Un sobrio relato que se vuelve tempestad Difícil que un hombre como Evans imagine el inminente final de la rutina que lo ocupó durante años. Huraño, de mirada fría, poquísimas palabras e indudable eficiencia en su trabajo, el capataz de una estancia perdida en un paisaje desolado de la Patagonia no está listo para la noticia que llegará como un baldazo de agua fría: casi sin advertencias previas que fomentaran una sospecha, tomará su lugar en el control de la sacrificada esquila de ovejas un empleado más joven, llegado de la provincia de Corrientes y no mucho más locuaz que él. Con mucha experiencia en la asistencia de dirección (trabajó con Marco Bechis, Daniel Burman, Enrique Piñeyro y Albertina Carri), Emiliano Torres luce seguro y riguroso en su ópera prima. Narra la primera parte de la historia de El invierno con un ritmo sereno y un temperamento distante. Y aprovecha un paisaje sobrecogedor sin caer en la tentación del preciosismo. Hay más un plano de talante pictórico, pero siempre en sintonía con las exigencias argumentales y formales de un film cuya progresión dramática funciona como un ovillo que se va desenvolviendo lentamente. En la segunda mitad, la película se transforma en un thriller seco, cargado de tensiones y sed de venganza. Pero El invierno, aun con su marcada inclinación por la austeridad, es mucho más que esa aguda batalla de dos hombres por un trabajo precario. También es una buena pintura de la vida en un ambiente inhóspito y hostil donde el alcohol es compañero recurrente, un pequeño tratado sobre las asperezas de la vida familiar y un reflejo crudo y tajante de la inhumanidad de la economía capitalista, en la que las personas suelen tener la categoría de mero engranaje que puede reemplazarse de un día para otro sin calcular consecuencias. En ese sentido son ejemplares los trabajos de Pablo Cedrón y Adrián Fondari, caras visibles de una jerarquía ausente que opera descarnadamente en las sombras: la frialdad y la decisión con la que se mueven son condiciones absolutamente necesarias para el funcionamiento de una maquinaria perversa que exige fidelidad y obediencia. Los dos protagonistas, el chileno Alejandro Sieveking y Cristian Salguero, actor misionero que fue parte del elenco de La patota, también lucen muy convincentes, a tono con la parquedad deliberada de un relato que esconde bajo su superficie congelada el combustible necesario para que todo estalle.
Maltrato, retorno y venganza Ambientada en una zona rural argentina a mediados del siglo XIX, Los inocentes es inicialmente la historia de una encabezada por un despiadado terrateniente que maltrata a su hijo, su esposa y los esclavos negros que mantiene ilegalmente en su hacienda. Lito Cruz encarna con convicción a ese malvado de manual que evidentemente goza con la tortura física y psicológica de todo aquel que se le acerca. Convencida de que ese ambiente no es mejor para su hijo (Ludovico Di Santo), la señora de la casa, una mujer sumisa e indolente que de a poco también desnudará cierta inclinación por la crueldad, decide enviarlo por un tiempo prolongado a la ciudad. A partir del retorno del joven, que llega al reencuentro con sus padres ya acompañado por su pareja (Sabrina Garciarena), la película da un giro, relacionado con una venganza en la que tendrán un papel central los elementos sobrenaturales, y avanza en ese terreno sin temor a los excesos. Ese golpe de timón provoca algunas zozobras, pero beneficia al film, le confiere una libertad y un vuelo del que adolece en la primera mitad.
Un día para olvidar Un actor desocupado y en crisis con su pareja debe ocuparse de las cenizas de su hermano gemelo, con quien nunca tuvo una relación demasiado armónica. La película encadena una pequeña serie de sucesos desafortunados que el personaje interpretado por Javier Lombardo (actor de larga trayectoria en cine, teatro y TV que en 2005 fue nominado al Martín Fierro por su labor en Padre coraje) sufre justamente el día que cumple 50 años, antes de llegar a un final forzado e inverosímil. Aun con una buena factura técnica, cierta fluidez en los diálogos y algún gag efectivo, El peor día de mi vida luce, por su tono, el estilo de las actuaciones y su trama liviana y cargada de lugares comunes, como un telefilm sin muchas pretensiones.
Más remake que secuela Pasaron diecisiete años desde que Dan Myrick y Eduardo Sánchez soprendieran a todos con El proyecto Blair Witch (1999), la película que desató la moda de las producciones de terror de found footage, esas cuyo corazón late gracias a los reveladores materiales fílmicos encontrados "casualmente" por sus atribulados protagonistas. Y ahora es Adam Wingard, un especialista en el género (responsable del slasher Cacería macabra, por ejemplo), quien retoma la historia con una excusa obvia: el hermano menor de Heather, una de las tres personas desaparecidas en aquel ominoso bosque del relato original, decide volver al lugar para intentar resolver definitivamente aquel misterio. Una mala idea, estaba claro. La única novedad importante con respecto a aquel inesperado suceso internacional que se produjo con 60 mil dólares y recaudó casi 250 millones de la misma moneda es el avance tecnológico: la aparición de YouTube, los drones y el GPS "actualizan" el mismo cuento de los jóvenes acechados por misterios tenebrosos que registran inocentemente su propio suplicio. No es inventiva lo que sobra en esta película que insumió un costo de producción bajo para la industria americana, pero muy superior al de su modelo (5 millones de dólares). En verdad, parece más una remake aggiornada que una secuela. Y duplica la cantidad de escenas efectistas para disimular su debilidad argumental y su escaso poder de sugestión. En una época como la que vivimos, hay una lista interminable de sucesos que provocan un tipo de inquietud que los films de terror no logran ni siquiera insinuar. El género parece definitivamente condenado a la parodia y el reciclaje.
Elogio de la cumbia Seis años de meteórica carrera alcanzaron para que Gilda conquistara el corazón de miles y miles de personas. Tenía buenas canciones, un estilo propio que, según Toti Giménez -descubridor, socio, finalmente compañero sentimental de la cantante fallecida hace exactamente veinte años en un accidente de ruta en Entre Ríos-, básicamente se había desarrollado a partir del cruce de la cumbia de Colombia con la de Perú y, por sobre todas las cosas, apoyado en aquello que es indispensable para un artista popular: un enorme carisma, ese don que no se aprende. El primer acierto de esta película biográfica de Lorena Muñoz es, justamente, haber encontrado a otra artista popular con ese ángel. Natalia Oreiro tiene el magnetismo necesario como para hacerse cargo de un rol tan complicado, sobre todo porque le exigía estar a la altura del mito. Además de su capacidad natural para asumirlo con convicción y credibilidad, la actriz uruguaya se preparó a conciencia para el papel y logró, además de una buena performance general como vocalista, dotar al personaje de humanidad, reflejar muy bien sus pliegues, sus fortalezas y debilidades, su evidente encanto. No importa demasiado si la película se ajusta con absoluta precisión a la historia real de Myriam Alejandra Bianchi, la maestra jardinera que tomó la decisión correcta después de leer un aviso clasificado que, palpitó, podía ser la llave para desarrollar una vocación que su padre (encarnado aquí por el inefable Daniel Melingo) había alimentado durante años. Velvet Goldmine (1998), la notable película de Todd Haynes, iba a ser originalmente un biopic sobre David Bowie y, ante la oposición explícita del músico inglés fallecido el año pasado, terminó siendo otra cosa, probablemente mucho mejor, en términos de espesor cinematográfico. No hay golpes bajos, estridencias ni ánimo de polémica en este film de Muñoz. Se trata más bien de un homenaje respetuoso, forjado con cariño por el personaje y sin desbordes emotivos. La narración es fluida, sin baches y el trabajo de puesta en escena realmente virtuoso. Los secundarios (muy buenos actores como Lautaro Delgado, Susana Pampín, Roly Serrano y Javier Drolas) hacen lo necesario para que Oreiro brille. Es ella el centro de atracción de esta película que orienta de manera manifiesta la lectura hacia el tributo, se inicia amargamente con el plano de un ataúd y, en un necesario acto de justicia poética, termina como una celebración.
Recuerdos de China Compleja y convulsionada, la historia de China posterior a la revolución comunista de 1949 está llena de sucesos apasionantes que son material inmejorable para el cine. Nacido en Uruguay e instalado en Buenos Aires desde mediados de los 90, Pablo Doudchitzky vivió algunos años de su infancia en Pekín durante la etapa previa a la polémica Revolución Cultural, que terminó marginando a su padre, un comunista expulsado de la UBA y obligado a dejar el país por el peronismo, del trabajo educativo universitario en el que se había comprometido para colaborar con el régimen cuando Mao Tse-tung lideraba con mano de hierro el destino del gigante asiático. Cincuenta años después de aquella singular aventura en la que su familia, igual que muchas otras de militantes de izquierda latinoamericanos, se embarcó sin mezquindades ni cálculos sensatos de posibles consecuencias indeseadas, Doudchitzky regresa para reconstruir fragmentos de una experiencia inolvidable. Lo hace apoyándose en sus recuerdos y los de su hermano Yuri, sumados a los datos aportados en las memorias que su padre terminó escribiendo gracias a la insistencia de sus hijos y a los valiosos testimonios de algunos de sus viejos amigos chinos. El resultado es un documental simple pero elocuente que, incorporando también recargados materiales de propaganda maoísta, revela la rigidez de un sistema impuesto en base a la represión, el autoritarismo y las arbitrariedades de una burocracia hipócrita y desenfrenada. La relación de la familia del director con el comunismo había arrancado mucho antes, en la Rusia de la revolución bolchevique. En poco más de una hora, Doudchitzky logra sintetizar, a través de esa atrapante saga familiar, una porción importante de la historia política contemporánea con precisión e inteligencia. En el respetuoso reencuentro con los veteranos que conocieron a su padre durante aquella exótica estadía, la película desnuda su perfil humanista sin entregarse a las coartadas emotivas. Un film noble, austero y muy estimulante.
Un interesante elenco en una trama intensa Hay algo que esta ópera prima de Luciana Piantanida, coguionista de dos películas de Adrián Caetano (Mala, NK: la película), asistente de dirección de Néstor Frenkel (Vida en Marte, Construcción de una ciudad y productora de La larga noche de Francisco Sanctis, claramente consigue: transmitir inquietud y disparar enigmas a lo largo de una trama enrarecida, cargada de angustia y desasosiego. La historia se desarrolla en las vísperas del Carnaval en un pueblo de provincia y en ella confluyen una pareja en pleno proceso de disolución, un misterioso hombre que llega en busca de la mujer que lo abandonó y el sobreviviente de un accidente que trama un oscuro plan. Trabajando con imaginación e inteligencia la luz, apoyada en el buen desempeño un elenco muy sólido y restringiendo espacialmente la acción a un entorno sombrío y asfixiante, Piantanida construye eso que muchas veces es utilizado como excusa para justificar la chatura: una película "climática" que confía más en la sugestión que en las explicaciones que clausuran sentido.
Pueblo chico, personaje grande Por fin un escritor argentino gana un Premio Nobel. Ésa es la premisa ficcional de El ciudadano ilustre, el arranque de la historia que protagoniza Daniel Mantovani, cuyo temperamento rebelde queda en evidencia en la propia ceremonia de entrega de ese preciado galardón. Mantovani es un intelectual solitario, agobiado por los compromisos que la exige su profesión y, aunque él seguramente negaría la categorización, crudamente misántropo. Recluido en su espectacular residencia de Barcelona, recibe decenas de invitaciones que rechaza. Pero hay una que lo tienta inesperadamente: desde su pueblo natal, Salas, eje de toda su literatura, llega la noticia de que quieren nombrarlo ciudadano ilustre. Movido probablemente por la curiosidad, la nostalgia y quizá en busca de nueva inspiración, Mantovani acude. Y obviamente el reencuentro con ese lugar pequeño y desangelado que parece haber quedado congelado en el pasado provoca una serie de episodios que son los que se desarrollan a lo largo de los cinco capítulos en los que está dividida la historia, cuya fluidez narrativa es un mérito indiscutible. Cohn y Duprat saben cómo hilvanar con eficacia situaciones por lo general cargadas de un humor ácido y filoso. Cada escena dura lo conveniente, tiene un remate o, con pericia, deja abierto un enigma. También son convincentes los trabajos del elenco: tanto Oscar Martínez, el punto de vista que privilegia la película, como Dady Brieva, Andrea Frigerio y Manuel Vicente están ajustados, en sintonía con el tono del film, puntuado por ironía y el desencanto. Y es en los momentos más oscuros cuando todo se consolida: en las amenazas que el recién llegado empieza a recibir por no interpretar cabalmente la lógica que domina a esa comunidad cerrada o cuando aparecen cuentas mal saldadas de hace años. Trastabilla, en cambio, con la insistencia en el trazo grueso y los lugares comunes para desnudar la dinámica del pueblo chico, reproduciendo innecesariamente prejuicios cristalizados. Cohn y Duprat se recuestan demasiadas veces en caricaturas muy reconocibles, dibujadas con un cinismo y un distanciamiento que ya parece marca registrada de su obra. El plano de la oficina de la intendencia del pueblo, con los retratos de Perón y Evita de fondo, simboliza ese enfoque que generaliza sin matiz alguno. Como si hubiera que dar por sentado que un político de provincia, y para colmo del PJ, es un siempre un mero oportunista. Es una mirada que puede generar una veloz e irreflexiva complicidad porque simplifica el mundo, nos lo presenta más asequible. Todo lo contrario a lo que el cine debe proponerse.
Retrato de aquellos siete largos años Mariano Corbacho pone su ojo a través de este documental que recorre sucesos y se detiene en personajes que tuvieron mucho que ver en los años 70 a partir de la pregunta que le hacen a su anciano abuelo: ¿por qué te quisieron matar? Se profundizan las responsabilidades de ese hombre que durante la última dictadura militar estuvo al frente de la Facultad de Arquitectura de la UBA, pero, lejos de ser una mirada exculpatoria sobre su figura, se reconstruyen partes de la historia del movimiento estudiantil de aquellos años, para volverse así un relato que trasciende la esfera familiar y se transforma en un análisis histórico de la cultura de la época.
El dolor no siempre se expulsa a los gritos No todo el mundo reacciona igual ante una pérdida como la que sufre Luisa, la protagonista de La luz incidente. Luego de un trágico accidente en el que su marido perdió la vida, debe afrontar la crianza de sus dos pequeñas hijas casi sin colaboración ni demasiados recursos. Apenas la ayuda su madre que, al mismo tiempo, presiona no muy sutilmente para que reconstruya su vida con una velocidad que no parece la más adecuada. Ariel Rotter (Sólo por hoy, El otro) ha declarado que La luz incidente es una película sobre la ansiedad, y la definición es pertinente. Porque al apuro de la madre que encarna con gran precisión Susana Pampín se suma el de Ernesto, un candidato que aparece sorpresivamente en la vida de Luisa y muy pronto se va transformando en otro problema para ella: los tiempos de los dos no son los mismos, y él parece no entenderlo cabalmente. Marcelo Subiotto consigue crear con mucha eficacia un personaje ambiguo, inquietante, que parece esconder algo detrás de su persistente cortesía. Una las virtudes de la película de Rotter es justamente su poder de sugestión. El director regula muy bien la temperatura de un relato que, por el asunto que aborda, podría haber sido incendiaria, alude veladamente al fatal accidente que dispara el drama y traza una sutil pintura de época sin recurrir a los subrayados, confiando en la perspicacia del espectador. Ambientada en la década del 60, la película también rememora cuál era el rol de la mujer en esa época, la Argentina de la proscripción al peronismo, el movimiento que en los años previos al golpe del 55 había impulsado los derechos femeninos a través de una de sus figuras más vitales, Evita. Todo parece lúgubre y angustioso en los días de Luisa, que reclama sin alardes su derecho al duelo. Pero inteligentemente Rotter equilibra ese tono gris -acentuado por la excelente fotografía en blanco y negro de Guillermo Nieto- con la aparición de breves pasajes de un humor leve e incómodo (las escenas de la lucha grecorromana y la fotografía familiar, con un Subiotto liberado y brillante) que permite que la película respire y al mismo tiempo revela el desconcierto que suele provocar el absurdo de una muerte inesperada. De reconocido talento para la comedia, Érica Rivas demuestra en este papel que también es una actriz dramática consistente, maciza. Su trabajo es potente y a la vez delicado, en perfecta sintonía con una película que entiende que el dolor no siempre se expulsa a los gritos.