos dolorosos. La tragedia trae a la superficie lo que parecía estar bien guardado. Se busca la adolescente secuestrada y sólo se va encontrando desahogos y verdades que duelen. El film, que había tenido un arranque tierno y colorido, deriva hacia una mezcla de melodrama con thriller. Nada que ver con lo que parecía estar bien guardado. Se busca la adolescente secuestrada y sólo se va encontrando desahogos y verdades que duelen. El film, que había tenido un arranque tierno y colorido, deriva hacia una mezcla de melodrama con thriller. Nada que ver con lo que fue el rasgo de estilo de este celebrado realizador que en medio de privaciones construyó desde Irán una obra (“La separación”, El Pasado”, “El viajante”) intimista, rigurosa, intensa y veraz, un cine donde los dilemas morales estaban por encima de todo. Esto es otra cosa. Gran elenco, buena producción, historia coral más que intimista. Su cine ha dado un volantazo y no siempre para el mejor lado. La historia tiene algo de telenovela con sus golpes de efectos, sus sorpresas y su decisión de cerrar como sea toda la historia. Hay un amor perdido, conflicto de clases, algo de suspenso y reproches. Lo oculto aparece para cuestionar lo evidente. El dilema moral desafía todos los vínculos. ¿Por qué hacer lo que hay que hacer? El amor también se esconde tras una generosidad que lucha contra el olvido. Y la chica que está faltando muestra los recelos que allí sobran. Mejor al comienzo, cuando le da mucha emoción, validez y alegría al reencuentro, pero menos sutil en el abordaje del melodrama y el policial. De cualquier forma, el saldo es alentador. La historia interesa, Farhadi sabe retratar gente bajo enorme presión y el impecable elenco, abanderado por ese enorme actor que es Javier Bardem, le da verdad a cada escena. La mentira ha reposicionado a todos. Ya nada será como entonces. La escena final es resumen y alegoría: una mujer le dice a su esposo “sentate que te quiero contar algo”. Y los secretos que están por salir van a quedar en segundo plano, detrás de esos regadores municipales que ponen un poco de agua limpia frente a tanta suciedad.
Janet (Kristin Scott Thomas) acaba de ser nombrada ministra del Gobierno, y por ello varios amigos se reúnen en una fiesta en casa de ella para celebrar su nombramiento. Pero, suele ocurrir, lo que comienza como una celebración terminará de la manera más inesperada y violenta. Ese recurso narrativo, tan gastado, adopta aquí un formato absolutamente teatral para poder ir revelando secretos bastante guardados. Infidelidad, intereses opuestos, miedos y revelaciones ocupan la velada. La realizadora Sally Potter hace a un lado su cine algo sombrío para abordar esta comedia negra, elegante y bien dialogada, que tiene algunas -pocas- buenas actuaciones ( Scott Thomas siempre brilla) pero más de una lastimosa sobreactuación. Los más desteñidos y exagerados son los hombres. ¿Violencia de género? A los ministros no les gusta la verdad. Por eso, todo al final se precipita.
Con Pablo Trapero ocurre algo singular: a medida que su cine fue ganando en capacidad de producción, ambiciones y medios, sus resultados se fueron empobreciendo. Cuanto más tiene menos logra. Su mejor obra todavía sigue siendo su debut, Mundo grúa, una sinfonía entrañable. Después se internó en aguas más profundas -El Bonaerense, Leonera y Carancho- y logró darle mayor compromiso dramático y visual a una obra bien valorada. Y se animó a más. Y apareció El Clan, un producto de menor estatura en su filmografía. Y ahora da otra volantazo para tratar de retratar la clase alta. La quietud es un melodrama más oscuro que profundo, denso y rebuscado. Trapero abre la tranquera de su cine para visitar una estancia lujosa donde la agonía del patriarca parece anunciar la enfermedad terminal de todos. Allí vive Mia (Martina Gusman) junto a su madre, Esmeralda (Graciela Borges), una dueña de casa que sabe administrar los secretos con mano firme. El dueño de casa sufre un ataque en pleno juicio por un asunto turbio. Y eso trae de vuelta a la hermana mayor, Eugenia (Berenice Bejo), que vive desde hace años en París. A ese cuadro se suman la pareja de Eugenia, que aprovecha a fondo la simbiosis enfermiza de estas hermanitas que confunden todo, y un escribano que también sabe explotar los enredos de un ámbito lleno de sueños inconfesables. A Trapero le cuesta darle fuerza a esta historia. No es convincente. El relato no fluye con naturalidad, todo es forzado, salvo esa Esmeralda, una matrona muy bien servida por una Graciela Borges que destila la justa dosis de sutileza, cinismo y reproches. El film está muy cuidado y Trapero en ese aspecto luce cada vez más seguro y maduro. Pero a la historia le falta sustancia, intensidad, agudeza. Ni la retorcida relación de esas hermanas ni los juegos de espejos que propone (un falso embarazo retrata el mundo de apariencias de que esa familia) ni el eco de los desmanes de la dictadura ni el rol descolorido de esos amantes que hacen y se dejan hacer, logran levantar la puntería de un film bien vestido, pero impostado, que debe recurrir a más de un golpe de efecto (asesinato, el accidente en pleno velorio y el revolcón de bienvenida entre las hermanitas) para tratar de darle complejidad a este relato espeso, enredado y artificioso.
Es un placer verlo tranquear a Denzel Washington, actor de enorme presencia que hace intenso y creíble cualquier relato tenso y difícil. Esta vez vuelve con un personaje que había estrenado hace cuatro años: un ex agente, solitario, viudo, recordador y melancólico, que dedica sus últimos afanes a limpiar de canallas sus zonas cercanas. Trabajo, le sobra. Su formación militar lo hace infalible. Es un tipo sin afectos y de pocas palabras que sólo tiene un plan: hacer justicia por mano propia. Sereno, sensible, perspicaz, este remisero es menos anotador que el que te dije, pero más directo y peleador. Su olfato y sus deducciones son perfectos. Su misión es ir solucionando temas puntuales sin avisar a nadie. Y volver a su casa vacía. El libro tiene lugares comunes, por supuesto, porque no hay nada nuevo en esto de sumergirse en el barro de un mundo donde los dólares y la droga gobiernan todo. Lo que vale es disfrutar del oficio de Fucqua, un director que mejora cualquier escena. El ritmo, el diálogo, la banda sonora,la fuerza que le imprime a cada escena, las actuaciones, todo ayuda a sostener un relato que no aporta nada nuevo, pero que a los amantes del cine de acción los dejarán más que satisfechos. Lástima que la escena final, innecesaria y larga, le baja algunos puntos. Pero no llega a estropear el acabado profesional de un film concentrado que hasta se permite abordar sin tropiezos algún subtema (el joven vecino tentado por la droga) y que tiene, como dijimos, al gran Denzel Washington mirando desde el espejito de su remise las muchas caras de un mundo que viaja hacia lo peor.
Versión libre y suavizada de un asesino despiadado que dejó sangrientos rastros a comienzos de los setenta. Luis Ortega esta vez ha eludido la reconstrucción de hechos reales, algo que tanto le sirvió para su serie sobre los Puccio. Aquí dejó a un lado lo estrictamente documental para poder contar una historia terrible con más extravagancia que rigor. Lo policial está allí, pero siempre como un telón de fondo. Lo que al film le importa es el personaje, rondar el alma de este ángel perverso, preguntarse cómo un chico de barrio, hijo de gente de trabajo, un día se abraza al horror y allí sigue. Seguramente sea un plato fuerte de un cine nacional que se acerca al gran público”. El debutante Lorenzo Ferro tiene un parecido notable con Robledo Puch, pero no es un buen actor y se nota. Salvo el Chino Darín, nadie brilla a la altura de sus antecedentes. Cuidada y artificiosa, a la película le falta intensidad y fluidez, pero logra sostener el interés por su cuidada ambientación y porque mal o bien todos saben que de manera explícita o elusiva está allí Robledo Puch, un tipo siniestro, inacabado, triste y desalmado. El film renuncia a lo policial para ir en busca de un muchacho que es puro instinto, que no tiene definido ni su rumbo ni se sexualidad, que alimenta su vida con desafíos repentinos y alocados y que desde la primera escena invoca a la libertad como único motor para una maldad que no mide sus alcancen ni sus consecuencias, que mata porque si, casi como una ofrenda a la nada. Con semejante material se extraña la falta de profundidad y fuerza de una puesta algo ceremoniosa, con algunas escenas hogareñas tan recitadas que parecen herencia del cine argentino de los 50. Hasta los actores (Morán, Roth) parecen irse destiñendo para poder darle más relevancia a este ángel maldito, más una víctima que un criminal. Extravagante a veces, inverosímil casi siempre, cuidada siempre, bien ambientada y bien contada, “El Angel” seguramente será uno de los platos fuertes de un cine nacional que se acerca al gran público.
¿De qué está hecho el amor? Marcos (Darín) y Ana (Morán) se encuentran al fin solos cuando su hijo se va a estudiar a España. Llevan casados 25 años. Ana se pregunta: qué hay después de esto. ¿Esperar un nieto? Y algo más: ¿Están enamorados o están acostumbrados? Las ganas de explorar otras cosas los llevará a separarse. Y a partir de allí, los dos (lo bueno del guión es que están muy equilibrados los roles, hasta en las dudas) buscarán saber qué hay más allá de este vínculo seguro y afirmado que al parecer necesita otro aire. Fluida, elegante, sensible y con muy buenos momentos, “El amor menos pensado” es una comedia romántica que no teme internarse en otros géneros para hablar de lo de siempre, del amor y las múltiples puertitas que va abriendo y cerrando. La película juega limpio. Aunque Marcos y Ana son al fin los reflejos de un vínculo que nunca se define (ni siquiera en la despedida o en el reencuentro) lo que vale subrayar es que los otros personajes –creíbles, interesantes- van encontrando también un buen lugar en el relato. El film está organizado casi como una pieza teatral con pocos exteriores, mucho diálogo, escenas con solo dos personajes discutiendo. Y apela a pequeñas secuencias que apuntan al humor (impecable Andrea Politti), a la ternura y a la nostalgia. Hay secuencias simpáticas, reveladoras, tiernas chispeantes (Luis Rubio junto a una furiosa Claudia Fontán) que valen por sí mismas y proyectan alguna luz sobre unos protagonistas que buscan con más ganas que certezas. ¿Es fácil volver a amar lo mismo? El sexo no basta (aunque la terapeuta Fontán diga lo contrario), la novedad no es suficiente, el amor nos muestra distintas maneras de necesitarse y el film deja rastros sobre la necesidad de reírse, entenderse y aceptarse. Idas vueltas, ilusiones y decepciones, nostalgia y dudas rondan las andanzas de una pareja que no sabe lo que quiere pero ahora sabe lo que no quiere. Hay buen gusto, no decae y tiene detalles sutiles. No teme ir en busca de alguna sonrisa en medio de una escena dramática. Y tiene dos grandes actores, aunque Darín siempre saca ventaja por la expresividad de sus mínimos gestos. Es larga, pero no necesita ni golpes de efecto ni personajes al borde traído para sostener el interés. Una comedia romántica que hace la diferencia, que sabe divertir y emocionar y que se disfruta de punta a punta.
Naturalidad, nobleza y sencillez son atributos del mejor de cine Carlos Sorín, un realizador que debutó en 1985 con un film denso y muy trabajado (La película del rey) y que a partir de allí cultivó un estilo despojado, límpido, que invita a la reflexión y a la emoción, pero en voz baja, sin gritos ni subrayados. “Historias mínimas” fue la mejor pieza de una obra que se sostiene en personajes sencillos, paisajes desolados y en esos relatos sin intrigas, hechos de miradas más que de pensamientos. Ahora vuelve al sur, a la nevada Tolhuin, en Tierra del Fuego, para hablarnos de una pareja joven –Cecilia y Diego- que se inscribe en un programa de adopción. Cuando reciben la noticia de que hay un niño de 9 años que los espera, todo es ansiedad. ¿Qué hacemos? se preguntan. Y en la respuesta hay más miedo que alegría. Ellos soñaban con un nene de corta edad, pero bueno, como su objetivo es tener un hijo, porqué sacarle el cuerpo a lo que les manda el destino. Ese comienzo es impecable. Es tocante, verosímil. Con miradas y silencios, la pareja se va entusiasmando en medio de un escenario lleno de dudas, pero también de ilusiones. No es fácil recibir a un nene de 9 años, mucho más cuando él viene del Conurbano, de un hogar con serias carencias, sin madre, con un tío preso y un pasado reciente por un instituto de menores. Ese otro que llega transformará la vida de todos. No sólo la de Diego y Cecilia. También la de los padres de los compañeros de Joel que no ven con buenos ojos a ese nuevo alumno que trae en su mochila una historia pesada y que en los recreos habla de violencia, de paco, de armas. Cecilia aprenderá a que lo difícil no es convivir con Joel sino convivir con el recelo de sus vecinos y hasta con las dudas de Diego. Pero es a partir de esa lucha donde el film tropieza. Se le nota el afán por dejar un mensaje reivindicador y por exaltar la lucha de esa madre. Sorín por suerte no recarga esos contratiempos ni se mete con sus personajes, cada uno tiene sus razones. Cecilia siente que Joel no merece ser marginado otra vez. Pero también entiende los recelos de esos padres que desconfían y no quieren exponer a sus hijos a las fabulaciones de este nuevo compañero. Humano y creíble, el film invita a pensar sobre el instinto materno, sobre los prejuicios pueblerinos, sobre la intolerancia y la hipocresía. En la secuencia final, Cecilia tiene que llevar a Joel a otra escuela. Pero se arrepiente. Su volantazo es toda una declaración. El auto y ella regresan al principio de la historia, cuando todo era miedo, preguntas y esperanza. ¿Qué pasará? Cecilia duda y lucha. Y así aprenderá a ser madre.
Es una película incómoda. No da respiro. El espectador sufre a la par de Antonio, ese ejemplar padre de familia que de golpe debe enfrentar una situación límite: está a la espera de un trasplante de riñón. Cómo ve que sus fuerzas desfallecen y que el dichoso riñón no aparece, decide comprar uno. Y transa con una pareja marginal que sólo quiere hacerse de una buena casa. Ese será el punto de partida de esta implacable meditación sobre el egoísmo. Hasta el más civilizado de los mortales, nos dice, se puede transformar en un animal cuando su lucha personal es lo único que importa. Un film oscuro que va transitando por un camino donde todos los valores morales son puestos en lista de espera. Para poder comprar ese riñón la familia deberá entregar la casa y todos sus ahorros. ¿Qué hacer? Los personajes empiezan a sufrir como Antonio: el hijo quiere ser donante, pero tiene miedo; Susana, la mujer, lo acusa (muy buena la escena en el auto) de poner su enfermedad por encima de su familia; Elías, el donante, un tipo marginal, también duda. El egoísmo ocupa todo. La novia de Elías hace lo que no debe para asegurarse que su novio vaya al quirófano; el cirujano ayuda a punta de pistola, mientras la enfermera en pleno quirófano le pide un aumento salarial. Y Antonio, que desató esta locura, pasará por encima de todos con tal de obtener lo que tanto busca. “¿Por qué me pasó a esto a mí, que soy una buena persona?” se pregunta Antonio más de una vez. Pero no culpa la fatalidad. Desde su furia dispara los dardos envenenados ante un prójimo implacable y desventurado. Y allí el riñón pasará a ser el símbolo apetecido de tanto insensible que con tal de alcanzar sus fines no mide los medios que pone en juego. Un film demoledor, recargado, donde nada ni nadie se salva. Un largo desfile de hechos dolorosos, con la extorsión y la codicia jugando su parte. Está bien hecho, no hay fallas en la actuación ni en la puesta, pero molestan algunos subrayados: una música recargada y el exagerado contraste entre el paraíso de ese hogar modelo y la miserable sobrevida que se da en un conventillo donde todos parecen necesitar alguna forma de trasplante. El plano final, con un Antonio solo y satisfecho y todos sus vínculos en lista de espera, suena como la ofrenda cínica de un jefe de familia perfecto que para poder comprar un riñón vendió su alma. El espectador sufre a la par de Antonio, ejemplar padre de familia, frente a una situación límite.
Siglo XIX. Lujosa residencia rural en un campo de Inglaterra. Katherine ha sido casada con un hombre poderoso, que le impone modos, destino y familia. Su misión, según las costumbres de entonces, es permanecer encerrada, obediente y silenciosa, esperando cada noche a su hombre en el lecho. El suegro exige descendencia, pero no será posible porque el esposo no puede consumar el matrimonio. Ella cada noche deberá posar desnuda y de espaldas, para que él se pueda autcocomplacer. Pero Katherine aprenderá desde esas privaciones a no darle la espalda más a nada y a nadie. Y a través de ese deseo desatendido, se irá topando, entre arrebatos incontenibles, con la libertad, el sexo y el crimen. La historia, basada en una novela de Nikolai Leskov, podía haber quedado convertida en otra ilustración de época, prolija y acartonada, pero aquí se convierte en una tragedia de furiosos contornos, con traiciones, sangre, ecos de racismo y sugerentes toques de reivindicación femenina, todo en medio de un escenario que ve alterar sus rígidas costumbres ante la irrupción de un corazón incontrolable que desde su cama desafiaba al orden establecido. Es la crónica arrebatada entre amor, desamor, dolor y crimen. La fuerza nace justamente de una heroína que se presenta como un ser pasivo que de a poco, entre el inmovilismo de esa casona, se pregunta por qué tener que hacer lo que se debe hacer, cuando su cuerpo le pide otras luces desde ese lecho que abre su ventana cada mañana anunciando un nuevo día. ¿Cuál es la forma?, pregunta este realizador debutante, de origen teatral que, lejos de apoyarse en las palabras, deja que las imágenes vayan contando todo. Y será el deseo carnal lo que transforma a esta muchacha, preparada para ser sumisa, a convertirse en un pequeño demonio revulsivo, que cruza todos los límites del patriarcado más extremo para darse el gusto de ser una mujer desafiante en un mundo donde los hombres tenían bajo su control el látigo, el dinero y el sexo, pero no sabían que al deseo no se lo puede encerrar.
Francois Ozon es un provocador con más audacia que talento. Lo chocante y lo rebuscado frecuentan una filmografía abundante, fría y efectista. Su afán de escandalizar cada tanto le juega malas pasadas. Este retorcido melodrama, que pasa del exhibicionismo al policial, no levanta vuelo. Cuenta las angustias de Chloe, una bella modelo, sola y mal pensada, que sufre a un persistente dolor de vientre. Como los gastroenterólogos no descubren nada, la muchacha acude en terapeuta en busca de respuesta. Pero el amor surge enseguida y así no hay tratamiento que valga. El terapeuta tiene un hermano gemelo, también terapeuta. Así que ella aprovecha esa confusión para tratar de pasar en limpio esas preguntas que la aprietan el vientre. Todo se le complica, aunque no la pasa mal en este juego doble que la libra de aquellos dolores, aunque le agregan otros más nuevos. Es una historia muy retorcida. Todos los personajes guardan secretos peliagudos. Hasta una ex de los dos hermanitos que quedó en estado vegetativo. El amor está ausente. Sexo, presunciones, recuerdos y culpas parecen pasar de mano en mano. Porque “el amor nunca salvó nadie”, como dice esa madre. Este film, sobrado de gemelos y de dobles intenciones, llega al sinceramiento a través de escenas traída de los pelos. ¿Engañar con un gemelo será menos engaño? El llevarse a la cama una réplica absoluta del que se tiene en casa, es algo más que una tentación para esta incansable averiguadora. Ozon juega otra vez con calculados contrastes. Tiene un buen arranque, pero de a poco se desbarranca. Mucho espejo roto, muchas imágenes soñadas, mucho deseo extraño, mucha cama culposa, mucho gato espiando a su dueña. Todo es retorcido. El amor no canibaliza sino absorbe, le explican a esta muchacha problemática a la que ni siquiera los dobles terapeutas logran librarla de sus turbaciones.