Memorable antihéroe con sed de venganza Difícil imaginar en el inicio de Cenizas del pasado la odisea en la que se embarcará Dwight, su protagonista excluyente. Homeless treintañero que duerme en un auto destartalado y toma ocasionales baños de inmersión en casas vecinas de la zona de playas de Delaware en las que habitualmente revuelve la basura, Dwight recibirá una noticia que transformará una vez más su carácter: el asesino de sus padres saldrá de prisión y, si aquel drama lo había llevado a su penosa situación actual, ahora su cambio de piel tendrá que ver con una sangrienta venganza que intentará consumar sin demasiada planificación previa. Premiada por los críticos de Fipresci en el Festival de Cannes, la película está sostenida en la notable actuación de Macon Blair, un antihéroe aterrorizado por sus propias acciones -drásticas, animadas por el odio-, pero decidido a no renunciar a consumarlas. El notable trabajo de fotografía pergeñado por el propio realizador y guionista, Jeremy Saulnier (que ya filmó otro largometraje, Green Room, una historia protagonizada por punks y neonazis que levantó revuelo en la última edición de Cannes) y su preciso manejo de los tiempos colaboran con la generación de un relato de clima espeso, ocasionalmente matizado con pequeñas dosis de humor negro. TRAUMADO Cegado por el dolor y decidido a hacer justicia por mano propia, Dwight es la contracara de esos héroes musculosos, hábiles para el combate y con dominio prodigioso de las armas que son tan habituales en las repetidas historias de venganza del cine mainstream norteamericano. Tiene poco carisma, es torpe y el temor también pesa en su conciencia. Sus objetivos no son estrictamente terapéuticos, sino el síntoma de un trauma muy mal procesado.
Aguda comedia bélica israelí Desafortunadamente, sabemos poco en la Argentina del cine israelí. La llegada de una película de ese país es un pequeño acontecimiento, y el caso de Motivación cero trae como valor añadido algunos antecedentes relevantes: ópera prima con guión terminado de ajustar en el laboratorio del Sundance, premios y elogios en varios festivales internacionales, excelente rendimiento en la taquilla de su país. La película está ambientada en una base militar israelí perdida en medio del desierto. Allí, para ser honestos, no sobra la acción. La película debe inventar un tema en ese lugar donde pasa poco y nada. Y lo hace, con Cero en conducta, de Jean Vigo, y M*A*S*H, de Robert Altman, como modelos potenciales. El alma de la historia es la amistad entre dos chicas, Zohar y Daffi, que cumplen el servicio militar obligatorio en su país en un lugar plagado de burocracias inútiles. Sufren, además, las constantes presiones de Rama, una superior siempre al borde del ataque de nervios y concentrada casi exclusivamente en un ascenso de escalafón. Zohar juega obsesivamente al dragaminas, tiene un carácter volcánico y es virgen. Daffi, bicho de ciudad, pretende volver cómo sea a Tel Aviv y escapar de esa oficina en la que su principal responsabilidad es triturar papeles. La película -basada en las vivencias de la directora y dividida en tres capítulos- no abunda en detalles sobre la historia precedente de sus personajes, lo que invita al espectador a imaginarlos a partir de la información que revelan sus conductas en ese mundo opresivamente cerrado.
Banal, superficial, irresponsable Se ha dicho hasta el hartazgo, pero es que salta a la vista: hay muchos puntos de contacto entre Trash? y películas como Ciudad de Dios -también ambientada en Brasil- y Slumdog Millionaire: ¿Quién quiere ser millonario? Todas tienen una visión banal y paternalista de la pobreza, buscan con insistencia el impacto emocional a través del subrayado permanente y son de un esteticismo irritante, sobre todo si se consideran los entornos en los que se desarrollan sus historias. El disparador de este largometraje del mismo director de Billy Elliot y Las horas -dos películas cuyo efectismo por lo menos estaba mucho más solapado- es parecido al de otro film latinoamericano pensado para el consumo for export, el suceso paraguayo 7 cajas: un protagonista joven que se ve envuelto en una trama peligrosa casi por casualidad y decide correr hacia adelante. En este caso, un chico que revuelve los desechos del título local en un enorme basural de Río de Janeiro encuentra una billetera convertida muy pronto en una auténtica caja de Pandora. Allí hay información que compromete seriamente a un político de alto rango, de modo que se desatará una feroz cacería para recuperarla, encabezada por un policía transformado en un despreciable villano sin un solo matiz. El grupo de niños que ese malo malísimo persigue está integrado por tres pequeños héroes que desentonarían menos en una tira de Cris Morena que en un relato de Dickens. Los paisajes castigados por la miseria aparecen filmados con criterios similares a los que se usan para promocionar una agencia de viajes. Y la política es apenas un territorio minado de oscuros intereses, traiciones y una corrupción sistemática que aplasta las buenas intenciones de dos sacrificados misioneros anglosajones (Martin Sheen y Rooney Mara). Cuando ese político desalmado caiga en desgracia, lo sabremos gracias a la CNN, una cadena de noticias cuya neutralidad, claro, es proverbial. Y para cerrar la historia entra en escena una niña heredera de Highlander que se cuela en el guión por la ventana. Toda esa lógica superficial e irresponsable está sintetizada en una frase que intenta explicar la increíble aventura de estos tres niños que ponen en jaque a un poderoso enemigo popular y que se repite dos veces en la película. Es la que encierra su temperamento falso y bienpensante, primero pronunciada por ese pibito convertido en Superman por imperio de las circunstancias y después por la abnegada voluntaria yanqui con el correspondiente tono épico que exige el clima de fábula que se acentúa en el epílogo: "¿Por qué lo hicieron? Porque era lo correcto". No más preguntas.
Una travesía emocional Después de codirigir con Federico Godfrid la elogiada La Tigra, Chaco, Juan Sasiaín reaparece en escena con esta película sencilla y emotiva, estrenada en el festival de Mar del Plata en 2013. El foco está puesto en la relación entre un padre (Leonardo Sbaraglia, otra vez muy sólido en su rol) y su hijo preadolescente (Lautaro Murray, también de buen desempeño). Juntos pasarán una temporada veraniega plagada de revelaciones y pequeños ritos iniciáticos, antes de una partida obligada. El chico deberá irse con su madre -que después de divorciarse decide abandonar Choele Choel, en la provincia de Río Negro- y de ese modo tomará conciencia del final inevitable de una etapa clave de su vida. Sasiaín narra ese pasaje crucial con sobriedad y delicadeza, aunque a veces el exceso de candidez que tiñe a la película la edulcore por demás.
Una obra inspirada y avasallante Hubo que esperar más de veinte años para que esta gran película de Alejandro Agresti se estrene comercialmente. Radicado durante años en Holanda, Agresti forjó una filmografía vasta e irregular que hasta incluye una estación en Hollywood, con Keanu Reeves y Sandra Bullock como protagonistas (La casa del lago, de 2006). Son muchos los cinéfilos que todavía recuerdan aquel revelador ciclo organizado por la Sala Lugones en 1996, armado en base a sus notables primeros largos argentinos y un puñado de los que filmó en Europa. Todavía no había irrumpido aquella ola renovadora que luego se conocería como "Nuevo Cine Argentino" (Pizza, birra, faso es de 1998) y el cine de Agresti lucía moderno, atrevido, distinto. El acto en cuestión es parte de ese cuerpo de obra rupturista y anticipatorio, es también una de las mejores películas de Agresti y probablemente de lo más inspirado que produjo el cine argentino en su rica historia. Su protagonista es Miguel Quiroga (notable trabajo de Carlos Roffé, fallecido en 2005), un bicho bien porteño, ladronzuelo de libros que puede determinar el año de cada edición apelando apenas al olfato. Vive en una modesta y pobladísima pensión con una mujer con la que se lleva a las patadas (Mirta Busnelli) y parece condenado al oprobio sentimental y económico. Pero de pronto descubre en un ignoto libro de ocultismo una fórmula para hacer desaparecer objetos, primero, y personas, después. Su primera reacción es buscar trabajo en un circo, pero de allí, gracias a la astucia del ambicioso dueño del lugar, salta a una vida fenomenal, se vuelve rico, famoso y admirado, emprende exitosas giras por Europa y conquista bellas mujeres hasta que el fracaso y la paranoia reaparecen fatalmente en su vida. Todo ese periplo es narrado por la omnipresente voz en off de un fabricante artesanal de muñecas (Lorenzo Quinteros) que el destino unirá con el fantástico protagonista de la historia. A lo largo de un relato de ritmo sostenido y cargado de humor, Agresti pone en juego decenas de referencias claves para su formación intelectual (Arlt, Borges, Bioy Casares, Spinetta, el tango, Lacan, Tolstoi), ataca al machismo, se burla de Hitler, alude lateralmente al peronismo y, sustancialmente, edifica una poderosa alegoría sobre el siniestro programa de secuestro y desaparición de personas en la última dictadura argentina equilibrando a la perfección acidez con melancolía. Todo apoyado por una pregnante banda sonora del japonés Toshio Nakagawa y un trabajo de puesta en escena prodigioso que respira identidad porteña a pesar de no tener un solo plano rodado en Buenos Aires, y que remite tanto a Georges Meliès como a Orson Welles. Una película avasallante, inolvidable.
Una apuesta al género que paga. Buenos Aires luce sórdida e inquietante en esta película protagonizada por una cruza de detective clásico de film noir y asesino a sueldo que recibe el encargo de matar a un hombre tan enigmático como la atractiva mujer que le paga por ese complicado trabajo. De a poco irá hilvanándose una trama difusa y fragmentaria que incluye asesinatos, venganzas y siniestros experimentos genéticos encabezados por un maléfico científico que lidera una secta de desesperados aspirantes a la eternidad. Galel Maidana toma una decisión arriesgada en su primera ficción: subordina el andamiaje narrativo a la puesta en escena. Y sale bien parado porque su imaginación es profusa, y el trabajo fotográfico de Lucio Bonelli y sonoro de Jésica Suárez es notable, igual que el de un elenco sólido, capaz de sostener la tensión en una historia amenazada más de una vez por la dispersión.
Provocadora y obsesiva. Con apenas 26 años, Dolan ha logrado afinar su estilo, consolidar sus convicciones, afirmar una personalidad artística y conseguir un rendimiento superlativo de los actores que elige. Todo esto se comprueba en Mommy, donde se narra la vida de Steve, un joven que sufre, y cómo, los vaivenes de un trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Dolan inventa una polémica ley para la Canadá de su ficción (se les permite a los padres que lo deseen ceder al Estado toda la responsabilidad de la educación y la atención médica y psíquica de sus hijos) y escoge un formato inusual (1:1, que configura la pantalla como una especie de teléfono celular gigante colocado en posición vertical) para, según sus propias palabras, simbolizar la opresión en la que vive el protagonista. Las dos decisiones encuadran perfectamente en su habitual plan de provocaciones. Programático y obsesivo, Dolan también se encarga en sus películas de la edición y el vestuario. Y siempre sabe cómo llamar la atención: con el argumento, el formato de proyección o la utilización de la música para crear escenas que, sin despegarse completamente de la trama, ganan en belleza y autonomía (en Mommy, la aparición de "Wonderwall", clásico de Oasis, es formidable). Para cuidar, y más de una vez acompañar, los desbordes de Steve, estará Die, la mamá del título, una mujer llena de fortalezas y fragilidades que intenta ostensiblemente rebelarse ante el paso del tiempo y la molicie de los mandatos sociales. "Yo cada vez te querré más y vos cada día me querrás menos. Es una ley de la vida", le dice Die a su hijo, capaz de oscilar entre una cándida interpretación de un tema de Andrea Bocelli en un karaoke y los arrebatos de furia más insospechados. Cuando la disolución entre ellos parece inevitable, entra en escena una mujer tímida pero de enorme templanza que, al menos por un breve período, transformará en una modesta pero entrañable fiesta a esa casa dominada por la sucesión de conflictos rabiosos e intempestivos. Los momentos en los que las relaciones de ese anómalo triángulo parecen estar en armonía despiden una luminosidad que tiñe todo el paisaje.
Desbocado regreso a la infancia. Artífice de un lenguaje muy particular que ha tenido a lo largo de los años eficaces manifestaciones en la literatura y el cine, el chileno nacionalizado francés Alejandro Jodorowsky volvió a filmar una película en 2013, después de veintitrés años de silencio en ese terreno. Aficionado a la hipérbole, los desafíos a la lógica y el surrealismo más desatado, Jodorowsky repartió su energía últimamente entre el cómic, el tarot, la psicoterapia, las conferencias e incluso Twitter. Su regreso al cine es la adaptación de su propio libro de memorias, llevada a cabo con una enorme cantidad de ideas visuales y un encadenado sin pausa de situaciones extravagantes y operísticas que tienen su traumática niñez como epicentro. No hay en esta película desbocada, autoindulgente y narcisista ningún rastro de autocensura. En sus mejores pasajes, recuerda los encantadores desbordes del cine de Fellini. Y aún en los más caprichosos revela una libertad expresiva que es difícil de encontrar en el cine actual.
Una infancia sumida en la oscuridad. Cuarta película de Sergio Mazza (Graba, Natal, Gallero), El gurí tiene como protagonista central a Gonzalo, un niño de apenas diez años abandonado por su madre, una joven prostituta que, anoticiada de una enfermedad terminal, decide alejarse de él y de su pequeña hermana de ocho meses. El chico se ve forzado entonces a asumir las responsabilidades de un adulto. La película, que fue exhibida en la sección Generation 14PLUS del último Festival de Berlín, mantiene a lo largo de toda su duración un tono seco y sombrío, acompañado por las sobrias actuaciones de un elenco muy sólido. La llegada casual de una joven a ese pueblo de vida rutinaria y anodina, donde el chico pasa sus días a la espera de una novedad que no llega, le aporta a la historia una pequeña luz. Pero Mazza evita deliberadamente las concesiones y sostiene ese clima opresivo que tiñe los días de Gonzalo, cuya conmovedora templanza nos ayuda a imaginar para él un futuro mejor.
Riguroso y sugerente. Primera entrega de la trilogía ¿Quién habla de victorias? El resistir lo es todo (las siguientes se filmarán en Chechenia y en el Tíbet), esta película del argentino Martín Solá (responsable de Caja cerrada y Mensajeros, dos documentales atípicos y atrapantes) tiene como protagonista a un líder palestino que pasó quince años en las inhumanas prisiones israelíes de los 70 y los 80. Integrando voz en off y una propuesta formal y fotográfica tan rigurosa como sugerente, Solá consigue infundirle un ominoso clima de opresión a la historia de una misión militar fallida que termina sintetizando con claridad la disparidad de fuerzas en conflicto. Lo hace a partir de un puñado de valiosos testimonios que reflejan la perspectiva de un pueblo desplazado y enfrentado a un Estado poderoso y beligerante.