Coca Light La idea inicial de la película es una copia de la franquicia Toy Story aplicada a los videojuegos: los personajes virtuales siguen viviendo en su propio mundo una vez que los jugadores se han ido. Pero Ralph el demoledor no posee el contracampo humano, que es algo esencial de su modelo. Todo aquello que resultaba fabuloso y divertido en el original queda reducido a un imaginario bastante pobre y a un sentimentalismo forzado. La parte central de la intriga se desarrolla (o más bien se estanca) en el juego Sugar Rush: un mundo edulcorado en exceso que intenta disimular, bajo la profusión de tonos chirriantes, una pobreza visual y narrativa asombrosa. En lugar de construir un universo, el director amontona personajes conocidos y, sobre todo, una cantidad de marcas de productos pocas veces vista en la pantalla. El gran presupuesto y la maestría de los efectos especiales digitales no llegan nunca a compensar el déficit de una escritura rutinaria que se obstina en empantanarse sobre un único decorado. La pareja de personajes centrales (el gigante del título y una pequeñita marginada del juego, que recuerdan físicamente al dúo de Monsters Inc.) emprenden la búsqueda de la medalla de “héroe” mediante una sucesión de escenas repetitivas en un océano de fealdad interminable. El grandote deprimido por su condición de eterno villano deberá redimirse salvando a la niñita traviesa, entre guiños nostálgicos destinados a garantizar la adhesión de los consumidores de videojuegos de antaño y la peor sensiblería marca Disney. Un himno a la familia y al consumo, políticamente correcto y terriblemente aburrido.
Liebe La nueva película de Aleksandr Sokurov es una experiencia sensorial formidable y una singularidad dentro de su filmografía. El cineasta ruso crea nuevas ópticas, trabaja los matices de color y las tonalidades musicales profundizando la intensidad y la complejidad de las cuestiones que plantea: el amor por la figura atormentada del protagonista, el centelleo amarillento que emana de la joven Margarete, los verdes y ocres del paisaje, la blancura de las sábanas de las lavanderas, la negrura de la sombra de una diligencia rusa que marcha hacia París. Fausto integra una tetralogía sobre el mal, pero mientras las tres primeras películas (Moloch, Taurus y El Sol) se concentran en figuras históricas, esta última escapa de la encarnación terrestre para retratar a una humanidad maldita. Sokurov abandona la historia por el mito: el simbolismo de los títulos anteriores deja lugar únicamente al nombre del personaje, que representa el paroxismo del hombre insatisfecho en busca de la esencia de la vida. Antes que una adaptación, el Fausto de Sokurov es una traducción de la obra de Goethe en la que las manifestaciones divinas se convierten en extraños experimentos científicos. El texto le proporciona la ocasión de confrontar de manera directa los elementos que se cruzaban en sus otras películas: cuerpo y alma, depravación e inocencia, que se alternan hasta confundirse. El plano de apertura evoca al cuento: un papel (el famoso pacto) flota en las nubes y termina por fundirse en una pequeña ciudad. El vertiginoso travelling aéreo libera a Fausto de la gravedad terrestre y anticipa la larga deambulación del científico con el demonio. Sokurov despliega una vivacidad estética asombrosa, cada plano reinventa al precedente explotando al máximo el extraño formato de pantalla cuadrado: una ventanilla hacia un mundo paralelo en el que las imágenes y los colores se distorsionan para expresar mejor las obsesiones del personaje central. El trabajo cromático atenúa los contrastes para evocar un mundo descripto y soñado tanto por la pintura como por la Historia. Pero el cineasta se emancipa de la naturaleza muerta para oscilar hacia el fresco, alcanzando un sentido extraordinario de la variación y el movimiento. Una espléndida escena de jugueteo en el bosque mezcla las dos criaturas, Fausto y Margarete, objeto fatal de su deseo, por un lado, y el demonio y la madre de la joven por el otro, en una secuencia donde trayectorias y diálogos se colisionan. El aspecto metafísico de la obra se despliega con la deformación de la imagen en los momentos en que se prueba la presencia de lo divino o de lo demoníaco. Sokurov nos sumerge en una narración cautivante que aspira al científico en un movimiento perpetuo, circular y descendente. La música acompaña la ronda del mal con motivos sutiles que se repiten. Sin renunciar a su tendencia elegiaca, Sokurov imprime un tono burlón e irónico a este relato con el personaje de Mefistófeles, una encarnación del mal en estado de fragilidad e incertidumbre, lejos de las representaciones simplistas actuales de la seducción maléfica. La película genera una serie de imágenes cada vez más sorprendentes que encuentran su cumbre en el rostro redondo e irradiante de Margarete que deforma los rayos de luz y se confunde con un icono ortodoxo. Ese rostro es la encarnación de la gracia y el amor que ilumina literalmente el resto de la película, desde el fondo de las tabernas hasta la cumbre de las montañas, con colores reinventados y materias inéditas, entre los rumores de la naturaleza y las emociones humanas.
Con un par de días era suficiente París, Nueva York, Tokio y ahora La Habana. Las películas en episodios sobre ciudades son un fracaso artístico y comercial pero están de moda. 7 días en La Habana comienza de la peor manera: los tres primeros cortos mezclan lo exótico con un leve paternalismo. Los protagonistas son tres simpáticos occidentales que desean ayudar a tres humildes cubanos, pobres pero llenos de talento. Benicio Del Toro sigue los pasos de un joven actor norteamericano que se deja seducir por una chica sospechosamente alta y robusta: un chiste anacrónico. Trapero filma a Emir Kusturica haciendo de sí mismo en una mezcla de documental y ficción poco original. Kusturica arranca con una borrachera que pretende ser homérica y termina tocando jazz con su chofer particular. Eso sí, la música es muy buena. En el peor de los tres sketch, un productor europeo intenta curar las penas de amor de una bonita cantante local: el corto de Medem no tiene otro mérito que la brevedad. Los segmentos de Juan Carlos Tabío y Laurent Cantet son sainetes costumbristas. Tabío sigue la línea de sus anteriores películas y añade una suerte de denuncia blanda (presente también en otros cortos a través del deterioro de los servicios públicos o de la discriminación a los travestis) que amontona en pocos minutos a balseros y profesionales de prestigio que no pueden evitar la pobreza. Los personajes de Cantet tropiezan con la misma escasez de medios para construir un altar a la virgen María y la resuelven usando la pintura amarilla de un barco o robando los ladrillos de una obra. La astucia y la solidaridad de los cubanos en viñetas tediosas y sobreactuadas. En el otro extremo, el corto de Elia Suleiman es una pequeña obra maestra. El mismo cineasta está de visita en la isla esperando una cita con Fidel Castro concertada por la embajada palestina. Pero como el comandante está dando uno de sus interminables discursos, E. S. tiene tiempo para deambular por las calles, el malecón y las playas de La Habana y perderse en los pasillos del Hotel Nacional. La puesta en escena es magistral y las soluciones formales son admirables. El rigor en la construcción del encuadre permite que en los recovecos de cada plano se intuyan pequeños dramas, minúsculas comedias que resumen el retrato de una ciudad vista a través de los ojos de un Monsieur Hulot contemporáneo. Dejamos para el final una agradable sorpresa. Gaspar Noé confirma su maestría para los cortos (Carne sigue siendo lo mejor de su filmografía). Al igual que Elia Suleiman, Noé ofrece una mirada personal y cinematográfica de La Habana, que es justamente lo que le falta a los otros episodios. El director condensa sus obsesiones en una ceremonia de santería para exorcizar a una adolescente. Sexo y violencia, misterio y sensualidad. Quince minutos concisos en torno a una escena de danza hipnótica. Noé prescinde de los diálogos (y de sus golpes bajos característicos) en pos de una eficacia narrativa y un imaginario visual sorprendentes.
Como sucede a menudo dentro de la programación del Festival Internacional de Cine y Video de Derechos Humanos, la singular historia de vida que cuenta El Círculo es más importante que la película misma. Henry Eagle es un ex líder Tupamaro que permaneció trece años preso como rehén de la dictadura militar uruguaya. Como consecuencia del terrible aislamiento al que fue sometido en los distintos centros clandestinos de detención, su salud mental sufrió un importante deterioro. El relato, que hasta aquí es similar al de gran parte de sus compañeros de lucha, deviene extraordinario cuando el propio Eagle cuenta que en determinado momento pudo tomar conciencia de su locura y, mediante un procedimiento que consistía en concentrar su mirada en un círculo en la pared, logró poner su mente en blanco y detener a las voces interiores que lo torturaban. Lo más sorprendente es que a raíz de aquella experiencia límite, Henry Eagle es hoy un neurólogo de renombre que vive en Suecia y estuvo postulado al premio novel por sus descubrimientos acerca de posibles curas para el Alzheimer. De todas maneras, los directores no profundizan este aspecto y concentran su mirada en los años de encierro mediante el testimonio del propio Eagle y varios de sus compañeros. En este punto la película se resiente y se torna fatigosa, debido a la reiteración de un recurso de puesta en escena convencional que coloca a los protagonistas frente a cámara para que relaten su experiencia y luego intercala escenas cotidianas de cada narrador o imágenes del retorno a alguno de los lugares de detención. La película respira, sin embargo, cuando aparece algún testimonio inusual, como el del carcelero que se emociona al recordar que hizo la vista gorda frente al rigor de las órdenes de sus superiores y ayudó a la recuperación de Henry Eagle.
El tiempo del amor y de la aventura La nueva película de Wes Anderson monta su trama elegíaca sobre un tiempo de utopías infantiles. Una edad de escapes y pactos terribles, de primeros besos y primeras heridas. Un reino bajo la luna es una historia de amor entre dos chicos solitarios que se dan a la fuga a través de mares, bosques y acantilados con Françoise Hardy como madrina y con una tropa de scouts, los servicios sociales y todas las neurosis del mundo adulto a sus espaldas. Conducida por el ritmo de la joven pareja fugitiva, la película palpita en una búsqueda amorosa, en un gesto liberador y fantasmal, en una aventura a toda costa. Sam es un boy scout huérfano odiado por sus compañeros que acampa en la isla donde vive Suzy, una joven bella de rostro serio que no se siente a gusto con sus padres y sus hermanos pequeños (la típica familia disfuncional de genios apáticos del cine de Anderson, con dos abogados a la cabeza). La secuencia de apertura despliega todos los recursos formales de un director autoconsciente habituado a construir ficciones cerradas como casas de muñecas. La descripción metódica y exhaustiva de la casa donde vive Susy comienza con un plano fijo bien organizado y sigue con una sucesión de travellings que presentan cada espacio de manera frontal repitiendo el mismo procedimiento. El campamento scout, en el que las carpas son una suerte de casas en miniatura, se muestra de manera similar: un largo travelling acompaña al jefe en su recorrida mientras descubrimos a los scouts ocupados cada uno en su actividad. El pequeño Sam tiene una afición por el orden, el inventario y la cartografía. La película está controlada por un deseo similar de puesta en orden con sentido estético. Como sus personajes, Wes Anderson construye un mundo acorde a sus deseos, un mundo ideal y alternativo. En el primer campamento de los enamorados, en una isla desierta sacada de las novelas de aventuras, Sam le pide a Susy hacer un inventario de sus pertenencias. El cineasta rescata la dignidad de las pequeñas cosas: las cajas de alimento para gatos, un peine, una pipa, un simple de Françoise Hardy. Así se mezclan, íntima y delicadamente, la función cómica y el significado metafísico. Cada gesto y cada motivo poseen una infinita sofisticación: el uniforme de Sam se cubre de pequeñas insignias con significado propio. Las listas, los mapas, los enormes anteojos de él y los prismáticos de ella, todo tiende a considerar al universo de manera analítica antes que sintética, más como una suma de elementos que como un conjunto. Pero los personajes de Un reino bajo la luna están poseídos por pasiones y ansias de aventuras que trascienden el rigor obsesivo de la puesta en escena. El cineasta consigue una película extremadamente formal e inmediatamente placentera en la que buena parte del placer proviene de la fuerza seductora de los colores y de la geometría. Los chicos, al igual que el director, cultivan el gusto por el detalle, pueden detenerse a juntar piedritas para su colección y organizar pieza a pieza un mundo particular en el bosque o en su habitación. La fuga es también un escape libertario y transgresivo. La cámara observa el cuerpo semidesnudo de la bella Susy con un descaro evidente, Sam perfora las orejas de su amada con unos anzuelos en forma de pendientes que hacen fluir un hilo de sangre por su cuello en una hermosa metáfora de la pérdida de la virginidad. La aventura no es inocente. La desaparición de los chicos del campamento y de la casa familiar reabre viejas heridas existenciales en padres y profesores. Una temible cerrazón impregna la película y se personifica en los retratos del desencanto adulto. Una tormenta descomunal se avecina. Una sombra recubre la intriga infantil en la noche azul y plateada del huracán. Un rayo puede abatirse sobre un niño pero nada detendrá el destino romántico de los pequeños amantes. Para ellos sigue sonando la canción: aún es el tiempo de los amigos, el tiempo del amor y de la aventura.
Despejemos los prejuicios: Cornelia frente al espejo no es una película solemne, tampoco es teatro filmado ni adaptación literaria. Se trata, en cambio, de una apuesta arriesgada, sugerente e intensamente poética que escapa a las convenciones de manera radical. El procedimiento es atípico: los diálogos respetan literalmente el cuento de Silvina Ocampo que la película toma como fuente. Rosenfeld es fiel al texto, deja claro el origen pero no se somete, asume la literatura sin resignar la potencia cinematográfica. Cornelia frente al espejo es una de las películas más sorprendentes del cine argentino de este año que quedó disimulada por la acumulación de estrenos de las últimas semanas y es imprescindible rescatar. Cornelia, joven y hermosa, regresa a la vieja mansión familiar para suicidarse. Cuando inicia un diálogo frente al espejo aparece otro rostro que la interrumpe. Luego, el espejo devuelve la imagen de Cornelia resquebrajada por un golpe que le ha abierto una herida en la mano. Más tarde, surgen otros personajes que desvían su atención: una niña (o una enana adivina), un ladrón que usa antifaz y está obsesionado con una caja fuerte marca Borges, un amante que dice haberle dado un beso en otro tiempo y que viene a salvarla con un revólver de juguete. La falta de certezas sobre lo real es inquietante. Acaso Cornelia ya cumplió su objetivo y lo que vemos son espectros, también está la posibilidad de que la acción transcurra en el espejo, o tal vez todo sea un sueño. La atmósfera enrarecida de la vieja casona, plagada de objetos y recuerdos, contribuye a crear un clima ambiguo y ambivalente. La protagonista, que trabajó en la adaptación del guión junto con el director, es toda una revelación. Eugenia Campizzano demuestra un profundo conocimiento de la obra hasta en los mínimos detalles. Su interpretación, sus movimientos, sus inflexiones, consiguen que el texto suene natural y fresco. La actriz utiliza siempre la entonación justa y el acento adecuado para encarnar a Cornelia de manera notable, con sus dudas y su melancolía. Cornelia frente al espejo es una película atrapante gracias a su extraordinaria protagonista, pero también por el rigor de la puesta en escena, la variedad de recursos narrativos que incluyen fotos y dibujos, los cambios de clima, las ironías, y la ligereza de los contrapuntos. En un hermoso plano secuencia final, Cornelia desaparece en el bosque, se esfuma, despega hacia un mundo más amplio, pleno de lirismo cinematográfico.
Uno de los méritos de Infancia clandestina es el punto de vista que elige el director para contar la historia. La película asume la mirada de un chico de doce años, hijo de militantes montoneros que regresan del exilio para la contraofensiva de 1979. Ávila se concentra en el paso de la niñez a la adolescencia: el primer amor, el despertar sexual, la rebeldía contra los padres; y deja la cuestión política como telón de fondo. El pequeño protagonista acepta las razones de los adultos y adopta una identidad falsa para poder convivir con los otros chicos. Juan se transforma en Ernesto, va a la escuela y se enamora de una compañerita, pero las constantes mudanzas impiden su evolución natural. El chico no comprende del todo por qué es tan importante que sean una suerte de parias revolucionarios. En un primer momento, Juan/Ernesto vive la situación casi como un juego, fascinado por las armas, la aventura y los escondites en el garaje. Pero rápidamente se ve superado por una realidad concreta y violenta, por el miedo que le provoca no saber lo que va a suceder al día siguiente. Infancia clandestina tiene una clara vocación popular, posee un ritmo constante y una emoción creciente que compensan el costado previsible del relato. El director utiliza una gran variedad de recursos formales y narrativos aunque nunca se aleja demasiado del modelo clásico. La minuciosa reconstrucción de época y la sobria dirección de arte nos sumergen en el tiempo, en la atmósfera y en el contexto político de forma natural, sin cargar las tintas. La atmósfera incluye la forma en que se relacionan los personajes: la historia de amor entre los dos compañeros de colegio que vuelven abrazados en el colectivo ante la mirada burlona de los otros chicos, y sobre todo la complicidad del pequeño con su Tío Beto. Ernesto Alterio encarna a un personaje entrañable que con cada una de sus intervenciones es capaz de contagiar alegría en un contexto sombrío. La escena en la que le explica a su sobrino cómo manejarse con las chicas utilizando una caja de maní con chocolate rescata una manera de relacionarse entre padres e hijos que hoy parece perdida. Desde las primeras imágenes, el director se propone desdramatizar los momentos de mayor violencia física y psicológica mediante complejas escenas de animación cargadas de simbolismo para representar los horrores que vive su pequeño héroe. Por otro lado, la discusión entre la madre y la abuela corrobora de manera elocuente que Infancia clandestina es una película sincera y frontal. Ávila está emocionalmente involucrado con lo que cuenta. El director filma a los personajes con mucho cariño, poniendo especial atención en el crecimiento del protagonista, y logra que una historia inevitablemente trágica posea al mismo tiempo una ternura maravillosa.
El mundo es un escenario Las luces de neón de los títulos anuncian que Tournée es una película deslumbrante: el encuentro singular y fértil entre un autor francés que sacude todos los cánones y unos cuerpos americanos fuera de toda norma. Un ex productor de televisión vuelve de Estados Unidos con una troupe de chicas extravagantes, de encantos copiosos y vitalidad explosiva, que forman parte del New Burlesque: un espectáculo concebido por mujeres y destinado a mujeres, una toma de poder sobre el propio cuerpo liberado de preceptos sociales como la delgadez, la suavidad y la gracia. Los hombres no están prohibidos debajo ni sobre el escenario, pero su mirada no es fundamental. Estas mujeres, que expresan su personalidad sin inhibición, poseen una picardía y un sentido del humor devastadores que hacen de cada gira una fiesta permanente, incluso en los momentos de desencanto. La cámara las sigue por los pasillos, sobre el escenario, en los trenes y en los hoteles que marcan su curso, siguiendo los pasos de Joachim Zand, el productor impar, entre patético y sublime, personificado por el propio Amalric. Zand es un personaje acorralado, embarcado en una constante fuga, que improvisa su vida con la melancolía de los soñadores. Una de las grandes obsesiones que caracteriza a este dispendioso organizador de placeres consiste en hacer apagar la música funcional de los hoteles. Es un aventurero seductor, pero también un mentiroso y tal vez un estafador que cuando siente que la situación se le va de las manos, desafía a las chicas con un discurso que se desliza entre algún truco obvio y la sinceridad más frontal, y aprovecha cualquier distracción para escabullirse. Pronto comprendemos que la reconquista de su tierra natal será tan problemática como las oscuras razones oscuras que le hicieron abandonarla. Carrusel encantado. Tournée se eleva en el aire con una ligereza inaudita, siguiendo sus múltiples líneas narrativas y nudos temáticos sin perder profundidad. Las performances ejecutadas en tiempo real ante un público espontáneo otorgan a la realización una urgencia estimulante. Amalric describe el desfile de carnes abigarradas entre rayos de luz humeantes con una agudeza documental, utilizando para la ficción a los artistas en su propio rol y poniendo atención a cada detalle. La película encuentra su tono singular y su emotiva sustancia en la energía unida a la ternura, en el juego recurrente entre lo claro y lo difuso, entre el primer plano y el fondo, que transforma luces y colores en una suave magia intermitente.
Mientras duermes se presenta como un thriller psicológico con referencias evidentes a Hitchcock y a Polanski, una película de suspenso doméstico que se desarrolla dentro de las paredes de un edificio céntrico y cuyo protagonista es un portero perverso que sólo es feliz causando la desdicha de sus semejantes. El director intenta construir una representación de la angustia con sketchs que pretenden ser macabros, pero no va más allá del telefilm. La película recopila una galería de sainetes costumbristas que incluyen a la vieja solterona con sus perros, a la familia numerosa, a la señora de la limpieza con su hijo y al argentino infame. La primitiva puesta en escena no aprovecha la dimensión vertical del edificio ni el espacio de los pasillos entre los departamentos. Balagueró tampoco parece capaz de sondar toda la malevolencia del personaje principal que termina provocando una tediosa indiferencia. César procura descomponer la existencia de cada uno los propietarios. La intriga tarda en establecerse en torno al departamento de la bonita Clara, cuya vida se muestra como un compendio de clips publicitarios de algún yogurt o de ropa interior femenina. La bella joven nunca se deja abatir, pero el obsesivo portero no se da por vencido y se introduce en el departamento, la espera debajo de su cama, la dopa sin que se de cuenta y pasa la noche junto a ella. Las escenas se repiten de manera esquemática y previsible hasta que una noche, en la cumbre de lo inverosímil, el solitario César redobla la apuesta y duerme entre Clara y su novio. A partir de ese momento todo resulta decididamente falso, forzado y torpe: desde la tibia actuación policial hasta las vueltas de tuerca de un final rebuscado, pasando por la trunca relación con la madre internada en una clínica. En lugar de someterse a Mientras duermes, recomiendo volver a ver Harry, un amigo que te quiere bien, el clásico inagotable de Dominik Moll que, sobre un tema similar, construye una espiral creciente se suspenso, terror y locura que está en las antípodas de este baño de maldad ramplón y anodino.
La condición humana Bruno Dumont tiene un estilo propio, un camino personal con rasgos que prevalecen en toda su filmografía. Una de sus marcas autorales es, desde siempre, el vínculo con sus paisajes. Fuera de Satán presenta la côte d’Opale en un scope suntuoso para magnificar su belleza horizontal, con un cielo inmenso de amenazas acumuladas en colores metálicos, de tormentas latentes que nunca estallan. Es una película de sensaciones a partir de los paisajes, de las presencias físicas y de los ruidos. Una película sin música, con silencios inquietantes, expresiones depuradas y un sonido monoaural crudo y sucio que resuena luego del final. Fuera de Satán plantea un cruce entre el cuestionamiento formal y el discurso mítico fiel a la loca ambición de su singular director. En un pueblo perdido entre el campo y el mar del Norte, hay un rastro humano inmemorial que busca sus impresiones en la tierra, un misterio que sólo puede habitar en esos confines. El personaje principal es un curandero insondable, ermitaño y vagabundo que, al igual que el cineasta, le dedica una adoración mística al ambiente, a la luz, a la silueta de los médanos y a los horizontes grises. La naturaleza no tiene moral. El protagonista le rinde un culto silencioso al sol y al viento. Un viento perpetuo, dantesco, omnipresente. Una naturaleza infinita. El hombre (así se lo llama en los créditos finales) ama intensamente a su única amiga, una chica triste, contenida e incompleta con la que forman una suerte de secta de dos que practica una castidad desconcertante a la luz de la violencia explícita, casi salvaje, de sus actos (otra característica del director). La simplicidad de la historia, el ascetismo estético y la conmovedora economía de la puesta en escena, hacen que Fuera de Satán sea la obra más directa, fluida y bella del cineasta. Dumont potencia los contrastes –entre el estruendo y el silencio, entre el primer plano y el plano general, entre la imagen y el fuera de campo– y genera una experiencia sensorial trascendente que nos deja con los ojos abiertos como el perro que recorre toda la película cambiando de amo. Una versión de este texto fue publicada en Cinemarama el 15/04/2012