Aunque la primera inmigración gitana importante que recibió nuestro país ocurrió a mediados del siglo XIX, no se sabe tanto de la vida cotidiana, las creencias y costumbres de esta comunidad en el país. Este documental es una aproximación a ese universo por lo general hermético. Registra parte de la intimidad de una familia gitana de la provincia de Neuquén, rescata el caso de la primera mujer de la comunidad que se recibió de abogada y sobre todo consigue establecer un diálogo con los protagonistas, aun con la conciencia de que las lógicas conceptuales de los interlocutores (la cineasta que entrevista y las mujeres y los hombres que son entrevistados) son realmente distintas. En la película, son las mujeres las que tienen la palabra la mayor parte del tiempo. Algunas de ellas encontraron estrategias para seguir sus deseos por fuera de los mandatos, pero sin llegar a rebelarse. La rebelión implica quedar al margen de la comunidad, y la comunidad es para los gitanos sinónimo de protección, de seguridad. Ese carácter endogámico seguramente está relacionado con la larga historia de este pueblo muchas veces segregado, muy atado a sus tradiciones y cuyo saber se ha transmitido casi siempre desde la oralidad: la educación formal raramente uno de sus objetivos. Por eso Florencia García Long, psicóloga y documentalista, encontró en el caso de Karina Miguel y su doctorado en Derecho un disparador valioso para conocer un poco más.
Adaptación libre de un cuento de Horacio Quiroga que elige cambiar el sexo de uno de los protagonistas (el hijo del relato original se transforma aquí en la joven Juana que interpreta la cantautora porteña Jazmín Esquivel), este largometraje filmado enteramente en la provincia de Misiones tiene como epicentro la relación entre ella y un padre alcohólico que sobrevive como puede, vendiendo carbón en la zona rural donde están instalados. La ausencia de la madre en ese hogar inestable tiene un peso decisivo: hay una historia misteriosa en torno a su muerte que la protagonista empieza a descubrir a partir de algunas señales que no provienen de datos concretos ni de pistas convencionales, sino de imágenes de un pasado remoto que se manifiesta en pantalla con un tinte esotérico. El selvático paisaje misionero también juega un papel importante en la película, cargada de una tensión muy palpable desde el inicio hasta el final. Las buenas actuaciones del reducido elenco (Esquivel, Bruno Vásquez, Mora Recalde) son un sostén importante: sus trabajos son elocuentes pero para nada recargados ni artificiales. Hija es un drama íntimo trabajado en un tono muy medido y empujado sobre todo por ese trauma del pasado que vuelve con fuerza y determina el presente de una familia incompleta, como una deuda impaga que perturba, que inquieta, que pide a gritos un cierre definitivo para poder seguir adelante. Una herida abierta durante demasiado tiempo que exige cicatrización cuanto antes para poder mirar de frente al futuro.
Todas las películas de Ruben Östlund tienen como primer objetivo la provocación. En su ópera prima, The Guitar Mongoloid (2004), una especie de JackAss sin el vuelo ni la irreverencia de la creación de Johnny Knoxville, intentó una radiografía sardónica de la sociedad sueca contemporánea. En la siguiente, Involuntary (2008), enfocó con humor negro el asunto del poder del grupo sobre el individuo. En Play (2011), la apuesta era todavía más ambiciosa: una historia que, en aras de una ansiada originalidad, cambiaba la lógica más habitual de la opresión -niños pobres de origen africano aprovechándose de otros de clase media y blancos- para tematizar el racismo, la desigualdad y, otra vez, el instinto gregario desde una perspectiva presumiblemente atrevida. En Fuerza mayor (2014) el blanco fue la institución familiar. Y en The Square (2017), el mundo del arte contemporáneo, a través de una diatriba venenosa y rimbombante que el Festival de Cannes premió con la Palma de Oro, el galardón que este director sueco de 48 años ganó por segunda vez el año pasado con El triángulo de la tristeza, la película nominada al Oscar que llega ahora a la Argentina y en la que el tema es todavía más abarcativo: el capitalismo, sus inequidades inamovibles y sus miserias evidentes. Uno de los problemas más notorios de todas las películas de Östlund es el punto de vista: el tono de las historias que imagina siempre es, y lo es cada vez más pronunciadamente, la sátira pesimista, enunciada desde un púlpito que él mismo ha construido para proferir sus amargas conclusiones. Los que lo aplauden seguramente se sentirán como invitados especiales al festival de cinismo que suele teñir sus ficciones, orientadas a tranquilizar la conciencia, más que a diagnosticar con crudeza o analizar con profundidad. Con su discurso soberbio y asertivo, Östlund queda muy próximo a los mohines artificiales de la aristocracia contemporánea de Hollywood, que se pone de pie unos segundos en la ceremonia de los Oscar para clamar contra las discriminaciones -raciales, de género- y de inmediato vuelve sin culpa a la apatía con la que legitima el resto del año a una industria que no se caracteriza justamente por su humanismo. Más que plantear preguntas, su cine se obstina en ofrecer respuestas. En El triángulo de la tristeza, un oligarca ruso discute con el capitán marxista y aficionado al alcohol de un crucero de lujo (el personaje de Woody Harrelson, la estrella más cotizada del film), una pareja de ancianos ingleses revela livianamente que se dedica al tráfico de armas, una pareja de glamorosos modelos es ridiculizada para alertarnos sobre el activismo frívolo y una filipina que se gana la vida como personal de limpieza del buque se transforma en una tirana rigurosa en cuanto tiene la primera oportunidad. En ese ejercicio de misantropía desbocada, el cine parece pasar a un segundo plano. Hay otros directores europeos que cultivan el escepticismo (Lars von Trier, Michael Haneke), pero en su obra también es posible encontrar más inventiva y sobre todo menos trazos gruesos que en el grotesco al que se entrega Östlund en este relato voluminoso (casi dos horas y media) y efectista donde los problemas de clase quedan difuminados detrás de la fachada de una crítica vaga y generalizada al ejercicio del poder. Más que la desigualdad, es el oportunismo lo que diferencia a los personajes de El triángulo de la tristeza: cuando pueden, nos explica Östlund, todos son malvados y ambiciosos. Las tres partes en las que está estructurado el relato lucen como versiones degradadas de algo que ya habíamos visto en otras ficciones: inicialmente, en dos películas también fallidas -Prêt-à-Porter (1994) y El diablo viste a la moda (2006)-, luego con un remedo superficial y sensacionalista de La gran comilona (1973), y finalmente con un segmento de cierre que recuerda a un mal capítulo de la serie Lost. En una de las numerosas entrevistas que concedió para promocionar el estreno de la película en diferentes países de Europa, Östlund se declaró “enemigo del cine de autor”, aseguró que su intención es “hablar de temas relevantes” como lo hace cuando está sentado a la mesa con sus amigos, “de una forma inteligente pero divertida, no en un tono deprimente o pomposo”. También confesó que desea ganar una tercera Palma de Oro en Cannes, una revelación palmaria de las contradicciones plasmadas en El triángulo de la tristeza, contaminada con ese grado de hipocresía que nos suele contrariar cuando lo detectamos, casi a diario, en el mundo de la política.
Filmada en Leones, provincia de Córdoba, y presentada en el Festival de Mar del Plata, esta ópera prima de Andrea Braga, un italiano que estudió y es docente en la escuela de cine creada por Eliseo Subiela, arranca con el regreso de un fiscal a su pueblo natal para investigar una serie de misteriosos crímenes. Como en el cine negro clásico, el protagonista debe resolver los casos y al mismo tiempo lidiar con algunas cuentas pendientes de un pasado no tan lejano: la relación con su hija y su exmujer no es la mejor, y ese malestar personal empieza a combinarse con el derrotero de una investigación complicada en la que aparece una trama de corrupción relacionada con el abuso de agroquímicos. Legítima defensa es una película lúgubre y cargada de la tensión que tienen los buenos thrillers. Braga ya la tenía en desarrollo cuando se encontró con un documental italiano sobre los problemas ambientales que causan algunos químicos utilizados en el campo. Las buenas performances de los protagonistas (el uruguayo Alfonso Tort, Javier Drolas y Violeta Urtizberea, alejada de su faceta más habitual de comediante pero igual de solvente) son puntos de apoyo sólidos para una historia cuyo clima denso se sostiene de principio a fin.
Hay muchos pasajes conmovedores en este film que narra la odisea por la que pasa una embarazada para dar a luz en San Antonio, una pequeña localidad de la provincia de Misiones ubicada en la frontera entre Argentina y Brasil. Sobre todo, aquellos que ponen en evidencia la solidaridad y el coraje de dos mujeres jóvenes (Ailin Salas y Marina Merlino), que protagonizan una especie de fatigosa road movie de a pie por un paisaje cautivante que la película se ocupa de mostrar en todo su esplendor a través de una serie de bellísimos planos. Se trata de una licencia poética que Pedro Wallace logra integrar al fresco general del relato como singular contrapunto de aquellos que, con más crudeza, cuentan las condiciones inaceptables de la salud pública en un lugar que parece estar fuera del radar de las políticas públicas de dos países limítrofes. Parte de la eficacia de esta ficción -inspirada, según declaró el director, en un caso ocurrido en Salta, lugar donde él vivió muchos años- se debe a las muy buenas interpretaciones de las dos protagonistas, que son muy elocuentes pero no resignan aplomo ni sobriedad. En cada actitud de resistencia que ellas van asumiendo en ese entorno que se va volviendo cada vez más hostil, se revela con una claridad que emociona una enorme valentía. Los hombres con los que conviven se esfuman de la escena, y cuando aparecen son indiferentes o directamente agresivos. Las preñadas es sin dudas una película de heroínas. No solo la millonaria maquinaria de Marvel produce ese tipo de personajes.
Está claro que el caso de Saeed Hanaei es atractivo para el cine: antes de esta película de Ali Abbasi -director iraní que estudió en Suecia y vive hace años en Dinamarca- hubo otra ficción y un documental que lo utilizaron como eje, aprovechando el impacto internacional que produjo, su peso simbólico como reflejo de un problema que en la actualidad es de agenda permanente en Oriente y Occidente -la violencia contra las mujeres- y las características macabras de una historia criminal de esas que hemos visto más de una vez con el sello de Hollywood (por ejemplo en el cine de David Fincher). El de Abbasi -a quien HBO le confió recientemente la dirección de dos capítulos de su poderoso tanque The Last of Us- es un enfoque que combina los códigos del thriller con la denuncia explícita sin alcanzar un resultado del todo convincente. Funciona más o menos bien cuando el hilo conductor es la recreación ficcional de la doble vida de un psicópata que mató dieciséis mujeres en Teherán sin abandonar su rutina como trabajador de la construcción ni su ordenada vida familiar. Esa dualidad del personaje, heredera como tantas otras de aquella tan influyente que imaginó Stevenson a fines del siglo XIX cuando publicó su novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, está bien trabajada: los fanáticos suelen ver enemigos y sospechosos en todas partes, y esa paranoia alienta su inclinación a permanecer en las sombras, como queda patente en el tenso y sugestivo comportamiento del protagonista. Exveterano de la guerra entre Irán e Irak que abarcó casi toda la década del 80, Hanaei se lamentaba de no haberse redimido como un mártir y consideraba que en su ciudad hacía falta “limpiar las calles” a cualquier costo. Condenado por la justicia de su país, igual fue celebrado como héroe por los sectores más reaccionarios de la sociedad. En su recreación, Abbasi encapsula la brutalidad de ese aval irreflexivo en la actitud mafiosa de la familia, que apoya incondicionalmente al patriarca con la convicción férrea que exige la lógica teocrática. Pero en la necesidad de incorporar algunos andamiajes ya reconocidos como fórmula para crear una atmósfera de suspenso que no dependa de la intriga pero se ajuste al canon del cine de entretenimiento, la película le inventa al villano dos oponentes muy estereotipados que protagonizan las escenas más convencionales y menos verosímiles del film: una periodista tan intrépida como para encerrarse en un cuarto con el asesino sin más proteccion que un diminuto cuchillo y su solitario aliado, un colega crédulo y atemorizado. Esas decisiones de Abassi, destinadas a aligerar un relato que luce mejor en su faceta más cruda y a remarcar el rol de una heroína modélica que corporiza un reclamo naturalmente extendido en un mundo globalizado, son menos eficaces que su capacidad para explorar los pliegues de lo monstruoso, probada con creces en la estimulante extravagancia de Border (2018), sin dudas su obra más consumada, y más discretamente en el preciosista terror psicológico de Shelley (2016).
“Han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes (y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo. Hay allí un gran enigma del que jamás sabré la clave: ¿por qué deseo a Tal? ¿Por qué lo deseo perdurablemente, lánguidamente? ¿Es todo ‘él’ lo que deseo (una silueta, una forma, un aire)? ¿O no es sólo más que una parte de su cuerpo? Y, en ese caso, ¿qué es lo que, en ese cuerpo amado, tiene vocación de fetiche para mí?”. El texto es parte de Fragmentos de un discurso amoroso, uno de los libros más célebres del filósofo francés Roland Barthes, y aplica a la perfección a los objetivos que se trazó Claire Denis para esta película estrenada en la última edición del Festival de Berlín, donde la veterana cineasta parisina fue premiada con el Oso de Plata a la Mejor Dirección. Presentadora de un programa de entrevistas radiales, Sara (Juliette Binoche) vive con Jean (Vincent Lindon), una ex estrella del deporte que ha estado en prisión por un delito no especificado en la película y tiene un hijo adolescente con el que se avecina una crisis evidente: fruto de una relación con una mujer de color, el chico vive una adolescencia incómoda por la ausencia permanente de su padre, quien delegó su cuidado en una abuela atildada y generosa que no puede controlar del todo la situación. Es una línea argumental que Denis plantea apenas como contexto, porque el foco está puesto en otro asunto, la revolución interior que le provoca a Sara el reencuentro fortuito con François (Grégoire Colin, habitual en los elencos de los films de Denis), un viejo amor cuyo influjo renace inesperadamente y con una pasión arrolladora. Para colmo, François y Jean trabajan juntos. Lo que podría ser material para un melodrama convencional es otra cosa en manos de esta directora que ha trabajado mucho y de diferentes formas el tema del cuerpo y el deseo -pensar en Bella tarea (1990) y la pulsión del amor homoerótico en el rugoso ámbito de la Legión Extranjera o en el canibalismo erótico de Trouble Every Day (2001)-. Vemos cómo Sara -un trabajo realmente exquisito de Binoche, que suma su tercer colaboración con Denis, luego de Un bello sol interior (2017) y High Life (2018)- va experimentando todo eso que luce a primera vista contradictorio, difuso, difícil de explicar. Se la nota satisfecha con su matrimonio, pero al mismo tiempo es tangible que se siente atraída magnéticamente por un hombre que hasta hace nada era solo parte del pasado. Y es capaz de ocultar la verdad a su pareja y al mismo tiempo indignarse con sus fundadas sospechas. Pero no es tanto el tema de la fidelidad lo que le interesa a Denis, sino el de la deriva anárquica del deseo y lo que alguien puede hacer cuando ese fuego interior apremia. Con un aporte muy valioso de Eric Gautier (director de fotografía que han convocado entre otros Agnés Varda, Olivier Assayas, Leos Carax y Sean Penn), esta solvente cineasta sabe cómo capturar la intimidad de sus personajes, apoyándose en planos cortos, cerrados, que revelan en cada gesto una emoción intensa y nos permite empatizar con ellos antes que juzgarlos.
La historia que cuenta esta película francesa es inusual: un médico (Melvil Poupaud) se enamora de una mujer que le lleva unos veinte años (Fanny Ardant, que hoy tiene 73 y en el film interpreta a una arquitecta jubilada), a la que había visto solo una vez, mucho antes de caer en ese embrujo definitivo. El doctor tiene esposa e hijos, pero el flechazo es inapelable: muy pronto contará la verdad e intentará que esa relación iniciada furtivamente se consolide. El contexto no es sencillo: además de la crisis familiar que desata la noticia, el vínculo empieza a tambalear muy pronto. No es falta de deseo lo que experimenta ella, ya muy acostumbrada a una vida en solitario y sorprendida por la aparición de ese romance intenso cuando claramente no lo esperaba. La indecisión parece más motivada por los prejuicios sociales que normalmente sobrevuelan un caso así y por una inseguridad personal que la conduce a la fría incredulidad. El planteo de la historia es interesante: ¿no puede una septuagenaria tener aspiraciones amorosas con alguien más joven? Y el film responde el interrogante con sutileza, con discreción, sin declamaciones. Originalmente, quien trabajaba en el proyecto de este largometraje estrenado en 2021 en el Festival de Roma era la islandesa Solveig Anspach, cineasta que desarrolló la mayor parte de su carrera en Francia. Falleció en 2015, a los 54 años: Los amantes jóvenes está dedicada a ella. Antes de morir, Anspach manifestó su voluntad de que la película alguna vez se rodara y estrenara. Tomó la posta la parisina Carine Tardieu, cuyo interés principal fue, según sus propias palabras, “reflejar la presión que sufren las mujeres en la lucha contra el tiempo y contra su cuerpo”. En el guion original había un desnudo frontal del personaje de Ardant que Tardieu y la propia actriz prefirieron suprimir. Sí se conservó, en cambio, una escena en la que la protagonista comparte una jornada en un natatorio con varias mujeres de su edad, todas con los cuerpos marcados por el paso del tiempo pero también embargadas por una alegría palpable que solo pueden disfrutar cuando están protegidas de la presión social. Es una mirada atenta y amorosa de la directora y uno de los pasajes más emotivos de una película pensada principalmente para el lucimiento de una estrella -Ardant, una gran profesional que trabajó a lo largo de su extensa trayectoria con directores como Francois Truffaut, Alain Resnais, Ettore Scola y Sidney Pollack-, pero que además cuenta con muy buenos intérpretes de reparto, en especial Cécile de France, la magnífica actriz belga que Clint Eastwood convocó para Más allá de la vida (2010) y que brilló en El niño y la bicicleta (2011), de los hermanos Dardenne. Le toca encarnar a una mujer despechada que igual logra reaccionar con valentía y entereza cuando se da cuenta de que aquello que parecía imposible se vuelve inevitablemente real. Y lo hace con una sensibilidad que conmueve, complementando a la perfección la que Ardant deja traslucir en cada una de sus apariciones.
Pornomelancolía pone el foco en Lalo Santos, un sexinfluencer de Oaxaca con muchos seguidores en redes sociales, para contar una historia que en realidad tiene varias facetas interesantes: la malas condiciones de trabajo en la industria del porno, los vericuetos de la profesión del escort e incluso la discriminación que todavía hoy sufren quienes conviven con VIH. Manuel Abramovich trabaja en el terreno del documental pero pisa la frontera con la ficción. Combina imágenes de sexo explícito con un pudor y un respeto para tratarlo que se revelan en cada decisión de la puesta en escena. Su película es osada y rigurosa, incluso con alguna impronta poética encapsulada en su tono mayormente sombrío. Fue exhibida en la última edición del Festival de San Sebastián y llega a la Argentina con la carga de una polémica: el protagonista mexicano del film hizo pública su disconformidad con que él consideró “fallas en la planificación del rodaje” y “falta de capacidad y sensibilidad por parte del director y la producción”. La denuncia se puede ver completa en su cuenta de Twitter, pero es imposible evaluar la situación sin conocer el testimonio de las dos partes. En lo estrictamente cinematográfico, lo que se puede juzgar al enfrentarse con la película en una sala o una plataforma, en suma, el resultado es sólido. Más que intenciones de dañar al protagonista se advierten empatía y voluntad de contar los avatares de un mundo casi desconocido con seriedad pero sin impostación.
Director de Casas de fuego (1995), premiada película sobre Salvador Mazza, médico sanitarista argentino que enfocó su trabajo en la lucha contra el mal de Chagas, y guionista de Camila (1994), clásico del cine nacional de María Luisa Bemberg, Stagnaro -de 77 años- vuelve a dirigir un largo después de un paréntesis de más de una década. Y lo hace con “una historia de amor encubierta en un policial”, según su propia definición. Natalia, Natalia (una denominación que en la jerga policial se usa para personas no identificadas: los “NN”) es un film oscuro y elusivo protagonizado por una mujer (Sofía Gala Castiglione, solvente en su rol como es habitual) que intenta resolver los enigmas que rodean la muerte de su expareja, un oficial de la Bonaerense presuntamente involucrado en un asunto turbio. En el transcurso de esa investigación que asume como un reto personal entra en contacto con otro policía (Diego Velázquez) quien también tiene un prontuario comprometedor. El punto de partida de esa relación está marcado por la frialdad y la desconfianza, pero de a poco el vínculo va cambiando de características. Más cerca del final, la película -que trabaja en términos de clima y estética con los cánones del noir como referencia- despliega vertiginosamente una serie de revelaciones importantes que se habían mantenido deliberadamente ocultas durante la mayor parte de la trama.