Si la película de Aquaman tenía un trabajo, era no tomarse a sí misma demasiado en serio. Y eso fue precisamente lo que hizo, sin perder el tono que la conecta con el resto del DCEU (DC Extended Universe). Con buen timing para el humor y escenas de acción épicas, un reparto de personajes funcionales a la trama y una estética impecable, la historia de origen del héroe mitad atlante-mitad humano, funciona porque sabe de dónde viene y hacia dónde va. Arthur Curry -también conocido como Aquaman- ya apareció en la Liga de la Justicia, sentando las bases para la caracterización de su personaje, qué es lo que lo motiva y cómo trabaja en equipo. Pero lo que le faltaba en personalidad al grupo superheroico, le sobra a esta nueva película. Entre reminiscencias de leyenda artúrica, guiños a la cultura pop y criaturas lovecraftianas, va construyendo una identidad propia que se fusiona con la mitología de los cómics, dando lugar a un héroe funcional a este mundo moderno. Jason Momoa generó muchas dudas cuando fue elegido como el rubio defensor de los mares, pero supo despejarlas a fuerza de carisma. En su película se consagra como un héroe digno de jugar en primera, pero también se ríe de sí mismo y recae en sus compañeros de elenco. La ganadora del Óscar Nicole Kidman interpreta a su madre Atlanna, quien desencadena toda la historia cuando conoce a un humano de la superficie y se enamora de él. La esperanza de la reina de Atlantis es que su hijo pueda unir ambos mundos, y Arthur es criado bajo esos preceptos. Su naturaleza dual lo pone en el centro del conflicto, aunque él se resista a involucrarse. Sus poderes -muchas veces denostados por los mismos fans- aparecen de manera gradual y orgánica, integrándose a la historia naturalmente. Tanto en la superficie de la tierra como en el fondo del océano, cuenta con poderosos aliados y enemigos salidos de las páginas de los cómics de DC, quienes son adaptados con más dimensiones que las que venían mostrando los secundarios de este universo hasta el momento. Mera vuelve a aparecer y hace despliegue de sus impresionantes poderes y habilidades, esenciales para la historia y para que Arthur pueda cumplir su destino. Siguiendo el legado de Mujer Maravilla, esta película tiene algunos de los personajes femeninos mejor compuestos del DCEU hasta la fecha y la construcción de un mundo propio visualmente impactante. La leyenda se alza y sostiene por sí sola, basada en los mitos griegos y reinterpretada por James Wan a partir de las páginas de los cómics, con una impronta de autor que le da lo necesario para que podamos suspender nuestra incredulidad y disfrutar de este mundo subacuático. La dirección es superlativa y el departamento de arte merece una mención aparte, con un despliegue épico de escenarios, trajes y criaturas. En definitiva, Aquaman es una gran película de origen, con una historia divertida que conjuga algunas de las mejores escenas de acción que nos dio el género con el viaje de autodescubrimiento del héroe subacuático por excelencia.
La nueva propuesta live-action de Disney llega esta semana a los cines de todo el mundo en simultáneo, adelantándose al espíritu navideño. El cascanueces y los cuatro reinos es una versión de la historia inspirada en el ballet de Tchaikovsky, que a su vez está basado en el cuento El Cascanueces y el Rey de los Ratones de E.T. Hoffmann. Tomando varios elementos del folklore de esta obra, Disney hace su propio remix de la historia, orientada a los valores de familia tradicional. Esta nueva versión del estudio está protagonizada por Clara, una joven cuya madre murió recientemente y le dejó un misterioso regalo: un artefacto con cerradura pero sin llave. Impulsada por su curiosidad y el recuerdo de su madre, emprende una búsqueda que la llevará a descubrir algunas verdades sobre sí misma. Toma forma entonces una deslucida aventura para los más chicos, que no llega a generar una conexión real con los personajes pese a su magnífica producción. El relato peca de simple y predecible, subestimando a su audiencia infantil y resultando bastante aburrido para los más grandes. Tanto los malos como los buenos -ambos caen lisa y llanamente en esas categorías- tienen motivaciones tan volátiles como poco convincentes, que abren las posibilidades de un mundo limitado por la falta de imaginación. El verdadero protagonista de la trama es el diseño de producción, con una puesta en escena digna de premios que es un deleite para la vista. La música compuesta por el gran James Newton Howard cumple un rol fundamental, pero a pesar de su imponencia no llega a compensar lo que le falta a la propuesta en ritmo y emoción. En una versión animada de otro estudio, El príncipe encantado (The Nutcracker Prince, 1990), se narraba esta aventura en clave romántica, pero menos preocupada por la forma y mucho más por el contenido. Si bien esta nueva heroína de Disney tiene a su favor la determinación y el coraje para enfrentarse a sus miedos, no puede sostener sola el peso de una historia que es pura presentación de mundo y personajes, sin llegar a desarrollar bien ninguno de ellos. Hace años que Disney no acierta el tono con sus películas live-action de aventuras, esas que no están basadas en ninguna de sus producciones animadas ni atadas a franquicias como Marvel o Star Wars. Esta propuesta se acerca a la Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010) de Tim Burton, pero sin el sello de autor. En un intento por aggiornarse a la vez que conservar su estilo naif, el estudio del ratoncito parece estar perdiendo de vista que se puede hacer una mala película con un buen guión, pero no se puede hacer una buena película sin uno.
A medio camino entre el thriller y la comedia negra, el director Paul Feig maneja con gracia los cambios de registro de una película tan original como consciente de sus influencias. Stephanie Smothers (Anna Kendrick) es una vlogger que califica como la típica soccer mom de los suburbios estadounidenses, pero esconde más secretos de los que aparenta con su dulce personalidad. Tragos de por medio, se hace amiga de la elegante y enigmática Emily Nelson (Blake Lively), una exitosa empresaria del mundo de la moda cuyo hijo asiste a la misma escuela que el de Stephanie. Cuando Emily tiene que dejar la ciudad por una emergencia, le pide un pequeño favor a su nueva amiga, pero desaparece misteriosamente. A partir de ese momento, Stephanie asume la misión de resolver el caso y encontrar a su amiga, acercándose a su esposo. La protagonista se enfrenta, entonces, con los prejuicios del resto de la comunidad y sus propios conflictos internos. Hasta acá, todo lo que se puede contar de la trama sin revelar ninguno de sus puntos importantes. La campaña publicitaria de la película merece una mención especial, ya que muestra apenas lo necesario, planteando la incógnita de la desaparición de Emily como un juego a resolver con el espectador. En una época de excesivos avances, trailers y expectativas desmedidas por cada estreno comercial, resulta una bocanada de aire fresco llegar al cine sin saber demasiado sobre la trama. Las dos protagonistas se lucen en papeles que parecen escritos exclusivamente para ellas, con una dinámica que va cambiando durante toda la película a un ritmo vertiginoso, sin tiempo para elucubrar teorías. Tanto Emily como Stephanie tienen más capas de las que dejan ver a simple vista y las van revelando con una mezcla de drama, terror psicológico e ironía fina. La química entre las dos actrices le hace honor a la fama de Feig de sacar lo mejor de sus intérpretes femeninas, con un guión escrito por Jessica Sharzer (American Horror Story, 2011-2015) que se empasta hacia el final. Basada en el libro homónimo de Darcey Bell, Un pequeño favor (A simple favor, 2018) tiene un estilo muy propio que matiza con música pop, colores vibrantes y referencias a Diabolique (1996) y otros clásicos del género, haciendo girar la trama hacia lugares conocidos y sin embargo poco explorados. Las excesivas vueltas de tuerca y las retorcidas motivaciones de sus protagonistas no llegan a eclipsar la experiencia de una película divertida, bien actuada y dirigida, con mucha personalidad.
En clave de falso documental, una periodista francesa investiga en Buenos Aires la existencia de una sociedad secreta de la élite política y económica de fines de siglo XIX, llamada Los Corroboradores (2017). Siguiendo las pistas que le va dejando su contacto en Argentina, Suzanne rastrea los orígenes de esta logia, sus principales objetivos y su vigencia en la actualidad. “Buenos Aires no existe”. Estas son las misteriosas palabras que Marcel Duchamp le dedica a la ciudad en su enigmática visita a principios del siglo XX. Un mensaje que parece estar conectado con los objetivos de esta sociedad secreta, obsesionada por reproducir los edificios de París en la capital argentina. Suzanne se involucra con su investigación y decide llevarla hasta las últimas consecuencias, intrigada por la desaparición de su contacto y el halo de misterio que rodea todas sus pistas. Como recurso para contar la historia, el director y guionista Luis Bernárdez eligió la voz de esta periodista ficticia y anónima que se sumerge en el caso más allá de su deber profesional, como una especie de búsqueda personal. Diferentes documentos del Archivo Nacional y entrevistas (reales) a especialistas agilizan el avance de la trama, no solo borrando la línea entre realidad y ficción sino también dejando al espectador con la sensación de estar adentrándose en verdades que permanecen ocultas a simple vista. Además de una trama original con mucho suspenso, la película plantea interrogantes en el plano de lo real, vinculados a temas diversos: la política e idiosincrasia porteñas, los conflictos entre la Capital y el resto del país, el papel de la aristocracia local y las relaciones internacionales de Buenos Aires en manos de un selecto grupo que toma las decisiones, etc. Mientras tanto, los puertos reciben inmigrantes de toda Europa que amenazan los planes del establishment, preparando el juego para los nuevos partidos políticos y movimientos sociales. La vigencia de dichos tópicos se mezcla con el misterio, las leyendas urbanas y las intrigas internacionales, desembocando en un plan maestro que va mucho más allá de lo que Suzanne imagina al principio.
Basada en la novela Cornelia de Florencia Etcheves, Perdida es un policial puro, que sin embargo tiene un estilo propio y reconocible. Desde que empieza, nos sumerge en el mundo particular de sus protagonistas, un mundo tan bien diseñado y construido que cuesta salir de él hasta mucho después de abandonar la sala. El ambiente de tensión y suspenso que rodea el caso de Cornelia Villalba trasciende la pantalla para generar un vínculo con el espectador que no deja a nadie indiferente. Manuela “Pipa” Pelari es la protagonista de esta historia, una comprometida policía encarnada por Luisana Lopilato en el papel más logrado de su carrera. La actriz le pone el cuerpo, la voz y el corazón a este personaje que se despega de todo lo que vimos de ella hasta ahora, para entregarnos una mujer absolutamente decidida y perseverante, que -como anuncia el tagline de la película- no va a dejar de buscar lo que quiere hasta las últimas consecuencias. Pipa está obsesionada con el caso de Cornelia, su amiga de colegio secundario que desapareció en un viaje de estudios al sur del país catorce años atrás. A partir de ese momento, la vida de Pipa quedó marcada por este hecho, y todas sus decisiones giraron en torno a la resolución del misterio, desde hacerse policía hasta reabrir el caso a pedido de la madre de Cornelia. Aunque al principio parece que no hay nada que encontrar, la protagonista va descubriendo una red de trata de personas que de alguna manera está vinculada a la desaparición de su amiga. Como en toda buena novela de misterio, las pistas están escondidas a plena vista, pero colocadas de una manera en que generan más preguntas que certezas. Narrada con un ritmo impecable, todo (desde el guión hasta el diseño de producción) funciona para crear un ambiente de tensión implacable y conmovedor, que rompe con muchos vicios del cine nacional. A pesar de caer en ciertos lugares comunes inevitables para el género, la temática es tan genuina que nos involucra con la historia y las motivaciones de cada uno de los personajes. Además, la belleza de las imágenes se nos queda instalada en la retina, con escenas filmadas en Buenos Aires, San Martín de los Andes y las Islas Canarias. La española Amaia Salamanca se luce en el papel de la enigmática “sirena”, una mujer tan deslumbrante como fatal que se interpone en el camino de Pipa y constituye su carta más fuerte para encontrar a Cornelia. El resto del elenco acompaña muy bien y cada uno destaca en lo suyo, formando un conjunto que se sostiene con relaciones orgánicas y diálogos creíbles. Desde el compañero de Pipa, interpretado por Nicolás Furtado, hasta el mafioso compuesto por el peruano Carlos Alcántara, pasando por la elección del elenco adolescente y el sorprendente debut actoral de Oriana Sabatini. Perdida, en definitiva, puede considerarse entre lo mejor que ha dado nuestro cine reciente, lo que no es poco.
Desde el último año, la industria del entretenimiento (particularmente Hollywood) viene atravesando una serie de cambios que están marcando un significativo y necesario avance. Ya sea que responda a un interés de mercado o a un genuino mea culpa hollywodense, se volvió imperante repensar los roles asignados históricamente delante y detrás de cámaras, así como buscar una mayor diversidad a la hora de representar a todo el mundo. Disney lo entendió mejor que nadie y se adelantó a la competencia, entregando la dirección de este proyecto a Ava DuVernay. Por primera vez, una mujer de color contó con el presupuesto para una producción de esta escala, además de una notoria libertad creativa. Un viaje en el tiempo (A Wrinkle in Time, 2018) es la adaptación a la pantalla grande de una novela homónima de 1962, la primera de una saga de libros infantiles. DuVernay se encargó de elegir un reparto diverso en los roles principales y centrar la maquinaria publicitaria del film alrededor de dicha decisión, quizá su mayor mérito. Como suele ocurrir con las novelas de fantasía trasladadas al cine, la película no llega a sentar las bases de un mundo que se adivina complejo y lleno de sentido en su contraparte literaria, pero que queda a mitad de camino en los 109 minutos de duración del film. Temas como la ansiedad y la depresión infantil son tratados de manera algo perezosa y aleccionadora, dejando un mensaje esperanzador a través de las aventuras de dos hermanos. Storm Reid sobresale en el rol estelar de Meg, una adolescente brillante pero insegura, que sufre bullying en la escuela. La misteriosa desaparición de su padre en circunstancias poco claras (tanto para los personajes como para el espectador) es el disparador de esta historia que mezcla fantasía y ciencia como si se trataran de la misma cosa. El hermano adoptivo de Meg, un pequeño prodigio llamado Charles Wallace, es quien parece tener todas las respuestas a los interrogantes que van surgiendo. Junto a un amigo que, literalmente, “pasaba por ahí”, Meg y Charles Wallace se embarcan en un viaje místico para intentar encontrar a su padre y traerlo de regreso. En su búsqueda, los jóvenes protagonistas cuentan con tres guías espirituales que los acompañan y les aconsejan: Reese Whiterspoon, Oprah Winfrey y Mindy Khalil son las señoras Qué, Cuál y Quién, pintorescos personajes llenos de sabiduría y dotados de extraños poderes. El clásico espíritu de las películas familiares de Disney está presente, pero el ritmo de la historia no llega a construir un relato atrapante. La resolución de las situaciones tiende a caer en lugares comunes y excesivamente melosos, reforzando el efecto en cada escena con una música especialmente compuesta para la ocasión. En un insólito comunicado, la directora de la película nos pide, antes de adentrarnos en su creación, no perder de vista que se trata de una película para chicos. Tal vez no tan lejano a lo que veíamos en los ochenta con La historia sin fin (The Neverending Story, 1984) o Leyenda (Legend, 1985), el resultado final no deja de ser algo decepcionante para una producción de este calibre, de la que se esperaba tanto.
En una época en que la nostalgia está a la orden del día y vuelve oro todo lo que toca, el consagrado cineasta Ernesto Baca se despacha con esta oda al fílmico que lejos está de responder a la lógica del mercado. Por el contrario, pone en tela de juicio todo lo que hoy creemos que sabemos sobre el cine y sus producciones, experimentando con el celuloide objeto de su afecto y citando a Guy Debord. Con una mezcla entre documental en primera persona y (ciencia) ficción, esta película experimental rompe con los parámetros del género, mientras propone imágenes y pensamientos que nos hagan reflexionar sobre lo que él llama “reflejos falsos” de un cine para masas, repetitivo y falto de pasión. En el medio, entran en escena elementos autobiográficos y una parábola que compara religión con cine, con toques de humor y autocrítica. El “Club del Super 8” y el “Proyecto Argenta” cobran una dimensión protagónica, como últimos refugios de este apasionado por el celuloide que, junto a otros aficionados, buscan rescatar lo que puedan de una época dorada. Mediante experimentos y otras propuestas, Baca y compañía se postulan como los salvadores del film, y a través del retrato de este proceso el cineasta va construyendo una especie de despedida a su gran amor, con la esperanza de que algún día reviva.
Del mismo estudio que realizó la popular saga animada de La Era de Hielo llega esta historia basada en un clásico de la literatura infantil. El toro que se negaba a lastimar humanos en un libro publicado en 1936, es ahora el protagonista de esta película divertidísima y tierna sobre lo que significa ser diferente a los demás. Ferdinand es especial, de una manera que sólo los más inocentes pueden serlo. Sin pretensiones, sin superpoderes ni nada fuera de lo común, excepto un fuerte amor y respeto por los seres vivos que lo rodean. A pesar de su enorme tamaño y aspecto fiero, la belleza de la naturaleza lo conmueve y prefiere correr por el campo y oler flores, antes que luchar en las corridas. Es allí donde choca con los otros toros de su edad, entrenados para ser luchadores. Casi sin quererlo, Ferdinand cambia las vidas de todos a su alrededor, generando muchas risas en el público (no sólo los más chicos) y momentos memorables en el proceso. Sin embargo, esta no es una historia de cambios y autodescubrimiento, sino una fábula sobre ser fiel a uno mismo. La inocencia del protagonista pasa por rebeldía en un contexto donde la norma nunca es cuestionada. Pero él nació distinto y tiene otros sueños, muy diferentes a los de sus compañeros. Ferdinand sabe quién es y lidia con sus sentimientos con honestidad y sin complicaciones, mientras todos a su alrededor hacen lo imposible por tratar de enseñarle lo que creen que es mejor para él. Como todo toro que se precie de tal, se espera que Ferdinand encuentre su destino en la Plaza de Toros, lugar al que todos sus pares aspiran a llegar. Por supuesto, escapar de un destino que ya fue decidido por otros no será nada fácil. Últimamente Hollywood viene prestando más atención en materia de estereotipos, y si bien la película muestra un costado muy tradicional de España, lo hace con sentido del humor e inteligencia. Tal vez el hecho de contar con un director latinoamericano aporte su grano de arena a la causa. Sin embargo, y a pesar de su mensaje pacifista, la película no viene exenta de polémica. En su momento, los sectores más conservadores de Estados Unidos quisieron prohibir el libro y varias figuras históricas se pronunciaron a favor y en contra. Pero es otra época, y la historia de Ferdinand se adapta perfectamente a la modernidad. También son cuestionadas las corridas de toros, condenadas desde hace años por asociaciones protectoras de los derechos de los animales en todo el mundo. Olé se hace eco de ese reclamo desde una perspectiva para todo público, pero no por eso menos válida. También se retratan otras cuestiones relacionadas a la tradición y el hermetismo de ciertas costumbres, sin perder nunca el sentido del humor y la ternura, con un desfile de personajes adorables y desopilantes.
Hace quince años que no pasaba esto. El nivel de expectativas que despierta cada nueva película en la saga de Star Wars, sólo puede ser comparada consigo misma. Lo de El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015) fue un evento sin precedentes, Disney había comprado Lucasfilm y las más grandes fantasías (junto con los peores miedos) de todos los fans se hicieron realidad. Pero J.J. Abrams tomó la batuta y supimos que todo estaría bien. Con Rian Johnson, no es tan seguro. No sólo recae en sus hombros la enorme responsabilidad de darle continuidad a este universo tan complejo y querido, sino que además lleva la carga emocional de ser la última película de Carrie Fisher, quien falleció durante el proceso de post-producción de la película. Todas sus escenas ya estaban filmadas y desde la producción aseguraron que el arco argumental de su personaje, la General (ex-Princesa) Leia, se mantuvo sin modificaciones. En el medio estrenó Rogue One: Una historia de Star Wars (Rogue One, 2016), la primera película stand-alone de la saga. O sea, la primera que no pertenecía a una de las trilogías, ya que contaba una historia independiente sin integrantes de la familia Skywalker. En este caso, cómo los rebeldes consiguieron los infames planos de la Estrella de la Muerte que vemos al principio de Episodio IV, cuando empezó todo. Ahora ya tenemos confirmado otro spin-off contando la historia del joven Han Solo –Solo: A Star Wars Story (2018)- y en teoría también el de Obi-Wan Kenobi. A esta altura, Disney está planificando las expansiones de Star Wars casi como lo hace con Marvel, con muchísima anticipación y un plan de acción que anuncian en público y dispara los niveles de expectativa (y las ventas) por los cielos. Incluso confirmó hace apenas semanas que el mismo Rian Johnson sería el encargado de crear una nueva trilogía de esta saga intergaláctica amada por generaciones, lo cual levantó aún más las expectativas para con la nueva entrega. Star Wars: Los Últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017) es distinta. No sigue el diseño estructural de ninguna película de la franquicia hasta el momento. Para alivio de muchos, no repite la fórmula de Episodio V: El Imperio Contraataca (The Empire Strikes Back, 1980), una de las cuestiones más temidas por la similitud de Episodio VII con la primera película de la saga: Una Nueva Esperanza (A New Hope, 1977). Si bien el mismo patrón se puede reconocer claramente en ambas, no es algo necesariamente malo, ya que le dio a los fans de todo el mundo un sentido de continuidad, mientras introducía a los nuevos personajes para el público neófito. Pero repetir la fórmula se hubiera vuelto predecible. Sin embargo, este cambio drástico no es algo necesariamente bueno. La película resulta larga por momentos, de a ratos poco orgánica, hasta fuera de tema. Y es que mientras El Despertar de la Fuerza era la fórmula Disney por excelencia, el camino del héroe, el entretenimiento perfecto, esta nueva entrega rompe con todo eso, lo cual tal vez traiga cierto alivio a los seguidores old school, pero será un poco más difícil de asimilar para los fans de la nueva era. Lo importante es que el espíritu está. La Fuerza que todo lo une y todo lo atraviesa. Las marionetas y animatrónicos que remiten a la era clásica, tan amada por todos, y los efectos visuales en CGI, con la tecnología de punta de Industrias Light and Magic. Lo viejo y lo nuevo, otra vez buscando el equilibrio. Como la luz y la oscuridad, lo que se juega en la película es justamente ese balance tan delicado y difícil de lograr, tanto dentro como fuera de la historia. Cabe destacar que en este sentido, es totalmente impredecible. Y es ahí donde reside la mayor fortaleza de esta ópera espacial de Rian Johnson. Como espectadores, estaremos permanentemente dudando entre lo que creemos que sabemos y lo que no, así como Rey y Kylo Ren luchan entre el lado de la luz y el lado oscuro. Si creíamos haber resuelto algún misterio a base de fan theories, podemos ir dejando las suposiciones de lado porque en esta entrega casi nada es lo que parece, y todos los personajes revelarán más dimensiones de las que cabría desarrollar en una sola película. Del mismo modo, la historia se divide en dos arcos argumentales, que casi hacia la mitad pasan a ser tres, para seguir a cada uno de los nuevos protagonistas en una misión diferente, todos con el mismo objetivo pero con distintas metodologías. En esta película se define el pasaje de la herencia que despuntaba en Episodio VII. Lo viejo y lo nuevo en permanente tensión y los personajes luchando por no repetir la historia, por no caer en un círculo vicioso de errores del pasado y destinos predeterminados. Todo lo que planteó su antecesora se pone en duda, mientras que en pocas cosas la supera. Una de ellas es su propia estética particular, que le da a este episodio una personalidad única dentro de la saga, entregando además algunas de las mejores batallas que hemos visto en Star Wars hasta el momento. Hasta acá, todo lo que se puede decir sin caer en spoilers. A partir de ahora, cada uno puede verla en el cine y sacar sus propias conclusiones. Que sin duda generarán un diálogo a largo plazo e interesantes debate entre cualquiera que se sienta apasionado por este mundo fascinante de galaxias lejanas.
El enigma que rodea a la visita de Marcel Duchamp en Buenos Aires a principios del siglo XX, dio lugar a una serie de especulaciones que se instalaron en el imaginario popular y en el particular de los directores de esta película. A casi 100 años de tan distinguido y misterioso acontecimiento, Todo lo que Veo es Mío (2017) intenta dar cuenta de los días que pasó Duchamp en nuestro país, logrando como resultado un poema de imágenes en blanco y negro. A través de una serie de cartas que el artista escribió a sus amigos y colegas de Francia -único documento fehaciente y testimonio de su estadía-, el guión reconstruye los días de Duchamp entre las paredes de un departamento porteño, los paisajes de Palermo, el ajedrez y el mate, su nostalgia por New York y sus ansias de volver a París, mientras intenta adaptarse a una ciudad que le dio mucho en qué pensar y poco que hacer. Pero las manos de un artista no están nunca ociosas, es así que la película nos regala un bello retrato de estilo teatral conjugado con artes plásticas. Michel Noher interpreta a un Marcel Duchamp exquisito, enamorado de los placeres de la vida, pero frustrado por su exilio artístico en los confines del mundo. Aburrido de la ciudad y sus pretensiones, una ciudad que no tiene nada para ofrecerle, más que tiempo. Malena Sánchez es Yvonne Chastel, su compañera de aventuras y amante inquieta, quien opone mucha menor resistencia al atractivo de Buenos Aires y sus pormenores. Ambos se lucen en papeles que parecen hechos a su medida, mientras desfilan por las bellísimas postales que componen este largometraje. Con detalles que sólo la mirada de un artista puede captar, la influencia de la directora artística Lorena Ventimiglia se pone de manifiesto, en un trabajo delicado y perfectamente calibrado entre los directores y el resto del equipo.