Una película normal François Ozon es un realizador tan prolífico como desparejo. Sitcom, Bajo la arena e incluso Potiche, trabajan las distintas cadencias que dan ritmo a los planos y a su sucesión. En la casa, en cambio, es el triste ejemplo de en lo que se convierte el cine cuando el cineasta está ausente. La puesta en escena está en las antípodas de cualquier búsqueda cinematográfica: un lento zoom marca el suspenso mientras incesantes violines anuncian cada transición. El director subraya lo que la palabra es capaz de evocar por sí misma. La voz comenta lo que se muestra, la imagen ilustra lo que se dice. La película cuenta la historia de un profesor de literatura que vive a través de los escritos del más talentoso de sus alumnos. Claude se introduce en la casa de uno de sus compañeros de clase para investigar en su hábitat natural a una “familia normal”. En el ecosistema de la película de Ozon, la normalidad está encarnada en los rasgos serviles de su amigo, en los gestos toscos de su padre y en la voluptuosa silueta de la ama de casa. Claude, por el contrario, escribe muy bien, es demasiado hermoso y sus ojos pálidos están llenos de una maldad indescifrable. Ozon utiliza el trazo grueso como una toma de posición crítica e irónica sobre la sociedad. La película pide que nos riamos de la mujer que se aburre cuando no puede leer su revista de decoración, de la homosexualidad reprimida del compañero en cuestión, de la vulgaridad manifiesta de su padre, e incluso del patético maestro: un escritor frustrado que no mide lo que esta telenovela perversa insinúa en su propia vida. En la casa ofrece una módica reflexión de manual sobre la creación artística, un subtexto simplista ligeramente ambiguo y una pirueta final para sembrar dudas. El realizador intenta hacer emocionante un ejercicio escolar que se agota rápidamente. El aburrimiento es el común denominador entre todos los personajes, desde los miembros de la familia normal hasta el joven estudiante estrictamente reducido a la función que le otorga el guión, pasando por la pareja oxidada de intelectuales fracasados. Cuando el aburrimiento general contagia al espectador, Ozon compensa la debilidad del guión y de la dialéctica realidad/ficción con pequeños efectos sorpresa como la aparición de las hermanas gemelas interpretadas por la misma actriz. Pero aquellos destellos de locura que resultaban atractivos en sus películas anteriores (como la danza en Gotas que caen sobre rocas calientes o el bebé Dumbo en Ricky) acá no funcionan. En la casa palidece al lado de sus fuentes de inspiración reivindicadas, que van desde la mención explícita de Pasolini hasta la recreación final de La ventana indiscreta, pasando por un afiche de Match Point. Claude vendría a ser el ángel exterminador de Teorema, pero sin la rabia, la poesía y la extraña fuerza del maestro italiano. A fin de cuentas, Ozon sólo aporta su cuota de cinismo a una película demasiado normal.
La dolce vita En tiempos de películas industriales formateadas y cine de autor previsible, Paolo Sorrentino construye una película alocada, barroca y excesiva con un increíble sentido del espectáculo. La gran belleza podría ser la continuación del clásico de Fellini acentuado por la década Berlusconi. Servillo y Mastroianni son observadores lúcidos de la decadencia del mundo que los rodea. La nueva película de Sorrentino es una crónica delirante de la comedia humana sobre un fondo de vacío espiritual. Mientras los vivos se agitan y bailan hasta el amanecer o participan de ridículos happenings sin inspiración ni significado, Roma recela su belleza arquitectónica, las esculturas y pinturas que parecen esperar el fin del mundo. Entre falsos artistas, industriales corruptos y cardenales salidos de Cinecitta, la religión y el vicio comparten el decorado mágico de una capital que duerme sobre su pasado glorioso. Jep Gambardella es un periodista exitoso, elegante, seductor y un poco cínico, que navega de fiesta en fiesta. Nuestro héroe destila comentarios crueles e irónicos sin elevar el tono de voz, con una lucidez que hiere el ego maquillado, destruye las falsas reputaciones y arranca las máscaras de las vanidades. La película comienza en la noche de su cumpleaños. Jep recibe a los excéntricos invitados: divas singulares, nobles de alquiler o un cardenal que sólo piensa en recetas de cocina. Extensa y panorámica, la terraza romana de su departamento se abre sobre el Coliseo, las bonitas avenidas y los monumentos que forman el paisaje armonioso de la Ciudad Eterna. Apoltronados en amplios sofás, el anfitrión distinguido cita a Flaubert y a Morante, mientras sus huéspedes mencionan a Proust en un coqueteo de palabrerías vanas y superficiales. A pesar de las apariencias, Jep está a otra parte. Esta vida superficial ya no le conviene, el circo lo agota, la fiesta se termina. En esos momentos, sale a contemplar los esplendores de la única ciudad del mundo capaz de ofrecerle el sentimiento de eternidad. Entonces la película cambia de tono y las secuencias se extienden. En la ronda nocturna, la muerte vela detrás las cortinas. La melancolía surge camuflada por el desenfado. La nostalgia de la pureza, de la infancia y sus promesas, aparece simbolizada por las monjas inmaculadas que percibe detrás las rejas de los conventos. Las imágenes luminosas de su primer amor se convierten en tormento por la muerte de aquella mujer que era su pasión secreta. Hacia el final, el cineasta le reserva a su héroe la posibilidad de una isla, y la esperanza de un renacimiento estético y espiritual para Roma. Salimos del cine con las imágenes inolvidables de la jirafa perdida en una ruina romana, el cardenal haciendo equilibrio como un niño sobre una hamaca o la niña lanzando potes de pintura sobre una tela inmensa bajo la mirada extasiada de los adultos. Y las extraordinarias escenas nocturnas donde la paleta de colores estalla, las músicas clásica y popular se alternan sin respiro y los excesos resultan naturales. La gran belleza es una película estridente, hipnótica y exuberante con la que Sorrentino se impone como el heredero de Fellini.
La nueva película de Jérôme Bonnell comparte la premisa argumental de Vendredi Soir: una mujer en tránsito, un hombre intrigante, un encuentro azaroso y una aventura fugaz pero intensa. La gran película de Claire Denis teje un entramado de sensaciones, inquietudes e insinuaciones en torno al cruce entre Valérie Lemercier y Vincent Lindon, trabajando la incertidumbre con distintos niveles de abstracción que transcriben las pulsaciones de cada instante y logran que las líneas de guión se esfumen en favor de la imagen. En El tiempo de los amantes, en cambio, el director expone los motivos y las reservas con los cuales organiza el encuentro amoroso, que aparece como un pretexto para contar lo que estableció alrededor. El corsé narrativo se traduce en una falta de intensidad que se potencia por la elección del británico Gabriel Byrne, un actor inexpresivo y poco seductor, como amante de la genial Emmanuelle Devos. Alix es una actriz que está corta de dinero, tiempo y amor. Entre dos representaciones de La Dama del mar de Ibsen, viaja a París e intenta comunicarse en vano con su pareja mientras emprende una aventura un poco loca con un hombre mayor que divisó en el tren. Esta búsqueda es vista por el realizador como un medio para encontrarse a sí misma, función que subraya en la disputa catártica con su hermana burguesa. Bonnell atrapa a su personaje entre lugares comunes, con diálogos que suenan impostados en las peleas de café o en la demostrativa escena de conflicto familiar. La módica aventura organizada por el guionista termina siendo una carrera de obstáculos que el espectador sigue maquinalmente. La película no se termina de hundir gracias a Emmanuelle Devos, que compone a una anti heroína inmadura y tragicómica, desconcertada entre un amor a primera vista y un secreto bien guardado. En las calles de una París efervescente, Alix se pega con un poste en plena cara y, siguiendo el consejo de un médico que pasea por la calle, permanece algunos minutos con la mejilla estúpidamente pegada contra el metal frío del poste para evitar que su rostro se inflame. En estos pasos de comedia clown, la película respira, se deja llevar por el juego y el talento cómico festivo de su actriz protagónica. Las mejores películas sobre actores son las que erigen la improvisación como arte para sobrevivir y no le temen a los números de acrobacia. Por desgracia, Bonnell no trasciende esta anécdota y recarga las tintas sobre su aventura sentimental bien controlada.
La vida de Abdel La gracia incandescente de La Vida de Adèle proviene de la excepcional capacidad de Abdel Kéchiche para capturar lo real, volverlo bello y hacerlo cine. En el centro de la película está la escena de amor carnal más intensa y audaz de la historia del cine tradicional, filmada en planos largos, espléndidamente encuadrada y coreografiada a la manera de los grandes escultores. La cadencia de las respiraciones y los sonidos sensuales de labios y lenguas transmiten las vibraciones de los cuerpos y el éxtasis de los espíritus. Las dos actrices, sublimes, se abandonan al impulso de sus personajes, guiadas por la luz de la pasión. Las bocas besan, ríen, se riegan de lágrimas y sudor. La cámara del cineasta captura las expresiones y las miradas que lo dicen todo, la rabia hecha gritos y la ternura del cuerpo en ebullición. La Vida de Adèle es una melodía de amor desafinada, que se torna imposible por las divergencias sociales que devoran los sentimientos. El tiempo, la rutina de pareja, las diferencias de clase y deseos profesionales erosionan la cotidianeidad. Emma se cansa, mientras Adèle permanece en una pasión obsesiva. La duración de la película es indispensable para su construcción: el tiempo necesario para filmar el despertar de una sexualidad, el nacimiento de un amor, la distancia de una pareja, la evolución profunda de un personaje, los mil procesos a largo plazo que conectan inconscientemente el deseo, el afecto, las culturas, los orígenes sociales y las ambiciones existenciales. En la violenta y angustiante ruptura, Kéchiche sigue siendo tan intenso, preciso y justo como en la fusión amorosa. Las dos actrices merecerían una nota aparte para exaltar su belleza, su talento y su coraje. Adèle Exarchopoulos surge en el firmamento del cine con una convicción triunfal: su espléndido rostro, su mirada melancólica, su boca entreabierta y su nariz perfecta se conjugan en una actuación de una potencia arrolladora. Luego de Sara Forestier y Hafsia Herzi, ésta es la tercera vez que Abdel crea una actriz incandescente. Léa Seydoux iguala su sensualidad y le añade una dimensión perturbadora. El cineasta filma a sus dos musas como un pintor en un estudio de rostro-paisaje. Las líneas de guión son claras y legibles, pero la longitud y el increíble grado de encarnación de las escenas más banales devuelve toda la complejidad de la experiencia real. Sobre los primeros planos de los rostros percutidos, las superficies expresivas poseen infinitos matices. La Vida de Adèle es también una victoria de la integración republicana. No es casual que esta obra maestra tan francesa, dedicada a los sentidos y a la libertad de los individuos y bañada de grandes referentes culturales como Marivaux, Picasso y Sartre, esté firmada por un cineasta nacido en Túnez en un medio popular. La escuela pública, un universo simbólico que ya estaba presente en su cine, resulta fundamental para escaparle al determinismo social. El descubrimiento a través de la literatura determina la experiencia real, cada comentario de texto se refleja en el estado del personaje. Una de las grandes ideas de la película es multiplicar a los profesores de francés en las distintas clases, como si cada texto creara el cuerpo específico para portarlo. El “soy mujer” de Mariveaux prefigura la metamorfosis de la protagonista, la predestinación del encuentro en La Princesa de Clèves anticipa el momento en que Adèle se cruza por primera vez con Emma. Para Adèle, la literatura es una señal que acompaña personalmente su eclosión. En la superficie hay una novela de aprendizaje con sus primeras veces y sus ritos de pasaje, pero en las películas de Kechiche la asimilación del saber es una experiencia inquietante en sí misma. El relato iniciático comienza entre las cuatro paredes del aula y no termina muy lejos. La sola certeza adquirida por Adèle en el recorrido es que el único lugar dónde alcanza una forma de plenitud y realización es precisamente la escuela. Adèle Exarchopoulos resulta especialmente brillante cuando traduce la euforia que un relato debe despertar en los niños. La escuela en el cine de Kechiche es la matriz y también el refugio. El arte, en cambio, vampiriza. En el comienzo de la segunda parte, Emma pinta a Adèle desnuda. El caballete las separa, marca una distancia que irá creciendo y que culminará en la escena final, donde el cuadro permanece pero el modelo se eclipsa. El cine de Kechiche está poblado de modelos vírgenes de toda representación, jóvenes actrices reveladas por sus películas. La Vida de Adèle es una puesta en abismo sobre la crueldad de esta relación, la obra abraza al modelo pero lo elimina. Como en Juegos de amor esquivo, la película se cierra sobre un personaje que se aleja, al que lo llaman pero no se da la vuelta. Tanto Krimo como Adèle salen un poco aturdidos de la gran ficción donde todo se confunde: el amor y el arte, la verdad y el simulacro. No tenemos la certeza de que hayan aprendido algo, pero la experiencia fue fulgurante. Nosotros también salimos de la sala deslumbrados por la belleza, la intensidad y la nobleza de una película imposible de agotar en una visión o en una crítica.
Los grandes maestros La nueva película de Wong Kar Wai no establece una ruptura con su obra anterior. El cineasta permanece fiel a su estilo; su singular búsqueda plástica y narrativa está puesta al servicio de un relato más amplio. El arte de la guerra es un drama épico y romántico que abraza en el mismo movimiento la gran historia de China, desde el final del imperio hasta el preludio de los años Mao, y la relación entre un hombre y una mujer. El hombre es Ip Man, maestro de wing chun y representante de las escuelas del Norte. La mujer es Gong Er, heredera de una escuela del Sur y única experta en la técnica mortal de las sesenta y cuatro manos. Ip Man y Gong Er están enamorados pero no pueden confesarlo porque pertenecen a dos clanes rivales que se baten por la supremacía del kung-fu. Wong le imprime su marca autoral a la saga clásica con las elipsis en el relato, las notales proezas formales y la tristeza latente del héroe que sabe que su gran historia de amor le pasa por un costado. Los deslumbrantes combates bajo la lluvia, en la nieve o en un prostíbulo exuberante, son el escenario ideal para que el cineasta despliegue sus coreografías estilizadas mediante el uso (por momentos excesivo) de la cámara lenta o de aceleraciones que abarcan desde los dedos de las manos hasta la punta de los pies. La maestría formal se evidencia en el detalle de las texturas, la precisión de los contrastes, el brillo de las luces, la profundidad de las sombras y la división y distribución de los cuerpos en el plano. Wong construye espléndidos envoltorios para ceñir a los protagonistas en su universo personal. Zhang Ziyi luce como un icono del Hollywood de los años cuarenta mientras que Tony Leung envejece con una gracia absoluta. Hacia el final de la película, después de la guerra, cuando las grandes escuelas de kung-fu son barridas por el nuevo mundo y nuestros héroes desamparados ya no tienen nada que perder, Gong Er termina por confiar sus sentimientos a Ip Man. Demasiado tarde, como suele ocurrir en las películas de Wong. Un romance no vivido, una confesión a destiempo que deja un gusto a cenizas, como el color de la película: un sorprendente cromatismo nocturno cercano al blanco y negro. El hipnótico y fascinante tramo final devuelve al autor a la cumbre de su cine. Una profunda melancolía se instala progresivamente y revela el mundo imposible del cineasta, con la sublime belleza de sus protagonistas y sus imágenes. La película es también un elogio del ejercicio y la transmisión del arte de los grandes maestros, más allá de las contingencias, la gloria, el éxito o el signo de los tiempos: un orgulloso autorretrato de su creador.
Home, la primera película de Ursula Meier, estaba organizada por la horizontalidad y las líneas de fuga; La hermana retoma la idea pero en sentido vertical. La directora emprende una exploración física, atmosférica y cruel del contraste entre los de abajo y los de arriba. Arriba está una estación de esquí top y abajo un barrio gris. La oposición espacial es también social: Simon, un niño de abajo, sube diariamente para robar, con una abnegación meticulosa, los esquíes, anteojos, guantes y otras prendas de vestir de los afortunados, para vendérselas luego a los de abajo. Dos mundos. El cielo baja, la nieve se vuelve barro y la montaña proyecta sus sombras. Una zona de fábricas abandonadas, playas de estacionamientos y viviendas feas y tristes. Simon vive en uno de esos departamentos con su hermana mayor Louise, una joven salvaje e infeliz que confía en el pequeño para sobrevivir. La familia de Simón parece no existir y el carácter extraño del vínculo con su hermana, la proximidad ambigua de sus cuerpos, hace prever una revelación que se produce en la mitad de la película y que se justifica sólo para reactivar el guión. Todo lo que debería surgir progresivamente parece forzado, la dimensión angustiante por la falta de espacio se genera filmando de cerca, sobre el cuerpo del niño, conteniéndolo en espacios exiguos. Del mismo modo, la tensión entre el interior y el exterior no se vive de una manera dinámica: los sonidos de la autopista se introducen en la burbuja del departamento, último refugio frente a un mundo exterior amenazante. La directora revela demasiado su juego y dirige el relato con pereza hacia un cine conformista que busca el reconocimiento social por sobre el cinematográfico.
Sitcom Blue Jasmine es una relectura californiana, forzada y deslucida de Un tranvía llamado deseo en la era de la crisis financiera. La película examina el desclasamiento de su heroína epónima cuando abandona la opulenta mundanería de Nueva York, donde vivía con un marido estafador, para mudarse a San Francisco al modesto departamento de una hermana a la que siempre había despreciado. Mientras Jasmine descubre con repugnancia las asperezas de una existencia laboriosa, los flujos de recuerdos ponen al día las problemáticas circunstancias de su derrumbe. El relato se despliega en un vaivén entre el pasado y el presente. El mejor Allen aparece cuando detalla progresivamente, con precisión, sequedad y negrura, el pasado de la protagonista, revelando las razones de su caída y cuestionando su parte de responsabilidad. Pero el presente es un drama de costumbres banal, con estereotipos caricaturescos y oposiciones simplistas, bañado por el desprecio general del director hacia todas sus criaturas, el abuso de primeros planos de la mujer en desgracia y las maniobras de guion para sostener su martirio. Los personajes secundarios son apenas funcionales y parecen salidos de una tira televisiva burda con sus vestimentas y acentos exagerados. El humor grueso, basado en el contraste entre la burguesa altiva y los vulgares proletarios, toca fondo con la presentación de los patéticos candidatos para la hermana o la disputa de los primates por una porción de pizza; momentos que impulsarán a los fanáticos de Allen a bajar la mirada, como si desviaran los ojos de un accidente.
Una canción de cuna A partir del caso real de una mujer que murió en 2009 luego de estar diecisiete años en estado vegetativo, Bellocchio crea una cartografía desenfrenada de historias con las que el modelo auténtico queda fuera de campo. La ficción se apropia del asunto de familia que se convirtió en tema nacional, prolonga su trayectoria hasta cierto punto y luego se pliega sobre sí misma, difractando la psicosis colectiva hacia otras individuales y familiares. Bella addormentata posee una densidad narrativa libre, sinuosa e inquietante, una efervescencia sinfín de ideas que estallan en movimiento como pompas de jabón al contacto con del aire. La película funciona como un gran ballet de emociones, formas sinfónicas e imaginarios que colisionan, con la yuxtaposición como principio coreográfico. El cineasta articula, con una agilidad sorprendente, posturas morales y ángulos de enfoque antagónicos. Cada situación avanza por golpes de locura conectados, gestos aparentemente absurdos lanzados por personajes (los eternos jóvenes locos del cine de Bellocchio) a quienes los otros observan con estupor. La historia se desliza naturalmente desde la duda existencial a la cuestión política, del delirio místico a la razón republicana. La proliferación narrativa deriva hacia lo fundamental: importa menos la eutanasia sobre seres que son poco más que superficies fantasmales, que el devenir de aquellos semivivos, como la bella durmiente drogadicta, violenta y suicida. Al igual que en Habemus Papa, los personajes huyen de su propio devenir: algunos no quieren morir y otros no desean vivir más, un senador anhela dejar la política y la actriz que encarna con una transparencia sublime Isabelle Huppert no quiere actuar. Paradójicamente, a medida que la película se agita, gana tranquilidad, y cuando parece dispersarse, encuentra su camino. Bellocchio evita la tentación de fundir todo en un único movimiento. La película evoluciona, con un puntillismo narrativo que nunca luce forzado, hacia una zona de calma íntima e inesperada. Finalmente, las palabras se precisan, las miradas se responden y los gestos se vuelven a configurar. El verdadero descanso parece posible. Es cuestión de abrir una ventana, recibir los ruidos del mundo y dejarse mecer hasta encontrar el sueño.
Presencia y movimiento Valérie Donzelli cuenta un episodio doloroso de su vida sin considerar que sea en sí mismo un objeto cinematográfico; la directora pulveriza un material autobiográfico propicio para el naturalismo sensiblón y lo proyecta hacia una epopeya con un impulso vital conmovedor. Donzelli revela su intimidad y la trasciende con un manifiesto personal y poético: una película de combate, como indica su título original, en la que no se oculta el sufrimiento sino que se lo aborda con los fulgores de felicidad de la puesta en escena. El principio de la película es la ruptura: los planos nunca están donde se los espera, el humor tampoco. Donzelli posee una sorprendente capacidad para mezclar tonos, ritmos y géneros sin que jamás resulte forzado. Entre desvíos y asimetrías, la directora consigue crear una dramaturgia natural de los cortes, las sorpresas y los momentos de saturación visual y sonora. En medio de tanto cine calculado, lo excesos de Donzelli son aire fresco. Algunas escenas especialmente estilizadas agitan el relato sin alterarlo: desde una carrera loca en el hospital hasta fragmentos de películas experimentales, pasando por voces en off con distintos narradores, fundidos prolongados o una canción de Benjamin Biolay interpretada por los dos actores mediante una sobreimpresión romántica. Gracias a la constante prevalencia del personaje y su conflicto, la directora logra que el singular fervor de las soluciones formales no vaya en desmedro de la importancia de la historia ni de su profundidad. El tema es grave: una joven pareja descubre que su hijo de dos años tiene un tumor cerebral. Y sin embargo, la película es vivaz. El prólogo descarta cualquier especulación sentimental con la enfermedad: sabemos que el niño no va a morir con las operaciones que sufre porque la película comienza con Juliette (la propia Donzelli) junto a su hijo de unos ocho años pasando un scanner cerebral. Luego de esta declaración de principios, estalla un torbellino de ideas que resume el enamoramiento de la pareja. Todo comienza en una fiesta: música punk-rock y un intercambio de miradas, Romeo le tira un tic tac a Juliette desde la otra punta de la habitación y Juliette lo atrapa con la boca, se besan y es un flechazo. La película se apropia de los signos de la ciudad y avanza al ritmo de la descarga eléctrica que circula entre los amantes: una carrera por la calle, paseos en bicicleta, juegos de quermese y un intercambio de libros de Cocteau sobre la música de George Delerue. En apenas diez minutos de singular vértigo narrativo, conocemos a la pareja y conocemos el problema. La música termina sobre la imagen de El origen del mundo de Courbet y el llanto de un bebé. Comienza un nuevo capítulo: la llegada del niño. Las noches en vela y la tensión entre los padres anuncian el drama por venir. Es notable lo que Donzelli genera filmando espacios tan anodinos como un hospital. El corralito de un bebé puede ser terrible y natural al mismo tiempo sin necesidad de primeros planos ni otro subrayado visual. Los recursos de la directora son inagotables: un gag descomprime el peso trágico de un examen médico, una canción le resta énfasis a la sacudida de una terrible noticia y un reencuadre de la pareja ante los médicos contagia solidaridad. Cada movimiento posee una vibración esencial. La guerra termina. El candor de Valérie Donzelli irradia toda la película y hasta los títulos finales resultan emotivos.
Paisajes bucólicos y pieles lechosas Provence, 1915. Jean Renoir llega convaleciente al dominio mediterráneo donde su padre continúa pintando obstinadamente a pesar de su avanzada edad y de sus enfermedades. Auguste Renoir vive sus últimos días, el hijo vuelve de la guerra. Entre los dos, Andrée Heuschling: última modelo del pintor y futura compañera del cineasta. Gilles Bourdos filma esta relación triangular de un modo superficial, sin emoción ni relieve, privilegiando el tratamiento visual. Las tonalidades y texturas, la iluminación de los exteriores idílicos y la paleta de colores fuertes y brillantes remiten a la pintura impresionista. Las bellas imágenes son una suerte de imitación exterior de las características formales de Renoir padre. Renoir pinta en el medio del campo, al borde de un rio, a plena luz: flores, frutas y rostros femeninos sonrientes que parecen ignorar todo de la guerra. El viejo está rodeado de mujeres sin un papel definido: modelos, mucamas, nuevas y viejas amantes. El más bello de estos rostros es el de la pelirroja Andrée, un remolino de vivacidad salvaje que por momentos se apacigua y posa desnuda recostada sobre un sofá cubierto de telas. Allí la descubre Jean, el soldado herido. El director pretende combinar la vejez sin decadencia del pintor con el nacimiento indeciso del cineasta en torno a una musa en común, pero la película no logra llevar nunca las dos historias de manera coherente y la tensión se desdibuja. La potencia de Christa Theret en la piel de Andrée se agota en un texto menos brillante que las imágenes a las cuales se superpone. Renoir es una película amable, nostálgica y finalmente vana que se sostiene sólo por su deslumbrante fotografía.