La angustia corroe al artillero. Recluido en el interior de un tanque israelí, Samuel Maoz intenta crear la sensación de encierro que obligue al espectador a ponerse en la piel del soldado y compartir su malestar. Desde que Líbano ganó la Mostra de Venecia en 2009, la gran mayoría de las críticas repiten que la película aborda un tema sensible, sin demagogia y con una rigurosa puesta en escena. En realidad, el director banaliza la violencia buscando equivalentes audiovisuales a los choques experimentados en la guerra y, por momentos, parece observar el conflicto a través de un catalejo. La cámara se desliza a lo largo de las paredes de acero auscultando la superficie húmeda y amarillenta del interior del tanque. Pronto comprendemos que la traumática intimidad de los protagonistas está signada por la promiscuidad, el miedo y la incomprensión. El exterior se muestra siempre a través de la mirada del artillero por el visor del cañón. El objetivo visible en la imagen y el ruido del visor que se desplaza subrayan lo evidente. Colocar al espectador en la piel del asesino es una idea tan vieja como los videojuegos. La luz verdosa de la mirilla oscila entre la estética de Matrix y la de un Jean-Pierre Jeunet poco inspirado. Percibimos el conflicto bélico mediante choques visuales o auditivos que hacen irrupción sin preaviso. La cámara tiembla ante los embates que sufre el tanque. Las explosiones, gritos y sirenas surgen súbitamente y a máximo volumen para hacernos sobresaltar como en una película de terror berreta. Las imágenes que vemos, junto al artillero, son deliberadamente apocalípticas: un burro eviscerado, un soldado que vomita, casas destruidas y civiles mutilados. La vistosa puesta en escena incluye, además de efectos visuales pasados de moda, travelings aparatosos, la visión de una bala en cámara lenta y el primerísimo primer plano de un ojo del artillero antes de disparar. De la abyección. En un pequeño pueblo, varios hombres armados atacan a una familia libanesa. La joven madre sobreviviente de la masacre huye de su casa llorando desconsolada y errando por las calles en llamas. Su vestido repentinamente se prende fuego y un soldado se lo arranca. Entonces, durante interminables segundos, la cámara acompaña los movimientos desesperados de la mujer que se esfuerza por ocultar su desnudez. Jacques Rivette, en su crítica de la película Kapo de Gillo Pontecorvo, fustigaba al director por hacer un traveling destinado a encuadrar el cuerpo de una joven judía que acaba de morir sobre el cerco electrificado de un campo de concentración. La misma abyección del movimiento de cámara que sigue a la víctima desnuda de Líbano como un voyeur con mala leche manipulando los sentimientos del espectador.
La nueva comedia italiana. Comencemos diciendo que Gianni Di Gregorio es el director y guionista de una comedia cuyo personaje principal se llama Gianni y está interpretado por el mismísimo Di Gregorio. Agreguemos que se trata de una película ligera, inteligente y divertida, que está filmada en su propio departamento del Trastevere y cuenta con un ingrediente autobiográfico que funciona como eje del relato. A esta altura, la comparación con el cine de Nanni Moretti de los años noventa se cae de madura. Sin embargo, Un feriado particular posee una filiación aún más fuerte con la mejor comedia a la italiana de los años sesenta, porque reflexiona sobre una cuestión social vigente, evitando los discursos y con una mirada lúcida y benévola. Para completar la doble descendencia sólo falta mencionar que la acción transcurre durante Ferragosto, con las calles de Roma desiertas, al igual que en Il sorpasso y Caro Diario. Pero la película de Gianni Di Gregorio no se limita a la copia estéril de aquellas obras maestras. Un feriado particular toma el tradicional humor corrosivo de la comedia a la italiana y lo sumerge en un baño documental decisivo y congruente con la modernidad de su puesta en escena. La anécdota es simple y original. Gianni es un hombre maduro que vive agobiado por sus deudas y por una madre posesiva. Gianni cocina, limpia, hace las compras y cada noche le lee un pasaje de Los tres mosqueteros para que se duerma. Como ambos viven en un departamento que tiene una abultada deuda de expensas, un buen día el administrador le propone a Gianni una importante reducción a cambio de que se ocupe de su madre y de su tía por un par de días, durante el feriado del 15 de agosto. Gianni no tiene más remedio, acepta a las dos ancianas, a las que luego se les sumará la madre de un médico amigo para completar el elenco. Ninguna de las cuatro señoras es actriz profesional, pero todas ellas se muestran extraordinariamente dotadas para hacer este tipo de cine. Su contribución es determinante en términos de espontaneidad, sencillez y verdad. Una verdad profunda que desborda la puesta en escena y evidencia la activa participación que tuvieron las actrices en la gestación de la película. El director organiza las tensiones y los desenredos. Las viejitas se encierran cada una en su cuarto para hacerse rogar, se disputan la tele y aprovechan la ocasión para ignorar su régimen alimenticio. El espacio se divide en rigurosos compartimientos y Gianni despliega toda su energía para que los distintos feudos se comuniquen. Las cuatro abuelas discuten como niñas, se escapan de casa como adolescentes y seducen como jóvenes mujeres. En torno a la mesa, alrededor de un fabuloso plato de pastas cuya receta es objeto de acaloradas polémicas, se tejen vínculos indefectibles. Las comidas, que suelen ser momentos ideales para la convivencia, son en cambio la ocasión para las bajezas más inocentes y las maldades más tiernas. Una se niega a comer con las demás, otra aprovecha para abandonar la dieta con un enorme plato de macarrones con queso. En medio de caprichos, chillidos y otras chocheras, Gianni pondrá sus nervios a prueba e intentará realizar dignamente su labor de anfitrión. La puesta en escena reposa en un juego sutil con la distancia y la proximidad. Las charlas entre las veteranas que evocan su pasado se escuchan muchas veces fuera de campo, desde la habitación de Gianni. La realidad de su desamparo es observada con cierta distancia y de manera fragmentada, o a través de pequeñas mentiras que dicen mucho más que largos discursos. Pero la cámara también explora en primer plano las pieles viejas y sus miradas falsamente ingenuas. Un plano ejemplar nos muestra a la madre de Gianni maquillándose antes de salir al encuentro de sus huéspedes indeseables. Es un largo primer plano sobre la piel que se transforma de a poco y nos invita a ir más allá de esa superficie arrugada. La madre de Gianni se maquilla para entrar en escena, se prepara para actuar. No sólo porque es una vieja preocupada por disimular su edad, sino porque además tiene que representar un papel, seducir y atraer todas las miradas. Un feriado particular es también un documental sobre estas cuatro actrices deseosas de reconocimiento. Una película profundamente italiana, reflejo de una sociedad matriarcal en cuya base se encuentra el amor filial. Gianni, el doctor, el administrador, todos trajeron a sus madres a vivir de vuelta con ellos y por eso nadie cuestiona que las abandonen un par de días. Pero la película tampoco se limita a sus resonancias locales y contemporáneas. Podemos apostar a que mantendrá su frescura y actualidad dentro de muchos años porque, como las grandes comedias a la italiana, Un feriado particular trasluce su esencia humana, universal y fuera de tiempo.
El cine popular no existe. Todos los comentarios previos al estreno de Fase 7 anunciaban la llegada de una película argentina de género. Cine popular. ¡Por fin! Lo que la gente quiere ver. Sin embargo, la película comienza con una maravillosa escena heredera del corazón del Nuevo Cine Argentino y protagonizada por su actor fetiche, Daniel Hendler. Lo primero que vemos es una pareja enroscada en una discusión absurda, ligera y muy divertida, mientras empujan el changuito en el supermercado. Bien podría ser alguna de las parejas de Sábado de Juan Villegas, construyendo otra espléndida sucesión de gags diez años más tarde. Sus discusiones triviales sobre las compras, sin prestar atención a la gente que pasa corriendo de manera extravagante entre las góndolas, poseen el tono característico de comedia con sordina del Nuevo Cine Argentino. Este registro prevalece como núcleo de una primera media hora extraordinaria, que lamentablemente se diluye a medida que se hacen presentes la acción, el suspenso y la ciencia ficción. Los protagonistas regresan a su departamento cargando las bolsas con las compras y siguen absortos en sus deliciosas discusiones. La trama de ciencia ficción comienza cuando encienden el televisor, demostrando de manera oblicua que el género es ajeno a la película. El componente fantástico tiene un punto de partida realista, local y específico que remite a aquel invento mediático de la gripe A, el gran negocio farmacéutico apuntalado por los medios de comunicación que generó una paranoia colectiva y devino en una epidemia de ignorancia, miedo y desconfianza. Y eso es precisamente lo que ocurre en el edificio en cuarentena, en el que transcurre casi toda la película, habitado por dieciséis personas y una doméstica, según le informa un vecino al equipo de emergencias. Esta frase es el mejor ejemplo del humor ácido de la primera parte de la película, que luego se hará difuso y quedará relegado a las escenas que se suceden dentro del departamento. El género es como el virus: a medida que avanza, la película se debilita. Fase 7 tiene un comienzo brillante que se agota cuando el humor absurdo queda eclipsado por el confuso devenir heroico del protagonista, el subrayado musical y las escenas de acción demasiado estiradas. Sobre el final, la película sólo se sostiene con la sorprendente actuación de Hendler, que cambia de tono de manera abrupta y convincente entre las discusiones de alcoba y la guerra que se desata puertas afuera. Decía al comienzo que algunos presentaban a Fase 7 como una convocante película de género. Luego de haberla visto y disfrutado con sus altibajos, vislumbro que la película se estrena con una cantidad de copias excesiva, que guarda relación con la idea errónea de que hay un gran público consumidor de cine popular. El cine popular como se lo entendía en la época de gloria de los estudios dejó de existir con la muerte del cine clásico. A pesar de toda la promoción que le puedan hacer, Fase 7 no deja de ser una película de festival.
Tiene Gatorei. En la crítica de Conocerás al hombre de tus sueños, Laura expone la poca tolerancia que tenemos cuando nos enfrentamos a las nuevas películas de un autor de prestigio y sugiere que a Woody Allen se le exige que realice poco menos que una obra maestra por año. Del mismo modo podríamos afirmar que algunos medios, como La Nación, las califican como muy buena únicamente por llevar su firma. Pero no es mi intención reavivar aquella polémica sino blanquear mis expectativas ante el estreno de 127 horas. La verdad es que no esperaba gran cosa de Danny Boyle después de la desesperante ¿Quieres ser millonario?. Y eso fue lo que encontré: casi nada. Una historia tan heroica como inerte y moralizante, filmada a la manera de un tortuoso clip turístico. Aunque es justo señalar que, al menos en esta ocasión, el vacío de ideas está despojado del cinismo y la demagogia de su película anterior. Los primeros minutos generan un pequeño desconcierto. Uno no sabe si está viendo la publicidad de un desodorante, un clip promocional de deportes extremos o si ya comenzó la película. Aunque no sólo de desodorantes vive el hombre, más adelante veremos que el publicista no hace diferencia entre chicles, gaseosas o cremas de enjuague. Resumamos: un joven aventurero sale de excursión, cae en una grieta, una piedra aplasta su mano y permanece atrapado ciento veintisiete horas. La impaciencia del pobre infeliz por filmarse todo el tiempo con su videocámara, incluso en las circunstancias más sórdidas, podría dar lugar a una pesadilla de Poe, con cámara subjetiva y un formalismo radical. Pero el realizador desperdicia la intensidad psíquica de la experiencia, parcialmente fantasmal y alucinadora, amontonando flashbacks (recuerdos Kodak) y mini clips que conforman un manual de prevención sobre los riesgos de hacer trekking. Boyle acumula artilugios, gore y éxtasis para no dejar lugar al vacío. Ese vacío, que en manos de un verdadero director como Gus Van Sant se convierte en plenitud y puede dar una película tan extraordinaria como Gerry. James Franco hace lo que puede para gesticular su angustia y para que no se note que a la noche vuelve al hotel a cenar como todo el mundo. Pero el artificio subrayado destruye toda posibilidad de empatía, la sed se señala de la manera más estúpida con una publicidad de gaseosas o un paseo por un parque acuático. Y como si uno no estuviera bastante hastiado, Boyle se reserva lo mejor para el final. Movido por sus buenos sentimientos, rinde homenaje a la temeridad, al amor y a la valentía que salvaron a nuestro héroe de una clara muerte, mediante un cúmulo de visiones familiares de una afectación pasmosa, que llegan a su pico cuando el protagonista se encuentra enfrentado a su homólogo real en una composición recargada de involuntario mal gusto. El realizador más manierista de la generación post MTV sólo tiene para ofrecer asociaciones groseras y slogans publicitarios mucho menos inspirados que la famosa frase de Bilardo que le da título a la nota.
Xavier Giannoli se inspira en un hecho real ocurrido en 1997 para construir una película de extraña ambición. Un estafador de poca monta que, superado por el ritmo de los acontecimientos, se convierte en benefactor y transforma la vida de una ciudad entera es el punto de partida de un relato que tiende permanentemente al desborde, con abundantes personajes y un tema concreto, abstracto y simbólico a la vez. La mentira parte de una idea inquietante que de a poco va perdiendo contundencia por las torpezas del guión y la falta de audacia en la puesta en escena. Paul es un ex convicto sin lazos familiares que se traslada de pueblo en pueblo haciendo módicas estafas y desapareciendo a la primera señal de peligro. Hasta que un día llega a una pequeña ciudad en decadencia por el abandono de los trabajos en un ramal de la autopista y, haciéndose pasar por el subcontratista de un gigante de la construcción para cobrar coimas de diversos proveedores, comienza a reactivar la obra y la moribunda economía local. A pesar de su escandalosa inexperiencia, Paul sostiene mucho tiempo la ilusión de unos habitantes demasiado felices ante la llegada del inesperado mesías como para dudar de su identidad, sus competencias o sus intenciones. La película vibra con una urgencia interior, que la vuelve fascinante a pesar de sus evidentes defectos, como si el director hubiese querido terminarla a las apuradas haciéndose eco de la terquedad de Paul para finalizar a tiempo esos kilómetros de autopista que no llevan a ninguna parte. La puesta en escena se sitúa siempre por debajo de su potencial. Por ejemplo, Giannoli no aprovecha cinematográficamente la construcción de la autopista, no se anima a fijar mucho tiempo la cámara sobre todo ese polvo, ese barro, ese vals permanente de unidades monstruosas. El guión está tironeado entre distintas líneas narrativas exploradas sin demasiada convicción. La crónica social tiene un aire déjà vu, el drama romántico se abandona a mitad de camino y la bifurcación hacia el policial está marcada por la irrupción de un Depardieu caricaturesco. El director rodea al protagonista con un puñado de personajes secundarios caracterizados de manera muy pobre y siempre reducidos a su sola función narrativa: la alcaldesa enamorada, la empleada que admira a su jefe o el joven banquero que se debate entre la lucidez y el deseo de creer. La película es más interesante cuando se confina a la descripción de los pequeños trucos del estafador para engañar a todo su entorno, ganar tiempo y mantener el control de una situación que amenaza con irse de las manos a cada instante. Giannoli maneja con destreza el suspenso que provoca el permanente aplazamiento de un final que sabe inevitable. Pero la verdadera originalidad de la película está en el retrato de su antihéroe. François Cluzet luce muy convincente en un registro grisáceo y compone a un personaje inédito que no inquieta pero tampoco termina de generar empatía, y que se define menos por quién es que por lo que los otros proyectan sobre él. No es un mentiroso patológico, ni un criminal genérico, ni menos aún un estafador hollywoodense salido de La gran estafa, sino un personaje laborioso, parco y algo tierno. Un marginal que intenta darse paso en el mundo de la gente ordinaria y acaba perdiéndose en un traje demasiado grande. Un hombre engañado por su propia impostura, una máscara que termina siendo su rostro.
Nowhere Sofía Coppola recicla la fórmula de sus trabajos previos. La directora gira una y otra vez sobre la misma idea. En la primera imagen de la película, el protagonista confirma la metáfora dando vueltas en círculo con su coche deportivo. En el final, nuestro héroe abandona su Ferrari en una banquina, pisa el asfalto con sus botas de cuero y camina hacia adelante con la cabeza en alto. Entre estas dos escenas de una increíble pesadez simbólica, Sofía Coppola emprende una crónica minimalista sobre la crisis de un actor famoso, con largos planos secuencia y acciones en tiempo real en las que, paradójicamente, todo suena falso. En Somewhere, como en todas sus películas, está presente la típica chica rubia, pálida y grácil, presa de los tormentos existenciales de su edad. Pero en esta ocasión no es el centro del relato porque el verdadero adolescente es su padre, Johnny Marco, un star de cine que pasa el tiempo encerrado en su habitación del Chateau Marmont, legendario hotel de las estrellas de Hollywood. Johnny se aburre entre conquistas fáciles, tardes alcoholizadas y paseos en Ferrari. Hasta que una bonita mañana entra en escena su hija Cleo, fruto de una madre invisible a la pantalla y de una unión que parece nunca haber existido. Cleo es asombrosamente madura para sus once años, no plantea cuestiones indiscretas y logra una complicidad perfecta con su padre. Johnny encuentra en pocos días el verdadero sentido de la vida y, como si el lugar común no fuese del todo evidente, Sofía Coppola subraya el mensaje con la vuelta de tuerca final. La directora apila los clichés y no se esfuerza por ofrecer espesor a sus personajes. Los protagonistas permanecen simpáticos y bellos a pesar de sus defectos, y el conjunto resulta desesperadamente chato. La fastidiosa descripción es apoyada por una puesta en escena limitada que se detiene sobre decorados lujosos. La realizadora filma en dos ocasiones un patético baile del caño para reforzar el vacío existencial de la estrella y embarca arbitrariamente al dúo hacia la Italia de Berlusconi, que se ofrece como una caricatura provinciana de Hollywood, cumbre del kitsch, las siliconas recargadas y los shows televisivos funestos. Sofía Coppola recicla la fórmula de sus trabajos previos, pero el encanto desaparece y en su lugar sólo queda un drama inocuo, tedioso e impostado.
“Baaría es una obra maestra y quien diga lo contrario no tiene ni idea de cine”. Silvio Berlusconi Con la cita de El Caimán bien podría evitarme escribir estas líneas, pero hagamos un esfuerzo y digamos que la última película del director de Cinema Paradiso es una superproducción que sigue la línea de los grandes frescos históricos cruzados por sagas familiares. Baaría es una suerte de epopeya autobiográfica que se concentra en el microcosmos del pueblo siciliano que le da nombre a la película. Tornatore pretende contar la gran Historia de Italia a través de una pequeña historia familiar que se extiende sobre tres generaciones, desde los años treinta a los años ochenta, y de Cicco a su hijo Peppino y a su nieto Pietro. Pero en verdad, los cincuenta años de historia italiana sirven sólo como telón de fondo consensual y bien pensante para los pequeños dramas personales. El fascismo, la guerra, el comunismo, los años de plomo, la mafia, todo pasa de manera anecdótica. Los personajes cruzan la Historia de la misma manera que atraviesan los decorados, sin tomar contacto con la realidad. Baaría celebra una unidad nacional simplista, reduciendo sus asperezas, sus dilemas y sus luchas fratricidas a meros clichés. En el clima contestatario de fines de los años sesenta, la reivindicación de la hija de Peppino pasa por una minifalda que escandaliza a su padre. El conflicto generacional se reduce al largo de la pollera. El director prefiere afirmarse en un sentimentalismo ramplón para conquistar a los espectadores, antes que correr el riesgo de hacerlos reflexionar. El padre y la hija finalmente se ponen de acuerdo en un corte intermedio para su falda y así triunfa la política del justo centro. En su juventud, Peppino es un comunista pleno de ilusiones, apasionado y un poco loco. Tornatone nos cuenta cómo la juventud disculpa al idealista y la edad lo vuelve sabio. Es la clase de sabiduría que entusiasmó al famoso espectador que calificó la película como una obra maestra y que está resumida en una sentencia del padre, una vez superado el conflicto de la minifalda: “Cuando golpeamos la cabeza contra la pared, no se rompe la pared sino la cabeza”. La puesta en escena se recuesta sobre una sucesión de imágenes que se conectan por rimas visuales y unifican un color general conciliador. Porque Sicilia también está reducida al chiché: grandes pastizales, pobreza noble, supersticiones, solidaridad y un dialecto pintoresco. Tornatore manipula la fibra sentimental del espectador para forzar la idea de que Baaría es una película que divierte y emociona. La tragedia sucede a la comedia, y de la violencia inútilmente voyeurista pasamos al amor más convencional. El director consigue que hasta la música de Ennio Morricone se pierda como una frutilla redundante sobre esta gran torta indigesta de dos horas y media.
El sorpresivo éxito comercial de Profundo carmesí en 1996 permitió que se estrenara buena parte de la obra anterior de Ripstein. Lo mismo ocurrió un par de años más tarde con El sabor de la cereza y el cine previo de Kiarostami. Hoy resulta lejana aquella primavera cinéfila en la que era posible encontrarse con el cartel de localidades agotadas en el hall del Lorca para ver La manzana. Con el tiempo, la diversidad quedó acotada a los festivales. El resto del año, los complejos multisalas imponen un sistema de alta rotación e incluso marcan la estrategia de lanzamiento de las distribuidoras independientes, obligándolas a postergar el estreno de los títulos pequeños por falta de pantallas. Aún en este contexto, Vincere es la película del año. Pero su notable suceso de crítica y público sólo habilita el estreno de otra película de Bellocchio en formato DVD y en pésimas condiciones de exhibición. Todo lo anterior no nos impide afirmar que La hora de la religión es una película extraordinaria. Elegante, compleja y sutil, pero a su vez impulsada por una mirada salvaje y sarcástica sobre las instituciones. Si bien la película está profundamente arraigada en la gran tradición del cine italiano, que siempre tuvo a la familia como tema central y a la política como objeto, la originalidad de Bellocchio consiste en reemplazar el naturalismo corriente por un viaje hacia las sombras. Un sueño inquietante que transforma a Roma en una sucesión de pasillos lynchianos y destila un hechizo misterioso e indescifrable. El enorme Sergio Castellitto compone a Ernesto, un artista plástico ateo de cierto renombre que, de buenas a primeras, se entera con estupor que debe atestiguar en el proceso de beatificación de su madre. Al principio Ernesto cree que se trata de una broma (nosotros también), pero luego descubre que todo su entorno familiar está al tanto de los trámites y entonces comienza a tomar forma la idea de una conspiración urdida por motivos inconfesables. A partir de este momento despunta una suerte de thriller metafísico donde todo lo que se describe es concreto y la mismo tiempo alegórico, un relato iniciático que llevará al protagonista hacia su infancia y su evitada familia, penetrando en un mundo paralelo poblado por fantasmas del pasado. La puesta en escena clásica y realista, de fuertes contrastes entre sombras profundas y luces vivas, se resquebraja de a poco con planos fijos y recurrentes de un pequeño grupo de misteriosos personajes en el fondo de un salón del Vaticano. La realidad parece hundirse para dejar lugar a una atmósfera envolvente que propicia la irrupción de extrañas figuras como el conde anacrónico que reta a Ernesto a un duelo. Esta atemporalidad se suma a las locaciones inciertas y a la confusión de rostros que permite que el protagonista asuma que una joven seductora y liberadora puede ser la maestra de catecismo. La película deviene una pesadilla paranoica y secreta que admite tanto un bautismo furtivo en medio de la noche como la aparición de una vieja tía cínica explicando las ventajas de tener una madre santa. Bellocchio visita a Buñuel, La hora de la religión es una película salvaje, subversiva e irresistible. Única.
A partir del éxito internacional de Pan y tulipanes, Silvio Soldini se convirtió en el director italiano más popular de su generación. Sus películas son dramas amables, previsibles, bien filmados y cargados de nobles sentimientos. Cosa voglio di piú no es la excepción. El director intenta inscribir una historia de adulterio demasiado transitada en un contexto realista, pero sólo logra estirar la película, deteniéndose en un sinfín de problemas domésticos intrascendentes. Soldini ubica rápidamente a cada personaje en el lugar que indican las convenciones, subrayando los defectos físicos o de carácter de los cónyuges que están de más para facilitar la simpatía hacia los amantes. Una joven empleada contable, encantadora y aplicada es la compañera de un hombre barrigón de anteojos, mañoso y retraído. El simpático encargado de una empresa de catering está casado con una mujer que vive malhumorada. No es difícil imaginar quienes serán los engañados. El pretendido realismo se diluye en tórridas escenas de sexo poco convincentes, filmadas de manera cruda y sin cortes para forzar el contraste con la vida sexual de las parejas legítimas, que merece apenas una mención. Soldini se pierde intentando conferir a su drama alguna relación con el mundo real. Coquetea con el registro documental en los pasajes que se desarrollan en los inmensos centros comerciales o en los trenes que comunican las viviendas de los suburbios con las oficinas céntricas. El mundo del trabajo está descripto con precisión para evidenciar la vida profesional poco estimulante y las dificultades económicas que apremian a los dos amantes. Pero estas observaciones no constituyen un verdadero punto de vista y sirven únicamente para alimentar la vacilación de los tortolitos. Cada vez que alguno pretende hacer evolucionar la relación, el dinero oficia de triste regulador de los impulsos. El adulterio cuesta caro, parece decirnos Soldini. La relación extramarital vista como un lujo es una idea discutible pero muy atractiva, que el director sólo utiliza como un ingrediente más del guión.
Una mujer desaparece. Ann decide dejarlo todo. Su marido, su departamento y su agotadora vida de pianista. Ann se aligera, se hace invisible, viaja sin equipaje, libera, vende, quema. Se vuelve intocable. Ann se disuelve en los lugares que atraviesa y la película acompaña esa deconstrucción metódica en busca de un nuevo equilibrio. Villa Amalia, como otras películas de Benoît Jacquot, es un salto al vacío que explora la combinación perfecta entre fugas, vagabundeos y transgresiones para lograr otro estado. Una película enigmática que enarbola la fascinación por una vida incómoda, peligrosa, anormal, pero que palpita. Villa Amalia se fusiona con la pasión de su heroína y consigue una extraña armonía entre sus estridencias y su lirismo. El director borra los rastros, destruye las pistas y pone en escena las emociones de una Isabelle Huppert en plena metamorfosis. Jacquot filma estados de ánimo como si fueran acciones y genera cierta ingravidez. Las imágenes, los sonidos y las situaciones se manifiestan en el límite de lo real. En la escena en la que Ann visita a su madre antes de partir, las palabras son escasas y suenan extrañas. La riqueza de las miradas y la expresividad de los cuerpos se acentúan por la falta de diálogos. La película va alineando emociones imprevisibles sin explicarlas. No se trata de comprender sino de experimentar, aferrándose bruscamente a las sensaciones. La protagonista cambia de ropa en cada escala, lanza bolsos y algunos objetos, luego adquiere otros y vuelve a salir. La película se apropia de su locura fijando la atención en las bolsas de basura llenas de ropa, en los formularios de compra, en los procedimientos bancarios y aduaneros, en el traslado de pianos, en los cambios de cerraduras, trenes y hoteles. Lo que aparenta ser un error de construcción dramática es, por el contrario, el proyecto mismo de la película. La máquina narrativa funciona a la perfección acoplada a un dispositivo de otra naturaleza llamado Isabelle Huppert. A esta altura no vamos a descubrir las enormes cualidades de la Huppert, aunque lo que ocurre con ella en Villa Amalia es inédito. Más allá del virtuosismo técnico de una actriz experta, hay otra cosa que hace eco en la locura de la película y del personaje. La ósmosis entre Ann e Isabelle Huppert genera una euforia invisible que debe exteriorizarse con diez máscaras diferentes. La actriz cambia de rostro y de cuerpo, luce aterrorizada, divertida, manipuladora, preocupada, triste, abierta, ahogada. Son secuencias con planos muy breves, pequeñas notas sobre un gesto, un sonido, un cambio de humor, que componen un universo a la vez preciso y fluido. La singular escritura de los diálogos juega sobre registros contradictorios, casi disonantes. La película parece habitada por la música que compone Ann, una concertista que descubre que el compromiso ya no está en sus cuerdas y decide cambiar de compás, en dos tiempos y tres movimientos. Música y cine contemporáneos, donde la expresividad de los sentimientos no retrocede ante las rupturas de tono, las asonancias inusuales o los largos silencios.