Con ánimo de almorzar En el laberinto de Bombay, miles de dabbawallahs recogen a diario los platos calientes que preparan las esposas y los transportan hacia el lugar de trabajo de sus maridos. Ila es una joven ama de casa que intenta reconquistar el corazón distante de su esposo cocinando con devoción. Pero su vianda llega por error a manos del viejo Saajan: un empleado al borde de la jubilación, viudo y solitario. Ritesh Batra toma este punto de partida para elaborar una comedia romántica en la que se mezclan amor y gastronomía, humor y nostalgia, reflexión social y sentimental. Amor a la carta es una película discreta y sofisticada, construida a la manera de los pequeños platos que se cocinan a fuego lento, tan lejos del brillo de las coreografías típicas de Bollywood como del voyeurismo occidental sobre la dureza de la vida en la India. La equivocación da comienzo a un romance epistolar narrado con una original voz en off duplicada. La caja del almuerzo se convierte en el buzón de una correspondencia íntima y pudorosa. Para tejer esta relación paradójica entre dos personas que nunca se ven, la película utiliza una poética basada en los juegos de miradas. Los raccords, sutilmente orquestados, unen los mundos de Ila y Saajan de una escena a otra y ponen de manifiesto las profundas similitudes que hacen creíble su acercamiento a la distancia. Los dos personajes están atrapados en sus rituales. Saajan apenas altera su expresión cuando recibe la vianda en la oficina ante la mirada sorprendida de su vecino de escritorio. Ila permanece encerrada todo el día en su departamento esperando el regreso de su marido, con la compañía invisible de la vecina del piso de arriba con la que se comunica a los gritos a través de una ventana. La predecible fuga que marcan el lugar común y las convenciones de las comedias románticas se dilata porque estos dos solitarios se resisten a salir de sus rutinas y del contorno que dibujan las cartas y los almuerzos. La película toma entonces un giro más interesante: los protagonistas vacilan y recuerdan a aquellos de Con ánimo de amar, que nunca sabemos si se desean, se aman o se consuelan. Como en la obra maestra de Wong, el director deja fuera de campo al marido de Ila y concentra su mirada en los pequeños detalles del nuevo amor. Ritesh Batra captura el universo alrededor de sus criaturas con una pintura precisa de las costumbres y convicciones sociales. No es fácil asumir la creciente curiosidad por el otro y por los otros. Para abrirse al amor es necesario salir a un mundo que está cambiando: él ya no lo reconoce, ella nunca lo vio.
El lenguaje desempeña un papel central en el cine de Corneliu Porumboiu. En Bucarest 12:08, una farsa político burlesca sobre la historia reciente de Rumania, el poder de la dialéctica estaba presente con ironía en medio del extravagante debate acerca de la hora exacta a la cual cada uno había celebrado la caída del tirano. En Policía, adjetivo, el director hacía foco sobre un vocabulario absurdo alimentado por la hipocresía y la burocracia: el protagonista estaba casado con una profesora que le daba lecciones sobre ejercicios de estilo y a su vez era humillado por un superior que lo obligaba a buscar el significado de las palabras en el diccionario. En su tercera película, Porumboiu libra con mucho ingenio una serie de interesantes reflexiones sobre el cine con diálogos abundantes y precisos. En una larga escena en torno a una mesa con comida y bebida, los personajes disertan sobre el impacto del uso de los palitos en la cocina asiática y los ecos del debate sobre las formas se encadenan con una discusión previa sobre la evolución de las cámaras digitales y sus consecuencias sobre el futuro del cine. Hasta ahora, Porumboiu parecía ser un autor atento a las resonancias entre las trayectorias individuales y el destino del cuerpo social. Pero su nueva película marca un sorprendente cambio de foco: el cineasta pasa de una mirada macro a un punto de vista endoscópico, literalmente dentro de su personaje. El director aparta su atención de la sociedad rumana y se libera de los límites de la producción local para poner un espejo sobre su propio cine. El resultado es una sátira juguetona, llena de ternura, humor y sutileza, que nunca cae en la complacencia ni en la falsa modestia. Cae la noche en Bucarest se inscribe en una tradición del cine moderno y posmoderno: la película sobre el rodaje de una película. Pero Porumboiu subvierte y trasciende esta tendencia con inteligencia y humor. Como el protagonista tiene una incipiente relación con una actriz secundaria, decide detener el rodaje y volver a escribir el guión para agregar una escena con ella. La película descompone el mito del director y su musa con una referencia explícita a Antonioni y Monica Vitti: la soledad del cineasta que intenta ganar tiempo para quedarse con su actriz, sabiendo que tarde o temprano ella lo dejará por otros hombres. Cae la noche en Bucarest está compuesta por una veintena de planos secuencia en formato panorámico. A diferencia de Policía, adjetivo, los largos planos secuencia esquivan la contemplación. Las escenas están filmadas en plano medio y despojadas por el montaje de cualquier forma de tensión dramática. Los tiempos muertos se instalan en espacios intermedios: vehículos, halls de hoteles, antesalas y pasillos. Cuando aparece el cuerpo desnudo de la joven actriz en el umbral de una puerta, la emoción erótica es instantáneamente despejada por una llamada telefónica que la hace sobresaltar, vestirse y salir fuera del campo. El cuadro es neutralizado como una forma de acentuar el simulacro estético. Podemos encontrar en la película un valor documental subyacente al exponer la dolorosa odisea del que quiere filmar en Rumania hoy, pero en realidad se trata de una crisis más profunda: existencial, afectiva y también fisiológica. Bogdan Dumitrache, el excelente actor de La mirada del hijo de Calin Peter Netzer, le otorga a su personaje cierto malestar y un aire de falsedad que se complementa de un modo pertinente con sus pensamientos sobre el arte, su egoísmo y su úlcera sospechosa. La joven actriz finge darle importancia e inclinarse ante su deseo, mientras su pareja no deja de llamarla por teléfono. La película aborda a su vez el lado oscuro del medio con la manipulación de las personas y de las imágenes: el director empujando su actriz a hacer una escena de desnudo o trucando el video de su examen médico para obtener un seguro. Sin previo aviso, las imágenes clínicas de una endoscopia invaden la pantalla con elocuentes vistas de conductos y humores biliosos. La película establece una distancia con los actores y de repente se sitúa dentro del personaje. No hay transición del plano medio al plano interno, pero resuenan las reflexiones del comienzo sobre la relación entre forma y materia. Las imágenes digitales devienen abstractas, incapaces de trasmitir alguna verdad o certeza.
Almas grises Las bellas imágenes, la precisión formal y la estética austera instalan el aroma de un pasado olvidado: el cine de los años sesenta en Polonia. Pawel Pawlikowski se ubica en el tiempo y en el espacio a mitad de camino entre la nueva ola de Wajda y las rupturas formales de Skolimowski. Ida es una película atemporal: su estilo ascético, minimalista y abierto surge como una reacción al frenesí contemporáneo. La sofisticada fotografía en blanco y negro parece teñida de forma imperceptible. Los retratos se ponderan por la elección del formato de pantalla 1.37. Los largos planos fijos, las composiciones elegantes, los singulares encuadres y la maestría desconcertante para el manejo de los distintos tonos de luz, consiguen transmitir con gestos mínimos una terrible cuestión existencial. Anna es una novicia huérfana criada desde muy pequeña en un convento en el campo. Sus días transcurren entre tareas repetitivas, el ruido de las botas que resuenan en los pasillos, las comidas marcadas por el mutismo y el ojo inevitablemente severo de la madre superiora cuando percibe la menor señal de distracción. Sin embargo, la religiosa le permite a la joven abandonar el convento unos días para visitar a su tía en la ciudad, como último contacto con el mundo exterior antes de pronunciar sus votos definitivos. La otra protagonista es Wanda, la tía en cuestión, conocida como “la roja”. Una mujer diabólicamente moderna, acostumbrada a los grandes vasos de vodka, a los cigarrillos y a los hombres de una noche. En el pasado reciente, Wanda tuvo una labor destacada contra los “enemigos del pueblo” y ahora parece caída en desgracia. Como si se tratase de un ajuste de cuentas, en el primer encuentro la tía le revela a la joven monja su verdadera identidad: en realidad se llama Ida Lebenstein, es judía y su familia fue asesinada durante la ocupación alemana. A partir de ese momento, la pareja, con su choque de creencias a cuestas, sale en busca de sus raíces, su identidad y los rastros del pasado. La road movie que emprenden representa un viaje de iniciación para una y la última batalla para la otra. Wanda e Ida, casi sin hablar y sin llegar a comprenderse, van a buscar las respuestas que en el fondo no quieren escuchar. En su camino se cruzarán con el horror de una pesadilla todavía cercana que la atmósfera colectiva tiende a ocultar. Polonia con sus complejos puestos al desnudo por la guerra, atrapada entre posturas ideológicas y un pasado vergonzoso. Pero también encontrarán signos que alguien menos desesperado podría tomar como una promesa de felicidad. La forma radical de la película pone la distancia justa con el tema, lejos de los sentimentalismos y los golpes bajos. El retrato de Ida evita el lugar común de la joven inmaculada, su rostro inexpugnable transmite una experiencia de vida previa. La actriz no profesional que la encarna con un estilo casi bressoniano entrega una actuación memorable. Recién sobre el final del viaje, Ida se abre de un modo sutil a un universo de sensualidad desconocido a través de la música. La histriónica tía Wanda es su complemento ideal: una mujer madura, libre, comunista y desilusionada que esconde bajo un aparente cinismo su propia tragedia. En apenas ochenta minutos, Pawlikowski reflexiona sobre la dolorosa historia reciente de su país sin necesidad de recurrir a lecturas políticas, dogmatismos ni demasiadas explicaciones. La puesta en escena es pertinente con la historia que se narra. La austera belleza de las imágenes, la ausencia de movimientos de cámara y el impactante uso del sonido y la música diegética, están en concordancia con el resto de elementos. El formato casi cuadrado potencia los primeros planos de los rostros como en el cine de Bergman; pero cuando se trata de paisajes, la composición de los encuadres deja a los personajes perdidos, descentrados, generalmente en un rincón inferior del cuadro con un inquietante espacio vacío sobre ellos. Ida es una película maravillosa en la que cada plano parece una fotografía: la instantánea del alma del pueblo polaco, la búsqueda de las zonas grises en un mundo blanco y negro.
Tutti i santi giorni es una película ligera y amable que fluye de la comedia al melodrama, lejos de la crítica social de las obras previas de Paolo Virzì. Guido es un joven intelectual reservado, paciente y conciliador, que trabaja por las noches como conserje en un gran hotel y dedica sus horas perdidas al estudio de las lenguas antiguas. Antonia es una chica exuberante, susceptible y generosa, que trabaja en una agencia de alquiler de autos esperando que caiga el sol para ir a cantar a algún bar de mala muerte. A pesar de las evidentes diferencias, Guido y Antonia forman una pareja singular que supera las barreras invisibles de los entornos sociales y de las rutinas opuestas con un original encuentro amoroso todas las mañanas. Ambos desean un hijo pero Antonia no queda embarazada. La crisis de madurez enfrenta a la pareja con el tabú de la infertilidad. El hijo conjuga la necesidad biológica y el intento inconsciente de llenar un vacío cotidiano. A Antonia le sorprende la brutalidad de su deseo y Guido intenta consolarla con el lenguaje de los libros antiguos que lee. El director evita el tono de tragedia sensiblera que suele inspirar el tema y encuentra la distancia adecuada para abordarlo con el característico humor a la italiana que funciona a su vez como filigrana de un país y sus asperezas. La puesta en escena evoluciona con un paralelo entre las miradas de Guido y Antonia alternando episodios trágicos, melancólicos e hilarantes. Estos últimos incluyen escenas notables como las consultas a un viejo médico que ofrece una curiosa mezcla de ciencia y religión, o la desopilante carrera de los hombres por los pasillos de la clínica de fertilización asistida. Paolo Virzì cultiva un gusto por el exceso que se refleja en algunos personajes secundarios estereotipados, aunque nunca llegan a la caricatura. El director tiene muchas ideas, tal vez demasiadas, y por momentos no sabemos a qué personaje colorido prestarle atención: la torpe vecina rubia, los padres invasivos de Antonia o el delirante músico que vuelve como un fantasma desde el atribulado pasado de la joven. La película plantea y deja sin desarrollo la insatisfacción en la pareja en el plano personal: Antonia ve frustrada su carrera como cantante y Guido renuncia a una cátedra en una universidad norteamericana. Pero Tutti i santi giorni supera estos reparos con un clima intimista y con la frescura y el encanto de una pareja protagónica que luce natural y creíble.
La película del desasosiego. En el comienzo hay una escena festiva: la gente baila y bebe para celebrar los sesenta años de Cornelia, una mujer de clase media alta perteneciente a un microcosmos que está convencido de que todo puede ser comprado. Todo, menos el amor del hijo. En la siguiente escena nos enteramos que Barbu, el joven en cuestión, está involucrado en un accidente de tránsito que se cobró la vida de un niño. Cornelia debe lidiar con un conflicto moral agudo. Barbu aparece claramente comprometido en la investigación y sólo los contactos de la familia pueden salvarlo. La mirada del hijo es un thriller judicial, un retrato mordaz de la decadencia de las élites nacionales, una película atemporal sobre el amor filial, el poder y la autoridad. Cornelia irrumpe en la estación de policía, se dirige primero a los agentes y luego hacia Barbu para que cambie su declaración, tejiendo los hilos para un posible arreglo. El director pone a la madre en el centro de todas las escenas eludiendo los previsibles choques con su hijo. Una madre rígida, manipuladora, celosa y entrometida, encarnada por la extraordinaria actriz Luminita Gheorghiu que logra transmitir una forma de sufrimiento bajo su caparazón. La película transcurre en interiores iluminados con luz artificial, entre murmullos y diálogos intensos. Una sucesión de palabras extrañamente cautivantes conforman el retrato de un ser que concibe las relaciones humanas como una permanente lucha de poder. La película está filmada en largos planos secuencia que abusan por momentos del malestar que provoca la cámara inestable. El guión recuerda en más de un punto a La mujer sin cabeza, aunque aquí los métodos para el ocultamiento son explícitos y llegan a una cumbre de cinismo en la inquietante escena de negociación entre la protagonista y el único testigo del accidente. En un notable giro final, Cornelia se reúne con los padres de la víctima para intentar que levanten la demanda pero la angustia rompe su frialdad y revela que ella también está de luto por la desaparición de ese hijo generoso, tierno y agradable que tanto amaba. En la última secuencia el director suspende la narración y amplía los sentidos de un modo sorprendente. La distancia poética en el encuentro entre Barbu y el padre del niño demuestra que se puede filmar el dolor, la inquietud y el desamparo con emoción, pudor y sutileza.
Oropel Berger es un imitador que pretende demostrar lo bien que domina las viejas técnicas cinematográficas. En su película, la copia de los lugares comunes del cine mudo se limita a un ejercicio de estilo de escaso interés: el uso de una forma primitiva con el pretexto de la búsqueda de una pureza original. El director traslada la fábula a los años veinte en el sur de España y utiliza una estética adecuada a la época. Blancanieves es la hija de una bailarina y de un famoso torero que ha quedado impotente por una cornada. Luego de la muerte de su madre y la postración de su padre, la pobre heroína queda a merced de una malvada madrastra afecta al sado-masoquismo y a las poses para revistas de decoración de interiores. Años más tarde, la joven es rescatada por los siete enanos, que aquí son seis, también toreros y feriantes. Berger se queda a mitad de camino de una adaptación ingeniosa; los nuevos detalles no son más que viñetas decorativas e imágenes gastadas, incapaces de embellecer una historia mil veces vista. Lejos de las diferentes reelaboraciones Miguel Gomes, Raya Martín o Guy Maddin, Berger sigue el camino de Hazanavicius con El artista: la aplicación concienzuda de los clisés del período mudo como ilustración de una idea académica del cine original; el homenaje mediante una copia estética prolija e insípida. Las secuencias de montaje y sobreimpresiones a toda velocidad son más molestas que efectivas. El exceso de intertítulos, las escenas explicativas y los efectos de estilo para resaltar lo obvio e invocar en voz alta los modos primitivos del cine son el oropel de una trama cargada de sometimientos, muertes y abandonos que subraya el conocido subtexto psicoanalítico: complejo de Edipo, represión sexual y mujeres libradas a los deseos de una comunidad masculina. A pesar de las apariencias, la falta de riesgo formal y narrativo es el común denominador de una película que sólo sugiere lo que pudo ser cuando insinúa el bello amor monstruoso entre Blancanieves y un joven enano sexy.
Filmar a Catherine Deneuve Bettie está atrapada en su pequeña ciudad de provincia. La tranquilidad ilusoria de la tercera edad es socavada por las dificultades financieras de su restaurante y el abandono de su amante. El deseo de escapar toma la forma de una road movie. Bettie se sube a su viejo Mercedes para buscar cigarrillos y no vuelve. La protagonista rompe la rutina de un volantazo y se lanza por los caminos de la Francia profunda como una adolescente fugitiva. El asombroso despliegue con la sucesión de personajes plenos de un encanto inusual, revelan el aura magnética de Catherine Deneuve. Todos simpatizan con la irresistible Bettie, desde un viejo granjero hasta elsereno de un negocio de muebles, pasando por una banda de alegres solteronas. Bettie está disponible para encuentros de una hora o de una noche, abierta a los paisajes del pasaje. Los admiradores le ofrecen una copa, un cigarrillo o una cama, en escenas muy divertidas que exploran el potencial cómico de la actriz. En su camino, Bettie hará de todo: conocer a su nieto y convertirse en abuela, revivir la Miss Francia que pudo haber sido cuando era joven o pasar por los lugares donde fracasó armada con la experiencia de los años. Catherine, como Bettie, no se priva de nada. No es la primera vez que ayuda a una película de autor con su fama y su gran talento. Pero en esta ocasión, el personaje parece tan inspirado por la actriz que la película podría ser vista como un retrato Catherine Deneuve en presente,con la edad, la cuestión existencial y los problemas que se plantean. Emmanuelle Bercot filma su cuerpo hasta en el más mínimo detalle: la mano que sostiene el cigarrillo, el pequeño rictus nervioso que reposiciona su labio superior sobre los dientes, sus tobillos, sus arrugas, su encanto eterno. Buscando un atado de cigarrillos, Betty acepta la invitación de un anciano para fumar en su cocina. La escena dura el tiempo necesario para que el buen hombre consiga, a pesar de sus temblores, enrollar el tabaco. Con una sencillez infinita, Catherine Deneuve expresa una variedad de sentimientos que van desde una ligera irritación hasta la paciencia y la compasión, sin efectos ni sentimentalismos. La película triunfa por estos breves momentos de verdadera felicidad y por las dos horas junto una actriz formidable en la cumbre de su arte.
La película ganadora del mayor premio del festival es un thriller psicológico, estilizado y ambicioso que pretende esclarecer la relación entre un arte demostrativo y la imaginación a la cual recurre. En el comienzo, Berberian Sound Studio fascina por su maestría formal, por su atmósfera claustrofóbica y por todo lo que nos revela sobre las técnicas sonoras. Un ingeniero de sonido británico viaja Roma para trabajar en una película de terror. Peter Strickland no muestra una sola imagen de la película que se sonoriza ante nuestros ojos. El director nos pone del lado del pequeño inglés, un gnomo marrón, tímido y contenido, que arregla las voces pero le molesta lo que ve en la pantalla. Gilderoy pasa sus días y sus noches agitado por las imágenes gore y los gritos de mujeres asesinadas mientras es maltratado por unos italianos altos, delgados y coloridos que llevan el aislamiento más allá de su exigua cabina de sonido. Durante la primera hora, el terror subyacente contamina de a poco la mente frágil del técnico que comienza a perder estabilidad, atormentado por sus recuerdos, miedos y deseos. Pero más allá de un trabajo sonoro y fotográfico preciso, el deslizamiento del protagonista hacia la locura es demasiado progresivo, controlado y repetitivo. Repentinamente, como si el director sintiese que el dispositivo se agota, la película gira hacia un delirio lyncheano con un desdoblamiento de personalidad. Gilderoy se convierte en un personaje de su propia película y el protagonista ya no distingue entre sueño y realidad (el espectador tampoco). A partir de ese momento, las idas y vueltas entre los sucesos reales y las pesadillas hacen que el ejercicio de estilo resulte más evidente y las muletas narrativas se vuelvan un poco molestas.
El escenario es casi fantástico: una playa nudista para homosexuales en torno a un lago, rodeada por un pequeño bosque. En el lago y sus lugares de acceso no hay rastro de chalets, pequeños mercados ni puestos de helados y gaseosas. El lago es una cita del océano, los bañistas deambulando evocan una historia de naufragio e isla desierta. Un edén inmóvil donde la existencia deviene deseo puro, los intercambios sexuales se funden con la carne verde del bosque, el viento pasa entre los árboles, la luz se mueve sin parar y el desorden y la muerte entran en resonancia con la armonía perfecta de un tiempo maravillosamente lánguido. En este fragmento de civilización sin mujeres, entre la vigía y el vacío, se destacan tres personajes. El principal es Franck, un habitué al que le gusta probar el agua fresca del lago antes de buscar la aventura en los arbustos calientes que bordean la playa. Franck repara en Henri, un hombre robusto y silencioso que mide el horizonte con un aire suspicaz, siempre aislado y jamás desnudo. Franck y Henri irán construyendo una conmovedora amistad forjada con diálogos sensibles y un cariño creciente que excluye el sexo. Una noche, Franck demora su partida y en el claroscuro del crepúsculo percibe a Michel forcejeando con otro hombre en el lago. Un grito cruza el aire seguido de un silencio mortal luego que Michel hunde la cabeza del desconocido bajo el agua. Franck no revela nada a nadie y se convierte casi inmediatamente en su amante. Tal como ocurre con el lago donde nada de manera elegante, la superficie centellante de Michel cubre una interioridad bien oscura. Franck es testigo directo de su violencia pero no se desvía del objeto de su deseo y comienza con él una relación apasionada, aunque limitada al marco del lago, el bosque y el estacionamiento improvisado. Esta geografía restringida pone fuera de campo parte de la vida cotidiana de los personajes. Las situaciones se repiten con una tonalidad siempre renovada según las variaciones de la luz natural. Las potencialidades expresivas de cada lugar son desplegadas minuciosamente. Los cuerpos que se mueven entre el follaje son filmados en una comunión plástica donde sombras y luz, hojas y piel devienen indistinguibles. Los espacios parecen capaces de generar criaturas fantásticas. Las ideas más abstractas afectadas por la materialidad más desnuda. La convergencia entre la materia y la idea alcanza todo su esplendor en la representación de la sexualidad. Las escenas de sexo son mucho más explícitas que en el cine tradicional pero a la vez resultan menos obscenas. La cámara adopta la mirada de Franck, siguiendo los movimientos de su deseo. La satisfacción de un deseo lentamente madurado no constituye el cierre de un episodio narrativo: la relación entre Franck y Michel continúa definiéndose, ampliándose o congelándose. Sabemos, como Franck, que Michel es peligroso. Pero compartimos la excitación sensorial y estamos implicados en el presente irresistible del encuentro con ese cuerpo de un modo que, para nosotros también, la búsqueda de placer prevalece sobre todo lo demás. Poco a poco, el sol se oculta y acentúa la soledad de cada uno: Franck petrificado entre los arbustos, Henri fuera de campo con la decepción a flor de piel y el coche abandonado en el estacionamiento. En este rincón aislado se baila una ronda entre la vida y la muerte, entre el erotismo y el peligro, entre la pasión y la amistad, entre la exaltación fugaz de la carne y la respiración durable de los sentimientos. Es el dilema de Franck, encarnado con una mezcla perfecta de inocencia, deseo y terror por Pierre Deladonchamps. El cineasta observa sin juzgar como un sismógrafo sensible de los lugares y de los elementos. La película despliega una dramaturgia tensa de intriga a cielo abierto, al tiempo que se interroga sobre la capacidad de los seres humanos para vivir juntos.
Secretos y mentiras Asghar Farhadi filma en Francia. A pesar del cambio radical de idioma, actores y territorios, la película permanece fiel a su filmografía, con un guion de múltiples capas y una magistral dirección de actores. El pasado inscribe al noir sentimental característico de su obra en una tradición realista francesa cercana al universo de Claude Sautet y Maurice Pialat. Luego de varios años de separación, Ahmad llega a París desde Teherán para regularizar su divorcio con Marie. Instalado en la casa de Marie, el visitante descubre las relaciones explosivas entre ella, su hija mayor y el hijo de su nueva pareja. Ahmad intenta apaciguar la cadena volcánica de conflictos desde su lugar de observador venido del exterior (bien podría ser el propio director contemplando su país de adopción). Como en sus anteriores películas, Farhadi arma pacientemente una historia con varios fondos en los que cada protagonista revela inesperadas facetas de su personalidad. El cineasta construye un enredado campo de tensión entre el malestar porla cohabitación de los dos hombres y la incómoda posición de Marieen en el medio de ambos. Los secretos y mentiras flotan en el aire y el espectador debe componer y recomponer una realidad llena de falsas apariencias en la que el principio de la verdad se diluye. La tensión crece de a poco, la pasión guía a cada uno de los personajes, los gritos y los llantos rompen el silencio. La película nos conduce a través de pistas falsas con una inteligencia extraordinaria hasta llegar al final en un torbellino de emociones y suspenso. Algunos volverán a reprochar que Farhadi sobrescribe sus historias o que está muy atado a un guión con efectos, máscaras y giros psicológicos. Tal vez tengan razón. De cualquier modo, es un placer dejarse manipular por un cineasta que posee tanto talento para el folletín como intensidad para la tragedia.