La caída de un intelectual, centro de un film que maravilla por su rigor formal. Ganadora de la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes, la más reciente película de este talentoso cineasta turco (también premiado en ese mismo festival por Érase una vez en Anatolia, Tres monos y Lejano/Distante) tiene como protagonista a un arrogante intelectual que, después de trabajar unos años como actor, se dedica a regentear un solitario pero coqueto hotel enclavado en el majestuoso paisaje de Capadocia, en plena estepa de Anatolia, y a escribir sesudos artículos periodísticos. A primera vista, ésas parecen ser sus principales preocupaciones. Sin embargo, un incidente sorpresivo y banal (un niño rompe de una pedrada uno de los vidrios del coche con el que el atribulado y solemne Aydin viaja por una ruta desierta) desata el conflicto inicial de la historia, propio de una novela de Dostoievski: la familia del chico tiene con él una deuda económica que crece y su firme reclamo desembocará en una serie de incómodos sucesos en los que la pertenencia de clase estará en primer plano. De ahí en más, los problemas para Aydin se presentarán en cadena. Y a pesar de contar con la posibilidad de regodearse en la inmensidad de ese lugar imponente ubicado en el corazón de Turquía, el escenario será siempre ese espacio cerrado pensado para recibir turistas, bautizado pretenciosamente "Othello" (alusión al pasado teatral del protagonista) y transformado en campo de agudas batallas dialécticas relacionadas en primer lugar con las crisis de los vínculos (una de las pocas excepciones en el marco de esa puesta rigurosa es una formidable y pregnante escena en exteriores protagonizada por un díscolo caballo negro). Maestro de la esgrima verbal, Aydin se trenzará con su joven esposa y su desencantada hermana en dos discusiones larguísimas cuyo clima remite inocultablemente al cine de Ingmar Bergman y está claramente determinado por la apuesta formal de Ceylan, que sostiene con enorme convicción la duración de cada plano y mantiene prudencial distancia del rostro de los personajes para eludir los subrayados. Ahí aflorará la soberbia, la profunda neurosis y la violencia contenida del protagonista, rey de ese lugar frío y melancólico a punto de ser derrocado, acuciado por la culpa y el arrepentimiento, herido en su orgullo, lastimado por la pérdida de la confianza en sí mismo. Ceylan usó como punto de partida para esta película, de duración inusual (más de tres horas) pero realmente atrapante, tres relatos de Anton Chejov. Pero la historia también remite a aquella cruda y muy famosa afirmación de Scott Fitzgerald en El Crack-Up: "Toda vida es un proceso de demolición". Aydin parece resuelto a llegar hasta el final en su afán autodestructivo, para intentar, en un futuro que podemos adivinar, emprender con otra energía una existencia diferente.
Un patrón violento, un Furriel notable. Para Hermógenes Saldívar, las cosas no son nada fáciles. Ya instalado en Buenos Aires, espera que la gran ciudad lo beneficie con las oportunidades que su provincia natal, Santiago del Estero, nunca le dio. Consigue un trabajo en una carnicería barrial, supone que ahí empezará a encaminar su vida, pero lo esperan varias sorpresas desagradables. La principal, un patrón inescrupuloso y violento que compra mercadería en mal estado de conservación y la somete a precarios procesos de "recomposición" para estafar a clientes desprevenidos. Y de ahí en más una serie de sucesos que complicarán aún más su aventura urbana: la mala relación de su pareja con ese jefe concentrado exclusivamente en ganar dinero de mala manera, las dificultades de vivir hacinado en una piecita derruida y aledaña al local, los sospechosos consejos de un compañero que funciona en evidente complicidad con el jefe, el nacimiento de una hija que representará mayores urgencias económicas y la promesa de una vivienda que no termina de concretarse. La historia sintetiza de manera directa y brutal la crueldad con la que el sistema excluye a los que no están del todo preparados para la supervivencia. La de Sebastián Schindel (Mundo Alas, Rerum Novarum, Que sea rock) es una película sobre la explotación laboral, pero también sobre la tortura psicológica, la avaricia, la corrupción (se ha dicho más de una vez, pero queda claro que aquello que solemos endilgarle a "la política" está enraizado en nosotros) y, a tono con la más cruda actualidad, y el selectivo funcionamiento de la justicia: es obvio que el escalafón social es un dato clave en la relación que tenemos con ella. Un guión sólido, que evita inteligentemente la dispersión, opera con claridad en dos tiempos diferentes para introducir con precisión la línea policial y jurídica y desarrolla con eficacia las pequeñas tramas secundarias -al que se suma un trabajo de fotografía completamente ajustado a las necesidades de la historia- conforma una buena base de apoyo para el notable trabajo de composición de Joaquín Furriel, que en lugar de limitarse a la reproducción mecánica de un biotipo lo dota de conmovedora humanidad. Hay algún subrayado innecesario en la banda sonora, pero Schindel también acertó con el casting: de reconocida trayectoria, Luis Ziembrowski, Germán de Silva, Guillermo Pfening y Andrea Garrote la aportan vitalidad y aplomo al film, basado en un libro de Elías Neuman, prestigioso criminólogo fallecido en 2001 cuyo trabajo de investigación tuvo siempre un foco importante: los derechos de los marginados que, lejos de encontrar chances de reinserción social, sufren en el sistema penal las mismas miserias que en buena parte de los casos los empujaron hasta allí.
Un film hecho de trampas. Hay muchas, demasiadas trampas en esta nueva película del director mexicano Alejandro González Iñárritu, que ha cosechado nada menos que nueve nominaciones para los Oscar que se entregarán el domingo 22. La primera es de forma: la simulación de un larguísimo plano secuencia que no es tal (la secuencia más larga tiene en realidad unos quince minutos, lo demás es enorme pericia del director de fotografía y su equipo de colaboradores), una artimaña cuyo valor dramático resulta discutible -igual que la insistente percusión de la banda sonora-, pero naturalmente dio para llenar de merecidos elogios a Emanuel Lubezki, quien ya había impactado con el famoso plano secuencia inicial de Gravedad, trabajo por el que fue premiado con un Oscar que probablemente repita este año. La idea revela con claridad las ambiciones de González Iñárritu, demasiado preocupado por la grandilocuencia, un síntoma que se detecta en toda su filmografía (21 gramos y Biutiful representan el clímax de esa pretensión), igual que su sobreactuada misantropía y la crueldad con la que suele retratar a sus personajes, una inclinación que remite a lo peor de Robert Altman, cuya satírica The Player es obvia referencia para este film (la otra podría ser Noises Off, excelente comedia de Peter Bogdanovich que fracasó en la taquilla). Aquí el protagonista es Riggan Thomson (Michael Keaton), un actor de Hollywood que llegó a la fama gracias a su trabajo en una trilogía dedicada a un superhéroe e intenta ahora legitimarse artísticamente montando en Broadway una obra de teatro basada en un relato del prestigioso escritor Raymond Carver. Iñárritu aborda en una misma historia una buena cantidad de tópicos: la superficialidad de la industria del cine (de la que él supuestamente estaría exento), la alienación provocada por la adicción a las redes sociales, las miserias de un padre ausente y la paranoia de las estrellas, material este último con el que el año pasado David Cronenberg edificó una obra maestra ambigua e inquietante (Polvo de estrellas). También aparece la preocupación por la relación con la crítica, plasmada en el caricaturesco retrato de una mujer resentida e insidiosa cuya opinión sin embargo resultará muy importante para la trama: no queda del todo claro si la obra teatral que ocupa el centro de la escena en Birdman es buena o mala, pero sí que tiene un público confundido -y menos inteligente que Iñárritu- que aplaude por reflejo condicionado y una consagración que libera al protagonista de sus traumas a partir, justamente, de una reseña positiva de esa bruja despiadada de la que el director se había burlado cinco minutos antes. Detrás de la acrobacias formales, los golpes de efecto y los chistes de dudoso gusto (Naomi Watts, relegada a un papel sin desarrollo y a fetiche funcional a una cita vacía a David Lynch, habla de "compartir la vagina" para referirse a un amorío), hay contradicciones muy nítidas. Iñárritu pretende ser punzante con la chatura, el efectismo y las truculencias del mainstream, pero apela a las mismas herramientas para su cine, impostado hasta la médula.
Un libro mal adaptado. Estrenada en el Festival Internacional de Cine de Toronto 2014, La teoría del todo cuenta la historia de la relación de pareja entre el famoso cosmólogo Stephen Hawking y su primera esposa, Jane Wilde. La película, nominada para cinco premios Oscar (en las categorías Mejor film, Actor, Actriz, Guión adaptado y Banda sonora), está basada en un libro de memorias de la propia Wilde, Hacia el infinito, publicado en 2007. Wilde, quien había escrito en 1994 otro libro similar, Música para mover las estrellas, se separó en malos términos de Hawking en 1990, pero luego se reconcilió, un dato clave para entender el tono de este film. El científico se volvió a casar, con una de sus enfermeras, Elaine Mason, de la cual se separó en 2006 en medio de un escándalo: según él, Mason lo habría sometido a maltrato físico y psicológico (los detalles, agitados en su momento por la prensa sensacionalista británica, son bastante escabrosos). Todo este prolegómeno es útil para aclarar que el biopic dirigido por el británico James Marsh (ganador del Oscar al Mejor documental en 2008 por Man On Wire) es algo así como la versión oficial de esa relación, una película que parece nacida de un acuerdo de partes posdivorcio, orientada a rescatar lo mejor y obviar lo peor de ese matrimonio que duró veinticinco años y del que nacieron tres hijos. En el inicio de la película, Hawking y Wilde, ambos estudiantes en la Universidad de Cambridge (él, de cosmología; ella, de poesía española), se conocen en una fiesta y traban un vínculo que estará marcado casi todo el tiempo por el amor que se profesan, la abnegación de ella y el carácter apacible de él. Naturalmente, hay referencias a los logros de Hawking como científico (demostró junto con Roger Penrose que la teoría de la relatividad de Einstein implica que el espacio y el tiempo tienen un principio en el Big Bang y un final en los agujeros negros, que, a su vez, podían emitir radiación y desaparecer), pero aquí se trata sobre todo de la vida de una pareja en circunstancias extraordinarias (la escena en la que Hawking debe defender una de sus tesis es una de las más flojas del film). Es probable que Eddie Readmayne se lleve un Oscar (los integrantes de la Academia valoran especialmente este tipo de papeles, basta con recordar el premio a Daniel Day-Lewis por Mi pie izquierdo en el 90) y que Hawking sea homenajeado en esa ceremonia. Pero lo indudable es que La teoría del todo evade cuidadosamente todo tipo de polémica y busca con denuedo el consenso con estrategias cinematográficas que terminan aburriendo de tan convencionales.
Humor trillado y típica belleza teen. El suceso comercial de la telenovela Casi ángeles y su derivado, la banda Teen Angels, animó a Telefé y Disney a proyectar la amplificación del negocio al mundo del cine. El resultado es una comedia destinada a un público adolescente observado únicamente como consumidor que naturalmente replica cada uno de los clichés de las creaciones de Cris Morena. Otra historia romántica, esta vez ambientada en el Tigre, protagonizada por gente que responde a los cánones de belleza más tradicionales, aderezada con humor liviano y más bien trillado que aportan algunos secundarios deliberadamente grotescos y destinada a resaltar la "superación personal", un privilegio destinado a un tipo de personajes tocados por la varita que cualquier jovencito con aspiraciones de triunfar en la vida debería emular. La coartada favorita de los productores de este tipo de productos seriados es acusar a sus detractores de "aburridos".
La fertilidad a orillas del Adriático. Gran éxito de taquilla en su país (es el segundo film más visto en la historia de Croacia), esta película aborda paródicamente algunos de los temas en los que la Iglesia Católica tiene, desde hace años, posturas decididamente polémicas. El punto de partida es deliberadamente bizarro: en una pequeña isla a orillas del Adriático, un sacerdote joven y de escaso carisma que sustituye a otro más experimentado y popular se asocia con un quiosquero grotesco y presionado por su conservadora esposa para urdir un extravagante plan destinado a fomentar la natalidad. La idea que se les ocurre no parece del todo responsable: pinchar los preservativos que se venden en el quiosco. De ahí en más el pueblito se transforma en un atractivo para parejas con problemas de fertilidad. Muchos de los personajes tienen un tono felliniano, y la utilización insistente de grandes angulares y subrayados musicales agiganta su color farsesco, que oscila entre la comedia disparatada y denuncias pesadas para el catolicismo como la pedofilia y el aborto. El abrupto cambio de tono hacia el final -de la sátira y la caricatura al drama con tintura ética que también incluye conflictos políticos, étnicos y religiosos balcánicos- no colabora demasiado con la consistencia de la película, que despertó encendidas acusaciones en su país: una de las máximas autoridades del catolicismo croata la definió como "un trabajo de gays, lesbianas y comunistas", un desplante que el director Vinko Bresan perfectamente podría haber incluido en su ficción.
Excéntrico, pero poco gracioso Basada en una popular trilogía literaria escrita y publicada por el británico Kyril Bonfiglioli en la década de los 70, Mortdecai tiene un elenco estelar, un buen presupuesto (50 millones de dólares) y el espíritu inocultable de aquella famosa y extensa saga de La pantera rosa, protagonizada por Peter Sellers y dirigida en su mayoría por Blake Edwards. El protagonista es Charlie Mortdecai (Johnny Depp, involucrado también en la producción de la película), un excéntrico aristócrata británico que ha dilapidado irresponsablemente su fortuna e intenta recuperarse ideando un negocio tramposo con una pintura de Goya que, al margen de su valor intrínseco, contiene una clave que permitiría reclamar una enorme cantidad de oro acumulado ilegalmente por los nazis. Cuenta con la ayuda de un fidelísimo criado que también oficia de eficiente guardaespaldas (Jack Bettany) y la colaboración de su indolente esposa (Gwyneth Paltrow), preocupada, sobre todo, porque su compañero se afeite un curioso bigote que a ella le produce náuseas. El otro personaje importante también es una estrella: el siempre eficiente Ewan McGregor, un agente del servicio de inteligencia inglés enamorado de la mujer de Mortdecai desde hace años, que también anda tras las huellas del Goya. La película tiene algunas buenas escenas de acción y actuaciones correctas, pero falla ostensiblemente en su principal objetivo: el humor. Es evidente que, desde la dirección, David Koepp (conocido por su trabajo como guionista de Misión imposible, Jurassic Park y El Hombre Araña) poco pudo hacer para insuflarle gracia, ritmo y sorpresa a un guión más bien anodino a cargo de Eric Aronson, cuya única experiencia anterior en el rubro es la de On The Line, una comedia adolescente gris e irrelevante. La espectacularidad en la realización (movimientos de cámara, locaciones, vestuario, apoyo de efectos digitales) no alcanza para esconder las debilidades de una adaptación que carece de la clásica acidez del humor británico, recurre a unas cuantas obviedades y luce inevitablemente extemporánea, como si Aronson no hubiese encontrado la manera de actualizar y dotar de agudeza y mayor oscuridad a una historia que, evidentemente, lo reclamaba.
Ojos sensibles para una mirada impecable En 2013, la Palma de Oro del Festival de Cannes se la llevó La vida de Adele, pero el presidente del jurado, Steven Spielberg, tenía su propia favorita: De tal padre, tal hijo, del japonés Hirokazu Kore-eda. La insistencia de Spielberg decantó, de todos modos, en un galardón importante -el Premio Especial del Jurado- y su entusiasmo quedó definitivamente reafirmado cuando compró los derechos para hacer una remake de esta película en Hollywood. Lo que despertó el interés del famoso director de E.T., el extraterrestre y El imperio del sol, películas en las que la niñez está plenamente en foco, es justamente la sensibilidad con la cual Kore-eda aborda el tema. Pero no son sólo los niños los que están en el centro de la historia del film de este talentoso director del que ya hemos visto en la Argentina películas como After Life, Nadie sabe y Un día en familia. También son muy importantes los padres, en este caso, dos matrimonios que reciben una inesperada e impactante noticia ya en el arranque de la historia. El que peor se toma el asunto es Ryota, un hombre de buen pasar económico, convicciones muy arraigadas y enormes expectativas depositadas únicamente en un niño de seis años que, se enterará de repente, no es suyo. Alguien hizo un malicioso intercambio de bebes en el hospital donde nacieron su verdadero hijo y el que crió bajo estrictas normas hasta ese momento. Kore-eda usa ese inquietante punto de partida para exhibir la rigidez del patriarcado en la sociedad japonesa y lanzar a Ryota a una especie de viaje de iniciación tardío en el que aprenderá unas cuantas cosas a los tumbos. Hay una inclinación excesivamente remarcada por establecer distinciones de acuerdo con la pertenencia de clase: Ryota es agresivo y no titubea en tratar de imponer una solución al problema en función del poder que le confiere su estatus social. El otro papá, Yudai, en cambio, es un modesto comerciante que tiene con todos sus hijos una relación más relajada, lúdica. Su glotonería y su compulsión para obtener ridículas ventajas de una situación a todas luces dramática no impiden una identificación inmediata con él: es un tarambana absolutamente querible. Entre las mujeres hay menos distancia: las dos harán lo posible para resolver la difícil situación de la manera menos traumática para los niños. Además de ser un notable director de actores (incluidos los niños, que están impecables), Kore-eda es un cineasta atento al detalle. Así lo certifican la escena en la que la calidad de dos cámaras fotográficas utilizadas para un mismo retrato simboliza con precisión la realidad económica de cada familia y el emotivo recorrido por senderos bifurcados que cerca del final Ryota emprende con Keita, el niño del que dejará de ser padre sanguíneo, pero con el que lo unirá de por vida un lazo que se percibe inextinguible
Al borde del grotesco Prolongación de un cortometraje premiado en 2009 con el David de Donatello, galardón que entrega la Academia del Cine Italiano, El árbitro fue parte de la sección Giornate degli Autori, del Festival de Venecia. Coproducida por la productora argentina de Daniel Burman y Diego Dubcovsky, la película está deliberadamente pensada como producto for export y reproduce una buena cantidad de prejuicios en teoría prototípicos de la "italianidad". Interpretado con poca sutileza por Stefano Accorsi, galán del cine italiano favorito de las revistas del corazón por sus amoríos con las modelos Laetitia Casta y Bianca Vitali, el árbitro del título es un personaje acicalado y ridículamente ambicioso que ensaya coreografías para moverse en los partidos que dirige. Sin embargo, cae en desgracia cuando lo descubren como beneficiario de un soborno, algo de lo que el fútbol italiano sabe bastante. Termina entonces como juez de un partido crucial de la pintoresca Tercera División de Cerdeña entre el modestísimo Atlético Pabarile, cuyo entrenador es ciego, y el Montecrastu, dirigido por Brai, un personaje arrogante y virulento que entra a los bares montado en un caballo y trata a sus propios jugadores como esclavos. Entre los personajes de la historia, casi todos al borde del grotesco, aparece un tal Matzuzi, hábil delantero que regresa al Pabarile, luego de un fugaz paso por el fútbol argentino (cosas de la coproducción). Filmada en blanco y negro con una inclinación al preciosismo habitual en el cine publicitario, la película apela al humor más ramplón como recurso central y empieza con una cita -para colmo inexacta- de un ganador del Nobel de Literatura, Albert Camus, para legitimarse. Una jugada amañada que deja al debutante Zucca en un tempranero y categórico off side.
Por amor a Cyrano...y al teatro Este documental cuenta la historia de la reconstrucción de una obra de teatro independiente, Cyrano, un vodevil franco-argentino, que después de un buen tiempo en cartel queda disuelta por una disputa personal entre sus protagonistas. Curiosamente, el problema aparece en coincidencia con tres nominaciones para los premios ACE, lo que motiva al director Pablo Bontá a remontar la situación. La película narra ese proceso -desde la audición del nuevo protagonista hasta el ansiado reestreno- exhibiendo al detalle las dificultades que siempre trae aparejadas una producción de este tipo, aun en una escena tan vital como la porteña. Y lo hace con gracia e inteligencia, exhibiendo sin pudor las inseguridades, pero también descubriendo con sagacidad las fortalezas del grupo que se encarga de reflotar el proyecto.