Volver Almodóvar hace un cine libre y personal que no deja de sorprender. El director vuelve al tiempo de la Movida para exhumar sus raíces con una comedia trash y kitsch que recupera el humor alocado de sus primeras películas. Los amantes pasajeros marca su tono desde los títulos iniciales, excesivamente coloreados y demodés, que dan lugar a una advertencia: todo lo que vamos a ver es sólo ficción y fantasía. Como en Mujeres al borde de un ataque de nervios, Almodóvar favorece la unidad de lugar y encierra en un avión a una galería de personajes excéntricos que creen vivir sus últimas horas. En el ámbito reducido del business (los pasajeros de clase turista fueron drogados para que no molesten) se cruzan una mentalista que quiere perder su virginidad, una dominatrix que tuvo relaciones con políticos (genialmente interpretada por Cecila Roth), un asesino a sueldo, una pareja de recién casados y tres azafatos, uno más gay que el otro. Almodóvar se inspira en la screwball comedy norteamericana para extraer lo mejor de cada personaje en una situación de crisis. El director utiliza los lugares comunes para alimentar el potencial cómico de la película, especialmente con los distintos personajes gay que usan todos los códigos del humor camp. Ellos disponen de la misma histeria comunicadora que las mujeres (habitualmente en el centro de las comedias de Almodóvar) enlazando contrapuntos físicos y verbales como si fuesen drag queens entrando en escena. La desopilante secuencia de comedia musical sobre el tema disco I’m so exciting tiene destino de culto: una coreografía extraordinaria con la que Almodóvar demuestra un raro ingenio para la construcción de los planos y la interpretación del espacio. Las secuencias que se desarrollan fuera del avión tienen un costado digresivo que no ayuda a estructurar el conjunto. Por otro lado, Los amantes pasajeros no posee la fuerza dramática de las películas recientes de Almodóvar por la asumida falta de encarnación de los personajes. De todas maneras, los estereotipos son el tema principal de la película. El director los exhibe y los lleva hasta su punto límite para que afloren nuevas verdades. Cada personaje puede descubrir su identidad en recovecos inesperados que, por momentos, generan un juego de espejos con otros protagonistas. La película también se puede ver como una metáfora desesperada de la España actual: un país que ha perdido las señales y gira en círculos sin encontrar ayuda. La respuesta de Almodóvar es una película alegre, fresca y desinhibida.
El imperio de los sentidos La vitalidad poética de la primera escena de Post Tenebras Lux provoca una suerte de éxtasis cinéfilo difícil de olvidar. En un extenso campo donde se agrupan vacas, perros y caballos, una niña que apenas puede hablar nombra lo que ve o lo que piensa: vaca, agua, perro, mamá. El formato es cuadrado como el de las películas caseras en 8mm. Los colores son inusualmente vivos. La cámara se mueve a un metro del suelo, a la altura de la pequeña. Poco a poco la oscuridad se apodera del paisaje y no queda más que el sonido de los zuecos, los jadeos y el barro. Entonces la tormenta estalla, los relámpagos rasgan la noche y dibujan el rostro de la niña bajo un resplandor. La inmensidad del cielo, el clamor de los animales y el halo que envuelve la imagen contribuyen a crear un mundo tal como lo experimenta un niño. El clima místico, el encanto fantástico y la fotografía impresionista de esta extraordinaria secuencia invitan a dejarse llevar por el derrotero emocional de los protagonistas. Juan y Natalia, una pareja rica y feliz, deja la ciudad para instalarse en el campo con sus dos hijos. Pero a Reygadas no le interesa una trama narrativa de felicidad familiar. La insatisfacción moderna corroe al héroe. La omnipresencia del bosque tropical, hostil y sublime a la vez, impone un ritmo contemplativo y una música sensorial equivalente a la formidable apertura. En la asombrosa segunda escena, una criatura diabólica e incandescente visita a los habitantes de la casa. Las secuencias se suceden sin cronología, explicación ni metáforas, con idas y vueltas entre pasado, presente y futuro, sin que podamos definir con certeza la disposición de cada segmento en la narración general. Como si viéramos a través de un caleidoscopio, la imagen acentúa la profundidad en el centro del plano y recorta los bordes. Una forma singular y pertinente para una película que alterna episodios perfectamente claros con escenas que asoman de manera difusa sobre los contornos de la narración. Post Tenebras Lux no se ajusta a una coherencia o una lógica determinada. El hiperrealismo cotidiano de las escenas de familia centradas en la pareja y sus dos pequeños hijos conviven con otras que están abiertas a nuestra interpretación: una comida en un futuro posible, una orgía en francés o un partido de rugby en inglés. La película asume la distorsión, lo real tiende a desbordarse en un ensueño abstracto sin perder la tensión dramática y social. Reygadas no le teme al exceso, la luz estalla por todas partes y perfora las inquietantes tinieblas. Post Tenebras Lux es una película exquisita y desmedida que permanece en la memoria mucho tiempo después de la proyección como un relámpago súbito cuya intensidad perdura luego de que la imagen desaparece.
Lazos de sangre Los hermanos Taviani convocan a los fantasmas de Shakespeare en medio de una cárcel de alta seguridad. Los condenados interpretan el papel de su (propia) vida. Un singular grupo de actores amateur representa Julio César: una tragedia alimentada por las pesadillas del dramaturgo británico, paradójicamente cercana a las vidas de los presos. Los directores sostienen un delicado equilibrio entre la ficción teatral, los ensayos y los registros documentales, eludiendo las continuidades narrativas y cronológicas. La historia mítica de la Antigua Roma cruza el presente perpetuo de la cárcel. Las luchas fratricidas y las guerras de clanes se entrelazan en el tiempo y el espacio con la vida real de los actores en prisión. La muerte de Brutus, apenas comenzada la película, es de una verosimilitud conmovedora. Pero el dispositivo se revela una vez que se baja el telón: los actores dejan la escena para volver a sus celdas mientras el público sale bajo la mirada atenta de los vigilantes. La película deriva entonces hacia un blanco y negro contrastado, que funciona más como una pertinente elección estética para representar la abstracción del espacio carcelario que como un subterfugio narrativo para ubicar la acción en el pasado. La puesta en escena integra con destreza el decorado de la prisión como el marco grandioso de la Roma Imperial. Los ensayos encuentran ecos terribles en las vidas caóticas de los actores. Los ladrillos de las paredes están llenos de conspiraciones, los asesinatos se preparan a la sombra de los tristes calabozos, las rejas y los barrotes ocultan las miradas de los testigos. Los hermanos Taviani retoman los mejores momentos de su filmografía. Los condenados de Rebibbia prolongan el grito de Giulio, el preso anarquista de San Miguel tenía un gallo que hace más de cuarenta años reivindicaba el derecho a la palabra en el aislamiento de su celda. Como el pequeño pastor sardo de Padre Padrone, los personajes de César debe morir utilizan el dialecto: la palabra es el lugar de la identidad. Las escenas se actúan para un espectador invisible materializado por la presencia de la cámara o de observadores inesperados. Son momentos en los que la ficción se impone a la realidad, como en la notable secuencia del asesinato de César que los supervisores observan fascinados, demorando el silbato del fin del recreo hasta conocer el desenlace de la historia. La extraña alquimia de este pequeño mundo enfrentado a una realidad múltiple se abrevia en las palabras del preso que interpreta a Casius: “Desde que descubrí el arte, mi celda se convirtió en una prisión”.
Los amores de una rubia Petzold interroga el pasado comunista de Alemania sin caer en los lugares comunes, el academicismo y los golpes bajos habituales en las producciones del Oeste. Lejos de los relatos de sacrificios rutilantes, el cineasta explora los límites invisibles de la política abordando el tema de la separación entre Alemania oriental y occidental con una delicadeza y un pudor poco comunes. El clima de desconfianza generalizada despeja cualquier duda sobre un elogio nostálgico del comunismo, pero la puesta en escena asume su derecho de mostrar aspectos positivos utilizando colores vivos que valorizan los paisajes y los rostros de los personajes. La principal virtud de la película es el notable equilibrio entre las dos fuerzas que la atraviesan: el amor y la política. La acción se desarrolla durante los ochenta en la República Democrática Alemana. Bárbara es una enfermera taciturna que desembarca en una pequeña ciudad y choca rápidamente con la mayoría de los habitantes que sospechan del aura de misterio que rodea su repentina llegada. La protagonista, encarnada por la belleza hierática de Nina Hoss, tiene un amante en el Oeste con el cual está organizando su propio paso hacia la “libertad”. Pero pronto el jefe médico del hospital manifiesta señales de interés por la bella y oscura enfermera, una simpatía que toma otra dimensión a medida que la amabilidad se vuelve sospechosa. La película revela progresivamente lo que Bárbara disimula detrás de su aparente aplicación al trabajo, con una sucesión de escenas, al principio misteriosas, que tornan comprensibles las vacilaciones de la protagonista y su percepción de un mundo mucho más complejo del que declaman los ideólogos. Petzold instala la atmósfera de sospecha que regula las relaciones sociales con un sentido de la economía notable, un uso deliberado de la repetición y una reconstrucción de época a la vez meticulosa y despojada. El clima cotidiano es más inquietante porque el cineasta no borra las bellezas que lo rodean, el encanto bucólico, la gama cálida y otoñal de la naturaleza. La película encuentra su forma justa en la inteligente relación entre el decorado y la trama, entre los personajes y el contexto social, y en la notable capacidad del cineasta para entender la historia contemporánea alemana a través de la dimensión política del espacio. Bárbara marca una ruptura en la filmografía de Petzold. El relato no se desarrolla en el presente y la puesta en escena utiliza por primera vez el plano y contra plano; un cambio pertinente para mostrar lo que pasa entre los personajes desde la mirada de cada uno. La orfebrería del trabajo sonoro envuelve a la película con el clima de paranoia signo de aquellos tiempos. En cada susurro, en cada silencio, en cada interferencia al soplo impasible del viento, parece tronar un peligro. La imagen está parasitada por el sonido y el retrato de mujer sacudido por cortocircuitos incesantes y por la irrupción de intrigas concurrentes. Un motivo trágico se dibuja entre la tentación de la fuga y la responsabilidad moral de la resistencia, entre la escapatoria individual y el nacimiento de un amor. La protagonista se encuentra ante un dilema: elegir entre dos opciones contradictorias que coinciden con el vaivén de sus sentimientos. La respuesta será espléndida, valiente, sincera, emocionante.
Cuando el rumor es más fuerte que la historia, se imprime el rumor Vinterberg invierte el dispositivo de su primera película. Mientras La celebración desarticulaba la mecánica del silencio frente al incesto, La cacería intenta establecer la cartografía creciente del rumor: un ruido molesto que corre y se extiende como una epidemia. De la mentira a la calumnia, de la amistad al ostracismo, el director examina los sobresaltos morales de un pueblo cuando uno de sus habitantes es acusado de tener contactos sexuales con una niña. El mutismo ante el incesto que permitía conservar una fachada armoniosa se convierte en este caso en un rugido gregario que hace estallar los vínculos sociales. Lucas es auxiliar en un jardín de infantes de un pueblo suburbano bordeado por un gran bosque en el que practica la caza en compañía de sus amigos, una banda de alegres bebedores. Entre ellos está Theo, padre de la pequeña Klara que frecuenta el jardín donde trabaja Lucas. El torpe retrato de la condición masculina del protagonista atormentado por contradicciones insolubles entre un trabajo reservado a las mujeres y el más viril de los pasatiempos, se diluye rápidamente en un encadenamiento de secuencias demasiado literales y subrayadas con las que el director plantea su denuncia. Primero vemos a Theo y a su mujer discutiendo delante de la niña, mientras el hijo mayor corre por la casa con una pantalla digital en la que la pequeña ve la imagen de un pene erecto; el mismo día, Klara besa a Lucas en la boca y le ofrece un pequeño corazón de cartulina, a lo que el maestro responde con delicadeza y respeto; por la tarde, la niña le cuenta a la directora que Lucas se exhibió ante ella. La película presenta, sin matices, el naufragio social de un hombre íntegro ante la desconfianza y el desprecio de sus conciudadanos. Vinterberg fuerza al espectador a tomar partido: Lucas es inocente, sin la menor duda; la directora es una vieja detestable y estúpida que toma al pie de la letra el comentario de una niña desconcertada; los padres de los alumnos son verdugos que no obedecen a ningún juez. El retrato de la comunidad es exasperante, los habitantes del pueblo son una caricatura: sordos ante las evidencias y demasiado contentos de haber desalojado el Mal a imagen de las cazas de brujas ancestrales. Una vez que el germen está inyectado, nada puede contenerlo; la niña se retracta, pero los adultos lo toman por vergüenza. Las reacciones, que devienen en una suerte de linchamiento con escenas violentas, son muy poco realistas. Si bien la ausencia de reflexión está en el centro de la propagación de los rumores, la insistencia del director por mostrar sólo la bajeza humana ante la dignidad de su héroe encierra a toda la película en un maniqueísmo fácil.
Tres veces Anne La película se compone de tres historias con leves variaciones en las que la protagonista evoluciona en un paisaje idéntico: un balneario coreano en temporada baja, con sus playas, cabañas y caminos desiertos. En cada segmento, Anne repite las mismas situaciones, invirtiéndolas, haciéndolas rimar o insertándolas en otras. El cineasta cuestiona el estatuto de las imágenes y sus fantasmas, alternando la intuición y la quimera, lo diáfano y lo extraño, las situaciones cómicas y su repetición. Hong Sang-soo hace cine un ligero, lúdico y sutil, que no busca el embellecimiento del plano. Bajo su apariencia simple, En otro país es una película enorme, misteriosa y emocionante. Conducidos por la alegre indolencia de la heroína, otros personajes ponen el cuerpo a los tres movimientos: un director de cine cobarde o paranoico según el capitulo, su esposa embarazada y, sobre todo, el excepcional bañero fluorescente, siempre de rodillas, mojado y contento, frente a las tres Anne que pasan por su camino. La ronda de impulsos amorosos repetidos y frustrados, los juegos de espejos entre los personajes y sus destinos son una caja de resonancia de los vagabundeos sentimentales. Las intenciones de los personajes parecen trasparentes pero los objetos siguen su propio recorrido y generan desconcierto. Botellas, teléfonos, paraguas, una lapicera, la carpa del guardavidas y la atracción del lugar: un pequeño y recóndito faro. En el primer relato, los protagonistas temen lastimarse con unos vidrios de botellas rotas en la orilla del mar; en el tercero, Anne bebe en la playa y dejar caer una botella en ese preciso lugar cerca de la orilla. En el mismo capítulo, la protagonista encuentra un paraguas donde lo había dejado apoyado un personaje de la historia anterior. Un pequeño paraguas sombrilla que le permitirá a la triple heroína escaparse de la película como Paulette Goddard al final de Tiempos modernos. Anne desembarca en un país cuya lengua no conoce y en el que nadie habla la suya. Todo el mundo se expresa en un idioma extranjero: un inglés ligeramente maltratado por distintos acentos que traduce la dificultad de cada uno para formular sus sentimientos. Las equivocaciones lingüísticas, además de ser muy divertidas, muestran el desfasaje entre lo que el personaje dice y lo que hace, dejando entrever un abismo de frustración y duda. Los poemas de amor son ilegibles, faltan palabras. Como los personajes no pueden hablar más que un inglés vacilante, el humor pasa muchas veces por lo que sucede físicamente dentro del encuadre con una expresividad corporal al límite del exceso. El zoom desestabiliza el clasicismo formal. Las historias dentro de la historia, las repeticiones, las escenas en espejo y las identidades múltiples funcionan como una lúcida reflexión en torno a la creación artística. Desde el comienzo sabemos que las aventuras de Anne son inventadas por una joven, pero nunca dejamos de creerlas. Cada vez que la francesa le pregunta al bañero cómo llegar al faro, la escena resulta más divertida. Hong utiliza con maestría los resortes teóricos sin que se debilite el costado emotivo de sus personajes. Isabelle Huppert vuelve a dar prueba de todo su talento. La actriz francesa llega a fundirse completamente en el universo del cineasta. La Huppert es una belleza ineludible que se desliza por la película con un leve erotismo que enloquece a todos los personajes. El deseo está en el aire. La Huppert mira el océano, el encuadre se repite tres veces, la emoción se renueva como con cada película de Hong.
Jazmín López filma con seguridad y talento. Su ópera prima es audaz y experimental, una película de climas en la que resulta difícil resumir la “historia” sin revelar la clave y la resolución. Cinco amigos caminan en un bosque con un andar despreocupado, filmados casi siempre de espaldas. Los jóvenes son, ante todo, cuerpos en el espacio, presencias, proyectos de personajes. Los vínculos entre ellos son igualmente misteriosos, y el ambiente, de una extrañeza inquietante, nos sitúa al borde de lo fantástico. La película por momentos estremece: en el bosque abundan sonidos y variaciones luminosas que provocan una tensión permanente entre lo trivial y lo sobrenatural, entre los impulsos de vida y muerte, entre estar arriba o debajo de la línea de flotación en la escena acuática. Las hojas y las ramas producen sonidos confusos, a veces de manera brusca, como si la realidad se quebrara. Para confirmarlo está el partido de vóley que cita a Blow up de Antonioni, aunque en este caso la pelota invisible esté sutilmente sonorizada. Leones traza una trayectoria en la cual los cinco cuerpos evolucionan. Las perturbaciones enuncian una instancia interior, otro lugar, otra temporalidad desde donde volver a transitar un episodio traumático. La película crea una atmósfera borgeana con frases de poetas suicidas y conversaciones que rozan lo abstracto. La directora instala una amenaza sorda en el bosque, mezcla la cronología temporal, filma largos planos secuencia con lentas circunvalaciones en tiempo real y hace entrar y salir del cuadro a sus personajes con una precisión notable. Jazmín López posee el aplomo de una cineasta experimentada, una mirada infrecuente, una verdadera singularidad.
Tren de sombras Como las anteriores películas de Gomes, Tabú presenta un relato absolutamente imprevisible dividido en dos partes. La primera, que sigue en tiempo presente los últimos días de la vida de Aurora con una bella alusión a la soledad y al paso del tiempo, desemboca en un extraordinario relato en el centro del África colonial, escenario de intrigas, aventuras y amores prohibidos entre Aurora y Gianluca Ventura. Mediante una transición sonora fascinante, el tiempo de la juventud queda impregnado por la vejez y la muerte. Las palabras de los personajes que se fueron con Aurora se perdieron para siempre, sólo quedan los sonidos de la selva y algunos temas musicales cuya carga emocional basta para rememorar el desgarro de la separación de los amantes. Paraíso perdido. Tabú comienza en el cine: un explorador con el corazón roto se deja devorar por un cocodrilo para reunirse con el fantasma de su amada. Quien observa la película es Pilar, una mujer soltera de mediana edad que encuentra en el cine el último refugio a su desamparo. Sus vecinas son Aurora, una anciana fantasiosa, y su mucama malhumorada. Aurora es una suerte de diva venida a menos, perdida en Lisboa entre fantasmas y recuerdos incoherentes de África. El montaje urbano abre un multitud de posibilidades narrativas y las deja en suspenso. Los planos de la ciudad, de una belleza irreal, son la expresión libre de un arte sin complejos, tan lejos de la tarjeta postal como de los lugares comunes del realismo social de mucho cine periférico. Pilar está en el centro de este melodrama moderno en el que todo parece haber fracasado hace mucho tiempo. La mujer se inclina sobre su balcón mientras la ciudad celebra el año nuevo; los golpes metálicos suenan como un eco lejano del cataclismo emocional que curva su silueta. Al igual que el equipo de rodaje de Aquel querido mes de agosto, Pilar espera la epifanía mientras se ocupa de historias secundarias. Paraíso. Tabú se desliza hacia su segunda parte con las raíces sólidamente sujetadas en la primera. Las digresiones de la vieja Aurora, tomadas como señales de demencia senil por sus amigas, son el tejido que constituye una parte de la mitología del relato africano. Por los canales secretos de la memoria circulan de un polo al otro una multitud de motivos, figuras y músicas; pero las dos partes de la película se distinguen claramente tanto en la imagen como en el sonido. Los diálogos se esfuman, la voz apacible del viejo Ventura susurra los fabulosos sucesos del pasado en un África fantasmal llena de artificios y tiempos entrecruzados que jamás perturban la superficie dramática. Los personajes derraman sus lágrimas sobre un lamento Pop que aún está por escribirse, mientras los mozambiqueños cruzan los decorados como espectros residuales de otras épocas del cine. El amor que une a Aurora con Gianluca es el que se dibuja en las nubes. El lirismo Gomes no se puede abordar frontalmente, es necesario buscarlo por sus contornos para alcanzar el corazón. En una escena tan asombrosa como inquietante, los amantes miran a cámara y parecen escuchar lo que se cuenta de ellos en el futuro. Miguel Gomes demuestra que se puede llegar a la memoria del mundo a través del cine. El director encadena los distintos relatos con lo que cuentan sus personajes, con cartas, libros, leyendas y profecías, con viajes en el tiempo y en el espacio, con rupturas de tono y mezcla de géneros. Tabú es una sublime historia de amor imposible que invoca a la poesía, a la literatura y al cine mudo; una película leve y encantada, con un nostálgico Be my baby resonando en la memoria de los amantes bajo la mirada de un cocodrilo melancólico.
El desprecio La película comienza con un largo plano fijo sobre las ramas de un árbol raquítico desde donde se distinguen los cristales de un departamento lujoso mientras se escuchan gritos de cuervos como telón de fondo. Las señales mortíferas asociadas a la representación de la riqueza van a extenderse progresivamente a todos los estratos sociales de la película. Zviaguintsev calibra los encuadres, las luces y los desplazamientos de cámara con destreza, pero su innegable talento formal está puesto al servicio de un relato esquemático cargado de un pesado simbolismo. El director ilustra con cinismo, misantropía y brocha gorda un mundo sin esperanzas poblado por personajes al borde de la caricatura. Elena se despierta en el inmenso departamento silencioso y comienza los preparativos de la mañana con una dedicación mecánica. Ella y su marido duermen en habitaciones separadas y por las noches cada uno se apoltrona delante su televisor. Zviaguintsev nos muestra un mundo de gente deshumanizada. El marido es un empresario desalmado y mal padre que representa a los nuevos ricos de la era post comunismo; entre ellos y los pobres no hay nada, sólo Elena se mueve entre los dos polos exageradamente opuestos. La película multiplica los signos de miseria durante los desplazamientos diarios de la protagonista: trabajadores inmigrantes cruzando la calle, mendigos en el tren o jóvenes sin nada que hacer al pie de sórdidos edificios conglomerados. En uno de estos refugios sobrevive el hijo de su primer matrimonio. Zviaguintsev retrata al grupo de desamparados de un modo aún más grosero: el nieto pasa sus días delante de una consola de videojuegos cuando no sale con su barra de amigos a pegarle a los vagabundos, el padre escupe a la gente desde el balcón y no hace otra cosa que tomar cerveza a la espera de que la plata le caiga del cielo, y completa el cuadro una madre con crisis de autoridad que sólo es buena para hacerse embarazar. El director se coloca en su lugar de demiurgo y desde ahí observa con desprecio a todos los personajes, describiendo a los ricos y a los pobres con la misma crueldad y trazo grueso, recargando las diferencias de clase y su enfrentamiento simbólico tosco. La increíble redundancia del relato está subrayada por la música grave y sentenciosa de Philip Glass que aparece con una regularidad establecida. La puesta en escena virtuosa, con sus planos secuencia elegantes, calculados y ostentosos, no hace más que acentuar la uniformidad y el didactismo que caracteriza a toda la película.
Algunos críticos rechazan de manera automática las películas de Michael Haneke como el paradigma de un cine moralizador que coloca al espectador entre el malestar y la culpa. Los argumentos son claros y pueden aplicarse a algunos fragmentos de sus películas (el club anti Haneke encontrará en Amour la escena de la almohada para reforzar sus diatribas), pero la simplificación revela también cierta pereza para reducir muchos temas en una misma bolsa. El carácter destructor del cine de Haneke sacude en esta película una nueva frontera; el intelectual sarcástico acostumbrado a ofrecer un espejo cruel sobre el mundo contemporáneo nos concede un espacio diferente para que respiremos una emoción inédita en su obra. Con los antecedentes del director, el título de su nueva película podría parecer una ironía. Pero no se trata de humor austríaco, sino de un amor verdadero entre Anne y Georges, una pareja de ancianos que están juntos desde siempre. Un amor que avanza de la mano con la dignidad, la fidelidad y la integridad, resistiendo el paso del tiempo. La habilidad de Haneke consiste en colocar esta necesidad vital más allá de la problemática ética o ideológica vinculada a la muerte. Con su mujer postrada en la cama, Georges le responde tranquila y firmemente a su hija: “No hay nada que hacer, esto va a ir de mal en peor y luego se detendrá”. No hay consuelo ni falsas esperanzas. La muerte vista por Haneke es concreta, material, laica. La película ofrece una mirada documental capaz de capturar la emoción que se desprende de manera natural de las extraordinarias actuaciones de Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant. El director elige los ángulos, los encuadres, las distancias y los tiempos en función de los cuerpos y de las palabras. La dicción de los actores es un deleite, incluso cuando la enfermedad termina por alterar la de Anne. El ocaso de los personajes es también el de los actores filmados en la fragilidad de sus años. La ambigüedad encuentra su punto culminante cuando Georges, arrodillado, debe realizar un inmenso esfuerzo para levantarse. La actuación se funde con el registro evidente de la vejez del protagonista. Sin rechazar sus marcas autorales, Haneke demuestra que no es el cineasta dogmático que a algunos les gusta caricaturizar. El director incorpora elementos desconcertantes que colocan a Amour entre lo más singular de su filmografía: los notables deslizamientos oníricos en la pesadilla de Georges o las dos apariciones de una paloma como una suerte de emanación profana del Espíritu Santo. El estilo seco y frio de Haneke encuentra su complemento ideal en los detalles, a veces insignificantes, que alimentan la relación de sus dos personajes. Pequeños gestos cotidianos, como la dulzura de un reproche o el placer compartido de una conversación, filmados en planos-secuencia fijos con la cámara instalada en un rincón del departamento. El amor revela su esencia, invisible, en el reverso mudo de las miradas.