El Chango y su espíritu innovador Através de numerosos testimonios de músicos, periodistas y allegados, este clásico documental de cabezas parlantes recuerda la obra y la personalidad de un músico realmente singular, el Chango Farías Gómez, fallecido en 2011. A lo largo de su extensa carrera con Los Huanca Huá (aquel grupo vocal nacido en los 60 del que Atahualpa Yupanqui dijo con mucha gracia que "uno cantaba y los otros cuatro le hacían burla"), el Grupo Vocal Argentino, Músicos Populares Argentinos (MPA) y La Manija, Farías Gómez exploró los límites del folklore argentino, incorporando elementos del flamenco y la música centroamericana, poniendo especial énfasis en lo rítmico y usando una instrumentación inusual para el género (guitarra eléctrica, sintetizadores, percusiones de raíz africana), lo que generó algunos reproches de los conservadores y finalmente un gran reconocimiento a su espíritu innovador. Se dice que el Chango Farías Gómez, cuya militancia política lo obligó a exiliarse en la época de la última dictadura militar argentina, era al mismo tiempo severo y amoroso, que tenía un don natural para aunar distintos estilos en un proyecto común, que produjo en la música popular argentina una revolución cuyos ecos aún resuenan. Y este documental, plagado de voces que lo confirman, no hace más que dejarlo establecido definitivamente.
En Taekwondo, sutiles juegos de seducción masculina No son las artes marciales el centro de esta película dirigida en sociedad por Marco Berger (Plan B, Hawaii, Mariposa) y Martín Farina (Fulboy), sino los juegos de seducción entre dos muchachos que pasan unos días de descanso en una quinta con un grupo de amigos que, en más de una oportunidad, se comportan como niños. La línea narrativa que domina es la de la historia que arranca con el flechazo que se produce en una clase de taekwondo y cuyo efecto inmediato parece demorarse más por el placer que suele provocar el flirteo que por los prejuicios y los tabús. Berger y Farina filman los torneados cuerpos masculinos de los protagonistas al detalle, con la circulación del erotismo como premisa. Las conversaciones entre ellos no tienen demasiada densidad. Parecen más bien las de un reality show televisivo de esos en los que el encierro termina produciendo abulia, confesiones a media lengua y leves paranoias. Los chicos de Taekwondo comen, beben, fuman, pasan un tiempo juntos en un sauna, practican algún deporte con simple espíritu recreativo, se entregan despreocupadamente al ocio sin demasiado contacto con el exterior, salvo por la visita ocasional de alguna novia o una vecina. Ponen en evidencia los rituales y los pactos, tácitos y explícitos, de la masculinidad, lugares comunes que ofician como reglamento de la convivencia entre hombres. En ese entorno, y ante la inquietud de un tercero en discordia que claramente reprime su instinto, se va calentando a fuego lento el deseo de esos dos compañeros que tuvieron la suerte de cruzarse en una clase y supieron al instante cuál podría ser el futuro entre ellos.
Pegar la vuelta revela el derrotero de María Blues La historia de María Luz Carballo es la de una auténtica emprendedora. De muy joven se fue de su barrio, Villa Devoto, para probar suerte en los Estados Unidos, la cuna del blues, el género musical al que le viene poniendo cuerpo y alma desde hace muchos años. Parte de una familia de músicos muy reconocidos (Celeste Carballo, Lito y María Gabriela Epúmer), María Luz vivió -y muchas veces sufrió- en Chicago y Nueva York, tocó con expertos y principiantes, tuvo dos hijas, fue novia de Pappo y hoy es una guitarrista muy valorada. Aun con cierta anarquía en el relato, este documental refleja su particular derrotero con calidez. María Luz lleva el hilo conductor con gracia, revelando cada detalle de su ajetreada vida personal y artística. Y dejando bien claro por qué también se la conoce, con justicia, como "María Blues".
La carrera de la redención Hay dinámica y adrenalina en esta película italiana basada, en parte, en la historia del atormentado piloto turinés de rally Carlo Capone, que tuvo su época de oro en la década del 80 y luego entró en una zona nebulosa de su vida, marcada por la muerte de su hija, el divorcio de su esposa y una serie de problemas psiquiátricos que aún hoy persisten. Quien encarna al deportista exitoso que, como muchos otros de diferentes disciplinas, pasa casi sin escalas de la gloria al ocaso es Stefano Accorsi, una de las máximas estrellas del cine italiano actual, también galán consumado que estuvo en pareja con una famosa modelo, Laetitia Casta, y ahora está de novio con otra más joven, Bianca Vitali. Con un look alejado de la prolijidad más habitual en él, Accorsi (El último beso, La habitación del hijo) resuelve con eficacia un rol cantado para el cliché -el descarriado que busca redimirse a través de un acto de nobleza-, bien secundado por Matilda de Angelis, en el papel de su atractiva hermana, una corredora de apenas 17 años audaz y cargada de problemas familiares que, ante la súbita muerte de su padre, queda a cargo de un hermano menor y necesita evidentemente quien la guíe y la inspire. La película retrata bien el universo lleno de vitalidad y anarquía del automovilismo profesional (en este caso, el de la categoría GT), aprovecha bien la tecnología de última generación para filmar las escenas a toda velocidad sin depender de los efectos especiales y logra imprimirle un notable vértigo al relato a expensas de un cuidado trabajo de montaje. Cae también en unos cuantos lugares comunes, sobre todo cuando abandona las pistas y debe transitar por el farragoso terreno del drama familiar con moraleja.
El abogado de la calle Hay más de un mérito en Los cuerpos dóciles. En principio, el hallazgo de un personaje de evidente singularidad, el abogado penalista Alfredo García Kalb, dedicado mayormente a defender a aquellos que la justicia argentina persigue con particular saña: los acusados de delitos contra la propiedad que no cuentan con demasiados recursos económicos para afrontar un proceso con chances de ser absueltos. García Kalb conoce el lenguaje y los códigos de la calle, también las mañas habituales en los tribunales. Se dedica a trabajar en un ámbito que buena parte de sus colegas descarta. Tiene carisma, es tesonero y se mueve con soltura frente a la cámara. Es él quien sostiene el relato, con plena conciencia de ser el protagonista. Pero la película también funciona como llamado de atención sobre el funcionamiento de un sistema judicial que desde siempre ha operado de acuerdo con la pertenencia de clase. Tomando como eje el juicio a dos acusados de robar una peluquería, este documental austero y preciso desnuda algunas irregularidades del proceso y, de paso, abre la discusión sobre la eficacia real de un sistema penal dedicado al castigo, más que a la declamada reinserción social. Si la exclusión es una de las causas más evidentes del crecimiento del delito en el país, también queda claro que las políticas puramente punitivas no son una solución real del problema. García Kalb lo sabe de sobra y le pone el cuerpo y la cabeza al asunto. Con su particular estilo, desmañado, alejado de toda formalidad, pelea en un terreno difícil, donde suele tener todas las de perder. Sabe que en un estrado la palabra de un efectivo policial puede tener más valor que la de un civil imputado y se esfuerza por hacérselo entender a sus representados. Conscientes de la riqueza del personaje, Matías Scarvaci y Diego Gachassin se asoman también a la vida privada de este abogado inusual que también es ocasional baterista de rock y parece tener con sus tres hijos una relación llana y lúdica. Es él, acostumbrado a enfrentarse -y también a convivir de la manera más política posible- con el poder institucional, quien en algún momento se quiebra y confiesa su impotencia. Aduce simplemente estar cansado de la realidad que lo rodea, y no hay manera de no identificarse con ese gesto de agotamiento, salvo que se elija la evasión, ese antídoto que la sociedad de consumo nos inocula a diario sin pausa, a un ritmo cada vez más acelerado.
Maestro y discípulo contra la oscuridad El camino del conocimiento, tanto de cada individuo como del mundo que lo rodea, es un tema común en el cine que apunta al público familiar. En El niño y la bestia está representado a través de la relación maestro-discípulo, algo que también suele repetirse en este tipo de películas, desde Star Wars y Karate Kid hasta Kung Fu Panda. Basándose en leyendas japonesas y chinas, el director y guionista Mamoru Hosoda cuenta en este film la historia de Ren, un chico que se queda solo tras la muerte de su madre y la ausencia de su padre. El chico no quiere quedarse con los adultos que tienen su custodia y se escapa por las calles de una bulliciosa ciudad japonesa de la actualidad. Al esconderse en un pasadizo muy angosto, Ren descubre la entrada a la ciudad de las bestias, que tienen su mundo aparte lejos de los humanos. Ahí es donde conoce a Kumatetsu, una bestia muy fuerte, que es un muy buen luchador, pero desordenado, malhumorado e incapaz de conseguir un discípulo que lo soporte. A pesar de que se llevan muy mal, el chico y la bestia logran establecer una relación de mentor y alumno, de la que ambos salen fortalecidos y mejorados. Los trazos básicos de la historia de El niño y la bestia no salen de lo común, pero lo que la distingue son los detalles que le dan una dimensión espiritual. Lo central en la película, más allá de la aventura y las escenas de entrenamiento, es la transformación interna profunda de ambos protagonistas y de los otros personajes que los rodean. Esa evolución se da siempre gracias al intercambio con otro, por compartir lo que cada uno sabe, borrando la verticalidad en la relación entre maestro y discípulo. La lucha de los humanos contra la propia oscuridad interna es otro de los grandes temas de la película y se completa con una referencia a Moby Dick, a la que se le debe una de las secuencias más impactantes en lo que se refiere a la estética del film. Todas estas enseñanzas no están presentadas de forma sutil y, sin embargo, eso no resulta molesto. El niño y la bestia se disfruta porque los temas que trata están enmarcados en un historia tierna y divertida, contada con una impecable animación de estilo japonés clásico, aggiornado con técnicas modernas.
Una película que desafía las ataduras de la lógica No es fácil encontrar hoy en día en la cartelera local películas como Sangre de mi sangre. Que tengan su nivel de osadía y libertad, su temperamento y su voluntad lúdica. La historia arranca en el siglo XVII: una monja es acusada por las autoridades de la Iglesia Católica de seducir y provocar el suicidio de su confesor. Es sometida a todo tipo de torturas para que admita un supuesto pacto con Satanás, pero la joven se niega, tolera con enorme templanza el maltrato y termina conquistando también al gemelo del religioso, en principio también obstinado en conseguir como sea esa declaración que la inculpe y permita que su hermano quede impoluto y tenga un entierro cristiano, como desea su madre. En ese tramo de la película, la primera mitad, Bellocchio pone el foco en la salvaje violencia de la Iglesia en la época de la Inquisición y en una historia de amor prohibido que revela la hipocresía de las familias acomodadas de la época y su relación atravesada por intereses con el poder eclesiástico. Es particularmente potente el trabajo de Lidiya Liberman, que recuerda claramente a la icónica Juana de Arco que interpretó María Falconetti (actriz francesa que terminó suicidándose en la Argentina en 1946) en el famoso film del maestro danés Carl T. Dreyer dedicado a la sacrificada heroína condenada a la hoguera. De repente, sin nada que lo prenuncie, la película salta desprejuiciadamente a la actualidad. En este tramo, un millonario ruso pretende comprar el convento-prisión donde quedó confinada la monja acusada en el primer tramo de la historia, pero hay un problema importante: allí vive hace añares un viejo vampiro que se resiste a ser desalojado. El ruso es asesorado por un funcionario italiano que es encarnado por el mismo actor que personifica al hombre de armas enamorado de la monja en la primera parte, Pier Giorgio Bellocchio, hijo y habitual colaborador del experimentado director. Y pululan alrededor del anciano conde un puñado de personajes grotescos de perfil muy parecido al de los que protagonizan las películas de Paolo Sorrentino (La grande bellezza) y que van componiendo una farsa que deviene en evidente alegoría de la Italia de los últimos años, sacudida por la corrupción, la ineficacia y la enorme negligencia de su clase política. No hay una conexión del todo directa entre las dos historias, aunque en ambas los personajes se mueven en un universo de violencia concreta y simbólica que el veterano director nacido en Bobbio, la pequeña ciudad de Piacenza en la que estan ambientadas, describe con crudeza y mordacidad. Es posible que esa estructura fragmentaria tenga que ver con el proceso de producción de la película, armada en parte con secuencias filmadas por los estudiantes del laboratorio de cine que Bellocchio dirige en su ciudad natal. Como sea, lo importante no es ese dato, sino la decisión firme de Bellocchio de esquivar los mandatos de una narración tradicional para sumergirse en la prueba y la experimentación. Como excelente corolario, el director regala una escena final extraordinaria, de inusual lirismo, musicalizada apropiadamente con "Nothing Else Matters", un tema de Metallica interpretado por el coro femenino belga Scala & Kolacny Brothers. A esas alturas ya dejan de importar por completo las ataduras de la lógica. "Más que la verdad en sí, me interesa contarla de una forma nueva", declaró Bellocchio cuando la película se estrenó en Europa. Y no hay más alternativa que creerle y celebrarlo.
El justiciero de la jungla La leyenda de Tarzán tiene un inicio muy prometedor. La acción se desarrolla a fines del siglo XIX en el Congo, un país africano cuyas tierras, se encarga de aclarar explícitamente la película, se repartieron las potencias coloniales. Es una secuencia que recuerda por su dinamismo y plasticidad la apertura de Los cazadores del arca perdida, pero aquí quien lidera la expedición no es el aventurero carismático que inmortalizó Harrison Ford, sino un personaje antipático, violento y ambicioso que representa los intereses de Leopoldo II, el rey belga que amasó una enorme fortuna personal explotando los recursos naturales congoleños sin ningún prurito. El malvado esclavista que se desplaza a sus anchas por la selva africana con un impecable traje de tonos claros y un rosario cristiano que usa ocurrentemente como arma letal es Christoph Waltz, un actor que después de brillar en Bastardos sin gloria como un despiadado militar nazi parece condenado a este tipo de roles. David Yates, director de las cuatro últimas entregas de la exitosa saga cinematográfica de Harry Potter, maneja muy bien la tensión previa al enfrentamiento entre un grupo de invasores visiblemente atemorizados y los guerreros nativos, amenazantes, cubiertos de ceniza y listos para defender su territorio. Terminado ese primer combate, donde la pólvora se impone por sobre la sagacidad y la valentía, quien llega para terciar en el conflicto es el mismísimo Hombre Mono, criado en la selva, pero ya resocializado en el poderoso imperio británico y en pareja con una mujer tan bella como de armas tomar (la australiana Margot Robbie, que compone una Jane tan seductora como temperamental). Con ellos viajará al África para poner las cosas en su lugar un emisario del gobierno norteamericano. Una serie de flashbacks sintetiza el pasado de este Tarzán justiciero, ecologista y de cuerpo tallado, encarnado sin muchos matices por el sueco Alexander Skarsgård. Repiten una historia conocida hasta el hartazgo y terminan empantanando por un rato un relato que de movida prometía más. Cuando los malos de la historia secuestran a la arrojada Jane, la película se empieza a apoyar en la sociedad entre Tarzán y ese funcionario americano -interpretado con la solvencia de siempre por Samuel L. Jackson- que sabe perfectamente que la nación a la que sirve no ha sido con los nativos de su propio territorio mucho más benévola que el desalmado Leopoldo II. Jackson aporta aplomo, humor y profundidad psicológica, eleva el piné de una película de aventuras que abusa de efectos digitales no del todo logrados, pero que mantiene un buen ritmo narrativo, más allá de esas densas remisiones a un pasado que podría haberse resumido mucho más. Aun con esas dificultades del guión y con su carga de corrección política y sensiblería, La leyenda de Tarzán es eficaz como entretenimiento, su objetivo más evidente.
El encuentro en Guayaquil muestra a San Martín y a Bolívar en un duelo actoral En julio de 1822, San Martín y Bolívar se encontraron en Guayaquil para discutir varios asuntos: la soberanía sobre la provincia de Guayas (integrada hasta esa fecha al virreinato del Perú), la liberación del Perú y la forma de gobierno conveniente para los nacientes estados americanos. San Martín, establecido por entonces en Lima y necesitado de recursos financieros para consolidar su campaña libertadora, se inclinaba por una monarquía constitucional, mientras que Bolívar prefería una dictadura vitalicia. El encuentro de Guayaquil pone el foco en esa entrevista, apoyándose en la investigación histórica de Pacho O'Donnell que contradice en más de un aspecto a la más canónica, la de Bartolomé Mitre, uno de los biógrafos más citados del prócer argentino que murió exiliado en Francia. En más de una oportunidad, el cine argentino se ha propuesto "humanizar" al personaje, ofrecer una perspectiva que lo aleje del bronce. Nicolás Capelli trabaja esa línea, con los problemas de salud, las poderosas ambiciones personales y la disipada vida amorosa de San Martín como ejes. Una cámara inestable sigue cada movimiento del militar argentino, simboliza sus angustias y zozobras. Pero lo mejor de la película es, justamente, aquello que ofició como su disparador: ese encuentro históricamente tan relevante del que hay más de una versión, y que Pablo Echarri (quien ya había encarnado a San Martín en un film producido por la TV Pública) y el colombiano Anderson Ballesteros transforman en un vibrante duelo actoral que excede las tesis sobre el enfrentamiento con la corona española. Es en la tensión que los dos actores consiguen cada vez que entran en contacto donde la película crece, se expande y atrapa, más allá de su manifiesta impronta revisionista.
En La ilusión de estar contigo hay una mirada tibia sobre Emma Bovary Adaptación de una novela gráfica de la británica Possy Simmonds publicada en capítulos en el periódico The Guardian, este film de Anne Fontaine intenta reproducir parte del espíritu de uno de los grandes clásicos de la literatura universal, Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Lo logra sólo por momentos, cuando el voyeurismo y la neurosis obsesiva de Martin Joubert, un intelectual que abandona su vida parisina para hacerse cargo de una pequeña y exquisita panadería familiar de la región de Normandía, están teñidos de cierta angustia existencial o el humor se filtra en la trama con agudeza y sofisticación. No siempre es así: en más de una oportunidad, la historia se vuelve obvia, redundante y apela al trazo grueso (la escena de la picadura de la avispa sintetiza acabadamente las discutibles decisiones de la directora nacida en Luxemburgo, tan capaz de ser arriesgada -el caso de Cómo mate a mi padre o Nathalie X- como banal -el de Cocó antes de Chanel-). El inglés Stephen Frears ya había llevado al cine otro trabajo de Simmonds (El regreso de Tamara Drewe, de 2010, también con la voluptuosa Gemma Arterton como protagonista). La voluntad lúdica de esta joven actriz combina muy bien con la eficacia del experimentado Fabrice Luchini para delinear su personaje, atrapado entre el deseo, la frustración y una torpe malicia provocada por la impotencia. Pero la película está lejos del poder de sugestión de la gran novela que, de algún modo, intenta homenajear. Es más pedestre y convencional, mucho menos perturbadora. El insólito final, de tono decididamente farsesco, no mejora las cosas. Son las remanidas teorías de la película -que la vida imita al arte, que no podemos controlar completamente nuestro destino- las que lo fuerzan y terminan por disolver su tenor más inquietante, el que consigue en sus mejores momentos, cuando podemos percibir que Joubert encuentra en la fantasía un antídoto vital contra la crueldad del paso del tiempo.