Mirar la ciudad Se habla mucho y desde hace años del desbarajuste edilicio de la ciudad de Buenos Aires. Faltan políticas oficiales, faltan iniciativas privadas que consideren algo más que el puro negocio y falta conciencia en la ciudadanía, quizás el aspecto más problemático. Si la sociedad porteña estuviera interesada en serio en esa discusión, probablemente las cosas serían diferentes. La multitud es un buen aporte en ese sentido. Con las herramientas del documental de observación que nunca supone neutralidad, aunque a veces la simule, Martín Oesterheld mueve una ficha en un tablero que está demasiado quieto. Montando con un ritmo pausado planos generalmente fijos de dos obras faraónicas que quedaron truncas la Ciudad Deportiva de Boca que soñó Alberto J. Armando y la gigantesca torre espacial del parque Interama, Oesterheld va sugiriendo un orden posible para un rompecabezas que el espectador debe completar con la información previa que tiene de esos proyecto o con la que se vea impulsado a conseguir con posterioridad. Los planos son de una belleza notable excelente el trabajo de fotografía de Guillermo Saposnik, pero evitan el esteticisimo: no son bellas fotografías de un paisaje urbano, sino planos con una inquebrantable potencia dramática, planos que cuentan y estimulan la imaginación. Como condimento de esa apuesta cinematográfica rigurosa aparece el esbozo de una historia de inmigrantes rusos. Es apenas un matiz que ayuda a reconstruir la historia reciente de una ciudad que está viva, aún con todas sus cuentas pendientes. La simple contraposición de las torres de Puerto Madero con las del populoso barrio de Lugano dice más que mil discursos encendidos. Con La multitud , Oesterheld ha filmado su propio resumen porteño, se ha anotado con esta película concisa, efectiva y emocionante en una tradición muy rica que, con distintos puntos de vista y diferentes poéticas, han transitado el Flaco Spinetta, Hugo Santiago y su propio abuelo Héctor, el inolvidable creador de El Eternauta .
En menos de quince días, Sergio Mazza estrenó dos películas. Graba , con Belén Blanco en el rol de una chica que sobrevive como inmigrante ilegal en París, y ahora Natal , registro documental del período de embarazo de su esposa. Natal exhibe durante una hora y media los tópicos más habituales de la situación, sobre todo aquellos que vive una pareja en los días previos al nacimiento. Para revelar las motivaciones que lo llevaron a estrenar este film, Mazza ha dicho: "¿Por qué lo hice yo, con mi mujer y con mi hijo? No sé cómo interpretar este punto. ¿Por qué un padre quiere filmar el nacimiento de su hijo? Si es acaso un evento social como un cumpleaños, si es algo que todos hacen o si yo en mi condición de director de cine debía hacer. Solo sé que la cámara fue la que me permitió observar todo tomando distancia, la cámara me permitía disociar mi pensamiento entre el riesgo de la vida de mi mujer y de mi futuro hijo hacia un registro cinematográfico. No sé si hubiese tolerado la sangre, las miradas de los médicos, el grito de mi mujer, los latidos del corazón de mi hijo, las horas con tanto riesgo si no hubiese tenido a mi lado la herramienta que me saca de mí, que me permite mirar con otros ojos. Creo que toleré todo eso gracias a la cámara". La necesidad de Mazza no transforma obligadamente a la película en interesante -en más de un oportunidad es probable que el espectador pueda sentir la misma sensación de incomodidad que provocan esas "invitaciones" comprometedoras a repasar las interminables imágenes de un casamiento o unas vacaciones ajenas, pero sí puede servir para abrir una discusión que está en boga hace años y que la exposición de la privacidad a través de las redes sociales ha recrudecido: ¿tiene sentido transformar cada evento de la vida cotidiana en público? Sobre todo cuando no hay ningún valor científico o testimonial evidente. Hace ya unos cuantos años, también, el filósofo francés Jean Baudrillard aseguraba que "ver y ser vistos parece ser la consigna en el juego translúcido de la frivolidad. El así llamado «momento del espejo», precisamente, es el resultado del desdoblamiento de la mirada y de la simultánea conciencia de ver y ser visto, de ser sujeto de la mirada de otro y tratar de anticipar la mirada ajena en el espejo, ajustarse para el encuentro". La manía de mostrar absolutamente todo, incluso aquello que siempre estuvo reservado a la intimidad algo que el desarrollo tecnológico ha incentivado notoriamente también se abre a distintos abordajes: naturalmente, es un derecho que cada individuo puede ejercer con libertad. Y también parece un puente hacia un nuevo tipo de alienación.
El secreto es saber mirar Hay mucho de lo que Celina Murga buscó en su primera experiencia en el documental que Escuela Normal refleja con claridad, con elocuencia. El vértigo que supone no controlar todo lo que pasa delante de la cámara (algo que en la ficción es regla) y, en consecuencia, la disposición para entregarse a alguna situación inesperada, el buen ojo para capturar una buena escena en algún detalle imprevisto que sucede cerca del foco inicial de atención (son ejemplares en este sentido el registro visual de los comentarios por lo bajo de los alumnos en una clase, de algún arrumaco en medio de una discusión entre ellos de orden político y, sobre todo, de la magnífica coreografía improvisada por una nenita de esas que disfrutan de su propia fiesta en medio de una celebración para adultos). Todo el catálogo de investigaciones sobre el género que la propia directora entrerriana se propuso desarrollar, según contó en las entrevistas que dio para promocionar esta película -una de ellas publicada ayer en este mismo diario-, quedó plasmado entonces con solidez, astucia y convicción. La Escuela Normal del título es una fundada en Paraná, en 1871, por Domingo Faustino Sarmiento, con el objetivo de formar maestros que luego irían a trabajar a distintos puntos de la Argentina. Pero en lugar de inclinarse por el relato más convencional, el que ilustre con testimonios los hitos de la larga historia de esa institución, Murga puso el foco en la previa a la elección de las autoridades del centro de estudiantes y en la febril actividad de una jefa de preceptores que pone el cuerpo en lugar de dar instrucciones desde un escritorio. Y cierra el círculo con un emotivo homenaje del que participan un grupo de ancianas que pasaron por la escuela, proyectando en ese recorrido temporal la cifra de un cambio cultural: desde la alumna de principios del siglo pasado que no saludaba a su profesor de historia como silencioso reproche por el maltrato al que ese docente sometía a uno de sus hermanos hasta los jóvenes que en la actualidad pelean por un espacio destinado a defender sus intereses dentro de la escuela con las herramientas más vigentes de la política.
Truculencia y falta de sutilezas No es sutileza lo que sobra en El décimo infierno , película escrita y dirigida en sociedad por el colombiano Juan Pablo Méndez Restrepo y Mempo Giardinelli, en su debut como realizador cinematográfico. En el inicio de la historia, una cena de amigos termina con un violento crimen: Alfredo (Patricio Contreras) mata de manera artera a su socio en una inmobiliaria frente a su propia esposa, Griselda (Aymará Rovera). Griselda y Alfredo son amantes desde hace tiempo y deciden escapar juntos. Lo que viene a partir de ahí es una sucesión de golpes bajos, efectismo y frases hechas pronunciadas por una voz en off que intenta puntuar el relato (la de Contreras, afectada hasta el hartazgo), pero que en realidad subraya lo que las imágenes muestran con poco refinamiento. Sin que medien demasiados justificativos, una pareja de amantes que se proclama cansada de la rutina y de las hipocresías se convierte en un dúo de asesinos a sangre fría que no perdona ni siquiera al pibe que trabaja repartiendo sushi. Filmada en el Chaco, provincia natal de Giardinelli -de larga trayectoria literaria-, El décimo infierno combina imágenes de innecesaria truculencia con parlamentos superficiales e insólitos: "cuando lanzás una bola a rodar sobre la pista, no podés controlar los palotes"; "con plata se sabe adónde ir y qué hacer"; "aprendí a transgredir por placer", por citar algunos. La pareja de repentinos inadaptados viaja a toda velocidad hacia la frontera con Paraguay, mientras discute cómo ocultarse del control policial como si estuviera resolviendo un asunto de decoración de interiores. Y, de paso, mata a un par de desprevenidos más. Se adivina la intención de contar una historia de malditos, pero es todo tan impostado e inverosímil que en algún momento hasta causa gracia. Pero no es justamente el humor voluntario lo que abunda en la película, cuyo final de pretendida gravedad también reserva una "sorpresa" que revela sobre todo la haraganería de los guionistas.
Una valiosa épica personal El Impenetrable es la historia de una pesada herencia y de aquello que se puede conseguir cuando hay voluntad de transformación. A mediados de los 90, Daniele Incalcaterra y su hermano Amerigo heredaron 5000 hectáreas de selva virgen en el Chaco paraguayo que un hombre de negocios francés le había vendido a su padre, agregado comercial de la embajada italiana en Paraguay, tentándolo con el negocio del cultivo de jojoba, un vegetal usado generalmente para producir cera líquida. El padre de Incalcaterra compró la tierra, pero no llegó a conocerla, el negocio del cultivo de jojoba se desplomó en un santiamén y Daniele decidió entonces visitar aquel lugar del que sabía poco y nada. Se encontró con un territorio hostil y severamente vigilado por gente armada que protegía -y protege- los intereses de un millonario empresario brasileño, Tranquilo Favero, acusado en más de una oportunidad de usurpación de tierras. La zona está tomada desde hace años por petroleros, reyes de la soja y estancieros dedicados a la ganadería a los que no les ha temblado el pulso cuando hubo que desalojar a los indígenas que les resultaron molestos para sus negocios. Incalcaterra tomó la decisión de devolver esas tierras a su nombre a los propietarios originales, los guaraníes ñandevas, y para eso viajó con su mujer, Fausta Quattrini. Pero se encontró con algunas sorpresas: cadenas, candados, alambrados y carteles de propiedad privada que impedían la normal circulación, además de guardias armados y completamente ajenos a la cortesía. Las 5000 hectáreas de los Incalcaterra estaban rodeadas por las 320.000 de Favero, rigurosamente deforestadas para ser reaprovechadas como tierras de cultivo y pastoreo de ganado. Cineasta comprometido que en 1995 debutó con el documental Tierra de Avellaneda , centrado en el notable trabajo del Equipo de Antropología Forense para identificar restos de personas desaparecidas durante la última dictadura en la Argentina, Incalcaterra decidió finalmente convertir esa propiedad heredada en una reserva natural privada a perpetuidad que gestionará junto a los guaraníes ñandevas. Y documentar esa valiosa épica personal en un film emotivo y movilizador que incluye un encuentro del cineasta con Fernando Lugo, el presidente paraguayo que terminó con 60 años de hegemonía del Partido Colorado en su país y fue destituido con un discutido juicio político. A la vez que denuncia la brutal impunidad con la que se manejan los poderosos, El Impenetrable invita a pensar sobre las razones más profundas de ese ingrato destino de Lugo. Es una película valiente sobre una rebelión pacífica que a primera vista puede parecer pequeña pero en verdad es enorme.
La conciencia del paso del tiempo Parte de una trilogía que completan dos películas ya estrenadas, El árbol y Elegía de abril , esta película de Gustavo Fontán consigue en apenas una hora atrapar y conmover con su enorme carga sugestiva. En La casa , este director argentino riguroso y original habla una vez más de las ausencias, de la fugacidad de los recuerdos y de los mecanismos de reconstrucción del pasado, una tarea a veces grata, a veces dolorosa que siempre tiene repercusiones sobre el presente. El enorme poder evocativo de La casa está directamente relacionado con la capacidad de Fontán de construir planos que reúnen belleza y eficacia (es excelente el trabajo fotográfico de Diego Poleri). Su cine tiene algo que no es fácil conseguir, una poética. Esa poética, sólida e identificable, está construida sobre la base de una sorprendente capacidad para observar cada detalle de una manera novedosa: la silueta de unas acacias, la oscuridad de cuartos abandonados, el deambular de algunos personajes que alguna vez le dieron vida a ese lugar que indefectiblemente desaparecerá y sólo quedará fijado en la memoria de los que pasaron por allí. La casa es una película onírica, plagada de sombras y fantasmas. Una película sobre la conciencia del paso del tiempo. Fontán es de los pocos cineastas argentinos que tienen un programa y lo cumplen a rajatabla. Su cine refleja la relación del hombre con la naturaleza y con la muerte. Dicho de este modo puede sonar solemne, pero lo cierto es que sus películas están incendiariamente vivas.
De la oscuridad hacia la luz "Creo que no hay argumento sin búsqueda formal y no hay búsqueda formal sin argumento", ha dicho en su momento Martín Solá, el director de este particular largometraje que se estrena en el Malba luego de su paso por la sección Cine del Futuro del Bafici, un espacio dedicado básicamente a la experimentación (en la edición de 2008 de ese festival había presentado también su ópera prima, Caja cerrada, dedicada al trabajo en un buque pesquero). Y es cierto que su cine refleja con solidez el equilibrio planteado en ese axioma. La película tiene como nudo la historia de Rodrigo, un joven que reparte mensajes de puerta por puerta en una pequeña comunidad de la Puna, en el norte argentino, y que decide migrar por un tiempo hacia una salina para enrolarse como trabajador temporario. Ese viaje es la excusa para que Solá documente con lirismo y originalidad la subyugante belleza de un paisaje sugerente, único. Mensajero puede observarse como un contundente poema visual, pero no cede ante la tentación del preciosismo. El minucioso trabajo del director permite construir también la narración de un pasaje: de una vida cotidiana rutinaria signada por la oscuridad hacia la luz cegadora de la salina, donde la exigencia del trabajo, de todos modos, no ahorra hostilidades. Filmada enteramente en blanco y negro, Mensajero se beneficia con el notable trabajo de fotografía de Gustavo Schiaffino, que logra texturas francamente ensoñadoras y al mismo tiempo evita el riesgo de la postal. Solá aprovecha muy bien ese trabajo, combinándolo con un manejo de los tiempos que incentiva la imaginación del espectador, que puede acompañar el viaje del protagonista desde su propia perspectiva. Esa enorme libertad que otorga la película termina por potenciarla y ennoblecerla.
Solvente debut en la ciencia ficción No es habitual que los directores argentinos incursionen en el género fantástico. Topos , película de Emiliano Romero premiada en un par de festivales internacionales (San Pablo, Nueva York), aparece como un film por destacar en el marco de una tradición hasta hoy modesta y ciertamente titubeante. La película de Emiliano Romero prueba que es posible animarse a adentrarse en ese terreno poco explorado sin necesidad de contar con un presupuesto exorbitante y, más interesante aún, le otorga a la actuación un rol preponderante sin descuidar el trabajo de puesta en escena. Es común que la puesta y los efectos especiales tengan en películas de este tipo un papel excluyente y que se condene a los actores a funcionar como meros instrumentos que giran en torno a esas ideas, que sean simplemente funcionales. No es el caso de esta historia barroca, grotesca y oscura, en la que un grupo de personajes marginales (los topos del título) vive de las sobras de la sociedad de la superficie, donde las cosas tampoco funcionan de un modo de todo armónico. El protagonista de la historia es un joven retraído que decide salir de esa vida subterránea e integrarse a la que espía desde hace años, marcada por las vicisitudes de una exótica escuela de danza regenteada por dos extravagantes personajes interpretados por el Puma Goity y Leonor Manso, que parecen escapados de una película de Jorge Polaco. Allí, ese joven, hijo del líder de la resistencia de esos marginales que sufren los sinsabores de cualquier proletariado, encuentra una compañera que se asocia en su módica aventura y va sufriendo una transformación simultánea, mental y corporal. Lautaro Delgado resuelve el desafío que supone este inusual papel con notable solvencia. Trabaja esa metamorfosis con el cuerpo y la gestualidad hasta volverla completamente creíble. Es en ese trabajo, apoyado por el de actores de reconocida solidez provenientes del ámbito del teatro -Pompeyo Audivert, como un inquietante preceptor, María Figueras, en el rol de una intensa ninfómana, Mauricio Dayub, en la piel del tenaz padre del protagonista, Osqui Guzmán, encarnando a un alumno aventajado que es desplazado por el recién llegado- donde Topos encuentra la base de apoyo para el desarrollo de una historia que más de una vez se deja tentar por la simple alegoría, pero también avanza con un ritmo narrativo firme, decidido y logra provocar angustia con su humor negro, cargado de sordidez.
Thriller psicológico efectista y limitado Considerado en su país un maestro del cine de terror moderno, el español Jaume Balagueró cautivó a buena parte de la crítica en el último festival de Sitges, lugar de referencia para el género, con Mientras duermes , film estrenado en Europa en octubre del año pasado y que llega con bastante retraso a la Argentina. Con películas como Darkness , Frágiles , REC y REC 2 (las dos últimas codirigidas por Paco Plaza), Balagueró se ganó el calificativo de "experto en suspense " y logró incluso que muchos en su país levantaran voces de protesta por haber sido olímpicamente ignorado en los últimos Goya, los premios más importantes de la industria ibérica. Mientras duermes tiene como protagonista al oscurísimo César (Luis Tosar, de buen trabajo), conserje de un edificio en Barcelona que invade subrepticiamente la casa de una atractiva y simpática inquilina (Marta Etura) cuya vitalidad lo enerva. Cada noche la anestesia con cloroformo y se mete debajo de su cama, hasta que, como es previsible, lo descubren y la historia pega un giro violento. Hay que reconocer que Balagueró maneja bien los climas de la intriga y que provoca inquietud con recursos económicos austeros. Mientras duermes funciona bien hasta que llega esa bisagra donde la historia se pone más truculenta. Pero la película empieza a agrietarse porque el elenco que acompaña a Tosar flaquea y porque el guión le exige al espectador una complicidad casi abusiva. La idea del director está más o menos clara: el retrato de un personaje mezquino, depravado e inhumano que no puede ser feliz y no soporta la supuesta felicidad de los demás. Para ese modesto objetivo, Balagueró no ahorra efectismo ni golpes bajos, es tan cruel con sus personajes como el propio César, aunque acierta en la idea de ponernos de su lado, de observar el mundo con su mirada perturbadora, una idea realmente osada. A diferencia del estilo gótico de su celebrada ópera prima, Los sin nombre , el realizador de Lérida eligió esta vez una puesta en escena más realista, muy adecuada para el thriller psicológico, en la línea de lo que en su momento trabajó muy bien Roman Polanski, referencia inocultable de esta película. Falla, en cambio, cuando introduce la línea policial, débil, desdibujada. Y se pasa de rosca con un final forzado, con pretensiones revulsivas, pero decididamente tosco.
El debut de Nicolás Carreras es, a la vez, un entretenido documental y un emotivo retrato personal ¿Hay algo peor para un sommelier que perder el paladar? Ese es el disparador inicial de El camino del vino , ópera prima de Nicolás Carreras que ganó el premio de la crítica internacional en el último festival de Mar del Plata y que también fue exhibida en las secciones de "cine culinario" de otros dos festivales muy importantes, el de Berlín y el de San Sebastián. El sommelier en cuestión es Charlie Arturaola, un uruguayo radicado en Miami que se ha dedicado al oficio durante veinticinco años y que cuenta con el carisma y la labia que exige una profesión que en los últimos años se ha desarrollado al ritmo vertiginoso de la industria del vino. Es su historia la que vertebra un relato que cautiva por escapar del lugar común: a la vez que funciona como entretenido documental sobre un negocio millonario, va abriendo otras líneas narrativas que circulan en un terreno un poco más ambiguo. Ahí aparecen las peripecias de Arturaola para recuperar el don que cree haber perdido -incluyendo la antipática consulta médica- y sobre todo la historia familiar -la relación con su mujer, Pandora Anwyl, también dedicada al negocio del vino, y la que el protagonista ha dejado postergada con sus parientes más cercanos de Montevideo-. Esa saga familiar es la que le otorga un matiz profundamente emotivo a la película. Una de las saludables curiosidades de El camino del vino es que no se deja seducir por el glamoroso ambiente de la elite viñatera. Más bien los presenta como una serie de personajes calculadores y hasta levemente hostiles, desprovistos de la calidez de un protagonista que pasa con angustia de la suficiencia típica del experto al agobio del fracasado. Al tiempo que pinta con economía y precisión la consolidación de una industria que crece sin abandonar ciertos rasgos de su origen "familiar" -en la Argentina, con fuerte base en Mendoza-, la película de Carreras se las ingenia para merodear un tema mucho más importante: un hombre que recupera su historia y su pasado, una tarea que está claramente por encima de cualquier cuestión de paladar.